Por Jesuhadín Pérez
Cuando era un niño vi nacer, al pie de un poderoso muro de piedras, un almendrito. Los días pasaron y dejé de prestar atención al suceso. Cuando hace algún tiempo pasé por el mismo lugar, un majestuoso árbol ofrecía quince metros de venerable sombra. El centenario, poderoso y rígido muro de piedras había saltado en pedazos. Pensé entonces: el futuro pertenece solo a aquello que tiene la capacidad de crecer, de cambiar.
Hay un miedo patógeno al cambio. Las fuerzas existentes en la conciencia de los hombres se resisten a los cambios, ¿por qué? Según parece existe una inclinación generalizada a preferir la engañosa seguridad de la quietud, a la incertidumbre de lo desconocido. Pero el futuro corresponde solo a lo que se mueve y vive, a lo que puede crecer.
Un barco atado a un puerto es algo muy predecible. Cada mañana estará en el mismo lugar. Cada noche podrá encontrarse a tientas la barandilla de estribor para bajar a tierra. Pero los pueblos no son barcos atados a un puerto eterno. Los pueblos son organismos vivos que se agitan, que buscan -como cualquier forma viva- crecer y que cuando no pueden, porque fuerzas mayores se lo impiden, escapan por rendijas y resquicios.
Por eso quedarse inmóvil es morir. No importa cuán fuerte parezca la estructura, todo lo que no se renueva, se viene abajo. Es la ley de la naturaleza. Solo miremos a nuestro alrededor.
Una sola cosa detiene en seco el crecimiento. Nuestras dudas. El recelo a las consecuencias del intento de crecer. El miedo a esas poderosas fuerzas que se nos oponen. Miedo de perder lo bueno (la tranquilidad, la estabilidad, la predecible rutina) que hoy mismo nos tonifica y -por sobre todo- la desconfianza al futuro que nos espera si todo cambiara súbitamente.
¿Pero cuán peor podría ser el futuro si el presente cambiara drásticamente? O ¿cómo será si cruzados de brazos dejamos que todo siga tal como está? Meditemos, ¿tendremos un futuro grato si no intentamos modificar nuestro tiempo presente? ¿Es tan grande nuestro miedo al futuro mediato que nos impide proceder ahora de forma razonable pero enérgica? ¿El estado actual de cosas justifica nuestra actitud apática o solo intentamos sobrevivir a toda costa metiendo en el paquete hipotecario nuestro futuro inminente? ¿Cobardes o negligentes?
El futuro suele aclararse cuando caminamos hacia él, y -sobre todo- cuando nos preparamos para él. Si no nos asomamos a las hendiduras de las puertas, nunca sabremos qué hay del otro lado. Si no metemos un dedo y después el brazo para tratar de modificar la posición del cerrojo que nos encarcela, no saldremos nunca de la angustia de sabernos prisioneros de esa puerta.
Crecer es indispensable para sobrevivir. Crecer es -a veces- una cuestión de vida o muerte. Vivimos para crecer. Todo aquello que impide el crecimiento de lo que es bueno para la humanidad, es un crimen y debía condenarse con severidad.
No puede una ciudad contenerse con una muralla, porque llegará el momento que las casas tendrán que construirse fuera de esta y no será culpa de sus moradores, sino de quien mantiene y defiende una estructura obsoleta que limita el espacio vital y frena el crecimiento natural de la humanidad.
La muralla pudo ser buena en un tiempo. Sirvió para diferenciar que era valioso y que podría no serlo. Pero el tiempo ha pasado. Cada vez más cosas -probadamente importantes- van quedando fuera. Entonces solo queda desmontar la muralla piedra a piedra para darle una nueva utilidad a cada pieza y para que los que deban y quieran crecer, aprovechen el abono del mundo. La convivencia del mundo. El mundo en sí mismo, que no es malo.
El futuro será menos incierto en la medida que podamos moldearlo con nuestras propias manos. El miedo irá desapareciendo también, en tanto este futuro vaya tomando forma. Vaya dejándonos cambiar y crecer.
Las fuerzas que se oponen, ¿cuándo no han existido estas fuerzas?; hay que aprender a convivir con ellas. Son lastre pero no tienen consciencia de serlo. Su papel es el de darnos más importancia de la que realmente tenemos. La historia les pasará acta. Algún día, apenadas, entrarán a formar parte de ese futuro de todos.
Cambiar, evolucionar, crecer y ganar espacios es lo más importante. Defender, buscar, crear, echar a andar, sacar la cabeza del avestrucesco hueco en el que nos escondemos tantas veces. Informarnos, investigar, tomar conciencia, actuar, comprometernos; modificar lo modificable, creer en lo creíble, perdonar lo perdonable, defender lo defendible, buscando nuestro bienestar espiritual, físico, económico y social que es en definitiva el bienestar de la nación. Y actuar, pero no tomándonos el momento como una audición en la que tenemos que representar un personaje ficticio para agradar al jurado, sino actuar en correspondencia con nuestros ideales personales, con nuestras convicciones sagradas, con sentido de justicia, equidad y en libertad plena. ¡Esto es crecer! ¡Esto es cambiar! ¡Esto es vivir! Porque vivir no es solo respirar, comer y dormir (esto es vivir zoológicamente), el hombre vive cuando tiene el poder de transformar su realidad inmediata, cuando siente que puede fabricar con sus propias manos el futuro de su prole.
Todo esto asusta a algunos todo el tiempo y a todos por momentos, pero no puede invalidar a todos todo el tiempo, porque crecer es la clave y la razón de vivir.
Si mustios por la falta de esperanza nos encerramos en dudas, miedos, prejuicios y fantasmas, estaremos firmando nuestra propia sentencia de muerte.
No importa cuán lejos nos parezca el final; crezcamos, crezcamos, crezcamos, porque el futuro puede ser mañana.
Jesuhadín Pérez Valdés (1973)
Miembro del Consejo de Redacción
de la revista Convivencia.
Reside en Pinar del Río. Cuba.