Populismo y autocratización: nexos apreciables y derivas plausibles

Capitolio de Estados Unidos.Foto de Meghan Barbour.
Capitolio de Estados Unidos. Foto de Meghan Barbour.

 

Y si mi país gozaba de paz y prosperidad era porque mi pueblo,

más inteligente, acaso, que otros del Continente, me había reelecto tres, cuatro —¿cuántas veces?—,

sabiendo que la continuidad del poder era garantía de bienestar material y equilibrio político.

Alejo Carpentier, El recurso del método

 

Introducción

En la ciencia política, el análisis del populismo –abordado desde perspectivas enfocadas en lo socioeconómico, lo estratégico y lo ideacional– se ha centrado en definirlo e identificar las características fundamentales de los movimientos y líderes populistas, así como en distinguir el comportamiento de estos antes y luego de alcanzar el poder. Respecto a esta segunda dimensión –el populismo en el poder– es que reflexionaremos en este artículo. En tal sentido, la pregunta que pretendemos responder con las siguientes reflexiones es ¿cómo se expresa el nexo entre el populismo y la erosión de la democracia en América Latina?

Nuestra hipótesis es que, a partir de surgir como expresión de identidades y preferencias de segmentos de la ciudadanía, el populismo es portador de dos fenómenos. Por un lado, tiene una génesis sociohistórica endógena a la comunidad política democrática, que despliega una crítica legítima y comprensible –en sus causas, sentido y observaciones específicas–, con los desempeños y degradaciones de las democracias liberales. Por el otro, pese a su retórica de empoderamiento plebeyo y democratización desde abajo (Coronel y Cadahia, 2018; Vergara, 2019) el populismo realmente existente despliega un horizonte con potencialidades antidemocráticas.

De tal suerte, el populismo, de forma simultánea, habita las fronteras de la política democrática, pero se asoma –y a veces deriva, en su búsqueda de permanencia– al universo no democrático de lo político. Con lo cual, consumado el esfuerzo, modifica su naturaleza misma: lo populista muta a autocrático. En el caso de la historia reciente de Latinoamérica –en lo que va de siglo, aunque sin obviar sus antecedentes clásicos de mediados de la pasada centuria– los gobiernos populistas aluden al respaldo de la “mayoría” de los ciudadanos, reinterpretan la soberanía popular y socavan la institucionalidad democrática con base en la cual llegan al poder. De tal forma, el populismo en el poder se convierte en un riesgo para la democracia, en particular cuando se impulsan reformas constitucionales que establecen nuevas reglas para la arena política.

Este artículo desarrollaremos nuestro marco de comprensión del nexo entre populismo y el tipo de erosión democrática. Para abordar el fenómeno, pasamos revista al trabajo de varios autores y obras recientes, en donde hemos identificado algunas dinámicas populistas que, como evidencia el acontecer latinoamericano, han erosionado las instituciones democráticas con mayor o menor grado de éxito. Por último, se exponen algunas reflexiones finales sobre el tema, con un especial llamado de atención sobre el rol de la comunidad/condición intelectual en su posicionamiento analítico y cívico ante el fenómeno del populismo y su deriva autoritaria.

Un marco comprensivo y estratégico

Si concebimos el populismo como una forma diferente de imaginación y actividad política, ubicado en el tránsito entre la democracia liberal y el autoritarismo, entonces se trata de una forma específica de entender, ejercer y estructurar la política moderna. El populismo es una especie híbrida de un punto de vista constitutivo y transicional en el catálogo de formas políticas contemporáneas. Su origen es democrático, pero su horizonte es autoritario. La combinación de estos factores conduce a veces a un proceso de reforma constitucional para redefinir el juego político.

El enfoque teórico actual que entiende el populismo estratégicamente –y no como identidad o discurso–, permite examinar cuán diferentes son las capacidades de poder que emplean para prevalecer y gobernar los populistas. Si definimos el populismo como un plan y una agenda política con base en los cuales los líderes personalistas buscan o ejercitan el poder, basados en el apoyo directo, no mediado ni institucionalizado de un gran número de seguidores que permanecen con altos niveles de desorganización (Weyland, 2004, p. 36), la evidencia reciente revela que los gobiernos populistas, tanto de izquierda como de derecha, constituyen amenazas para la democracia.

