Por Dimas Castellanos
Después del encuentro entre el Gobierno y la Iglesia Católica, en el cual se abordó entre ambas instituciones el tema de los prisioneros políticos, se han producido, como es lógico, los más contrapuestos criterios dentro y fuera de Cuba, tanto acerca de la liberación, como de la mediación de la Iglesia.
Unos, se cuestionan la necesidad de la mediación, pues consideran que el tema debe ser tratado sólo por las partes en conflicto; otros, aceptan la mediación, pero se cuestionan el porqué la Iglesia Católica y no otra institución.
En cuanto a los unos, considero que aunque las partes conservan la prerrogativa para decidir, la mediación constituye una necesidad –sobre todo cuando los conflictos por su larga duración se han agravado–, por el papel que la misma pueda realizar en el cambio de imágenes y actitudes de los implicados, de forma que permita gradualmente moverse hacia una perspectiva de diálogo, momento en que las partes tendrán que sentarse a la mesa de negociación. La mediación es, pues, la antesala del diálogo, no su sustituto. En cuanto a los otros, se olvida que estamos ante un asunto político y la política se relaciona con lo posible en cada momento. En este sentido mi pregunta es la siguiente: Si una de las condiciones del mediador es ser aceptado por ambas partes ¿Cuál es la otra institución, que sin ser parte del conflicto, puede asumir ese papel en estos momentos? Si existe, entonces hay que demostrarlo, y si se demuestra, entonces hay que consultar a las partes para ver si la aceptan. Si no existe, quedamos ante la disyuntiva: la Iglesia o el inmovilismo.
Si el gobierno, aunque de forma tardía y con extrema lentitud, resuelve sus contradicciones internas y decide finalmente marchar en la dirección de solucionar no sólo el problema presente de los prisioneros, sino también el futuro de la sociedad cubana, se anotaría un tanto a su favor; y si la Iglesia, como mediadora en la solución del problema logra que las partes –Estado y Sociedad– avancen de la mediación al diálogo y de este a las negociaciones, tendrá el correspondiente reconocimiento de los ciudadanos cubanos y del mundo. Todo depende de la inteligencia, voluntad y responsabilidad para que ese germen no muera antes del alumbramiento, algo bastante difícil.
En ese sentido expongo a continuación cuatro ejemplos de figuras notables de la Iglesia en Cuba, que entre los siglos XVIII y XX desempeñaron papeles de mediadores en conflictos sociales de nuestra historia, los cuales encierran valiosas experiencias para las partes implicadas, para los mediadores, para los unos y también para los otros.
Pedro Agustín Morell.
1- Pedro Agustín Morell de Santa Cruz y de Lora (1694-1768), primer historiador de Cuba. Nació en Santo Domingo, fue ordenado sacerdote y designado Provisor y Vicario General de la Diócesis de Cuba en 1718. En 1719 ocupó el cargo de deán y de 1729 a 1732, al fallecer el obispo Gerónimo Valdés, fue designado Gobernador Eclesiástico. En 1749 se le nombró obispo de Nicaragua y en 1753 obispo de Cuba. Fue la primera figura, nacida en Las Antillas, que ocupó tan alta responsabilidad en la Isla. En 1757, a los 63 años de edad, obtuvo el grado de Doctor en Derecho Canónico en la Universidad de La Habana.
El obispo Morell estuvo relacionado directamente con acontecimientos de nuestra historia, como la sublevación de los vegueros, de los mineros del Cobre, el ataque inglés a Santiago de Cuba y Guantánamo, la Toma de La Habana por los ingleses, y la expulsión de los jesuitas. Al decir de Eduardo Torres-Cuevas fue la personalidad más brillante, abarcadora, profunda e interesante de la Iglesia católica durante los primeros siglos de la historia cubana.
