El policía y el otro “Dios” que los cubanos llevamos dentro

Con frecuencia nos preguntamos qué mantiene bajo control a la mayoría de la sociedad cubana si en la más estricta privacidad casi todo el mundo desea el cambio. Por qué el inmovilismo generalizado si el malestar llega a la desesperación. Se trata de un policía virtual que nos han colocado dentro y un falso Dios que convierte al sistema en un mito eterno, en una especie de “religión” mayoritaria.
Camión de la Policía.

Camión de la Policía.
Por Dagoberto Valdés
En Cuba la inmensa mayoría de los ciudadanos quieren un cambio para mejorar. Es una mayoría absoluta y cansada. Casi todos están convencidos de que este estatus quo es inservible e irreformable. Casi nadie cree en su palabra, ni en sus promesas, ni en sus reiterantes planes para siempre incumplidos. Nada funciona bien. Y todo el mundo lo sabe. En la práctica cotidiana.
Sin embargo, la anomia social, que es la anemia de la voluntad ciudadana es aún el estilo de vida normal. Una parálisis recorre todos los estratos del país. Solo unas pocas personas y unos pocos grupos siguen en la perseverante construcción del porvenir. Creemos en la fuerza de lo pequeño y en la fecundidad de esa semilla, pero nos preguntan continuamente por qué nada se mueve en Cuba, por qué aparentemente todo el mundo está esperando, dejando al tiempo y a la biología la solución del país.
Cada vez me convenzo más de que hay dos factores subjetivos, silenciosos, invisibles… pero al mismo tiempo quizá los dos factores más contundentes, aparentemente inamovibles, casi imposibles de sacar fuera de cada uno de nosotros. Ellos son, en mi opinión, la mordaza y los grilletes del pueblo cubano.
Estos dos factores no los ven los diplomáticos que se derriten en La Habana jugando a ser buenos interlocutores de un sistema completamente sordo a la alteridad, completamente ciego ante la diversidad del mundo y visiblemente paralítico ante todo amago del menor cambio esencial.
Menos los ven los calenturientos turistas que vienen al paraíso tropical para que sus calores les salgan más baratos y salseros. Lo de ellos es el mojito, la playa, las mulatas y la nostalgia de los dinosaurios. Con eso ni se dan cuenta que es el único destino turístico en el que al llegar les cambian la moneda de verdad por unos papelitos que solo valen el 80 % de su dinero, sin brindarle ningún servicio.
Más aún que diplomáticos y turistas, no los quieren ver, los empresarios sin contenes éticos dentro de la Isla, que olvidan los derechos que exigen para ellos en sus países con tal de tener derecho de piso antes de que lleguen los “otros”, como solapadamente llaman a los norteamericanos.
Pero los primeros y peores ciegos somos nosotros mismos, los cubanos y cubanas, que desde hace 50 años estamos siendo vacunados sistemáticamente contra la conciencia crítica, la superación del miedo y la fe en un solo Dios. No niego que las vacunas totalitarias estuvieran vencidas, como caduca está toda la estructura autoritaria. Pero muchas han ido inmunizando a fuerza de introyectar cada noche, en cada rumor callejero, en cada delación vecinal, en cada serial policíaco, en cada ingenuo que dice que se opone y lo está, pero al mismo tiempo se cree que el poder tiene la eficacia omnipresente de un control total y la eternidad de un Dios.
Digámoslo de una vez para ver si sirve para algo. Esos dos factores que nos crucifican contra nuestra propia existencia y con nuestro propio consentimiento son:
Uno: Cada cubano tiene sentado un policía en la silla turca. Está de guardia permanente durante las 24 horas del día si no dormimos, y los 365 días del año mientras vivimos en la Isla-prisión. Aún cuando viajemos, no es raro sorprenderse hablando bajito en la sala de nuestra familia en el exterior o comunicándonos en clave entre teléfonos de una compañía extranjera en un lejano país. Nadie lo ve, pero lo siente como a Dios los que tenemos fe. Está ahí por nuestra fe profana en la eficacia del sistema policial. Nos han hecho creer que funciona como un reloj, pero suizo. Nos han hecho creer que está ahí, acechando personalmente las 24 horas, filmándonos cada minuto de nuestra existencia, informando cada pestañeo de nuestra vida pública, grabando cada palabra y gemido de nuestra vida privada. Nos lo han hecho creer por los botones de muestra que tienen para mostrar en el museo. He preguntado: Pero, ¿por qué va a funcionar tan puntualmente este engranaje gigantesco para controlar a 11 millones si nada de lo demás funciona bien? La respuesta es: este sí funciona sin fallos. Y tú puedes insistir: Pero, necesitarían 6 agentes para cada uno de nosotros con guardias de 4 horas para cubrir las 24 del día y así durante 365 días… Los pondrían para todos y cada uno de los que se porten mal.- dice el creyente fiel. Pero, necesitarían miles de cámaras de video y estructuras de oficinas para transcribir, analizar, resumir, trasladar en informes que se eleven continuamente hasta los únicos que pueden decidir en las alturas… La respuesta es inmediata, con la fe de un Padre nuestro: ¡Así lo hacen siempre, con todos y cada uno de los que piensan distinto!
