“Sin solidaridad no hay libertad”

A 20 AÑOS DEL COMIENZO DE UN CAMBIO DE ERA

Encuentro de la Alemania dividida por el Muro de Berlín, construído por la parte comunista.

Encuentro de la Alemania dividida por el Muro de Berlín, construído por la parte comunista.
Por Dagoberto Valdés Hernádez
El 4 de junio de 1989 es una de las fechas que pudiéramos escoger para señalar simbólicamente el comienzo de una nueva era en la historia de la humanidad: el fin del comunismo y del mito de las revoluciones violentas como solución para el progreso de los pueblos.
Todo acontecimiento que ha conmocionado los cimientos de la civilización tiene siempre muchas fechas de inicio y terminación, muchos acontecimientos señeros, muchos líderes protagonistas, muchas interpretaciones. ¿Cómo no las va a tener un cambio de época como el que terminó con la guerra fría, el totalitarismo y el fracaso antropológico del comunismo?
Todos parecen estar de acuerdo en fijar la transición a partir de las primeras elecciones libres en la Polonia de Juan Pablo II, Lech Walesa, Adam Michnick, Mazowiecki y “Solidaridad”. Fue aquel histórico, sorpresivo y paradigmático 4 de junio de 1989 de cuyas urnas salió triunfante una transformación pacífica que dio un vuelco a la tradición violenta de la sublevación de Budapest, la primavera de Praga, y el nuevo milagro del Vístula con la sublevación de una Varsovia cansada de ser objeto de los experimentos imperiales. Esta vez los tanques fueron derrotados con el leve susurro de la boleta electoral apenas rozando la boca sonriente de unas urnas que madrugaban a la libertad.
Todos hemos visto, aunque los cubanos mucho después, con insuperable alegría y desatada esperanza, otro acontecimiento más dramático, menos humilde, más triunfal: la demolición del Muro de Berlín. No la caída, digo yo, porque fue derribado a son de resistencia pacífica, al ritmo del Himno de la Alegría y con el aliento entrecortado del sollozo de millones de huérfanos, viudas y mártires del sistema más alevoso que haya manchado jamás la naturaleza espiritual de la persona humana, porque nos obligó, nos obliga, a llamar bien al mal y mal al bien. Pecado contra el Espíritu Santo, es decir, contra el espíritu de Dios, lo que equivale a decir, contra la imagen y semejanza que de ese Espíritu hay en cada ser humano. Todo hombre y mujer, cada uno de ellos, violados en sus conciencias y en sus cuerpos, mutilados en su libertad y en sus miembros, manipulados hasta el extremo de reconocer errores que no cometieron, pedir la muerte que no merecieron y proclamar como el mejor sistema al peor postor de su alma.
Aquel 9 de noviembre de 1989, el muro de la mentira y la ignominia fue derrumbado sin revanchas, sin odios, sin violencia, sin olvido, pero con la mirada y el corazón por encima de las ruinas de un experimento macabro que superó al que le antecedió, tan perverso y tan condenable como el que más, pero que no obligó nunca a sus víctimas a llamar bien al mal, ni verdad a la mentira, ni progreso a la descendente pobreza igualitaria, ni resistencia al terrorismo, ni movimiento de paz a la exportación de las guerras, ni batalla de ideas al adoctrinamiento, hasta creer que la violencia era la única solución para el desarrollo de los pueblos.
El final del tránsito hacia la nueva era nos sorprendió a todos, nada menos que en la noche fría y silenciosa de la Navidad de 1991 en la Plaza “Roja” de Moscú, cubierta por primera vez de un blanco radiante que trascendía la implacable nieve que había cubierto el alma y la libertad de esa noble nación por más de 70 años: Todos lo vimos, aunque los cubanos mucho después, cómo a la medianoche, avergonzada, silenciosa, como pidiendo perdón a los millones de muertos de la Siberia y de los otros millones de reprimidos en los Gulags, era arriada del que llamaban mástil eterno de la Revolución, la roja bandera del comunismo, cuya hoz cercenó lo indecible y cuyo martillo crucificó el alma de todos los Pushkin, Dostoievski, Ajmátova, Sajarov y Solzhenitsin, fueran conocidos o ignotos, durante siete décadas.
En su lugar, convertido ya el vetusto mástil en estilizada asta común, se izaba, como adormilada, de regreso de una larga y sufrida espera, en el cajón de la cultura rusa, una reconocida bandera tricolor: blanca, azul y roja. Era la bandera de la Rusia inmortal, esta vez erguida sobre los fragmentos residuales de un proyecto mítico y fracasado de cuatro letras que muchos no quieren mencionar: URSS junto a otras cuatro que no eran otra cosa que su expansión imperial: CAME.