Los oriundos del continente africano, traídos a Cuba como mano de obra esclava, sometidos a maltratos físicos e insoportables jornadas de trabajo, respondieron con la fuga y la rebelión. La primera sublevación masiva de esclavos en Cuba se produjo en Santiago del Prado, actual municipio del Cobre. El 24 de julio de 1731, la dotación de los esclavos del Rey se negó a cumplir con las disposiciones del Gobernador de Santiago de Cuba, el coronel Pedro Jiménez, y se alzó en armas para reclamar sus derechos. Morell, que en ese momento fungía como Gobernador Eclesiástico, actuó como mediador en el conflicto. Pedro Jiménez quería reducir a los rebeldes por medio de las armas, mientras los esclavos estaban dispuestos a defender sus derechos hasta la muerte.
Ante su labor mediadora se alzaban dos grandes obstáculos: medio siglo de conflictos entre los esclavos y esclavistas del lugar y la subordinación de la Iglesia al Estado. Esta última tuvo su origen en la fracasada represión contra el cristianismo, desde la crucifixión de Jesús hasta el siglo IV. En ese momento Constantino el Grande comprendió que la supervivencia del imperio dependía más del influjo del cristianismo que de su imposible exterminio. Con el cambio de política la Iglesia conquistó la libertad, adquirió el carácter de religión legal y asumió dimensión universal, a cambio de quedar subordinada al trono imperial. Doce siglos después, al iniciarse la evangelización en el Nuevo Mundo, el Papa Alejandro VI le transfirió a la Corona derechos puramente eclesiásticos como fundar iglesias, presentar las mitras y beneficios eclesiásticos, o percibir los diezmos, y aunque en 1646 se otorgó independencia e inmunidad al clero respecto a las autoridades civiles, posteriormente la dependencia se volvió a acentuar, al punto que los Obispos y otros representantes de la Iglesia, tenían que prestar juramento de fidelidad al Estado.
En el conflicto de los mineros, Morell se reunió con las partes por separado, analizó sus causas y defendió a los esclavos ante la autoridad real. En el informe elevado al rey sobre la sublevación, en agosto de 1731, demostró que el origen del conflicto provenía del rigor con que los habían tratado y de la violación de las normas establecidas. En dicho informe escribió: que los esclavos tenían un delirio que se limitaba a decir que eran libres y que la Real Cédula en que eso constaba la habían ocultado los regidores de Cuba.
Gracias a su mediación los alzados regresaron de las montañas a cambio de la suspensión de las medidas que provocaron la rebelión. Setenta años después, el 19 de mayo de 1801, los negros y mulatos esclavos del Cobre, esta vez dirigidos por el padre Alejandro Ascanio, obtuvieron la libertad por Real Cédula, ocho décadas antes de la abolición de la esclavitud en Cuba.
San Antonio María Claret.
2- San Antonio María Claret (1807-1870), de origen catalán, fue cofundador de la Congregación de los Hijos del Inmaculado Corazón de María (claretianos), ordenado obispo y designado Arzobispo de Santiago de Cuba por la Santa Sede en 1850. En Cuba desarrolló una encomiable labor: redactó una Carta Pastoral para la iniciación en la vida cristiana, que se asemeja a lo que hoy se conoce como Doctrina Social de la Iglesia; legitimó miles de matrimonios; fundó la Hermandad de la Instrucción de la Doctrina Cristiana para la evangelización; junto a la madre María Antonia París, fundó el Inmaculado Corazón de María (claretianas), para la enseñanza; creó cajas de ahorro al servicio de obreros y campesinos; ayudó a las mujeres sin dotes para casarse y a las viudas desamparadas; atendió a la agricultura, sector para el que escribió dos libros referidos a los métodos agrícolas modernos y creó una granja en Camagüey para niños y niñas pobres.
Claret se destacó por el respeto a la dignidad de la persona y la prioridad de los más necesitados. Como la abolición de la esclavitud no estaba en sus manos, abogó –siguiendo el ejemplo de San Pablo– por el trato caritativo a los cautivos, por la igualdad entre negros y blancos y por la eliminación de la trata, a la vez que autorizó los matrimonios interraciales y exigió el cumplimiento de las leyes civiles y eclesiásticas que contenían beneficios para los esclavos; en un contexto donde las leyes coloniales prohibían a los eclesiásticos criticar la legislación vigente, y la esclavitud era legal.
