Frank Hart sabe cargar su piedra a donde quiera que va. Como Sísifo, admite su castigo, pero contrario al rey de Éfira, enarbola su pena y la restituye, de manera infatigable, en una responsabilidad nacional que asumen sus lienzos, murales, paredes o donde sea que se imponga su penitencia de pintar este purgatorio que antes llamaban Cuba.
En el reverso de las primeras líneas del poema Liberté, Egalité, Fraternité, de Ángel Escobar, Hart descubrió cómo poder expiar la historia no contada en tres colores: “Padre, madre, hermanos, pasó / el camión de la basura y no nos ha llevado. / Debe ser un error.
A cuenta gotas, la obra de Hart se cuela en la tradición pictórica de esta esquina del mundo. Sus infinitesimales banderas cubanas, como símbolo permanente de su obra, aunque no la única, es una de las tantas representaciones del bestiario social que consume a La Habana, ciudad donde vive y a veces respira.
En un país de tal calaña, pintar banderas cubanas, escudos, tomar como rehén a la simbología impuesta y a otras remasterizarlas, deconstruir con técnicas mixtas y alegorías religiosas, políticas, culturales, deportivas, musicales, económicas, exhumar toda la parafernalia de una dizque marca país, es cargar todas las piedras de todos los Sísifos que Albert Camus describió en su ensayo de 1942, “El mito de Sísifo”: ́A veces, hay una doble posibilidad de interpretación, de donde surge la necesidad de dos lecturas ́. Es eso justamente lo que concibe Hart en sus obras; tan sencillo y avasallador como cuando se asiste al sepelio de la historia reciente de un pedazo de tierra con poco más de quinientos años de mitos y leyendas fundacionales.
Hart, a diferencia de los boxeadores muertos en vida sobre el ring, no tira la toalla, y es, tal vez, lo genuino y soñadamente humano de su obra, como un grito de ultimátum, como el Griot nativo de estas tierras, que va por la calles de su aldea hablando consigo mismo para no olvidar las franjas, estrellas, triángulos, las caras grises, largas y engañadas en billetes, esquinas y CDRs. Cada uno tiene la bandera que se merece, parece sugerir Hart en todas las que pinta y que, disciplinadamente, condena a la existencia.
Hart forma parte de ese selecto epitafio gremial de artistas autodidactas ajenos al consorcio de un sistema, que canta sus media verdades siempre en tres y dos a bases llenas, en la parte baja del noveno ining del último juego del play off. Desde chama, que es la manera más hermosa de nombrar a un niño cubano, quiso entender aquello que significaba algo y muchas cosas a la vez, pero que muchos no son capaces de entender a la primera o nunca, siendo esa la manera más dichosa de llamar a ese algo “símbolos” y toda la miseria que, en un país como Cuba, nos empapa en abundancia.
Contrariamente al contexto actual en que Hart descubre una y otra vez un país arrasado, su obra más significativa corresponde a un mural sembrado en el corazón de La Habana, justo donde se marca el Kilómetro Cero de la carretera central.
Esa bandera cubana, conocida en el mundo entero por su cercanía a la maldita circunstancia del agua por todas partes y al Capitolio, sede de La Asamblea Nacional, es, por exceso y por defecto, una oda a la supervivencia diaria de poco más de ocho millones de cubanos. Una bandera confeti que nos recuerda constante, perpetuamente, y a pesar de todo, aquellos versos del poeta Lezama Lima que más de una vez quisieron cambiar: “…nacer aquí es una fiesta innombrable…”.
Ignacio Gamonal
- Ricardo Acostarana (la Habana, 1993).
- Poeta, narrador, ciclista y maratonista.
Ha colaborado en revistas y diarios independientes cubanos.