Por Henry Constantín
Finalmente, hemos conjurado la suerte de Sodoma y Gomorra. La ciudad se salvará, y con ella el país entero. Hay una persona, al menos una persona, llena de impurezas como cualquier otra, que ofrece toda su existencia a cambio de la suerte de otras personas. Esta vez el sacrificio no alcanza su probable final doloroso: el héroe queda entre nosotros, pero con el cuerpo lo suficientemente castigado como para tener rictus de mártir. Pero vence. Su calvario oportuno culmina la inmolación de otro hombre y la solidaridad de muchas personas con la buena noticia de que las rejas están abriéndose. Y eso ocurre en la misma época en que millones de cubanos, de dentro y de fuera, no se creen capaces de cambiar ni un ápice de la realidad de sus propias vidas y la de sus hermanos. Un humilde conmovió el muro: Orlando Zapata. Otro, Guillermo Coco Fariñas, lo derribó.
Aunque el respeto por Zapata es infinito, porque cedió la vida en su intento, hablaremos de Fariñas; su acto, sin ser más decidido ni arriesgado que el otro –ambos se pusieron en camino de muerte- llevaba una meta en la que no le iba ningún bien, como no fuera espiritual.
Ese es el lado humano, personal. Pero hay otro lado: el colectivo, el nacional, el que incluye la suma de nuestros comportamientos individuales, reflejados de quienes antes han vivido en esta isla, y proyectados sobre quienes lo harán. Estoy convencido de que este es el lado más importante, a largo plazo. Amén del aire de libertad que ya respiran tantas personas, encarceladas por actuar en pos de un mejor destino para su tierra, la importancia de lo que han hecho Zapata y Fariñas desborda nuestra diminuta circunstancia. Es que la historia de Cuba está pálida de asombro.
Decenas de guerreros persistentes y audaces, que empuñan sables y machetes, ametralladoras Thompson, tercerolas, AK 47, fusiles Mauser y Garand, carabinas Spencer y Winchester, revólveres y pistolas, granadas y cartuchos de dinamita, se han detenido en el tiempo. Épicas cargas de caballería, serpenteantes columnas guerrilleras, reuniones clandestinas para distribuir bombas, camiones atiborrados de jóvenes ametralleantes y de soldados, pelotones de fusilamiento hechos con voluntarios o revolucionarios, según la época…; toda la furia hormonal con que los habitantes de esta isla trataron de imponer sus personales deseos a los demás, se ha quedado atrás. La unión de ese hecho con tal fin es única entre nosotros.
Un hombre se ha inclinado hasta la muerte sin amenazar con el menor peligro físico a sus contrarios, sin la intención de empujar con su liderazgo a otros al sacrificio, y en pro de una meta que no le beneficia directamente: la libertad de decenas de personas, muchas de ellas desconocidas para él.
LO HUMANO ESTÁ EN TODAS PARTES
Por supuesto, no obviemos algunas circunstancias. El filósofo Santayana vuelve a cumplirse entre nosotros: –”Aquellos que no recuerdan el pasado, están condenados a repetirlo”. Es que ya en Cuba alguien ha dejado que el hambre mate a sus probables enemigos, aunque con menos voluntad de llegar hasta el final de la que tuvieron Zapata y Fariñas. En 1896, Valeriano Weyler, capitán general, decreta los primeros bandos de reconcentración, para acabar con el estómago del Ejército Libertador. Miles de campesinos cubanos, de todas las edades, colores y sexos, son amontonados en los pueblos: los rincones más infectos serán sus moradas. La administración colonial no se toma muy en serio la idea de garantizar la supervivencia de estos súbditos, y el hambre y las enfermedades se abaten sobre los pobres reconcentrados. Mueren por miles.
Este genocidio polpotiano a la inversa hubiera sido eterno si, entre otras razones, no se hubiese desatado en Estados Unidos una tremenda ola de rechazo, atizada por la emigración revolucionaria cubana. La prensa en Estados Unidos tomó partido por los reconcentrados –pues la española no quería y la criolla no podía-, y eso impulsó a los políticos norteamericanos a hacer lo mismo. El intenso alarido acusador de esa prensa que nuestros historiadores oficiales colorean –en sospechoso coro- de amarillo, obligó al gobierno español, a quien poco le interesaba el sufrimiento y la protesta de cientos de miles de anónimos vasallos, a escuchar los rigurosos vientos desaprobatorios sobre su política en Cuba. Y Weyler fue sustituido, y el callado exterminio de miles de campesinos cubanos cesó.
