Por Raúl Antonio Capote
Está oscuro y hace frío ahí afuera. Bukowski.
Puede palpar las voces, sentirlas en la epidermis, mezcladas con el torrente de agua que busca su sexo, lo otro es la oscuridad, el vacío. El agua no lava, no purifica, no borra la huella de las manos, de las lenguas, la costra de jugos y sudores. Siente el sabor del mar en los labios, los recorre con la punta de la lengua, la sal se mezcla con la saliva, lame la piel de los antebrazos, salobre, cierra los párpados, puede sentir el sol quemándole las mejillas, ensañándose en los hombros, en la carne suave de los muslos, la arena en los muslos, en la entrepierna, los gritos y las risas, el olor del mar, escucha el flash de la cámara, sonríe.
Salobre como la primera polución sobre su boca, el día de la iniciación. Ella tendida en la bañadera como aquella otra Enia, la romana, bañada por el semen de sus esclavos. El bautizo de la meretriz, la risa de los cinco hombres que la rodean y escurren su lascivia, el primer disparo da en los labios, recuerda el sabor extraño, el olor repugnante, los miembros rectos, gruesos, chorreantes, el último chorro de semen da en el ombligo y se empoza.
Enia espera escondida tras las columnas del Gran Teatro, vigila en la oscuridad, en el coto de caza compartido, espera, elige, lo ve llegar, elegante, no es un pepe cualquiera, viste un traje de buen corte. Prepara la trampa, se sienta en la cafetería de los portales del Inglaterra, sacrifica a in god we trust, una cerveza, cigarros y quédese con el vuelto. Sentada frente a él, posición estratégica, mirada perdida en el más allá, como la Davis en All abaut Eve, pero bien atenta a los movimientos de la presa, se miran como por casualidad, intercambio de sonrisas. Romano se acerca.
– Tienes los ojos como Bette Davis.
Hechicero, mago adivino.
– Mis ojos no se parecen a los de Bette Davis.
Sonríe. No es la primera vez que se lo dicen, siempre ha querido parecerse a ella, Rut Elizabeth Davis, mirar como ella, caminar como ella, quiso ser actriz, era puta, bien sencillo el asunto, tenderse y recibirlos, después cobrar, pero Enia quiere escapar, escapar para siempre de la isla. Enia dice que quiere ser libre. Con sus caderas estrechas, sus senos pequeños, sus nalgas redondas, con sus labios gruesos, sensuales y esos ojos grandes como los de Bette Davis, abrir la puerta de salida, escapar para siempre de la suciedad, de la roña.
Es hermoso el romano, habla un español musical, lleno de saltos. Él le ofrece subir a su habitación o buscar un cuarto y sin pausas le pregunta por la tarifa. Ella se levanta indignada. Asume la pose de Mildred en Off Human Bondage. Romano le pide disculpas, se deshace en excusas que Enia rechaza, la sigue a la calle, le ruega. Enia.
– ¿ Por quién me ha tomado usted?
Al final cede, se deja tomar del brazo. Seria, formal, alejada.
– Soy un hombre de negocios, muy rico y muy solo.
Dice Romano, con cara de perro apaleado, y le cuenta lo difícil que es ser rico, la soledad del dinero, su búsqueda incansable de la felicidad. Habla maravillas Romano de las mujeres cubanas, de su belleza e inteligencia, de lo trabajadoras que son, de lo sensuales, únicas en el mundo.
El Sedán se detiene frente a una casa de paredes grises, portal sostenido por columnas jónicas, cercado por rejas mudéjares. Enia se baja del auto, Bette Davisen Jezabel. Fatal, fingida, ofrece su mano, la deja en el aire, en un vuelo que se disuelve.
– ¿Puedo pasar a verla mañana, señorita? Puede servirme de guía para conocer La Habana. Dígame que sí.
– Tiene que pedirle permiso a mi mamá.
La madre le invita a almorzar al día siguiente, frijoles negros, arroz blanco, plátanos chatinos, fotos de la niña, fotos de la escuela, fotos de los quince, fotos del tecnológico el día de la graduación, ella es una buena muchacha, trabaja muy duro, fotos y más fotos.
