Religión y Sociedad – Tú eres Pedro y sobre esta piedra. Crónica de los funerales de Mons. Meurice

“Ha muerto el obispo valiente, ha muerto el obispo santo”
Alberto Muller, obispo de Cienfuegos, en la misa funeral de monseñor Enrique Pérez Serantes, arzobispo de Santiago de Cuba
Por Henry Constantín
Representacion del pueblo en los funerales de Mons. Meurice

Representacion del pueblo en los funerales de Mons. Meurice
Un obispo que camine con su iglesia, está bien. Eso, si el rebaño es libre de escoger el camino y el prado. Pero si el rebaño tiene demasiado establo, o desde el monte los lobos rugen para que el ovejar se atolondre y siga la ruta de los colmillos, entonces buen obispo solo es el que empuja la puerta y va delante, y cuando siente a la fiera, no le regala un par de ovejas débiles para salvar su capa morada y la hogaza de pan, sino que le apunta con el báculo, porque mientras haya lobo, está claro, no serán libres sus fieles. Y ni pensar en el pasto con cercas y el calor del establo como alternativa a la falta de libertad: eso es para las ovejas de verdad, y en esta socorrida metáfora de ovejitas, pastor y lobos estamos hablando de seres humanos, de monseñor Pedro Claro Meurice, arzobispo emérito de Santiago de Cuba… y de lobos. En esta metáfora, el establo y esos lobos, son lo mismo.
Murió monseñor Pedro Meurice, arzobispo emérito de Santiago de Cuba. Su ciudad está de luto. Lo ha estado muchas veces, es cierto, pero sus tristezas más contundentes casi siempre han sido violentas, desde la Guerra Grande, cuando fusilaron a los sospechosos de independentismo que no llegaron al monte, y a los expedicionarios del buque Virginius, y en esos individuales duelos, modestísimos, que de guerra en guerra causaron los cadáveres de Céspedes, Perucho Figueredo, Ramón Leocadio Bonachea y Martí exhumado.
En el siglo XX siguió el luto de los hombres de piel negra muertos cuando los Independientes de Color y los sucesivos funerales que el machadista Arsenio Ortiz sembraba por las noches. Luego, uno colosal, sanguinolento, el de los asaltantes del Moncada, que por cierto, días antes de este otro luto que nos convoca, era recordado por 48va. vez en medio de interminables borracheras y congas.
(Eso sí: los accesos a la sepultura donde finalmente descansó Monseñor estaban custodiados, este 31 de julio, por omnipresentes banderas rojinegras: que nadie olvide quién permitió este sepelio, y quién lo vigiló. El irrespeto de quienes colocaron estos símbolos era doble, pues junto a ellos ondeaba ¡a la misma altura! una bandera cubana. Otra enseña izada a la misma altura que la nacional no se veía en Cuba desde que Fulgencio Batista hizo ondear su particular paño multicolor, recuerdo del golpe septembrista, en los años treinta. La Constitución del 40 se lo prohibió).
Después de la hecatombe moncadista vino el funeral iracundo y multitudinario de Frank País, que los viejos recuerdan como el mayor de todos los duelos en una ciudad antaño empecinada en heroísmos púrpuras. Y saltándonos el medio siglo siguiente, no hace mucho la televisión estatal mostró a cubanos lamentando la muerte de Vilma Espín y de Juan Almeida Bosque, dos figuras oficiales de nombre muy unido a la Ciudad Héroe.
Pero como prueba de que este país ya siente que son demasiados sus muertos armados, el 31 de julio pasado, por la mañana y tras multitudinaria misa, Santiago caminó tras el féretro de un inquieto pastor de almas, devoto de la Virgen de la Caridad y aficionado a los dulces, que removió la isla entera hace 13 años solo con una salva de palabras libertarias. Un anciano, al paso de la procesión fúnebre y numerosa tras el ataúd de monseñor Pedro Meurice, se asombró: “Hay más gente que cuando el entierro de Frank País.”
Uno de los que habló
Cuando se le pregunta a cualquier santiaguero, sea cual sea su creencia, por monseñor Meurice, escucha más o menos esta respuesta: “Fue el que dijo las cosas como son en la Plaza, cuando vino el Papa”. Precisamente ese momento fue el que le dio proyección nacional al arzobispo, y dimensión mundial a la falta de libertad de los cubanos, católicos o no, aunque alguien que se sintió muy aludido por su discurso prefirió recordar ese instante así, en conversación con el periodista Ignacio Ramonet: “Hubo también, en Santiago de Cuba, un acto en presencia del Papa, y estaba todo el pueblo allí, y en esa ocasión uno de los que habló pronunció un discurso duro, duro, y entonces la gente se fue yendo poco a poco, se quedó vacía la plaza…”
Que no fue así todos lo sabemos, la plaza continuó llena con el medio millón de personas de todo el Oriente cubano que con sol, sed, calor, y de su voluntad, recibieron el mensaje libertario. La presencia de Juan Pablo II y copiosa prensa extranjera salvó a esas quinientas mil almas del sorpresivo corte eléctrico que al resto de la Ciudad Héroe le impidió ver u oír, desde sus casas, el recién comenzado discurso del León de Oriente. Parecía entonces que este hombre voluminoso y parco se había empezado a leer la Biblia por el arresto y la crucifixión de Cristo, o por la rebelión de los Macabeos contra el ambiente seleúcida, y quería contárselo a toda Cuba. Y Cuba lo escuchó entonces, necesitada como hoy de más Evangelio en la cruz y menos sanedrín. Y en la misa dominical nos entristeció la grabación de su voz que los organizadores escogieron para transmitir: no era parte de ese discurso ante Juan Pablo II y toda Cuba para el que, según le contaba a sus amigos, monseñor Meurice sentía que había nacido; como si hubiera apuro por enterrar su alma, ahora que al cuerpo le quedaban horas.