Los defensores de la concepción estratégica del populismo no lo tratan como una característica inherente de un actor político, sino más bien como un conjunto de acciones prácticas. No se trata de un objeto, sino un modo de práctica política (Jansen, 2011, p. 75). En la literatura varía la denominación de esta perspectiva sobre el populismo. Se le identifica como estrategia, modo de organización o tipo de movilización política. Pero el común denominador es que su interés no son las creencias de los populistas (ideología) o sus expresiones (discurso o estilo político), sino cómo buscan y mantienen el poder, así como las principales formas y medios, por los cuales un actor político captura el gobierno y toma decisiones (Moffit, 2020, p. 25).

Para esta perspectiva es crucial el rol del líder. Mientras que desde el enfoque ideacional se asume que las ideas populistas son adoptables por una amplia gama de actores, para el estratégico el populismo gira en torno a un liderazgo personalista. Este énfasis en el líder como el actor central permite explicar cómo es posible que los líderes populistas cambien varias veces de afiliación partidista, con pocas consecuencias negativas para su apoyo popular (Moffit, 2020, p. 26).

Además, desde el punto de vista estratégico es fundamental que los populistas apelan a relaciones casi directas con “el pueblo”, con las que intentan limitar las funciones de intermediarios como los partidos políticos y las redes clientelistas. En este sentido, los medios de comunicación son claves para la interacción más inmediata posible de los populistas y sus seguidores. Al usar la televisión o las redes sociales, los primeros brindan la imagen de relacionarse de forma directa, inmediata y multidireccional con sus seguidores. No obstante, se ha demostrado que gran parte de esta comunicación es de arriba hacia abajo (Moffit, 2020, p. 26; y Waisbord y Amado, 2017, p. 1330-1346).

El populismo es concebible como una estrategia política para el ejercicio del poder con el mayor apoyo directo posible, no mediado ni institucionalizado de un gran número de seguidores. De ahí que el líder populista emplea diversos mecanismos para demostrar su cercanía a los ciudadanos y establecer contacto con ellos. Entre estos destacan la organización de mítines multitudinarios (democracia asamblearia), la celebración de plebiscitos, referendos y consultas (democracia participativa) y transmisiones televisivas o radiofónicas en tiempo real (democracia de audiencias) (Weyland, 2004, p. 36).

La perspectiva teórica que analiza el populismo estratégicamente permite examinar cuán diferentes son las capacidades que emplean para prevalecer y gobernar los líderes populistas. El populismo es más que un estilo retórico y una protesta política. Por tanto, una teoría política al respecto debe centrarse en su control del poder, o en la forma en que interpreta, usa y cambia la democracia representativa. Esta es alterada por el populismo al hacer que los principios de la legitimidad democrática pertenezcan solo a un sector del “pueblo”, que el líder encarna y moviliza contra otros sectores (p. ej. minorías y oposición política). Así, el populismo en el poder es un mayoritarismo extremo o una forma de democracia delegativa (Urbinati, 2023, pp. 201 y 208).

Cuando surgen los movimientos y partidos populistas, los enfoques ideológico y discursivo, que se concentran en los insumos de la política, tienen cierta influencia analítica para examinar cómo y por qué se forman preferencias entre los votantes y cómo estas actitudes y resentimientos originan nuevos partidos políticos. Pero dichos enfoques no aclaran cómo gobiernan los líderes populistas. Tampoco explican cómo sus acciones socavan la democracia (Hawkins y Rovira, 2017, pp. 533 y 534). Por el contrario, entender el populismo como una forma estratégica de hacer política enfatiza en el poderío de los populistas en el poder (Weyland, 2021, p. 187).

Estos se rodean de burócratas que le son leales; debilitan las instituciones y burocracias gubernamentales mediante una incesante interferencia “política” y doblegan o rompen los controles y equilibrios institucionales. Además, concentran y extienden su poder; promulgan medidas audaces y de alto perfil que carecen de una preparación cuidadosa y de sostenibilidad fiscal; evitan alianzas con agentes de poder independientes; y se inclinan a la confrontación y el conflicto, lo cual crea altos riesgos de colapso político y destitución irregular de sus cargos. Por último, si ganan los conflictos estrangulan la democracia poco a poco y actúan en constante campaña con el objetivo de obtener el apoyo necesario para esta involución autoritaria. (Weyland, 2021, pp. 187 y 188).

Según Urbinati, el populismo como estrategia política manifiesta siete características. Estas son: el faccionalismo o una concepción posesiva sobre los derechos y las instituciones, la constante alusión al mayoritismo y presentarse como la encarnación de la sociedad. A estas se suman el antipartidismo, el apoyo populista a la representación directa y su constante manifestación contra el establishment y la compatibilidad de las instituciones de democracia representativa con la de audiencias. También esta autora señala los riesgos de aniquilación del populismo: retornar a la democracia representativa o volverse un gobierno autoritario (Urbinati, 2019, pp. 197-208).