Enia espera que se abra la puerta, vislumbra un haz de luz, la claritas, la salida, uno, dos meses y él regresa y se van a la playa, las manos, el agua se deshace entre sus piernas, algas, hipocampos, el ardor de las medusas y Enia se casa con el hombre muy rico y muy solo, ella de blanco, él de frac gris perla, hay llantos y fotos, muchas fotos y cuadra cerrada y música hasta el otro día y más fotos.
Fotos de la casa, en el repecho del balcón, flores rojas, fotos de la vía Apia, del Capitolio, fotos del arco del emperador Tito, fotos del auto nuevo que causa admiración en la casa y en la cuadra de Enia, fotos del equipo de música, enorme, plateado, lleno de luces, fotos de Enia sonriente junto a Romano. Todo va bien, mamá, un día de estos iré por allá, tengo una casa magnífica, un auto nuevo, te mandé dinero con una amiga que va a Cuba, escribe y manda fotos. Enia ama el líquido dorado y burbujeante, el trasiego ambarino en las copas de Champán. Enia no ve la mano de Romano derramar gotas en su vino, gotas que van a su cabeza, sonríe, las fotos no reflejan el ocre del paisaje, el bramido del mar en sus sienes.
– Debes ir al médico.
El dolor de cabeza se hace insoportable. El doctor gordezuelo, pequeño, con lentes y pipa, mostachos y calva como bola de billar, muy hablador.
– A Mosca `e stata inaugurata la prima pizzería napoletana.
Enia se deja hacer por esos dedos que reptan por su cuerpo, el médico busca dentro de sus ojos, luces, linterna, hurga en sus pupilas.
– Nessuno l´ha mai vista, ma tutti a Mosca la conoscono.
Todo blanco deslumbrante, espejos, instrumental, las sienes estallan, los espejos estallan.
– La metropolitana segreta `e lunga ben 250 Km., quanto.
Dolor
– Quella ufficiale, e colega anche il Cremlino alla casa de Stalin.
No cesa de hablar, de reptar, de buscar, luces, cometas, lámparas.
– L´Avana, l´Avana.
Todos muy serios.
– Tus dolores de cabeza son causados por problemas en la vista.
Cariñoso, solícito.
– Dice el médico que debes hacerte más pruebas.
Son muchas las pruebas y breve el tiempo en que arrecian los dolores, él la acaricia, le pone compresas en la frente, la aísla de los siempre escasos amigos. Romano la sienta desnuda en sus piernas.
– Tienes los ojos como los de Bette Davis.
Las ventanas abiertas a la ciudad, ocres que no salen en las fotografías. Enia recostada a la ventana, su mirada se pierde en la lejanía, como en aquella tremenda película, esa con la que su amada ídolo obtuvo un Oscar Dangerous Enia bebe el néctar dorado que se embalsa en el vientre, busca el aliviadero y se pierde en la maraña que bordea al falo, su lengua prueba los ardores, borra las filigranas y se sorprende ante la nitidez y la sorpresa del dolor, naturaleza del dolor convertido en pánico, irracionalidad.
– No fue nada, amor, te pondrás bien.
El bisturí, los espejos, la narcosis la sumerge en un marasmo de seres inauditos.
– No fue nada amor.
Luego la venda en los ojos, la no-luz.
– Tuvieron que operarte de urgencia, un problema sin importancia en las córneas.
La venda, el silencio, las cartas sobre la mesa, la enfermera búlgara, que no sabe decirle quien la contrató para cuidarla, la casa vacía.
– ¿Y Romano?
La enfermera no sabe. La casa vacía, las cuentas sin pagar, el plazo que les da cierto dueño para abandonar la casa. No, nadie sabe quien es el tal Romano. La enfermera búlgara, un alma de Dios, la lleva para su casa, una verdadera Babel, checos, polacos, montenegrinos, serbios, rusos, moldavos, armenios. Todos juntos, en una concordia imposible, como al inicio del mundo.
Enia aprende el olor de las lámparas de aceite, de los cuerpos hacinados, del sudor, del vodka, de las sopas colectivas, de las manos que buscan y se disputan sus piernas por la madrugada, de los desesperados asaltos nocturnos. El olor de la muchacha que comparte sus vahídos, los insultos, las súplicas y luego acaricia su cuerpo macerado y la protege del frío.
