Por Eduardo E-Maro
Juan siempre ha sido taxista, más bien botero de carro viejo que en realidad nunca pudo poseer completamente por lo caro que costaba este tipo de tanque de guerra civil que los cubanos preparaban para guerrear entre las ruinas de las ciudades y los huecos enormes en las calles producidos por los misiles del tiempo y la desidia. Habíamos aprendido que los autos americanos de las décadas del cuarenta y cincuenta son inextinguibles, renacibles y recuperables. No existía desastre mecánico que no pudiera ser reconstruido por los artesanos expertos en la magia del invento. Como el Ave Fénix eran transformados en limosinas de tres o cuatro asientos, taxis limosinas o Limotaxis mejorados con un chofer de alquiler que cargaban más de diez personas.
Pero aquello desapareció tras los primeros embates del capitalismo. No los taxistas, los cacharros.
Juan es un pobre diablo quien conduce diariamente unas diez horas el prestado almendrón por todos los huecos de la Ciudad de La Habana. La mitad del dinero va a un dueño, quien no hace nada, pero posee varios de estos artefactos en pleno socialismo del siglo XXI o de Fidel.
Un día Juan se enteró de que existía un nuevo banco y que ya estaban arribando los primeros ferris, otra vez procedentes de los Estados Unidos cargados con autos nuevos para venderlos ahí mismo en el puerto, tal era la demanda.
A Juan le saltó el corazón de alegría cuando obtuvo a crédito su coche cero kilómetros. Lentamente las cosas en la calle comenzaron a cambiar, las personas también. Los taxis dejaron de tener rutas y no fueron más colectivos de a diez o veinte pesos. Juan no se veía obligado a estacionar en las esquinas ilegales para ahorrar el caro combustible. Los clientes le paraban a cortos tramos. Nunca avanzaba últimamente más de una manzana vacío. Los locales visiblemente ya contaban con recursos. El dinero valía ahora los servicios que necesitaban. Juan comenzó a intuir un imperceptible pero fuerte cambio en el comportamiento del cubano. Ya no sentía aquella agresividad casi a flor de piel que estallaba con el más leve roce que había caracterizado a los últimos años socialistas. Se eclipsó aquella agresividad de los defensores del sistema hacia las clases bajas, el desdén de los poderosos hacia sus súbditos aunque los primeros montaran poco en los almendrones.
Los cambios iniciales comenzaron muy sutilmente con el paso de los meses. Las personas se transformaban. En la medida como mejoraban los empleos y los salarios mejoraba el nivel de existencia. Los seres humanos se tornaban más amables y menos temperamentales. Comenzaban a reaparecer los modales, las sonrisas, las propinas.
Juan podía encontrar ya en los clientes que abordaban su auto nuevo, señales de una mejor calidad de vida, mejores ropas, perfumes, y todos tendían a ser más comprensivos, compasivos y pacientes. Las personas parecían más elegantes, más ecuánimes.
Juan se había regalado un Toyota en el primer concesionario que abrió en la Habana. Esta marca japonesa sin ser un vehículo de lujo por sus dimensiones, posee una durabilidad y confiabilidad elevadas que lo hacen de alto estándar. El coche de lujo de los pobres, lo que había sido una vez el Lada en peores tiempos, ahora en vías de extinción después de haber rodado por cuarenta años como el máster por las calles de la ciudad.
Por alguna razón el nuevo gobierno electo había decidido oficializar de nuevo el dólar como moneda nacional y con las nuevas leyes de inversión extranjera las inversiones frescas llegaban como lluvia de verano.
El combustible no se ha encarecido mucho mientras las tarifas oficiales son generosas. Se puede vivir.
Juan gusta de levantarse temprano para laborar las horas pico del amanecer cuando el transporte aún no da abasto. Juan se siente feliz al notar la aparente felicidad de las personas en ruta al trabajo. Ya ha concluido la etapa de la amargura donde los temas recurrentes de conversaciones espontáneas versaban sobre las espantosas condiciones laborales y los casi inexistentes salarios en aquellos pesos regulares literalmente inusables.
La nación renace todas las mañanas como ese sol que encandila a cada vez menos caminantes desocupados, o haraganes estacionados en las esquinas habituales. Hay mucho que hacer para reconstruir más de cincuenta años de abandono y los brazos no alcanzan.
Juan se alegra de zigzaguear ahora por las nuevas avenidas ante las obstrucciones por los sitios de construcción donde se yerguen los impresionantes nuevos rascacielos que ocupan manzanas enteras en la otrora zona de Centro Habana, ya liberada de sus escaras y escombros.
Juan está contento con el giro de la vida a final de su existencia. Las personas, como una amnesia colectiva espontánea, se esfuerzan por olvidar rápidamente los malos tiempos, las constantes campañas políticas, las cortedades, las permanentes cacerías de brujas, las miserias.
Ayer había montado a un par de jóvenes y Juan les había preguntado al azar cómo recordaban al período socialista-comunista. Uno de ellos saltó sobre su asiento muy asombrado y expresó jubiloso:
“¡No jodas que hubo socialismo en Cuba!”