Por su parte, Roberts caracteriza el populismo con cinco rasgos fundamentales. En primer lugar, un patrón personalista y paternalista, aunque no necesariamente carismático, de liderazgo político. En segundo y tercer lugares, una coalición política policlasista y heterogénea concentrada en los sectores subalternos de la sociedad y un proceso de movilización política de arriba hacia abajo, que obvia las formas institucionalizadas de mediación o las subordina a vínculos más directos entre el líder y las masas. Los últimos dos elementos son una ideología amorfa o ecléctica, sistematizada por un discurso que exalta los sectores subalternos o es antielitista y/o antiestablishment, y un proyecto económico que utiliza métodos redistributivos o clientelistas de amplia difusión, con el fin de crear una base material de apoyo a determinados sectores populares (Roberts, 1998, p. 381).

Debemos precisar que es inexacto contraponer el liderazgo personalista a una total falta de institucionalización política, porque no son criterios excluyentes entre sí. La existencia de este tipo de liderazgo es compatible con la creación de organizaciones políticas. Varios líderes populistas han creado las suyas para contender por el poder (p. ej. el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) fundado por Hugo Chávez o el Movimiento al Socialismo (MAS) instituido por Evo Morales). Este comportamiento se vincula con el hecho de que la legitimidad del populismo se ubica en la dimensión electoral (Aboy, 2004, pp. 94-96; Salmorán, 2021, p. 86; y Murillo, 2018, 174). A esta se añade una más amplia basada en formas de participación política que trascienden las elecciones.

Considerar el populismo como una estrategia política permite comprender que las crisis que enfrentan los gobiernos populistas son desafíos problemáticos. Estos ofrecen oportunidades para realizar acciones audaces dirigidas a resolver tales crisis, y provocar así un amplio apoyo popular que luego facilita los ataques a la democracia. Un paradigma de esto son las medidas antinflacionarias de Fujimori en Perú y su posterior agresión al régimen democrático (Weyland, 2021, p. 188).

Asimismo, la visión estratégica del populismo explica los cambios dramáticos en el destino de sus líderes. Al construirse sobre la base de un apoyo masivo casi no institucionalizado y, por tanto, precario, los populistas exitosos es posible que caigan rápidamente. Por ejemplo, Fujimori ganó una segunda reelección a mediados del 2000, aunque poco después se derrumbó su gobierno, mientras que Evo Morales trató de establecer la reelección indefinida a fines de 2019, pero fue expulsado del poder. Al centrarse en factores político-institucionales, la perspectiva estratégica del populismo explica por qué los líderes populistas no regresan al poder en sistemas presidencialistas, tras su expulsión como consecuencia de protestas masivas (Weyland, 2021, p. 188).

También la visión estratégica del populismo explica este fenómeno desde una perspectiva amplia. Esta concepción abarca un extenso diapasón ideológico que oscila entre los extremos de la izquierda y la derecha. La estrategia tanto de unos como de otros es radicalizar las contradicciones sociales entre la élite y los “de abajo”. El nivel de polarización varía según el caso de estudio, por lo que el populismo genera antagonismos de diferentes tipos (De la Torre, 2008, p. 46).

El populismo y la erosión democrática: una mirada de (desde) América Latina 

Los líderes populistas se reconocen con el apoyo mayoritario del electorado, que surge y se expresa en las urnas en sistemas electorales competitivos. También comprenden que la previsible pérdida de apoyo derivada de una gestión de gobierno abierta, en democracia, a escrutinio público, erosiona su legitimidad y amenaza su permanencia en el poder. Es posible argumentar que el auge del populismo se relaciona, en gran medida, con el deterioro de las condiciones de vida de los sectores populares, con las cuales los gobiernos existentes no son capaces de lidiar de forma adecuada. Los líderes populistas prometen mejorar las cosas y logran que se perfeccionen algunas. No obstante, u perpetuación depende de la capacidad para alterar, en su beneficio, las mismas reglas del juego político democrático que les condujeron, previamente, al poder.

Al actuar como demiurgos de una polarización social heredada –en especial desde las dinámicas y percepciones de desigualdad y exclusión adjudicables al régimen anterior– que tiene expresiones político-institucionales, los populistas operan, en simultáneo y desde antes de su arribo al poder, como atizadores de una polarización ideológica y/o personalista inducida. Luego, al desatarse la espiral de la polarización, otros actores políticos no reconocen la legitimidad del gobierno populista, atribuyéndole –con mayor o menor coherencia y visibilidad– una vocación y agenda para cambiar el statu quo político. La evidencia histórica reciente nos señala que, si no son restringidos por mecanismos institucionales, frenos legales y movilizaciones ciudadanas, los populistas erosionan la democracia y crean a la postre regímenes híbridos (Carrión, 2022, p. 209).