Lleva un año en Italia y parece un siglo, el jefe de esa extraña sociedad, Pavel, busca a Romano, nadie sabe nada de él, no existe, los hombres de Pavel lo buscan por toda la ciudad, la casa no le pertenece, fue rentada por una sociedad anónima que tampoco existe. Nada queda. Enia desespera, no tiene documentos, no tiene nombre ni nacionalidad, no existe, no tiene idioma, en esta Babel nadie entiende lo que dice.
Esta casa, ciudad inventada por ellos, ciudad que dibujan a imagen y semejanza de sus aldeas, de sus urbes, la trazan a plumilla con el ardor de los náufragos. Koljoz donde todo se reparte y las dos mujeres, una ciega y otra desleída por la lluvia y la soba, instrumentos de trabajo, medios de producción, contribuyen al sostén de la comuna. Karel, el pintor, intenta mejorar sus caderas a pincel, se esmera en fabricarle redondeces al cuerpo que se consume, un trapo de tela negra le cubre los ojos, telón que le protege del vértigo.
Apenas reconoce la voz que le habla en su idioma, su cuerpo se hunde en el asiento mullido del auto, se adormece en el ronroneo del motor. La embajada y la gente fría, ajena, no hay regreso, lleva más de 11 meses, y los policías y los médicos, sus amigos que localizaron la sede cubana, no entienden, no comprenden, los más viejos de la comuna recuerdan y mueven la cabeza de un lado al otro con pesar. Mamá, estoy bien, regreso pronto y la foto de la muchacha con los ojos vendados, desnuda sobre un diván harapiento, entre colillas de cigarro, botellas, latas de cerveza y lámparas de aceite, la sonrisa es un trazo difuso, algo morbosa. Junto al diván, una máquina de coser, un samovar, una pucha de flores, las manos descansan sobre los muslos, la cabeza inclinada sobre el hombro derecho, el torso erguido, una banda de tela negra le cubre el rostro, ajorcas en los tobillos, pulseras de cobre en las muñecas, cadena con monedas en la frente.
A Enia le gusta sentarse en la orilla de la playa, el mar le acaricia las piernas, sonríe a las voces que elogian su cuerpo, soeces unas, elegantes otras, vive en un mundo de voces, de sueños, donde todo se aligera y se reconstruye a su gusto.
Entra al mar, las algas trepan por sus muslos, frías, pegajosas como las manos de Romano que huyó con sus ojos, Romano que no existe, que nunca existió, pesadilla de luces y hospitales donde hurgan en sus cuencas vacías, no hay a quien reclamarle, como en Lo que el viento se llevó, nadie sabe nada, Esas cosas suceden, se hunde en las entrañas del ser policaudado que la penetra, el comercio de órganos en un problema grave hoy en día, lo busca la INTERPOL, el fondo, un marasmo de miedos, lengüetazo goloso del ser en su vulva, en el vientre, en el cuello, no eres el único caso, alguien mira con sus ojos, siente la luz bien adentro, los edificios, los árboles, las avenidas, otra mirada, no es solo el mar, no es solo las entrañas, es difícil andar por este mundo y mirar en otro, marcar los pasos en un camino ajeno, es otro el cuerpo que contempla, otro el hombre que se acerca y besa sus ojos, siente la caricia en los párpados, en las cuencas llenas de abismos donde intentan asomarse los peces.
La foto en la arena, acostada, los ojos vacíos, la mano derecha estruja una banda de paño negro, el agua le acaricia los tobillos, a su lado un termo azul, una sombrilla, un caracol. La foto en papel Kodak, brillante, Enia acostada en la arena, los senos desnudos, los pezones café, la banda de paño negro sobre el pubis, el ombligo cubierto de arena, por detrás de la foto en tinta azul. Estoy bien mamá, regreso pronto.
Raúl Capote (La Habana, 196 )
Escritor y Editor.
Fue miembro del Jurado del Concurso Vitral
y del Concurso de las Bibliotecas Independientes de Cuba.