somos exiliados. Todos.
Los que se fueron
y los que se quedaron.
Rafael Alcides Pérez
Por Maikel Iglesias
¿Por qué hacen sonar sus cláxones indebidamente? ¿Ha quedado campeón el equipo de sus sueños? ¿Obtuvimos las visas para entrar al paraíso y amarnos hasta siempre? ¿Ya no hay amos, ni siervos, opresores e ilotas, ni reos ni verdugos, linchamientos, ni actos de repudio, ni lapidaciones, ni inyección letal, ni tráfico de órganos? ¿Es tan libre de pecados la conciencia del país e incluso la del mundo, como para zumbarle una pedrada a Júpiter, Martes o Neptuno?
Porteadores privados que le ofrecen a Cuba un gran servicio, y que debieran ser más. Choferes de camiones, guaguas, bici-taxis. Todo aquel que conduce algún cacharro, haciendo chillar su corneta de forma estridente, ya fuese en un cruce de camino donde alguna res, cansada de los mismos pastos, se echa a meditar sobre la libertad y enorme parecido con las vacas de La India; contribuye a aumentar el imperio de los ruidos, las tribunas ensordecedoras del escándalo.
Sé que somos portadores de una grandiosa música, la cual durante toda nuestra historia, ha servido de bálsamo e inspiración a los hermanos y hermanas de la diáspora, y millones que a pesar del panorama crítico, y períodos especiales devenidos en la norma, prefirieron renunciar a esa puerta tan estrecha que resultan los exilios; o ancha, según sea el destino. Me estremezco ante los versos de Rafael Alcides, cuando dice: todos somos exiliados, los que se fueron y los que se quedaron. Aquí y allá, donde quiera que percuta un corazón por esta Isla, la que incluye a su Isla de Pinos, a sus cayos adyacentes, semejanzas y disparidades. Hay un canto interior inaudito, hay un ritmo en las almas que nos incita a todos, a bailar la danza de la vida con pasión. Lo mismo sea en un ladrillo como los danzoneros, o tomándonos la pista entera, como suelen hacer algunos bailadores de casino.
Mas parece mi patria una patria de sordos. Pero pasa lo que pasa cuando no nos escuchamos, cuando suenan las mismas canciones en la radio y se rayan los discos y se funden las victrolas; la gente termina bailando con el son que no quería, la más fea del baile, con cualquier palo y con cualquier lata; el problema es mover la cintura con algo para no oxidarse. Música contaminada: sinfonía que las masas comienzan a improvisar en el espacio público, una vez que se afecta el derecho que tiene cada individuo, de tocar la existencia con sus propios instrumentos.
Claro, en una sociedad civil civilizada, donde la gente se escuche y se respete, es extraño que primen en las bocinas sociales, los molestos feed-backs o signos de desafinación total, por demasiado tiempo; ya que cada persona se encuentra o se pierde en lo suyo, le concede importancia vital a lo que dictan sus obligaciones íntimas, sin que ello contravenga a la Nación, a lo que está abocada. Esto suele suceder cuando se vive en orden, y las leyes no son los obstáculos, sino reglas naturales para hacer más próspera y feliz la vida.
Música armoniosa: La que inspira, redime, enamora; y no se restringe a los egos de los unos y los otros, sino que sirve a todos por igual. Antípoda del ruido que impera sobre el caos e irrespeta partituras que le son originales a su tierra, a sus seres humanos, por arreglos que van en contra de su naturaleza. Muchas veces importados, casi siempre imperativos. Entonces la gente que quiere salvar los oídos nacionales, a sabiendas de que en ellos les va su propia realización de escucha; elige la fuga o el silencio, o comienza a cantar y tocar esos salmos espontáneos, en un modo en que parecen raros, desencajados; y aunque puede que lo hagan con entrega magistral; le reprimen porque suena distinto a la banda sonora de esa involución que tanto contamina, no sólo los cuerpos y el sentido del baile, sino la danza libre de la mente y el espíritu.
En este lado del Caribe, donde el más leve susurro del viento que agita las hojas, las flores y los frutos del árbol del mamey o la guanábana, nos invita a cantar y gozar. Aquí donde el taconeo de las mujeres negras, rubias, mulatas y blancas y de todos los colores, que esparcen sus aromas en alguna acera, parque, malecón, portal o trillo, dejándose llevar por la batuta de la orquesta de sus genes, su imaginación, su voluntad y orgullo; pone los pelos de punta al ser más insensible, y hace silbar al mono ni de frío ni calor. Ha inundado las casas y lo que no es ella, una música de espantapájaros y vuelvelocos.
Agobian trompetillas inconscientes, esos silencios mágicos tan necesarios, y el ritmo natural de las cubanas y cubanos. Difícil tener sexo, escribir, comer, respirar, trabajar así, crecer con tanto ruido. Propongo que cantemos y bailemos sin rencor, sin tanta bulla, respetando la clave y el paso de todos los que están en el concierto, incluso los desafinados, los que se fueron y quienes están, y aquellos que aún, siguen sonando extraños en sus propios tocadiscos.
Maikel Iglesias Rodríguez (Pinar del Río, 1980)
Poeta y médico.