Por Dagoberto Valdés
El grupo de teatro Rumbo de Pinar del Río ha llegado a la plenitud y a la madurez de su larga trayectoria. Bajo la dirección del consagrado dramaturgo Jorge Lugo y la asesoría teatral del joven talento Ariel Allué, el conocido grupo ha llevado a las tablas y a la sensibilidad del público pinareño la obra Chamaco de Abel González Melo, uno de los más fecundos y profesionales seguidores de Virgilio Piñera.
Comienzo con un detalle a mejorar: el superable desbalance interpretativo entre Lugo, Marlon, Luis Ángel Chango y Omar; y los que aún pudieran sacar más de sus crecientes potencialidades: Lisis, Damaiky-Sandra, la experimentada Blanca María y el ya no tan bisoño Ariel. ¿O el desbalance es del libreto? Si así fuere creo que estos últimos tienen lo que se necesita para ir más allá de la letra. Si no: a pulir, que lo merece.
He podido apreciar la obra en dos escenarios bien diferentes: el teatro Milanés y La Barraca, íntima sala, por cierto bastante mejorada por el esfuerzo del propio grupo y muchos amigos. La cercanía de este pequeño espacio, émulo de la negritud y la atmósfera del Parque Central, dimensiona la presentación a una complicidad peligrosamente realista e inquietante.
En efecto, nadie o casi nadie, queda indiferente. Chamaco es un Vía Crucis de la vida cubana de hoy. Su impacto en el estremecido espectador va in crescendo. Como en el camino del Calvario de Jesús de Nazaret. Cada escena o capítulo es una estación ascendente en ritmo y desgarramiento hacia la crucifixión de la eticidad y la resurrección de la Vida. Entre lo que se lamenta y denuncia y lo que se espera y anuncia para la Cuba que vendrá.
Comienza casi en la segunda escena un dilema en los que arribamos al Parque Central de Cuba de la mano de Chamaco: ¿Este es el alarido putrefacto de la descomposición social a lo cubano o es el dolor quirúrgico y sanador de los González Melo que, con el finísimo e inoxidable escalpelo del arte dramático hacen una disección para ayudar a cada familia, a cada joven cubano, a cada noche de cualquier parque de Cuba a desgarrar sus entrañas con el dolor y la frialdad de la cirugía pero no para matarnos del síndrome de la corrupción endémica sino para entrar profundo en la resurrección del alma cubana?
Localizar el tumor, y sobre todo sus raíces y metástasis, cortar por lo sano y sacar fuera lo que enferma y entristece… suturar con los criollos hilos de nuestra autóctona espiritualidad, para que cada cual, haciendo reposo en su hogar quizá igualmente destruido, comience una convalecencia, sanadora de la esperanza, que va de las incontenibles lágrimas del impacto a la sosegada convicción de que no todo está perdido.
Así comienza la reconstrucción del daño antropológico que narran, entrañablemente, en cualquier banco de cualquiera de nuestras plazas, el Karel Darín de Marlon López y el insuperable Alejandro Depás de Jorge Lugo. Esa escena pasará, sin lugar a dudas, a la antología del teatro cubano y al arsenal de los que creemos en la bondad del ser humano y en su capacidad para conocerse y crecerse en la verdad de sus propias vidas. Sin tabúes, ni remordimientos, ni farisaicas moralinas: Es cada persona humana, sola frente a su verdad y a las verdades que conviven con la suya. Se puede responder por lo menos de tres maneras: la violencia, el escapismo y la reconciliación, con uno mismo y con los demás.
Mi única discrepancia es con el balance final de algunos y el mensaje que toda obra tiene como metáfora de la vida: discrepo de los que solo ven en Chamaco la evidencia dramática de la realidad cruda y dura de la Cuba de hoy, lo que Virgilio llamó “La Isla en peso” que solo tiene a la muerte y a la descalificación alienante como escapes de esa noche.
Me resisto a quedarme sentado en el banco de la noche de la Patria, por muy Central que sea su escenario, y para más inri serpeando y corroyendo al Héroe quien dijo al conocer otras agonías esa frase nunca mejor traída por Allué y Emeris en el programa: “Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche”.
Entonces dejo la sala, empapada en lágrimas y pasiones de la noche de todos los Chamacos; que como todas las noches termina, imperceptiblemente, al despuntar el tenue resplandor del amanecer. Creo que esta pieza adelanta el día… Entonces, en compañía de esa luz amanecedora, y para muchos escondida, salgo de la noche en compañía de esa otra patria: Cuba.
Creo que Chamaco no es solo grito desgarrador y la noche. En cada personaje y en cada intérprete podemos descubrir, acompañando al rictus de dolor y a las lágrimas, ese fino tejido de las fibras de nuestra identidad que es, sin duda, una nueva forma del humanismo cubano. ¿Qué es si no, esa frase de Miguel- Allué frente a la violencia paterna en plena mejilla?
Creo que esa respuesta humanísima, tierna, pacífica y reconciliadora de Chamaco anuncia la fe de vida de la Cuba que ya clarea:
“¡Pero de todas formas… eres grande para mí, papá!”
Dagoberto Valdés Hernández (Pinar del Río, 1955)
Ingeniero agrónomo. Premios “Jan Karski al Valor y la Compasión” 2004 y “Tolerancia Plus”2007.
Dirigió el Centro Cívico y la revista Vitral desde su fundación en 1993 hasta 2007.
Trabajó como yagüero (recolección de hojas de palma real) durante 10 años.
Es miembro fundador del Consejo de Redacción de Convivencia y su Director.
Reside en P. del Río.