NOTA DE LA REDACCIÓN: EL TEXTO QUE A CONTINUACIÓN LES OFRECEMOS, FORMA PARTE DE UN TRÍPTICO PRESENTADO POR EL AUTOR EN NUESTRO I CONCURSO.
Premio de Cuento (I Concurso Literario Convivencia 2010)
LA SALIDA
Por Francis Sánchez
“¿Lo buscarás?”, dijo ella en voz baja, como si no fuera una orden ni lo diera por hecho. Para estos momentos guardaba ese tono amable que disimulaba su espíritu dominante, su carácter pulido a través de los años. La imposición que se repetía un día tras otro había perdido filo hasta quedarse en pura lástima, súplica de vieja que ya no veía ni un burro a dos pasos. Y por ella, porque de otra manera podía quedarse despierta toda la noche como si el alma hubiera abandonado su cuerpo y no me iba a dejar dormir, me vestí y salí caminando para el pueblo, a buscarlo.
Delante de mí lo traía, sentado a horcajadas, aparentemente dormido. Por los bordes del cielo chispeaban los últimos azules y rojos de un día en que ambos nos sentíamos definitivamente agotados.
Él siempre me dejaba hacer, estaba sin fuerzas para llevarle la contraria a nadie, menos a su mujer o a su hijo, aunque tampoco tenía muchas ganas de llegar a la casa. Se sentía harto de que lo esperase el mismo escándalo, celos, frustraciones, chillidos que lo obligaban a moverse de un rincón a otro y meter la cabeza entre las manos y apretar los ojos contra cualquier cosa, una almohada o un chorro de agua con tal de no ver ni escuchar. No ver ni escuchar, por ejemplo, que yo había heredado su mala sangre y vivía siempre con la cabeza llena de musarañas.
Tampoco yo tenía la menor fe en lo que hacía, estaba cansado de cumplir un deseo de ella que era deseado sólo a medias, porque en definitiva si ella lo esperaba era precisamente para gritarle cosas como que por qué no acababa irse y dejarnos solos. Y me sentía harto de hacer bien lo que hacía, buscarlo todos o casi todos los días al caer la tarde entre las peleas de gallos, el mostrador del bar y las mesas de juegos, borrarle la espuma de la boca y traerlo montado delante en su propio caballo, agarrándolo por abajo de los brazos como un saco o una caja grande que podía romperse.
Cuando parecía más flojo, ausente, que sus pies colgaban y quedaban a veces enganchados en la hierba, me quitó la soga de las manos, de pronto, detuvo el caballo y me mandó a bajar.
Dijo que entre él y yo nunca habían existido secretos. “Mira, para que veas…” Apostando al fijo que yo esperaba algún tipo de demostración suya, empezó a confesarme nada menos que los secretos que se suponía que eran míos.
Contaba la historia insignificante de mi corta vida, la viraba al revés como un pantalón, la sacudía, y lo más curioso era que saltaban y caían al suelo algunas partes que realmente él no tenía por qué conocer. Parecía que siempre hubiera vivido pendiente de mí, llevándome de la mano o siguiéndome de cerca a todos lados, cuando ambos sabíamos que nunca había sido así. Daba idea de haber vivido con el único objetivo de saber qué hacía yo, pero no sólo qué hacía en cada momento, con quiénes me reunía, a dónde iba, sino también qué pensaba, que sentía, cuáles eran mis cavilaciones. Oyéndolo, veía pasar mis sueños y pesadillas por una pantalla. Sacaba al aire los planes con otros de mi edad, incluso temores y ambiciones que yo no recordaba haber comentado nunca, como alguna duda que no me atrevía a enfrentar ni siquiera en sueños. Mis secretos los sacaba de su garganta como quien mete una mano en un sombrero con regalos. Y mencionó el plan de fuga.
Nada ya me ataba a la miseria, a la cochinada del lugar donde había nacido y crecido, por eso no tocaba o miraba algo sin que lo rompiera o lo traspasara con mi imaginación. Todo lo que conocía empezaba a diluirse al más mínimo contacto sin dejar huella dentro de mí, con la insignificancia con que desaparece una sombra dentro de una gaveta al encender un fósforo. Y para resolver ese problemita del asco por lo que me rodeaba, apenas tenía verdaderamente dos buenas opciones: irme del país o irme del país.
Habló sobre la balsa que yo había estado construyendo junto con un par de amigos en la desembocadura del río. Y me encaró. “¿Qué nos prometes? ¿Cartas? Tu madre está ciega. ¿Una conversación por teléfono?”
Se sentía perdido en medio de un mar picado, entre olas demasiado oscuras y grandes. A su edad la muerte no era el peor castigo, mayor abuso veía en quedarse después a la deriva y flotando en la nada, sin saber, sin recibir noticias de un hijo que salió por la noche y nunca más regresó. La voracidad del océano a veces no dejaba como consuelo ni un pedazo de madera, una mancha de sangre, una simple sombra en la espuma o en la arena a donde ir a llorar.