Cuando un líder populista electo se empeña en utilizar el aparato estatal para subvertir la democracia, sabiéndose poseedor de un importante apoyo de masas y de la lealtad de los representantes electos de su partido, se requiere un esfuerzo tanto de la oposición como del poder judicial para defender la poliarquía (Carrión, 2022). Sin embargo, la elección de un presidente populista no conduce en todos los casos a la destrucción de la democracia. De ahí que vencer la resistencia ciudadana e institucional es un fenómeno determinado por la capacidad de acción del Poder Ejecutivo.

Definimos la erosión democrática como un proceso en el que los líderes electos democráticamente debilitan las instituciones propias de este régimen político. Este debilitamiento puede conducir a un deterioro en el gobierno democrático que no llega a la reversión total a la autocracia (Haggard y Kaufman, 2021, p. 2). Así, se genera una de las pautas definidas por Linz (1990, p. 143) para el fin de la democracia. Se trata del ascenso al poder de una oposición desleal a esta, bien organizada y con una base de masas en la sociedad, comprometida con la creación de un nuevo orden político y social, y no dispuesta a compartir su poder con miembros de la clase política del régimen pasado, excepto como participantes menores en una fase de transición. El resultado de este proceso es variable y abarca desde el establecimiento de un régimen autoritario con confianza en sí mismo a uno pretotalitario.

Una vez en el poder, las fuerzas opuestas a la democracia muestran un comportamiento autoritario. Este se caracteriza, acorde con Levitsky y Ziblatt (2018, pp. 81 y 82) por el rechazo –o débil aceptación– de las reglas democráticas del juego político. No respetan la Constitución ni las instituciones políticas en general. Son partidarios de medidas antidemocráticas como restringir derechos políticos o civiles, prohibir la existencia de organizaciones o incluso cancelar elecciones. No desprecian el uso de medidas extraconstitucionales para cambiar el gobierno a su favor, y en ocasiones minan la fortaleza de la competencia democrática a partir de desconocer los resultados electorales. Además, niegan la legitimidad de los adversarios políticos. Los definen como enemigos del sistema, de la seguridad nacional, del bienestar social o familiar. Por ello, también son proclives a bloquear su participación mediante todo tipo de recursos. De igual forma, rechazan la tolerancia y/o fomentan la violencia, así como sostienen relaciones con fuerzas paramilitares, grupos u organizaciones violentas e ilegales (Levitsky y Ziblatt, 2018).

A esto se suman los linchamientos de sus enemigos, mediante la promoción o la tolerancia del comportamiento violento de sus partidarios en contra de sus adversarios, y el apoyo a actos de violencia política dentro o fuera del país, en el pasado o en el presente. Por último, manifiestan una elevada predisposición a restringir las libertades civiles de la oposición, incluidos los medios de comunicación. De esta forma, limitan o prohíben la libertad de expresión y de manifestación, y persiguen y/o reprimen a los críticos que representan a los partidos, la sociedad civil o los medios de comunicación. Y aplauden acciones represivas de otros gobiernos en el pasado o en la actualidad (Levitsky y Ziblatt, 2018).

La erosión democrática y la potencial regresión autoritaria se vinculan con el accionar de un populismo sometido a mayores o menores restricciones. Los líderes populistas se presentan como los verdaderos representantes del pueblo, pero temen su juicio. Por ello, a menudo amañan el proceso/sistema electoral y abusan de las instituciones y recursos bajo su control para mantenerse en el poder. Si el poder significativo de un liderazgo populista en ejercicio presidencial desarrolla asimetrías permanentes soportadas por la ley y/o la fuerza, el populismo previo conducirá a la autocratización. Si desde el ejecutivo superan con éxito el momento de agudo conflicto político creado por cada acción temprana para engrandecer su poder y si fracasan los esfuerzos legales y/o políticos de la oposición para resistir tal movimiento, se amenaza la supervivencia de la democracia (Carrión, 2022, p. 29).

Dada la suma cero del carácter de esta confrontación, la parte victoriosa no enfrenta casi ninguna oposición en influir en los desarrollos posteriores. Al afrontar pocas limitaciones en sus esfuerzos por poner a las instituciones estatales bajo su control, los líderes populistas crean las condiciones para reproducir sus regímenes, e inclinan el campo de juego a su favor. Una oposición victoriosa obtendrá la habilidad para restringir al populista y sostener o recuperar elecciones libres y justas.

