Por Juan Antonio Blanco
Reproductor de DVD comercializado en las tiendas cubanas.
Al aproximarse el fin de la primera década del siglo XXI los cubanos podrán comprar sus medicinas en cualquier farmacia donde las encuentren, entrar a cualquier instalación turística sin que los detenga el guardia en la puerta por haber nacido en Cuba, y adquirir ciertas tecnologías como DVDs, teléfonos celulares y computadoras siempre que tengan divisas convertibles suficientes para pagarlos. Incluso se espera (“si la economía lo permite”) poderles ofertar a los nativos de la isla algunos calentadores de agua, aire acondicionados y tostadoras en el próximo año. El servicio de transporte urbano de la Ciudad de La Habana, virtualmente inexistente desde hace unos años, ha mejorado ostensiblemente al sumársele varios centenares de buses. Estas informaciones ganaron titulares de primera plana en medios de prensa internacionales.
¿Me alegran esas noticias o las considero irrelevantes? ¡Cómo no van a alegrarme! Incluso una de ellas –el libre acceso a instalaciones turísticas- está incluida en la Declaración de Concordia que suscribí junto a otros cubanos de la Diáspora. Todo lo que mejore la vida de mis compatriotas es una buena noticia para mí también. Pero eso no quiere decir que cualquier cambio de políticas administrativas sea relevante para el país. Sin cambios estructurales, las mejoras se esfumarán al pasar el tiempo como ha ocurrido en el pasado. Los buses, por ejemplo, se romperán y dejarán de prestar servicios en ausencia de un sistema de organización del trabajo y mantenimiento adecuados, volviéndose al punto anterior.
Esas medidas tampoco indican que nos aproximamos a la democracia.
Levantar la prohibición a las ventas de DVDs y computadoras no es –como dijo Yoani Sánchez, cuyo Blog, Generación Yha sido galardonado con el Premio Ortega y Gasset- una generosidad del autoritarismo, sino una victoria de la tecnología:
“La razón para no venderlos antes, no había sido el consumo eléctrico, ni el temor a las diferencias sociales, sino que -hasta ayer mismo- podían controlar su expansión. Desde que un Ipod cabe en un bolsillo, un minidisk almacena varias películas y en la delgada barriguita de un Memory Flash viajan un centenar de documentos ¿qué sentido tiene prohibirlos? Para qué desgastarse en una pelea que ya tiene un ganador: la tecnología”.
Lo que sí puede llegar a ser relevante para la economía en Cuba –e incluso para abrir espacio a la autonomía de la sociedad civil- es la primera decisión que descentraliza el uso de la tierra y los procesos de toma de decisiones relacionados con la producción de alimentos. Si bien no se alteran las relaciones de propiedad, esa es la primera reforma estructural por imperfecta y timorata que alguien pueda considerar que sea. No hay tampoco que olvidar que un decreto no cambia nada hasta que se aplique de manera consecuente y el gobierno podría recurrir a criterios discriminatorios al otorgar las tierras. Muy cierto. Sin embargo, la medida tiene un impacto potencial sobre el sector agrícola y simboliza una incipiente ruptura de la lógica totalitaria que prevaleció desde fines de los sesenta en la economía y que ahora pudiera expandirse a otros sectores.
El tiempo apremia. El principal proveedor de alimentos a Cuba es Estados Unidos al que hay que pagar al contado. Los precios de los productos alimenticios se han disparado y continúan en ascenso en el mercado mundial. Cualquier factor interno o externo que afecte la capacidad de compra en ese sensible rubro puede lanzar a la sociedad cubana a una situación crítica.
Otro tanto puede ocurrir con un desastre natural. Consideremos, por ejemplo, el caso de los tres millones de habitantes de la zona sur oriental. Aproximadamente el 58% de ellos han sido catalogados como pobres por indicadores nacionales. Esa región fue considerada de alta vulnerabilidad por agencias de Naciones Unidas que analizaron su crítica situación social y ecológica. Familias enteras han venido abandonando ese territorio. Estos migrantes internos se desplazan hacia otras zonas y ciudades donde alzan covachas improvisadas como ya ocurre en Holguín, Villa Clara o Ciudad Habana. El problema prioritario que enfrentan no es la “calidad y cantidad de las ofertas culturales disponibles” debatidas en el recién concluido congreso de la UNEAC, sino poder subsistir y enderezar la existencia de sus familias de algún modo.
Los llamados a la disciplina, desalojos forzados y la “ilegalidad” de su desplazamiento -que les impide recibir servicios locales- no los harán desaparecer. Tampoco pueden esperar por estudios y decisiones gubernamentales que se dilatan en un sistema altamente centralizado y por ello sobrecargado de asuntos pendientes. Bastaría un desastre natural, de esos que visitan el Caribe cada año, para desatar una hambruna y migración aun más masiva e imparable. Esas y otras tendencias demográficas que prevalecen en el país son una bomba de tiempo.
Vivimos ya en el siglo XXI. Las autoridades deberían preocuparse menos por verificar las etiquetas “socialistas” de cada propuesta y más por examinar su posible eficacia, viabilidad y sustentabilidad. Nuestros académicos no merecen otra cosa. Necesitan sentirse libres de toda sospecha doctrinaria para poder aportar a plenitud sus ideas sin tener que sopesar cada palabra. Y tienen muchas y muy buenas para producir riquezas y erradicar la pobreza.
El bloqueo político al desarrollo de las ciencias sociales, y el control ideológico sobre sus publicaciones, ha tenido mayores consecuencias que la política de Estados Unidos hacia la Isla. Una ciencia social sin bozales ni camisas de fuerza pudo haber contribuido a evitar las graves situaciones que ahora existen. Ya que tanto se ha hablado del llamado “quinquenio gris”, pienso que es hora de que se reconozca la prolongada noche escolástica en la que sumieron a las ciencias sociales en Cuba. Sin poder ejercer sin cortapisas confesionales la libertad de investigación científica, la sociedad cubana no estará en condiciones de enfrentar con éxito los graves desafíos del presente y el porvenir.
Se impone la necesidad de convocar, aunque sea en el ciberespacio, a un congreso de científicos sociales cubanos –de la Isla y la Diáspora- que analice el legado de la larga noche estalinista en nuestro quehacer académico y la sombra que arroja sobre los desafíos de hoy. Es hora de hacer valer la dignidad de esa profesión y que finalmente se tomen en cuenta las propuestas de quienes estudiaron para servir la nación y no la política de turno.
Juan Antonio Blanco (Cuba)
Doctor en Historia de las Relaciones Internacionales, profesor universitario de Filosofía, diplomático y ensayista. Miembro del IEC
Vive en Canadá