Serie: De la Cuba del mañana.
Estimados lectores:
Convivencia ha sido siempre heredera de esa visión que aprendimos y enseñamos en el extinto Centro Cívico y en Vitral: esa dinámica de tomar de cada hora del presente solo 15 minutos para quejarse y 45 para buscar soluciones y construir el futuro.
Fieles a ese empeño de ser proactivos, o como se dice hoy, ser propositivos y otear el horizonte, Convivencia se complace en ofrecerles esta Serie de narrativas de Eduardo E-maro en la que se publicarán 10 estampas cotidianas de la Cuba del futuro. No es vivir de la ilusión, es vivir para adelantar ese futuro.
Estamos convencidos que vislumbrando hoy esa nueva realidad, vamos a disfrutarla por adelantado, vamos a entusiasmarnos con ella y vamos a adelantarla de mil maneras. La primera de ellas: trabajando, ya desde hoy, como si viviéramos en esa Cuba libre, democrática y próspera; pero sin evadirnos del presente para cambiarlo. Es la única forma de mantener viva la esperanza y evitar la alienación y el exilio externo o interno.
A los emprendedores y luchadoras:
Esta serie está dedicada especialmente a los emprendedores y emprendedoras cubanos. A los luchadores y luchadoras que en la calle, en su casa, en los campos y pueblos de Cuba, luchan, día a día, sin cansarse ni desanimarse por levantar cabeza.
Invitamos a otros cubanos y cubanas a imaginar otros escenarios cotidianos y sencillos de la vida de la Nación dentro y fuera de Cuba en esta sección: De la Cuba del mañana.
Por Eduardo Martínez Rodríguez. (E-Maro)
Pepe cerró su bodega empujando la pesada puerta de madera que se desplaza lateralmente y deja al final incomunicado el mundo interior del exterior bullicioso y oscuro. Es tarde y Pepe se siente muy cansado, pero está contento. Hoy ha sido un día muy bueno.
Observó a su alrededor tomando una última imagen fotográfica en su cerebro sobre la disposición de los blancos sacos de arroz americano cercanos a los marrones de azúcar prieta y los crema claro de la blanca. Cuelgan del techo bacalaos y tasajos secos que aguantan bien la alta humedad de esta isla. También tiene frutas secas y frescas en racimos como higos, dátiles, uvas, ahora arropadas en celofán para que no se gotease su jugo, y propiciarle una mejor apariencia ante el consumidor. El laterío colma los estantes que cubren las paredes. Se sonríe ante la variedad de colorido y marcas de la actualidad. Ningún gallego puede haber soñado con una bodega tan lustrada como la suya, pues antes de 1959 no abundaban las marcas como hoy, el plástico, y las litografías no contaban con imágenes e impresiones tan buenas, no eran tan despampanantes y eficientes a la vista, incitando de colores a los comensales más reacios a las conservas.
Le agrada su bodega. Ama a su bodega como si fuera su mujer de ahora, aunque pensándolo bien, el compromiso con los víveres es más serio y duradero que la pasión física y puede que hasta el mismo amor.
Echó un último chequeo visual a la caja contadora ultramoderna y tecleó el código de seguridad de once dígitos en la alarma electrónica. Apagó la luz y se fue a la trastienda.
A un lado se amontonan las cajas de cartón aún selladas, muchas de ellas recién llegadas, respondiendo a los pedidos automáticos de la caja registradora, la cual mantiene una contabilidad exquisita, deduciendo las salidas del stock del almacén y decidiendo cuándo estaban las reservas bajas. Allá pedía ella a los abastecedores mayoristas con su voz electrónica también automatizada.
Él es el único empleado y dueño de este negocio tradicional de nuevo tipo, o un negocio viejo con nuevas tecnologías, como les agrada decir a los vecinos curiosos. Algunas botellas de baja le hicieron un guiño de luz desde el rincón de las mermas. Estas las devolverían o las obsequiaría a algún necesitado.
A la derecha está la pared de su pequeño departamento residencia que se había separado del local general con un poco de madera artificial y alguna estructura de aluminio. Abrió la puerta y el aire acondicionado pegó fuerte en la cara debido al largo tiempo que el cuartico ha permanecido cerrado.
Se lavó las manos y el rostro en el diminuto baño del rincón de la izquierda y puso sobre la cocinilla la cafetera automática que le daría dos tazas de expreso. Suficiente para la noche. El café ya no le provoca más insomnio como cuando lo tomaba en grandes cantidades para mantenerse despierto en los días de universidad o en los primeros meses del negocio.
Ya acomodado en la salita echó un vistazo a los varios canales de televisión, pero no le interesó nada. Apagó el equipo y el panel completo se esfumó en un gris opaco contra la pared. Tiró el control remoto sobre el sofá y decidió por la computadora. Navegaría un rato por algunos rincones de la Internet hasta cuando el sueño le venciera.
Mañana sería un nuevo día seguramente muy largo y tedioso, pero su trabajo le agrada. Es su propio dueño y su solo jefe. Muchas personas que lo conocían habían puesto en duda el éxito de su empresa a estas alturas de la historia.
“¡Una bodega al estilo de los peninsulares en la Cuba de los tiempos de la colonia! ¡Tú estás loco, Pepe!” Había exclamado su aún no olvidada esposa. Era la época cuando a Cuba se le extinguía el socialismo y comenzaba la etapa democrático centrista que tanto se ha desarrollado. Los nuevos gobiernos se sucedían con regularidad cada cuatro años y no existía ya el temor al retorno a la fase del oscuro socialismo donde tantos sueños y buenos deseos se habían quemado en el desastre y la ineficacia.