Como reconoce Carrión (2022, p. 26), el apoyo de la opinión pública a los radicales sobre su agenda el cambio institucional es una condición necesaria para el éxito de los ejecutivos populistas. Sus victorias frente a la oposición se apoyan en el Estado represivo y, en algunos casos, la movilización de recursos y grupos leales de la sociedad. Los países con instituciones democráticas débiles tienen más probabilidades de sucumbir a las fuerzas desatadas por jefes ejecutivos populistas. Sus victorias electorales legitiman las tácticas de mano contra la oposición y darles más impulso para desmantelar los frenos y contrapesos.

Para comprender las características de los movimientos y gobiernos populistas en América Latina es posible recuperar los planteamientos de Kenneth Roberts sobre la relación entre los tipos de capitalismo y las bases sociales de los populismos. Según Roberts (2017), en Estados con capitalismos desarrollados los gobiernos populistas se ubican más a la derecha del espectro ideológico, con discursos reaccionarios (p. ej. nativistas o fundamentalistas religiosos) y énfasis en políticas xenófobas. Mientras, en los Estados latinoamericanos se constata una mayor propensión a los populismos de izquierda, con apelación a los clivajes clasistas. De cualquier forma, tanto el populismo de izquierda como de derecha latinoamericano coincide en el contenido iliberal de sus narrativas.

Esta última tendencia es la que se verifica con amplitud en América Latina a partir de fines del siglo pasado, lo cual se ha reconocido por trabajos recientes que, desde una perspectiva progresista (Welp, 2022), se alejan de miradas normativas como la de Chantal Mouffe (2018). Esta autora pondera como democratizante a un tipo de populismo (de izquierda) en contraposición a su gemelo/antagonista (populismo de derecha) considerada expresión de xenofobia y autoritarismo. Sin embargo, la evidencia empírica no confirma que la democracia participativa aumente tras la llegada al poder de gobiernos populistas de izquierda más que con sus homólogos de derecha; poniendo en entredicho el enfoque Mouffe (Chaguaceda, 2020).

La estrategia política populista y su (ab)uso de los mecanismos de democracia directa (Chaguaceda y López, 2021), en tanto expresión de participación política, son considerables como parte de los repertorios autoritarios. Estos son el conjunto de acciones intencionales que derivan en la subversión gradual e incremental de la democracia. La reforma de las instituciones es una de las estrategias más atractivas para los autócratas en potencia. Si el titular del Poder Ejecutivo quiere hacerse con el control del poder estatal y asegurar su permanencia en ese puesto, la de su grupo cercano o su partido, buscará implementar los cambios legales e institucionales necesarios para lograr sus objetivos. Si tiene la posibilidad, convocará a un proceso constituyente que amplíe su poder (Monsiváis, 2023, pp. 14 y 25).

Por tanto, el ascenso al poder de un populista en democracias poco institucionalizadas, como son las de América Latina, constituye un riesgo de autocratización. En primer lugar, es posible que se detenga el desarrollo institucional democrático, es decir, que se produzca un estancamiento de la consolidación de la democracia. En segundo orden, existe la posibilidad de que el populista erosione la democracia para retrotraer el régimen político a algún tipo de autoritarismo. La participación política directa de los electores es posible que cumpla un rol erosionador de la democracia en este segundo escenario, debido a la naturaleza delegativa, plebiscitaria y mayoritarista extrema del populismo (Urbinati, 2023, pp. 201 y 208; Weyland, 2024, p. 38; y Negretto, 2012, pp. 343 y 344).

En todos los casos, los populistas tensionan y, a veces, degradan al límite las democracias con base en su carisma personal, recursos de diversos tipos –políticos, mediáticos, materiales– y la organización/movilización social. Un elemento fundamental de los movimientos populistas latinoamericanos, como por ejemplo el peronismo y el chavismo, es el carisma personal del líder fundador. Los movimientos carismáticos pueden surgir, sobrevivir y revivir en el ámbito político al sostener su carácter personalista, y asegurándose así el control de la política argentina y venezolana durante años después del fallecimiento de sus fundadores. Además, mediante el desarrollo de un sentimiento afectivo y perdurable con la identidad política que los sucesores tienen posibilidades de reactivarse, presentándose como reencarnaciones simbólicas de los fundadores (Andrews, 2022).