Aunque se declaraba apolítico, realmente era partidario del sistema monárquico y contrario a la independencia, pero como hombre de Iglesia esa posición nunca lo apartó de su conducta de misionero. En su autobiografía escribió: “Jamás me he metido en materias de política; veo y medito la marcha de las cosas, pero no digo ni una palabra”. Sin embargo, nadie que se preocupe y ocupe de los pobres, los enfermos, los trabajadores y los esclavos, puede estar al margen de la política. La mejor prueba de ello la brindó con su actitud en el proceso judicial efectuado en agosto de 1851 contra Joaquín de Agüero y otros tres patriotas camagüeyanos. Digo patriotas porque, aunque los ajusticiados estaban relacionados con el movimiento anexionista, en esa corriente se incluían a todos los que asumían el modelo norteamericano por su carácter democrático, y no sólo a los que propugnaban la unión con el Norte para preservar la esclavitud. Además Joaquín de Agüero se inició en la vida pública aboliendo la esclavitud en sus propiedades –casi dos décadas antes que lo hiciera Carlos Manuel de Céspedes– y en julio de 1851 se alzó en armas para luchar por la separación de la Metrópoli.
A favor de esos cubanos, condenados a muerte y ejecutados el 2 de agosto de 1851, Claret, que era partidario de la monarquía, intercedió, pidió clemencia por ellos y solicitó permutar la pena de muerte dictada a cambio de su propia vida; una actitud valiente y ética conforme a los principios cristianos. Por su conducta fue víctima de varios atentados contra su vida, entre ellos el ocurrido en 1856, en la ciudad de Holguín, donde fue herido en la mejilla y en el brazo derecho con una navaja.
En 1857 Claret, al ser designado confesor personal de la Reina Isabel II, abandonó Cuba. Resultado de la revolución liberal de 1868 partió al exilio con la Reina y murió refugiado en una abadía de Francia el 24 de octubre de 1870. Por su obra, el Episcopado de América Latina solicitó al Papa León XIII su beatificación; la causa se introdujo en 1887, fue declarado Venerable en 1890, beatificado en 1934 y canonizado por el Papa Pío XII, el 7 de mayo de 1950.
Beato Fray José Olallo Valdés.
3- Beato Fray José Olallo Valdés (1820-1889), en 1833, cuando La Habana era arrasada por el cólera y escaseaban los médicos, un niño de 13 años, inmerso en la atención a los enfermos descubrió su verdadera vocación. A la pregunta de uno de los frailes juaninos que lo observaba con curiosidad, acerca de si le gustaría servir a Dios atendiendo enfermos, respondió: ¡Sí! Y pasó a formar parte de los hermanos de San Juan de Dios, una orden hospitalaria que desde 1603 tenía representantes en Cuba. Aquel niño convertido en fraile, que al mes de nacido había sido depositado por sus progenitores en la Real Casa Cuna del patriarca San José, era fray Olallo José Valdés.
En 1835, cuando arreciaba la epidemia del cólera en Puerto Príncipe, Olallo fue enviado para reforzar a los hermanos juaninos que laboraban en el Hospital San Juan de Dios, donde permaneció 54 años, barriendo, lavando sábanas y vendajes, bañando a los ancianos, curando y alimentando a los dolientes. En ese fragor, acompañado de sus lecturas, devino Enfermero Mayor, utilizó las mejores técnicas para curar padecimientos, practicar operaciones quirúrgicas y actuar como farmacéutico.
Su fortaleza de carácter, su entrega, su compromiso con los más sufridos y sobre todo su fe, le permitieron enfrentar situaciones complejas.
En 1842 se aplicaron en Cuba los decretos de exclaustración, mediante los cuales las órdenes religiosas fueron suprimidas y sus bienes incautados por el Gobierno. Por ese motivo el hospital de Puerto Príncipe pasó a la Beneficencia Pública. En ese momento, aunque los hermanos hospitalarios se vieron obligados a convertirse en empleados del Estado y someterse a exigencias ajenas a su naturaleza, fray Olallo, ignorando la orden, continuó en su labor, impidiendo que los pobres enfermos sufrieran las consecuencias negativas de la medida. En 1868, al estallar la Guerra Grande, las autoridades militares ocuparon el hospital, lo convirtieron en plaza militar y ordenaron suspender la atención a los enfermos civiles. Olallo, no sólo se opuso a esa medida, sino que actuó como mediador, hasta lograr que sólo fueran dados de alta los enfermos que podían continuar el tratamiento fuera del recinto hospitalario, gracias a lo cual, el resto pudo permanecer en el hospital.