Pepe recordó aquellos días iniciales mientras se reclinaba en su silla giratoria colocándose los audífonos.
Qué alegría de tumulto cuando a mediados del Congreso del Partido Comunista, Raúl declarara finalmente fracasado el experimento de la instauración del socialismo en Cuba. La amargura del desastre y la profunda bancarrota del gobierno y toda la nación, le habían llevado a pronunciar un triste y desalentador discurso donde reconocía el mal papel que habíamos hecho ante la humanidad y esto parecía colgarle sobre los hombros, parecía abrumarle el fracaso del experimento social donde se había perdido el esfuerzo de tantas generaciones afectas y crédulas.
Pero el cambio, la transición no había sucedido tan bruscamente. Tomó unos años para que las personas fueran adquiriendo conciencia sobre la verdad y la esencia equivocada de los postulados marxistas. Fue una difícil y progresiva transformación de la mentalidad colectiva de los grupos humanos donde el medio realmente parecía funcionar. El comunismo solo aparecía como bueno en los textos confeccionados por sus furibundos seguidores, hasta cuando los insistentes fracasos les hicieron recapitular y comenzar a ver las cosas desde otras perspectivas.
Recuerda Pepe cómo aquellos días iniciales todo era alegría, íbamos a realizar una revolución para eliminar a la anterior ya muerta. Se necesitaba revolucionar de nuevo a la nación, sacudirla de su letargo de medio siglo de ineficiencias, malas cuentas y peores resultados.
Entonces fue como si hubiesen encendido otro sol adicional, o existiera más diafanidad en las cosas que nos rodean. Todos parecíamos contentos, o casi todos. No quienes se habían visto obligados a devolver los bienes no muy claramente obtenidos, u otros quienes intentaron escapar en algún vuelo de última hora hacia cualquier parte donde no les pudiese perseguir la ira de los nacionales liberados.
Las personas parecían más alegres y desenvueltas. Nos volvíamos a saludar con los “buenos días” en las calles y los pasillos de las oficinas. No alcanzaban las tiradas de los nuevos periódicos para reportar las constantes noticias del cambio de aquello, o la derogación de más cual ley cruel y estúpida. Los jóvenes se buscaban afanosamente en las listas de pedidos de personal para nuevos empleos. Los salarios crecíana la par de la economía ahora floreciente, con infinidad de nuevos negocios y nuevas oportunidades para quienes desearan realmente trabajar y progresar.
Los cubanos hacíamos gala de nuestra cultura y nuestra explosividad empresarial. Pronto competíamos de tú a tú con los norteamericanos que arribaban a nuestra isla tras el olor de pastel recién sacado del horno y aún totalmente virgen. Había que reedificar una nación partiendo nuevamente desde cero, ahora con la enorme ayuda de un nuevo Plan Marshall cuan- do se fueron los comunistas.
Pero Pepe había añadido otra variante en su negocio: Tradición con nuevas tecnologías y ¡había tenido éxito!
Pepe intuyó que los nacionales añoraban muchas cosas de pasados tiempos mejores, como los pequeños negocios en las esquinas de las antiguas cuadras, como los eternos bares y sempiternos bodegueros renuentes a fiar, así como la vida sencilla y relajada en cada cuadra donde los transeúntes y vecinos se sentían seguros, no los enormes e intimidantes centros comerciales que aparecían de súbito en el ámbito geográfico de la Ciudad.
Eligió un barrio nuevo en la ya demolida Centro Habana y montó su espectacular negocio de una bodega tradicional. Había logrado fácil un buen crédito en uno de los nuevos bancos privados y los ferreteros mayoristas le proveyeron para todas las necesidades y gustos. Pepe se colocó una boina española y un delantal blanco. Su bondad, prontitud y trato amable hicieron fama y pronto toda la cuadra estaba comprando en la “Ultrabodega de Pepe.” Él, solícito, atendía, y los clientes escogían. El servicio es personalizado y siempre los muy pobres se iban con su poquito.
Lástima que su esposa no había querido apostar con él. Se había marchado a laborar a una nueva gran corporación turística. ¿Qué es eso de estar de mujer de un bodeguero por exitoso que pareciera?
De todas formas la tradición y la añoranza hicieron presa en la generación que lo había perdido todo tan bruscamente y jamás habían visto llegar el tan anunciado desarrollo.
Pepe supo explotar el filón nostálgico e hizo sus muchos ahorros.
Ya comenzaba a cansarse en exceso y llegaría el momento de colgar los guantes. Vendería su bodega y se iría a pasear por el planeta, a darse los sencillos placeres que nunca soñó y que el sistema social donde había vivido y crecido parecía prohibirle, o sencillamente le negaba.
Suavemente se quedó dormido sobre su silla ergonómica y su computadora se apagó automática. Unas lucecitas parpadeantes titilaban en los equipos conocidos, prestos a saltar a la vida al menor comando o deseo de su dueño. Pepe dormía en un mundo mejor y se levantaría temprano para hacer lo que siempre había querido hacer durante toda su existencia: Laborar para él mismo al servicio de los demás.
Eduardo Martínez Rodríguez.
(Villa Clara, 1957) Escritor.