Sin embargo, después de estar en el poder durante una década o más –como en Bolivia y Venezuela– a los populistas les resulta muy difícil presentarse a sí mismos como líderes antisistema. Los regímenes híbridos generados por algunos gobiernos populistas es posible que sean duraderos, pero no se equilibran dentro de sus fuerzas constitutivas, por lo que son propensos a cambios repentinos (Carrión, 2022). De ahí el mayor peso de la dimensión organizacional y la renovada importancia del esfuerzo por rediseñar legalmente y hegemonizar en el plano político –desde el Poder Ejecutivo y los recursos afines– el régimen político. Un presidente populista triunfante –como Hugo Chávez en Venezuela después de 2004– es capaz de acumular poder de forma ininterrumpida. Por el contrario, si el populismo en el poder es restringido –en la Colombia de Álvaro Uribe–, la democracia, aún afectada, tiene posibilidades reales de supervivencia.

Otro factor relevante es el nexo del populismo con el diseño institucional y el marco de innovación legal (Peña, 2022). Debemos recordar la relación entre el populismo y el presidencialismo, en tanto es la forma de gobierno imperante en América Latina. Las constituciones presidencialistas facilitan el uso de criterios de diseño institucional diversos, o incluso opuestos, a un grado que no es posible en sistemas parlamentarios. En el presidencialismo se definen las prerrogativas de los poderes públicos y se establecen controles y equilibrios entre el Ejecutivo y el Legislativo, que facilitan las reformas constitucionales y la concentración del poder por el presidente. Linz (1990, pp. 128 y 129) estableció que la preponderancia de los ejecutivos es un factor que incide en las crisis democráticas en América Latina.

La discusión pública y parte del debate académico privilegian demasiado el elemento individual –a medio camino entre lo biográfico y lo psicológico– del liderazgo como síntesis del fenómeno populista. Pero es inexacto contraponer al liderazgo carismático la falta de la organización política, porque no son excluyentes entre sí. Varios líderes populistas, aún con amplio carisma y apoyo de masas, crean sus propias asociaciones políticas para contender por el poder y sostenerlo luego con diversos grados de coherencia (Salmorán, 2021, p. 86; y Peña, 2022).

Las interpretaciones convencionales del carisma predicen que la supervivencia de los movimientos populistas requiere su transformación en partidos institucionalizados. Sin embargo, el chavismo y el peronismo se han mantenido en el tiempo y han preservado su naturaleza original, la cual ha sido de profunda raigambre personalista. En ambos casos, la base social crea vínculos con los fundadores que han demostrado ser sorprendentemente resistentes (Andrews, 2021).

Para explicar este resultado es necesario examinar la naturaleza y la trayectoria del apoyo de los seguidores a los fundadores (p. ej. Perón y Chávez) y los movimientos (el lado reivindicativo del carisma), así como las estrategias y condiciones utilizadas por los sucesores para conectarse con los seguidores y consolidar el poder (el lado de la oferta del carisma). La psicología e historia políticas revelan una persistencia de los vínculos de adhesión de los ciudadanos con los líderes carismáticos; al punto que nuevas dirigencias –herederas y/o ungidas por los fundadores– pueden reactivar esos lazos al afirmar ser sus herederos de los creadores del movimiento (Andrews, 2021). El apego carismático original de los seguidores tiene una influencia profunda y duradera en sus actitudes y comportamientos, porque estos lazos se convierten en una identidad política resiliente.

Los movimientos carismáticos pueden persistir en formas personalistas y dominan la política durante años e incluso décadas después de que los fundadores desaparecen. La historia de dos países latinoamericanos (Argentina desde 1950 y Venezuela desde 2000) es un fiel ejemplo. En la medida que pasa el tiempo, los seguidores conservan esta narrativa y la transmiten a las nuevas generaciones mediante el relato de recuerdos preciados y aferrándose a símbolos que conmemoran el desinterés y las cualidades extraordinarias del fundador. Este mecanismo personalista preserva la naturaleza carismática de la identificación de los ciudadanos con el movimiento y mantiene su esperanza de que un nuevo salvador se levantará en algún momento, y asumirá el manto del fundador y restaurará al movimiento en el poder (Andrews, 2021).

Sin embargo, sus trayectorias irregulares generan debilidad institucional casi perpetua, agitación social y volatilidad económica. A diferencia de la rutinización partidaria, que fomenta el gradual desarrollo de la continuidad programática y la infraestructura organizativa, el resurgimiento de los movimientos carismáticos infunde a las democracias tendencias y desestabiliza perpetuamente los sistemas de partidos (Andrews, 2021). Además de preservar el liderazgo personalista, el ciclo de vida irregular de los movimientos carismáticos socava casi a perpetuidad el desarrollo del sistema de partidos, alienta a líderes y tendencias políticas autoritarias, acelera el deterioro institucional y genera inestabilidad económica, social y política (Andrews, 2021).

