Los primeros teóricos advirtieron lo que es todavía una paradoja: cómo era posible que la imagen más realista que pudiera concebirse contuviera, al mismo tiempo, la posibilidad de que “la vista empírica se desdoblase en una visión onírica, análoga a lo que los videntes llaman ver”. Esta idea de Edgar Morin siempre me ha parecido una de las claves para entender el poder de fascinación de la fotografía. El propio concepto de fotogenia, esa cualidad que se revela en lo fotografiado, “aspecto poético extremo de los seres y las cosas”, alude a ese sentido que cualquier objeto, aun el más banal, adquiere cuando ha sido “recortado” de su contexto para convertirse en fotografía.
Si es así aun con los objetos comunes y corrientes, y con las escenas anodinas, qué no se- ría cuando se combinan los objetos y las figuras humanas para crear una realidad nueva, una realidad que ya no es la que nuestros ojos pueden captar (resultado de la vista empírica), que ya no es la vida propiamente dicha… Ay, qué palabras tan vanas estas que acabo de escribir… ¿Qué es la vida propiamente dicha? ¿Acaso un sueño dentro del sueño? Poe nos lo advirtió: “All that we see or seem/ Is but a dream within a dream”. Y si a Breton le admiraba que en lo fantástico solo estuviera lo real, y si bien la fotogenia revela (sigo con Morin) lo fantástico que irradia de las cosas reales, cabe aún, creo, otra posibilidad, conjunción de ambas.
La fotografía de Diego Besmar Goenaga transita esos caminos. Cualquiera diría que está en un filoso equilibrio entre el sueño y la realidad. No, me digo, es ambos, pues los contiene y trasciende. Propone relaciones nuevas entre los objetos, cercenados de pronto de las leyes físicas, en un mundo que parece en suspensión… O nos muestra un reflejo tan real como el ob- jeto mismo… Y aquí vuelvo a traicionarme: es que las palabras que aluden a realidades duales o pares dicotómicos no logran dar cuenta de esa otra cosa que es el mundo creado en y por estas imágenes. Las luces y sombras, el efecto de la grama del tejido de una pamela, por poner un caso, produce un efecto casi de extrañamiento y, al mismo tiempo, de intimidad.
Pensé traer a colación la conocida parábola Chuang Tse sobre el sueño y la mariposa. Pero no, me arrepentí: Diego no es el soñador soñado; Diego nos está proponiendo otra cosa. Ya en “Los ojos del gato”, un audiovisual realizado en los días del confinamiento por la Covid 19 y que tuve el privilegio de ver en la intimidad de su hogar camagüeyano, sentí precisamente una peculiar forma de detenerse en las cosas. En esa obra las imágenes en blanco y negro alternan con otras donde el color está en toda su plenitud, ¿vida, tal vez en exceso —si es que ello es posible—, en unos momentos?; ¿absoluta paz en otros? El poder evocativo de aquellas imágenes es tal, tal la poesía que emana de su articulación y de la sabia combinación, de los ritmos acelerados de unos instantes, de la fijeza de otros, que el reconocimiento, insisto, va más allá de saberse o no el espectador en esos espacios.
En algunas de sus fotos se coloca, también él, en ese mundo que ha creado, un mundo de reflejos, de repeticiones e inversiones, de espejos y autorreferencialidad. Hay mucha suavidad en estas fotos, y mucha ternura. Uno puede adivinar una mirada muy amorosa en torno suyo, amorosa en un sentido no muy usual hoy en día: el amor como aquello orden del universo. Y si hubo algún esfuerzo para lograr la exposición correcta y los detalles propios del trabajo técnico —momento en que el arte parece magia, y el artista, un demiurgo—, ya frente al resultado se percibe la organicidad y redondez de lo creado.
Es un autor muy joven, un autor que justo ahora vela sus armas. Digo autor porque está claro que ya va esbozando una poética propia: que la borda con la misma sutileza con que la grama de la pamela pinta el cuerpo femenino.
Termino de escribir estas líneas mientras él surca los aires. Me es imposible no mencionar ese detalle. Cambiará su paisaje, cambiará su contexto —esperemos que más propicio aún para la búsqueda estética—, y volverá a sorprendernos, lo sé, por esa suerte de reverberación de las cosas que él logra aprehender e, incluso, crear.
- María Antonia Borroto Trujillo (Camagüey, 1973).
- Licenciada en Comunicación Social.
Doctora en Ciencias de la Comunicación.
Coordinadora del sitio El Camagüey (elcamaguey.org) y profesora en la Universidad de las Artes, en su filial ubicada en Camagüey.
Reside en Camagüey.