Pero fue en 1873 cuando su nombre quedó inscripto definitivamente en nuestra historia. El 11 de mayo de ese año Ignacio Agramonte cayó muerto en combate en el potrero de Jimaguayú y su cadáver fue trasladado a Puerto Príncipe. Al día siguiente, su cuerpo exánime, atravesado sobre el lomo de un caballo, fue tirado en medio de la Plaza para ser exhibido como escarmiento y trofeo de guerra, con la orden de que nadie lo podía tocar. Enterado del acontecimiento, Olallo ordenó preparar una camilla, se dirigió al lugar y respondió a las autoridades militares que la única orden superior que él acataba era la del Señor. Seguidamente cargó el cuerpo, lo condujo al pasillo del hospital y con su pañuelo, le limpió el rostro cubierto de fango y de sangre. Luego fue trasladado a la enfermería, donde fue lavado y amortajado, evitando así que los militares pudieran cumplir el objetivo que perseguían con los restos del Mayor.
La última prueba de su consecuente entrega a los más sufridos la realizó en 1888. Ante Notario y en presencia de los testigos, declaró que todos sus bienes, incluyendo una casa heredada y el dinero que le adeudaba la administración pública, lo dejaba en herencia al hospital de San Juan de Dios de Puerto Príncipe, donde sirvió toda su vida.
A los 69 años de edad, el 7 de marzo de 1889, enfermo, cuando aún atendía decenas de pacientes cada día, murió en el mismo hospital donde ejerció su obra caritativa. Vivió para los pobres, murió pobre, su cuerpo fue cargado por pobres y entre ellos fue enterrado. En su panteón reza la inscripción: Este monumento llegaría al cielo, si lo formaran los corazones de los pobres agradecidos a quienes asistió el Padre Olallo durante 53 años en el hospital de San Juan de Dios de Puerto Príncipe.
En marzo de 1989, la Iglesia Católica de Camagüey solicitó se realizara el proceso de santidad. En diciembre de 2006, el Papa Benedicto XVI firmó los decretos que lo reconocieron como Venerable. En noviembre de 2008 se celebró la misa de beatificación en la ciudad de Camagüey, donde se declaró canónicamente, que el fray Olallo José Valdés era Beato; un valioso ejemplo de participación de figuras de la Iglesia en los asuntos políticos y sociales de Cuba a lo largo de la historia.
4- Monseñor Enrique Pérez Serantes (1883-1968), nacido en Galicia, doctor en Filosofía y en Teología, ordenado sacerdote en 1910 y profesor del Seminario San Carlos y San Ambrosio durante seis años. En la diócesis de Cienfuegos ocupó los cargos de Visor y Vicario General, donde fundó el Consejo de San Pablo de los Caballeros de Colón. En 1922 recibió la consagración episcopal y fue designado segundo obispo de Camagüey por el Papa Pío XI. En 1948 la Santa Sede lo designó Arzobispo de Santiago de Cuba.
Pérez Serantes fue el obispo más comprometido con los problemas sociales de Cuba, se destacó en la atención al mundo del trabajo, devino prototipo del obispo misionero y uno de los más destacados apóstoles de la Iglesia cubana. Su actividad estuvo inspirada en la encíclica Rerum Novarum (1891) del Papa León XIII, quien favoreció la creación de grupos, asociaciones y sindicatos católicos, germen de la actual Doctrina Social de la Iglesia. Al producirse el asalto al Cuartel Moncada, el 26 de julio de 1953, asumió una conducta de compromiso, reflejada en circulares que embistieron contra el gobierno de Batista y que involucraron a la Iglesia en la convulsa situación cubana.