(Meurice recuperó involuntariamente, después de casi un siglo de vacío, el epíteto más temible –más libertario- de todos los héroes surgidos en la indómita cabeza del caimán: León de Oriente, como le decían al general mambí José Maceo Grajales, muerto en combate en 1896).
Azar
Un rato de juego con fechas: el día del entierro de monseñor Meurice –Ignacio de Loyola murió un día semejante 455 años antes- no es cualquier día. Enhebrados por la historia, es el mismo día en que Fidel Castro Ruz, cinco años antes, ha cedido el poder tras 47 de gobierno ininterrumpido. Y como si las grandes defunciones de la Iglesia cubana y las fechas del ex-presidente estuvieran atadas por hilos temporales, resulta que monseñor Juan Joseph Díaz de Espada, el obispo de mayor trascendencia en el pensamiento progresista cubano, falleció un 13 de agosto –cumpleaños de Fidel Castro- de 1832, ¡cien años antes del nacimiento de monseñor Meurice!
Otro día: 2 de septiembre. En 1944, Pedro Meurice entró en el seminario San Basilio Magno, en El Cobre; ese día se conmemora el asesinato de cientos de sacerdotes a manos de los radicales franceses, en 1792. Y un guiño de historia rebuscada: también un 2 de septiembre, en 1649, la fortaleza centro-itálica de Castro era tomada por las tropas romanas de la Iglesia, hecho con el que terminaban, precisamente, las Guerras de Castro.
Por San Pedro hasta Martí
En la procesión marchó, San Pedro abajo, luego por el Paseo Martí y de ahí al cementerio por Yarayó, y bajo el sol, lo más alto de la Iglesia Católica cubana. El arzobispo de Camagüey, Juan García, reconocible dentro de la atestada catedral por su voz y el arzobispo presidente de la cubana Conferencia de Obispos que, sin embargo, no fue quien firmó la nota informativa sobre el fallecimiento y funeral de monseñor Meurice, publicada en los periódicos Granma y Juventud Rebelde a nombre de la propia institución… ¡a siete días del deceso y tres desde que se estableció la fecha de su sepelio!; Monseñor Dionisio García, actual arzobispo santiaguero tuvo, durante la Misa de funeral, palabras de elogio para monseñor Meurice y de crítica para las terribles circunstancias políticas en las que transcurrió su ministerio…; caminaron también el padre José Conrado Rodríguez Alegre, una de las voces católicas más comprometidas y audaces; el cardenal Jaime Ortega, en el otro lado de la marcha, atrás y sostenido por un auxiliar, y los demás obispos de Cuba, incluyendo a los dos eméritos y amigos de Meurice: Mons. Siro, de Pinar del Río y Mons. Peña de Holguín.
A falta de personalidades y prensa oficiales –para quien obviamente monseñor Meurice activo no era nada agradable- sí estuvieron otras voces. Laura Pollán, la dama que de tan blanco enceguece a un país habituado al suave, carcelario tono gris; José Daniel Ferrer –uno de los expresos políticos de la primavera negra que se negó a salir de Cuba y el único de esos héroes que reside en las remotas provincias orientales-; los blogueros Reinaldo Escobar y Luis Felipe Rojas; y el periodista Julio Aleaga… Como siempre, estuvo el habitual e irrespetuoso alud de ojos que estas personas tienen asignadas, por donde quiera que van: se oyó a un individuo desconocido y observador decirle a otro –igual de desconocido y observador- en el propio cementerio y con sorprendido alivio: “Yo estaba buscando a Ferrer por la otra puerta, ¡y míralo ahí parado!”.
Al final, un grupo de fieles trató de cargar el ataúd de monseñor Meurice desde el auto hasta la sepultura. Y hubo un leve milagro: la tapa del féretro se abrió. Entonces, los cargadores y quienes aguardaban en la tumba se llenaron de nervios, la gente enviada a vigilar se puso rígida y empezó a mirar a los lados, y los de poca imaginación, para los que todo aquello no era más que el acompañamiento ritual de un cadáver, temieron por las molestias que sufría el cuerpo y por el sol que les estaba dando en los ojos.
Yo no; yo vi a un hombre valiente y fiel a los suyos que no quería irse aún, porque todas las razones de su agonía, la pobreza fundamental de su pueblo y de su iglesia, y la piedra para edificarlos, estaban todavía allí.
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