Intentó tomarme por un brazo sin salirse de la montura para llevar mi mano hacia él y reforzar así la idea de lo que iba a decirme, pero no me alcanzaba y casi pierde el equilibro. “Uno siempre necesita tocarse la parte del cuerpo que le duele”, dijo. Era una frase demasiado larga para la cantidad de alcohol que a esa hora seguramente fluía por sus venas.
Oscurecían su ánimo ciertas historias que se contaban sobre padres que habían terminado convertidos en fantasmas vivientes, pues ante la falta de información, y negados a perder la esperanza, erraban día y noche por las playas gritando los nombres de sus hijos, mientras el salitre y el resplandor les comían los ojos.
Aquel discurso había pasado del tono de una simple reprimenda a una lección, sentí un interés y una sinceridad muy diferente al hombre que yo siempre conocí. Era como un énfasis moralizante, palabras que en su boca parecían prestadas por otra persona. ¿Acaso jugaba a convertirse otra vez, ante mis ojos, y viéndose en la misma pantalla imaginaria por donde había hecho desfilar escenas de mi vida, en el héroe de otros tiempos? ¿El héroe que yo por mi edad no tuve tiempo de ver en acción? ¿Volvía a sentir en sus venas el ardor y la temeridad con que un día se lanzara a la guerra?
Siempre ella velaba que nadie reprochase la ausencia de su fuerza masculina dentro de la casa. Si creía que yo, entre criar animales, cargar agua o palos y estirar alambres de púa habitualmente, desde pequeño —como si el hombre de la casa se hubiese tenido que ausentar sólo por un minuto—, podía amargarme demasiado o iba a sobrepasar ya el límite del fastidio para acusarla de desperdiciar nuestras vidas, entonces dejaba claro, adelantándose a cualquier exigencia de divorcio por parte de su hijo, que cuando se habían enamorado eran otros tiempos y sobre todo él era otro hombre. Debía comprender que, si él ahora estaba así, eso era precisamente por el valor que no le faltó en otra época.
El respeto que en ella quizás incluía buenas dosis de miedo, pasó a mi carácter de forma natural. Nunca hablábamos sobre la guerra delante de él, ni aunque él mismo introdujera el tema, no importa que empezara a hablar, por ejemplo, acerca de cuán mal repartidas estaban las cosas de este mundo, el olvido y la falta de consideración, o cuántas atenciones a él le debían por sus hazañas, como una pensión vitalicia o recibir quizás menos regaños. Siempre ella evitaba entrar en detalles y yo colaboraba quedándome callado. ¿Para no hacerlo sentir culpable? No sé. ¿Para evitarle el conocimiento del cambio deplorable de su vida? Lo más seguro. A veces sospeché que allí, debajo de la carne dura de sus cicatrices y la superficie del pasado, lo acechaba algún error más importante que esquivar mal una bayoneta, quizás un momento de cobardía… o traición. Algo a lo que ni él ni ella querían volver a enfrentarse. ¿Alguna herida sucia que podía volver a abrirse por un mal gesto?
Con el nivel de concentración de quien desarma un juguete, dijo que existía otra forma de pobreza menos fácil de clasificar, era peor que la muerte que es sólo un corte a ras.
Me daban asco las manchas en su ropa cuando lo encontraba, vómito ligado con tierra de lugares donde se divertía y rodaba a veces dormido. Sentía asco y al mismo tiempo sentía vergüenza de sentir asco por mi padre, al punto de que había optado por pensar poco en él, o no pensar nada, ni verlo, y mantenía mi mente en blanco aunque lo abrazara y cargase con él de regreso a casa.
Cuando discutían, ella gritaba que prefería que él se hubiese ido de una vez por todas. Se culpaban mutuamente. Aunque él, a diferencia de ella, nunca disimulaba su impotencia y le daba la razón en todo, compartía con ella un total rechazo al vacío y a la suciedad de su propia vida. La mayor parte del tiempo que permanecía dentro de la casa era por lo general, aparte de dormir o pasar su resaca, en preparativos para volver a la calle: en el baño echándose agua con un jarrito o frente al espejo gastando el peine y el agua de colonia. Sentía una extraña preferencia por el perfume de rosas, aunque este era más caro y enseguida se le acababa.
Dijo que ella también veía venir mi intento de salida del país y le echaba a él toda la culpa, por eso lo soportaba cada vez menos, porque pensaba que yo me había convertido en el peor resultado del gasto de su vida en juegos, putas y aguardiente. Pero lo peor estaba por suceder si yo me iba. ¿Y si me ahogaba?