Hoy, otra vez, el sacrificio de unos compatriotas en altares terrenales es cohibido por la prensa. Inclusive los medios gubernamentales cubanos le dieron reducidos y confusos espacios a la muerte de Zapata, los desfiles de las Damas de Blanco y la huelga de Coco Fariñas –todos con similares propósitos- mientras que los independientes y un gran número de medios extranjeros lo hicieron a todo pulmón, seguros de que cada día de silencio podía transformarse en una golpiza o una muerte más.
Lo que para Eduardo Galeano fue un defecto en el funcionamiento de esos medios extranjeros -según él mantienen una lupa sobre todo lo que aquí daña el prestigio de nuestros gobernantes- para Cuba, y para quienes aquí reciben amenazas, censura, golpes y odio, es un hecho afortunado, a veces el único freno ante tanta violencia. Además, la luz que dan los medios de prensa, por muy fuerte que sea, solo estorba a roedores y a fantasmas. De todas formas, el valor de Cuba no depende de la imagen de sus gobernantes, sino del dolor de sus habitantes, dolor que existe; la amplitud de su eco solo prueba que allá también hay seres humanos sensibles al sufrimiento ajeno, y que tenemos la suficiente solidaridad internacional como para que los desmanes de quienes aún mandan aquí, y se creen impunes, no pasen desapercibidos.
Quien conozca de cerca este pueblo, sabrá de nuestra incapacidad para defendernos –o del miedo a hacerlo, por no incrementar los sinsabores, o carecer de fe en quienes deberían evitárnoslos- ante cualquier atropello que venga de los que mandan; que los cubanos de allá fuera, y ese montón de artistas, periodistas, políticos e intelectuales extranjeros dediquen un instante de sus ocupadas vidas a defender a gente que no conocen pero cuyas circunstancias les han provocado respeto y compasión, es un acto humano. La solidaridad no es propiedad exclusiva del vocabulario de nuestros intrincados gobernantes.
A partir del 24 de febrero de 2010 -¡qué fecha!- día en que Fariñas inició su huelga, será complicado alabar los tintes violentos de nuestros arrebatos pretéritos, frente al sacrificio de este ciudadano que se consumió a sí mismo -una vez más- y ha puesto, voluntaria y solitariamente, sus pies en la tumba, en pro de sus semejantes. Al fin, la otra mejilla cristiana es ofrecida al rival, en un país en el que hemos sido educados –y educamos a nuestros hijos- con historias de machetazos que responden a bayonetazos, de bombas que responden a ráfagas, de paredones que responden a bombas. Y esta vez, la voluntad de no usar violencia ha vencido.
Al final de un pasillo hospitalario y frío – ¡qué adjetivos más incompatibles!-, en una habitación encristalada, con una enfermera, una cama, un televisor y la presencia de alguno de sus sufridos familiares, Guillermo Fariñas reposa del colosal e imperceptible vuelco que le ha dado a la manera en que los cubanos construimos nuestro país.
(Resulta que la medicina santaclareña está doblemente ligada a la familia Fariñas. En la primera mitad del siglo XX, el radiólogo Pedro L. Fariñas Mayo, fue declarado Hijo Predilecto de la ciudad de Marta Abreu, por sus aportes en el diagnóstico del cáncer de pulmón.)
Esta vez, la cura que intenta Guillermo Fariñas alcanza todo el cuerpo, y el alma, de su país.
Henry Constantín Ferreiro.
Periodista, escritor y fotógrafo. Expulsado de los estudios de Periodismo en dos ocasiones, ambas por problemas políticos. Único representante de Cuba en el II Concurso Hispanoamericano de Ortografía Bogotá‘2001. Graduado del Curso de Técnicas Narrativas del Centro Onelio Jorge Cardoso. Colaborador de la revista Convivencia. Textos suyos han sido publicados en medios de prensa cubanos, incluso oficiales. Hace el weblog Reportes de viaje (www.vocescubanas.comReportes de viaje). Dirige la revista La Rosa Blanca. email: henryconstantin@yahoo.es. Reside en Camagüey.