El 26 de diciembre de 1991, casi sin darse cuenta, la humanidad terminaba de atravesar uno de los túneles de los más rápidos, luminosos y serenos de la historia de las grandes transformaciones sociales y políticas. Allá, en el Mar Báltico, más de diez años antes, en unos astilleros llamados paradójicamente “Lenin”, una mujer, al ser despedida injustamente, violando sus derechos laborales y de género, había sido el catalizador femenino del tránsito hacía la libertad de un régimen que, precisamente, proclamaba que se distinguía por ser la “dictadura del proletariado”, el paladín defensor de los derechos de los trabajadores, defensor de la liberación y de la igualdad de la mujer: Como en Nazaret, como en Belén, único antecedente de una trasformación tan radical y tan absolutamente pacífica, fue una mujer de Gdansk, como María, la que abriría para el mundo entero las puertas de la auténtica redención de toda forma de esclavitud y de injusticia. “Solidarnosc” fue el camino hacia la libertad.
Diez años después, el más grande de los polacos, Juan Pablo Wojtyla, el Magno, descendiente de los Piast y de los Jagellones; del obispo mártir San Estanislao, su antecesor en Cracovia; de la estirpe de Jan III Sobieski, rey; el Vicario de Jesús el Hijo de María, terminado el paso de Polonia por “el Mar Rojo”, proclamaría al mundo entero la sentencia y la receta, el programa y la propuesta, el proyecto y la meta de todas las transformaciones de finales del siglo XX, centuria que no quiso terminar sin ver su propia sanación. En efecto, solo con cinco palabras abrió el dintel de la nueva era. Ellas deberían esculpirse tanto en los astilleros de Gdanz, como en la puerta de Brandeburgo, tanto en la muralla del Kremlin, como en el Castillo de Praga: “Sin solidaridad no hay libertad”.
De modo que no solo se trató de hacer caer un muro, ni extinguir un sistema, ni cerrar una era, sino de proponer un proyecto holístico para los tiempos nuevos: no más libertad a costa de la justicia y de la igualdad. No más igualdad a costa de la libertad y de la creatividad. Se abría una era en que se conjugarían libertad y solidaridad, justicia y magnanimidad, verdad y responsabilidad.
El mundo entero comienza ahora las celebraciones de este cambio de época. Cada país de la Europa unida quiere dar su contribución para que las celebraciones no sean solo rito y memoria. Cada testigo debe, no solo recordar sino también proponer, las lecciones de la historia de la que fue protagonista. Cada joven, menor de 30 años, que no vivió aquella pacífica y radical transformación de un mundo autoritario y caduco, debe mirar desprejuiciadamente, saltar sobre los detalles y miserias humanas, de una parte y de otra, y aprender de la historia, madre y maestra, las experiencias y enseñanzas que evitarán caer en un abismo tan tenebroso como aquel, pero que llevaría los nuevos rostros de lo peor de la naturaleza humana de hoy y de siempre.
Como soy uno entre millones de hombres y mujeres que ha tenido el crucificado privilegio de vivir los últimos 50 años en un país con gobierno comunista y opté desde muy joven por permanecer aquí, como sembrador de libertad y responsabilidad cívica, me permito esbozar lo que, personalmente, considero que pudieran ser algunas de esas lecciones para el futuro:
La libertad verdadera no se alcanza sin ética y sin solidaridad, pero tampoco con un código moralista ni con una solidaridad manipulada y hemipléjica. Libertad y responsabilidad, son las dos hojas de la misma puerta hacia la novedad de los proyectos.
La igualdad de oportunidades, ante Dios y ante la Ley, no puede alcanzarse a base de empobrecimiento descendente y de un Estado paternalista con ínfulas de controlador y distribuidor de una riqueza que no puede crear. Liberar la iniciativa y las fuerzas productivas es la base económica de los tiempos nuevos.
La fraternidad, lo que se pudiera llamar amistad cívica, no se puede cultivar con decretos impositivos de la unidad como uniformidad y con delaciones sistemáticas y universales generadoras de desconfianza.
La justicia social no puede construirse sobre el yugo de la subjetividad de la persona humana. La primacía de la persona humana y de su carácter comunitario es el eje de la nueva convivencia social.
Ninguna dictadura es buena, ni la del proletariado. Las revoluciones violentas terminan devorándose a sí mismas porque llevan en su seno el germen de la violencia que es su propia destrucción. La solución pacífica de los conflictos es y debe ser un rasgo distintivo de la nueva era.