Todavía halló tiempo como en un reflejo inconsciente para defenderse. Dijo que tampoco él era el peor esposo del mundo. Al contrario, que él sabía lo que era la vida y por eso la llevaba con las atenciones de una gente normal, alguien común y corriente: me lo podía asegurar él —dijo— que había vivido mucho y visto cualquier tipo de barbaridades. Sí, era lógico que tuviese un sentido de la vida distinto, en especial porque era hombre, y un hombre todavía fuerte, lleno de salud, y además, lamentablemente con muchísimos menos años que ella. Intentó otra vez asirme, quizás para darme una prueba de esa juventud. Esta vez, aunque mantuvo el equilibrio, tampoco llegó hasta mi brazo.
Miraba alrededor, en silencio, afincándose en los estribos. La respiración del caballo me infundía calma. El animal parecía congelado entre sus piernas que ahora lo atenazaban. Quedé inmóvil por abajo de la cabeza del animal.
Escupió hacia un lado. Alzó la cabeza, de pronto, y me pidió perdón. Pequeñas salpicaduras de alcohol brillaron en su rostro. Y daba idea de que se había llevado todo el aire a los pulmones, cuando habló como si vomitara en un buche todo lo que había bebido y comido en años.
La política de tierra arrasada expandía sobre el país un silencio sepulcral. Campesinos desalojados, expulsados de sus fincas y encerrados en las ciudades, morían como moscas. En esas condiciones muy pocos eran quienes querían mantener la llama de la insurrección, cada vez menos, sólo una banda de famélicos que a duras penas lograban hacerle frente a la brisa. No se encontraba alimento que llevar a la boca, ni hombres para sustituir a los caídos en el combate. De este modo, con hambre, los colonizadores iban a ponerle fin a una discordia que no sabían ganar a cuchillo. Entonces, en una punta de las montañas, formaron un círculo los negros, esclavos prófugos de los ingenios, para quienes la rendición y el regreso siempre significaría algo más insoportable que una simple melladura del amor propio. Hicieron las paces entre sus deidades, que hablaban lenguas diferentes, y llegaron a un acuerdo al ritmo de tambores. Tendrían una última oportunidad en aquella guerra. Desde ese momento, podrían volver quienes murieran en las faenas propias de la guerra, incluyendo el hambre. Si el cadáver de un insurgente era rescatado y recibía sepultura, tres días más tarde se le permitiría desandar el camino entre la vida y la muerte, salir, pararse otra vez encima de la tierra para alcanzar a los suyos y reincorporarse a la lucha desigual. Pero —y este fue el único juramento que aquellas potencias salvajes quisieron arrancarle a sus devotos—, al acabarse la contienda, en menos de tres días cada muerto debía pagar su deuda con la tierra, volver sobre sus pasos en busca del agujero que dejó vacío. A los incumplidores, a quienes regresaran tarde aunque sólo fuera por un día, les esperaba un trámite muy pesado para pasar por segunda vez al descanso último: demorarían dentro de la tierra y en el umbral de la muerte la misma cantidad de años que hubieran existido, descomponiéndose, pero vivos, conscientes, mientras de sus cuerpos quedara algo.
Al final de su historia, ya el sol se había ocultado y él, mi padre, aún sostenía la soga del caballo en un puño. Sondeaba el horizonte, donde apenas se distinguía el brillo intermitente del mar, por encima de los arbustos. Con un par de preguntas probó a sacarme de aquellos tiempos borrosos a los que me había transportado y devolverme allí, a la tarde en que ambos sentíamos miedo, uno delante del otro. “Molesta un poquito de tierra en un ojo”, bromeó para aliviar la ansiedad y también fue inútil. Intentaba secar sus lágrimas casi antes de que brotaran, pero lloraba como lloran todos los borrachos cuando recuerdan algunas de sus culpas y deudas, como un niño, sin consuelo. Metió las manos en los bolsillos del pantalón y la camisa.
Primero me entregó un frasco, lo puso en mis dedos con mucho miramiento, parecía que tuviese la tapa floja, después se quitó una cadenita de oro, un peine y billetes y monedas. Me pidió que extendiera bien la palma de la mano para darme las monedas. “Es todo —dijo, mientras todavía se registraba los bolsillos —, dáselo a tu madre”.
No recordaba en qué sitio exactamente lo habían enterrado a él, pero era lejos, monte adentro, desde donde estábamos no sabía guiarse para explicarme, por lo menos así fue como se disculpó. Esperaba que yo lo buscara y lo encontrara, porque para hacerlo tenía juventud y una vida por delante. A diferencia de lo que sucede con el océano, cuando alguien se pierde en la tierra puedes caminar sobre la superficie, remover las cosas, comparar y seguir sus huellas hasta donde queden sus restos, lo que quede de él.
Francis Sánchez Rodríguez (Ciego de Ávila, Cuba, 1970.)
Fundador de la Unión Católica de Prensa de Cuba (UCLAP-Cuba).
Pertenece a la Unión de Escritores y Artistas de Cuba.