El surgimiento y el renacimiento de movimientos carismáticos demuestran la dialéctica perdurable entre un estilo de liderazgo populista y una forma de valorar la participación, desde la asimetría, basada en la emotividad y la baja mediación institucionalizada. Un análisis de sus dinámicas permite comprender sus fases de mayor permanencia: fundación, supervivencia y reinvención de las ofertas y demandas de la política populista. También del potencial de reversión democrática y/o conversión autocrática.

Una reflexión final

La relación entre democracia y populismo es resumible con una metáfora biológica: la fisiología de la política populista se incuba dentro de la anatomía del régimen democrático, para desconfigurar –sin suprimir– aquellos principios y mecanismos que usufructúa como fuentes de legitimidad. Esta parábola resume un mecanismo causal cuyos componentes constituyen el núcleo principal del populismo: la autocratización.

Una vez en el poder, los gobiernos populistas inician una batalla por la redistribución, en beneficio propio, del poder político. Una vez que los líderes populistas acumulan ese poder, las sociedades tienen que luchar ferozmente para acceder a él y recuperar no ya el espacio de los viejos partidos de oposición, sino de la misma agencia ciudadana. La experiencia reciente de Venezuela, un caso modélico de liderazgo populista que consiguió todo el poder y los recursos para su perpetuación –que derivó en franca autocracia– debe llamar la atención sobre este particular. El contraste, bajo el actual gobierno mexicano (Olvera, 2022), entre las promesas hiperbólicas y las realizaciones anémicas en áreas como la política redistributiva, la gestión pública, el desarrollo económico y la calidad democrática, son un ejemplo de lo anterior, que debería ser objeto de reflexión, dentro y fuera de la comunidad académica.

Este entramado político-institucional –presidencialismo, reformas constitucionales, rol de las élites y los partidos políticos, creación de movimientos de base– agrupa condiciones necesarias para la llegada y permanencia en el poder de gobiernos populistas en América Latina. Es cierto que no son las únicas, pero influyen en ello. Una vez en el gobierno, los populistas impulsan sus propias reformas constitucionales, las cuales toman como punto de partida la institucionalidad democrática, pero que utilizan a su conveniencia junto con el desencanto democrático de los ciudadanos (Peña, 2022). El impacto del populismo en la democracia depende de la variedad de populismo en el poder. Sin restricciones, el populismo consolidado en el poder conduce al cambio de régimen, mientras que no ocurre lo mismo con un gobierno populista que es contenido con suficiente antelación. Según Carrión (2022), esto explica por qué gobiernos populistas afectaron las instituciones democráticas en Bolivia, Ecuador y Venezuela, pero no así en Colombia.

El proceso, caracterizado por la combinación del liderazgo, el movimiento y el partido, puede conducir a más autoritarismo, pero en todo caso su planteamiento cuestiona la manida idea de que el populismo no necesita ni genera ninguna organización o institución. En realidad, el populismo no respeta las instituciones y normas del pueblo original y que fomentan el régimen político –democracia liberal, ya sea consolidada o degradada–, sino que crea sus propias reglas y las defiende a ultranza. Al sustituir una polarización social mal procesada por otra reforzada, que es polarización político-partidista, y mediante la minimización de los derechos y canales de participación de los opositores, la caricaturización o deshumanización de las voces críticas y el sometimiento de las instituciones que son contrapesos del Poder Ejecutivo, la narrativa y la praxis populistas refuerzan las rutas desdemocratizadoras e iliberales (Carrión, 2022 y Andrews, 2021).

Un tema (discursivo) y un área (de realizaciones) donde podemos evaluar al populismo gobernante en relación con un horizonte expansivo de la democracia, es el de los mecanismos de democracia directa y participativa; un fenómeno recientemente estudiado (Welp, 2022) al aprovechar la evidencia empírica disponible sobre América Latina. La relación complicada del populismo con la experiencia indica que sus líderes han activado estos mecanismos como forma de legitimarse (Chaguaceda y López, 2021) y movilizar sus bases, más allá de las elecciones (Olvera, 2022). Se genera entonces, desde el poder estatal, una visión y un uso participacionistas de los plebiscitos/referendos y otros tipos de consultas ciudadanas, que se alimentan, y a la vez se nutren, de la polarización en una espiral desdemocratizante.