Los mesianismos, los caudillismos y los populismos que dinamitan las instituciones, son la mejor prueba de que no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista. Duran lo que sus líderes históricos. Por ello no hay nación estable y próspera sin instituciones democráticas, política de programas no de caudillos y el ejercicio de la soberanía ciudadana en la multiforme red de la sociedad civil
Una sociedad más justa, más humana, más fraterna, no se puede construir secuestrando el alma de las personas, ni desterrando el espíritu de la sociedad. La nueva era, o tiene su base en la subjetividad humana, o no es nueva.
El daño antropológico y el genocidio cultural son los frutos menos visibles y más dramáticos del materialismo histórico. Solo la cultura salva a las naciones.
Solo liberando el espíritu humano, la iniciativa emprendedora y los derechos humanos universalmente reconocidos y otorgados por Dios, se puede avanzar hacia el desarrollo de los pueblos y la felicidad de las gentes.
Olvidar la verdadera naturaleza humana, las leyes universales de la convivencia social, las leyes propias del mercado y las estructuras inviolables de un Estado de Derecho, han sido las cuatro causas profundas del fracaso del comunismo. Y al mismo tiempo deben ser los cuatro vientos de la nueva era.
Otras muchas lecciones o “moralejas” se podrían sacar del trágico y rico siglo XX, pero considero que estas no deberían olvidarse al celebrar los 20 años del fin de uno de sus experimentos.
Un solo país (o quizá dos o tres, pero igual de aislados y aún crispados) no podrá celebrar públicamente la caída del muro de la Alemania dividida como el mundo; ni la solidaridad de un sindicato libre en la Polonia del Monte Claro; ni el sonido melodioso de un mazo de llaves, para abrir, no para encerrar, en la Praga de San Wenceslao y Havel; ni de una bandera que da cabida a tres colores sobre las renacientes cúpulas ortodoxas de Rusia en lugar de uno solo color escoltado con los símbolos de cortar y clavar; ese país no podrá rememorar el Festival de la patria de Mart Laar, una pequeña nación como Estonia que se salvó a sí misma con el canto: “Mu isamaa, on minu arm”, ni podrá recordar un parlamento, convocado por otra mujer llamada Marju, en cuya sesión se proclama la independencia de los estonios a las 11 y tres minutos de la noche; o no podrá recordar a un poeta que mientras daba nombre a una “revolución” cantada, profetizó: “Un día, sin importar cómo, ganaremos.”
Un solo país podrá, sin embargo, en hemipléjica reflexión, enterarse solo de las nuevas lacras, de los nuevos políticos corruptos, de las nuevas mafias tras el trono, de los nuevos brotes de la violencia trasnochada, de las crisis del desempleo y la banalización de las milenarias culturas tanto occidentales como orientales… Un solo país escuchará la versión estrábica de lo que no pasó, de lo que se perdió como en todo naufragio y rescate, de lo que pasó y fue todo malo, según los cánones oscurantistas de la era que terminó entre el 4 de junio de 1989 y el 25 de diciembre de 1991, pero que aún se aferra a un mundo que no existe y en esa larga agonía no ahorra lo que la bioética llama encarnizamiento terapéutico. No es la vida que lucha por sobrevivir, es la muerte que no quiere ceder.
A ese país, al mismo tiempo museo virtual, “reality show” y dramático documental retrospectivo en tiempo real, cualquier ciudadano puede venir para ver todavía lo que ya no existe en ningún lugar de este mundo y esperamos que tampoco en el otro. Lo único que recordamos es que detrás del atrezo, debajo del escenario y dentro de los telones de este teatro del absurdo, donde “Bretón es un bebé”- al decir de uno de nuestros mejores cineastas jóvenes cubanos- en los sótanos del museo, tras las cámaras digitales, está la Cuba real, la que lucha por sobrevivir, la que sufre, ama, crea, levanta cabeza, aguanta sin límites, espera sin límites, la que no pertenece, ni nunca perteneció, a ese extraño y finiquitado alambique, hoy seco y abandonado, que se llamó primero bolchevismo, luego estalinismo, más tarde estalinismo sin Stalin y luego perestroika y glasnost, y luego se acabó.
