Por Maikel Iglesias
Puede alcanzarse la cumbre de las Bellas Letras con tan sólo un libro de relatos, o unos pocos versos. Hay autores que precisan mucho más. Para algunos la entrada al paraíso literario debe pagarse con esas monedas que conforman, eso que acaso por error habrán denominado: Obras Completas. Es el precio a pagar por esas páginas doradas, seductoras y hechiceras de lectores insaciables. Aunque siempre nos parezca que no hay obra realmente concluida.
Algunos escritores obtienen la iluminación a través de sus textos, les ocurre el milagro de la plenitud en sus volúmenes, ya sean extensos o concisos, oscuros o radiantes. Solo importa el enigma revelado. Porque en algún sentido todo creador está llamado a algún descubrimiento, más o menos parcial, pero siempre trascendente. En los antiguos designios del Arte de escribir, los oficiantes del mismo se conectan con la herencia mutante de todos los tiempos, incluso venideros, aún por los caminos divergentes; para perpetuarse en fatigosas carreras de relevos, y llevar los batones de nuestras memorias, a un rincón plus ultra. Al otro lado de la cotidianidad.
Hay otros que expresan su plenitud de una manera más cabal y extrañamente metafísica, más allá de su propia literatura. A estos les llamo los santos patrones del lenguaje. Los elegidos. Los sempiternos arcángeles de todos los idiomas. A estos les contemplo y les admiro con una dulce extrañeza horizontal, no tienen patrias fijas en mi mente, han conseguido el anhelado pasaporte cósmico. Por eso les adoro su silencio, los mensajes entre líneas, también sus entretantos y los intertextos, tan cuajados de revelaciones siempre.
Homero, Lao-tsé, Avicena, Dante, Cervantes, Shakespeare, Goethe, Sor Juna Inés de la Cruz y César Vallejo; son algunos de los que custodian los erarios de La Poesía, guardianes y parteros de la creación poética, arcángeles de la poiesis; y por ende han hallado un espacio inexpugnable en todos los altares de las bibliotecas, siempre abiertas a la afiliación de otros autores, a ser cautivadas por otros demiurgos. Tales son los casos de los universales, Borges y Rulfo. Jorge y Juan. Los dos latinoamericanos, por cierto, los dos de ningún sitio y todos los lugares.
A uno le bastaría con el Pedro Páramo, una novela alucinante llena de fantasmas, una conversación de muertos que no aceptan el cese de sus vidas, al menos en lo que se refiere a los espíritus manifestados en esta dimensión, desde donde escribimos, contamos, poetizamos, leemos, apreciamos. Su ruptura del tiempo y el espacio, nos coloca ante otra dimensión del mundo. Para llegar hasta allí, a ese plus ultra; Rulfo tuvo que romper muchas cuartillas que contaban sobre el México contradictorio que no poco llegase a conocer, tan antiguo y moderno a la vez, tan difícil para armonizarse con los sueños de aborígenes y campesinos. Tuvo Juan que reescribir pacientemente hasta purificar en todo lo posible sus mensajes. La violencia inherente en los paisajes de su Llano en llamas y el aura fantasmal de sus difuntos.
A diferencia de Borges, no alimentó su alma Rulfo entre las bibliotecas pródigas, es cierto que leyó, pero no tanto, le bastó con unos libros esenciales y aprender a escuchar los mensajes de la tierra. Por eso, medio que se revelaba como un ser ensimismado, hermético. Escritor enigmático él, con una sensibilidad finísima para observar a los espíritus, y no solo verles, sino captar sus señales más íntimas y luego traducirles en un lenguaje relativo a todos.
Jorge Luis fue un inglés que escribía en castellano, soñaba en alemán y quiso morir en Suiza. Amó tantas patrias como fuera posible, el fervor que un día sintió por Buenos Aires, no lograron aplacarlo dictaduras ni políticas más blandas. No antes sin dolor, sin la carga penosa de las agonías. Más allá de las beligerancias de las militancias, que le destituyeron de su puesto entre las bibliotecas, lugar donde siempre se sintió más libre, el sitio donde fue más Borges o fue tanto como sólo pudo serlo con sus libros.
Parecía burlarse de todos y de todo, incluso de él. Lo que pasa es que lo hacía de una manera tan seria, tan suya, que aún sigue aplastándonos su verosimilitud. Son chistes que nos hacen sonreír, de una segunda o tercera lectura, rumiando sus versos del Elogio de la sombra, releyendo el mundo de ficciones bifurcadas del jardín de sus senderos, El Aleph, El Libro de arena; inédita conjugación de historia personal y el mundo imaginado. No se puede eludir entre su biografía, acaso hagiografía; las tan doradas cartas de su madre. Ojos de su padre y de este genio. La patria más amada por este poeta.
De los puntos coincidentes y las divergencias de estos monstruos de las Bellas Letras, me gustaría lanzar a la piscina de las especulaciones, mis presentimientos del porqué difieren tanto en su actitud dialógica. Juan Rulfo con sus planos telúricos, impersonales, casi siempre en espiral y circunscrito a su espacio de la convivencia. Mucho más expansivo, itinerante, heterónimo y locuaz en el caso de Jorge Luis Borges. Ambos concurrentes en la preocupación por el Hombre y sus destinos, así como la necesidad de crear sus propias realidades.
Borges fue un coleccionista de monedas homéricas, dantescas, escandinavas; sus deseos de encontrarse, descubrir y descubrirse, lo llevaron tras otras valkirias con sus ambrosías; todo el oro y la plata que hallaba en sus excavaciones místicas; lo volvía a invertir en tierras prometidas y arcas celestiales, y caminos y senderos y caminos. Nunca quiso salir del laberinto donde al fin se consagró. Quizá tuvo que ver en todo esto, su mezclada y fervorosa sangre.
Juan Rulfo prefiriese otros enigmas, pero no desconectado de esta herencia mutante a la que Borges accediera con sus obras incompletas- no sé si quisiera acabarlas, cuando llego al final de sus versos o cuentos, me parece que algo empieza nuevamente-, por algún espejo de obsidiana o tributos aztecas, que solo revelan sus claves a los elegidos.
Maikel Iglesias Rodríguez
(Poeta y médico, 1980)