Dos: Todos, o casi todos, creemos que esta situación es eterna, como Dios. Que nada va a cambiar, por lo menos en los próximos diez o veinte años. Que las personas y las estructuras tienen más vida y más eficacia y más estabilidad que Dios. Si no cree en esto dicho así, lo invito a que haga la prueba: Pregunte a su alrededor hasta cuándo va a durar “esto”. Puuuuffff. Mil años. Si aún tienes respeto sacrosanto por esta fe tan inconmovible como ingenua, sigue preguntando, ah! ¿Y eso por qué? si el imperio romano cambio, el imperio británico también, el imperio soviético más recientemente… La respuesta te clavará en el puesto: Sí, eso es allá, pero aquí es distinto. Si aún te queda algo de paciencia, comenta: Pero ¡“esto” tiene que estar al cambiar! No demorará la respuesta contundente: ¡Eso me lo están diciendo hace cincuenta años, es mi vida la que pierdo! Aún te queda un argumento: Bueno, por eso mismo, porque ya han pasado 50 años y nada es eterno y si es tu vida la que pierdes harás algo para que no sea así. Se trata de tu única vida. Todo se terminará en una cándida e infantil profesión de fe: ¡Y pasarán 50 más! Estoy condenado a perder mi única vida. A nuestra generación nos ha tocado perder. En tres palabras: esto es eterno.
No hay que ser ingenuo. El miedo no es infundado. Nace de un Estado policial y totalitario que intenta controlar todos los rincones de nuestras vidas. Pero, con el tiempo, la realidad se va confundiendo con nuestros reflejos condicionados. Y luego, con la repetición, se van convirtiendo en reacciones incondicionadas.
Así es como un policía virtual vigila a cada ciudadano. No es una cámara, ni una grabadora. Es el autorepresor que nosotros mismos hemos permitido que nos siembren dentro de nuestras conciencias. Y lo alimentamos con el humus de la autocensura, con la cultivadora que escarba la cizaña. Lo regamos con las fuertes corrientes de los rumores. Se consolidan al divulgar por televisión y por “radio bemba” que nadie puede moverse, que todo está bajo la mirada del “gran hermano”. Incluso ese policía se alimenta de medios muy contemporáneos como fotos digitales y videos de “casos” como el del Hurón Azul y otros que, casualmente, se filtran y salen de los archivos de las fiscalías y la policía y pasan de mano en mano como documentos persuasivos de que, al final, “te dan cuerda y te cogen”. Ese policía, que no duerme ni descansa, es uno de los tumores causados por el daño antropológico. Es la punta de lanza del terror infiltrado paciente y constantemente durante medio siglo en nuestra forma de pensar, de vivir, de temer.
Tampoco hay que ser ingenuo con el ídolo del sistema. La realidad es que por nuestra responsabilidad, ese mito tiene fuerza. Ese endiosamiento del sistema, para siempre, eterno, inmortal es el otro logro de la propaganda y el culto a la personalidad y a las estructuras sacrosantas. De la veneración cuasi religiosa de los símbolos de esa nueva religión secular. Nace y crece por la necesidad que tiene el ser humano de “seguridades” en su vida, de “una respuesta para cada incertidumbre” aunque sepa que es mentira, pero la psicología dañada se convence con un: ¿y si esta vez es verdad?
Un enmarañado síndrome del que “es mejor malo conocido que bueno por conocer” nos conduce imperceptiblemente a creernos que “esto es para largo”. Hasta el colmo de tener que escuchar a una joven madre con una niña de tres años que dice con toda convicción: Bueno, yo espero que mis nietos no vean “esto”. ¡Dios! ¿Cómo es posible tanta fe en personas, estructuras, sistemas, realidades absolutamente humanas, caducas e ineficaces? ¡Es porque han durado mucho!- vuelve a decir nuestro policía desde la silla turca.
Entonces, ¿qué podemos hacer?
Algunas sugerencias que vienen de la experiencia de no pocos:
1. Darnos cuenta de esto. Leerlo. Pensarlo.
2. Despertar de esos monstruos interiores: parte realidad y parte ídolo.
3. Con serenidad y valentía quitarle a la realidad la máscara del mito.
4. Dejar a la realidad en que vivimos desnuda de sus tres viejos ropajes, ya raídos y sucios:
El endiosamiento de circo: Son personas y organismos humanos que se equivocan.
la perfecta eficacia que no funciona: Nada funciona bien aquí. Y si no, probémoslo.
y las eternidades de cartón: Nada es eterno, ni inmortal. Todo pasa y todos morimos y pasamos. Y se acaba y muchas veces se pierde en la memoria, si es mala. Y nada en la vida dura ni un día más que lo que nosotros queramos.
5. Probarnos a nosotros mismos si estas tres cosas son así. Desmontar el mito. Descolgar los falsos ídolos, reconociendo el rosario de errores esenciales y conscientes, por empecinamiento voluntarista, no por las circunstancias.
6. Y, con infinita paciencia y perseverante empeño, ir conversando esto con los más cercanos, con los amigos, con los más jóvenes. En fin, desacralizando el andamiaje de una falsa “religión” alienante. Tan alienante como la versión histórica que conocieron en su tiempo los que llamaron a las verdaderas religiones: opio del pueblo.
No he podido conocer en la historia otro experimento más alienante contra la alienación. ¿Será la contradicción de la contradicción o la lucha de contrarios o la incoherencia intrínseca del sistema?
Pero… ¡En estas disquisiciones dialécticas nos podemos meter cien años más!
¿O lo mejor es no seguir escribiendo esto porque el policía me ha estado filmando desde el momento que cada letra ha salido de mi máquina y ya viene a buscarme…?
¡Está bueno ya!

Dagoberto Valdés Hernández (Pinar del Río, 1955)

Ingeniero agrónomo. Premios “Jan Karski al Valor y la Compasión” 2004 y “Tolerancia Plus”2007.
Dirigió el Centro Cívico y la revista Vitral desde su fundación en 1993 hasta 2007.
Trabajó como yagüero (recolección de hojas de palma real) durante 10 años.
Es miembro fundador del Consejo de Redacción de Convivencia y su Director.
Reside en P. del Río.  

 

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