Cuba se acerca a la celebración de los 20 años del cambio más trascendental desde la Bastilla, inicio de ese camino de guillotinas y revoluciones que quitó reyes y creó emperadores, que plasmó la Declaración de los Derechos del Ciudadano y luego le quitó la ciudadanía y los derechos. Que quiso asaltar el cielo y lo que hizo fue secuestrar la barca de Caronte. Que inventó un paraíso para los trabajadores y canonizó a la serpiente y condecoró a Caín, echando a Dios junto con Abel y, además, nacionalizó el Arca de Noé, en la que enseguida prohibió el acceso de la pareja que forman la diversidad y el pluralismo. Pero aún así, esta especie sobrevivió al diluvio. Que por cierto no duró 40 días, ni cuarenta años, sino justo 200 años: de 1789 a 1989. Ha sido la época que menos ha durado en la ya larga travesía de la humanidad. Gracias a Dios, porque si no…
Cuba se acerca a la celebración de estas dos décadas de cambios mundiales, pero se acerca a ellos por el otro lado del muro. Por el lado de las puertas que unos pocos se empeñan en bloquear de adentro para afuera. Inverosímil caso de una vieja película al revés, como ocurría en aquel actualísimo “Tango” de Rybczynski.
Pero, si usted es uno de esos visitantes ingenuos o cómplices que viene a Cuba y no ve y no sabe, y no quiere ver y no quiere saber, pues aproveche, haga pronto y bien sus fotos de este parque jurásico a punto de desaparecer. Cuando dentro de un quinquenio nos acerquemos a las celebraciones de los 25 años del comienzo del fin, solo ustedes tendrán, en un viejo cajón de su escritorio varado a babor, el testimonio gráfico del último país que logró escapar, cual sobreviviente del Kursk, al más grande hundimiento del siglo XX; el último país en abandonar, cual resucitado de los bosques de Katyn, la retórica y las acciones de la guerra fría; el último en responder, cual fantasma redivivo del CAME, a un embargo inútil con un bloqueo efectivo desde dentro; la única Isla que, como la señora protagonista de “Good bye, Lenin”, no bajó la bandera roja que ahora, a solo 20 años de tal conmoción universal, descansa echa jirones en un silencioso museo de Moscú. Mientras algunos de sus hijos re-envasan lo nuevo en vasijas viejas. Desafíos nuevos en viejas estructuras. Vino nuevo en odres viejos. ¡Ya se sabe lo que pasará!
No importa, vuelva a Cuba, curioso visitante, y todavía en 5 años, encontrará a testigos de la nostalgia, a hombres y mujeres fieles a su pasado clausurado, y los encontrará respetados y tranquilos porque, cuando Cuba logre alcanzar al resto de la humanidad que le lleva 20 años de ventajas y desventajas, pero 20 años de historia al fin y al cabo; cuando Cuba logre salir de la nostalgia y el bloqueo de la información, lo hará hacia ese mundo nuevo y mejor en el que ya no tendrán carta de ciudadanía ni la revancha, ni la venganza, ni el rencor, ni la violencia. ¡No tengan miedo! Vengan y entonces verán que en ese nueva era no tendrán que desconfiar, ni tener complejos, porque en ese nuevo mundo cabremos todos, aún los que nunca quisieron que la novedad desembarcara en la hermosa Isla del Caribe.
Es verdad que nos toca a los cubanos y cubanas hacer nuestras propias transformaciones. Somos los primeros y principales responsables. Cada país debe encontrar su propio camino para los cambios. Pero sin la solidaridad de otros países que, al mismo tiempo, respeten nuestra soberanía, no será posible la transición en Cuba: sin solidaridad no hay libertad.
Estoy seguro y absolutamente convencido que dentro de diez años, estaremos juntos construyendo sobre las bases de, por lo menos, las diez lecciones de la historia que hemos mencionado. Aprenderemos a ser incluyentes, a respetar la diversidad, a crecer como nación en pleno debate con los diferentes. Las puertas de nuestro país tendrán las jambas de la pluralidad y la democracia. Estaremos celebrando, reviviendo o rectificando, olvidando y perdonando, las múltiples aristas del trigésimo aniversario del comienzo de una nueva era también en Cuba, en la que todo esto pueda hacerse entre todos los cubanos de la Isla y de la Diáspora, de un lado y de otro, en laboriosa convivencia, sin miedo y sin rencor, porque solo con solidaridad hay verdadera libertad y prosperidad.

Pinar del Río, 3 de mayo de 2009


Dagoberto Valdés Hernández (Pinar del Río, 1955)
Ingeniero agrónomo.
Premios “Jan Karski al Valor y la Compasión” 2004 y “Tolerancia Plus”2007.
Dirigió el Centro Cívico y la revista Vitral desde su fundación en 1993 hasta 2007.
Trabajó como yagüero (recolección de hojas de palma real) durante 10 años.
Es miembro fundador del Consejo de Redacción de Convivencia y su Director.
Reside en P. del Río.

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