Las primeras circulares fueron Paz a los Muertos, el 29 de julio de ese año y Carta al Coronel Río Chaviano, al día siguiente. Luego emitió Al pueblo de Oriente, el 28 de mayo de 1957, una pronunciación a favor de la paz social; Queremos la paz, el 24 de marzo de 1958, un nuevo llamado a la búsqueda de la paz, dirigido a mediar entre el gobierno y los guerrilleros; la circular Sobre la explosión del polvorín del Cobre, el 16 de abril de 1958, donde trata de demostrar que los causantes de la explosión no pensaron que la misma produciría el menor daño en el Santuario Nacional, evitando cualquier acusación contra el Ejército Rebelde; Invoquemos al Señor, el 22 de agosto de 1958, emitida durante la contraofensiva del Ejercito Rebelde; Paseo Macabro, el 7 de octubre de 1958, donde fustiga haberse paseado el cadáver de un joven rebelde por las calles de la ciudad y calificó el hecho de barbarie; y Basta de Guerra, el 24 de diciembre de 1958, en el que planteó que “nadie debe seguir divirtiéndose despreocupadamente, mientras millones de cubanos se retuercen y gimen en angustias de intenso dolor y de miseria”. Esa posición explica que en el acto celebrado el 2 de enero de 1959 en Santiago de Cuba, para escuchar por primera vez a Fidel Castro, Monseñor Pérez Serantes fuera el primero en hacer uso de la palabra.
He escuchado una versión según la cual Sarría lo salvó porque estaba cumpliendo órdenes, ya que la esposa de Fidel era hija de un político muy cercano a Batista, quien había intercedido por su yerno. Con independencia de que tal versión pueda o no ser cierta, el hecho que quiero destacar es que, en la Carta al Coronel Río Chaviano de 30 de julio, Pérez Serantes planteó su determinación de interceder por los fugitivos y la disposición de servir de garante de sus vidas, decisión que le permitió participar en el traslado de Fidel del lugar donde fue apresado hasta Santiago de Cuba, impidiendo que fuera asesinado. Esto último lo confirmó el General Juan Escalona Reguera en una entrevista que le realizó el periodista Luis Báez, en la que aseguró que, estando en Siboney, cerca del lugar donde Fidel Castro fue apresado, pudo observar el momento en que Sarría y Pérez Serantes discutían en la carretera, con el coronel Pérez Chaumont, quien exigía que le entregaran a Fidel Castro, a quien traían detenido.
En mayo de 1960, después de Fidel declarar el carácter socialista de la Revolución, Pérez Serantes hizo pública una circular en la que definía la posición de la Iglesia ante el rumbo que iban tomando los acontecimientos de forma definitoria: Con el comunismo nada, absolutamente nada. Después de una vida eclesial, caracterizada por el compromiso con los problemas sociales de Cuba, antes y después de la Revolución, y de interceder por la vida de Fidel Castro, Monseñor Enrique Pérez Serantes falleció en Cuba el 19 de abril de 1968.
Pedro Agustín Morell, Antonio María Claret, Olallo José Valdés y Enrique Pérez Serantes no son los únicos, pero son representativos de la importancia que tienen la ética, el valor, el compromiso y la voluntad para enfrentar los conflictos. Se trata de hechos poco divulgados, que forman parte de nuestra historia y que encierran muchas enseñanzas para el actual caso de los prisioneros de conciencia cubanos y para otros muchos problemas que esperan por la mesa de negociación.
La Habana, 27 de junio de 2010
Dimas Cecilio Castellanos Martí. ( Jiguaní, Granma, 1943)
Reside en La Habana desde 1967.
Lic. en Ciencias Políticas en la Universidad de La Habana (1975), Diplomado en Ciencias de la Información (1983-1985),
Licenciado en Estudios Bíblicos y Teológicos en el (2006).
Trabajó como profesor de cursos regulares y de post-gados de filosofía marxista en la Facultad de Agronomía
de la Universidad de La Habana (1976-1977) y como especialista en Información Científica
en el Instituto Superior de Ciencias Agropecuarias de La Habana (1977-1992).
Primer premio del concurso convocado por “Solidaridad de Trabajadores Cubanos, en el año 2003.
Es Miembro de la Junta Directiva del Instituto de Estudios
Cubanos con sede en la Florida.