Asimismo, es necesario comprender la dimensión exógena –geopolítica e ideológica– de cooperación, aprendizaje e influencia de regímenes autoritarios consolidados sobre los procesos populistas nacionales. Por ejemplo, la influencia de las autocracias aliadas –ante todo el régimen autocrático cubano– es un factor importante en la consolidación populista y la deriva autoritaria en los casos de Nicaragua y Venezuela. También lo fue en el intento de Evo Morales en Bolivia. A esto, y de formas más indirecta, se añade la replicación de esa influencia con los populismos consolidados, como es el caso del régimen político derivado del liderazgo chavista, el cual desempeña un rol activo en apoyo a candidatos populistas en toda América Latina.

Resulta obvio que la democracia puede erosionarse e incluso degradarse sin presencia del fenómeno populista. La oligarquización de la democracia, por predominio de actores, ideas, prácticas e incluso instituciones elitistas, es posible que se acompañe de una hegemonía (neo)liberal, que reduzca la política a la competencia en un mercado de oferta electoral, conciba al ciudadano como votante y consumidor de propuestas poco distinguibles en el plano ideológico, y establezca una falsa sinonimia entre gobernanza y gestión tecnocrática. De hecho, semejantes rasgos explican, en más de un Estado, la irrupción del populismo como expresión movilizada de los descontentos con el statu quo político o socioeconómico.

Sin embargo, debemos revisar las conclusiones facilistas que pueden derivar de esta constatación. En primer lugar, suponer que el populismo será un correctivo democrático a los males de la oligarquización es un error. Simplemente, porque los liderazgos populistas tienen que sustituir a los viejos grupos de poder y privilegios por otros. En segundo lugar, porque en materia de política pública, la propensión a la improvisación gubernamental, el desorden administrativo, el desprecio al saber experto y la no rendición de cuentas característicos de buena parte de (aunque no todos) los populismos empoderados pueden generar, a la postre, peores resultados incluso en aquellas materias –como la política social– con frecuencia invocada por la narrativa justiciera del discurso populista.

Por último, el populismo no solo entra en tensión con la poliarquía, por su reticencia al pluralismo y al disenso y su propensión a concentrar el poder en el ejecutivo y deslegitimar a la oposición. Al concebir la participación como aclamación o movilización de simpatizantes, hegemonizar y/o debilitar las instituciones y mecanismos de intermediación –órganos legislativos, partidos, elecciones– entre el liderazgo político y la ciudadanía y desarrollar una retórica que etiqueta como traición nacional cualquier agenda mínimamente disidente de su proyecto oficial, el populismo gobernante no confronta solo la dimensión o ideología liberal. También desafía el contenido republicano (cívico, participativo) de la democracia, la organización autónoma de los sectores de clase media y popular y las visiones no caudillistas del progresismo (Chaguaceda y Camero, 2021).

No importa qué ilusiones o desencantos invoquemos para explicar nuestra actitud, pasada o presente, ante el fenómeno; tampoco el apoyo que el populismo gobernante mantenga en segmentos poblacionales más o menos amplios. Hay que persistir en nuevos modos de democratizar la democracia sin acudir al atajo populista. La evidencia empírica, global y transideológica (Ruth-Lovell, Lührmann y Grahn, 2019) muestra que el populismo se comporta como el pariente irreverente que agita las miserias y letargos de la familia democrática, mientras promete su corrección futura. Sin embargo, deviene, una vez empoderado, en multiplicador de las deudas y fracasos de nuestra convivencia civil.

Cualquier momento y/o movimiento populista aglutina una masa inestable de personas, reclamos y adhesiones. Ser “incluidos” en el reparto (material) o la reivindicación (retórica) es el cemento que liga masa, movimiento y Caudillo. El segmento mayoritario de origen popular (por clase, etnia, etc.) del pueblo populista suele tener reclamos legítimos contra un viejo orden oligarquizado: resiente elitismos, racismos y abandonos reales, que alimentan su enojo y polarización. Las mentalidades políticas pesan más aquí que las ideologías abstractas.

Pero el “opio de los intelectuales” populistas es especialmente reprobable. El segmento minoritario de origen clasemediero del pueblo populista basa mayormente su adhesión en ideologías redentoras o en prebendas de aparato. O en una mezcla de ambas. Las universidades y burocracias públicas, junto al mundo artístico, están sobrepoblados por estas gentes, a menudo con bastante menos sentido común que el populismo popular. Al cooperar con palabras, silencios o hechos en la erosión de las condiciones (materiales, legales, epistémicas) de la democracia imperfecta que les trajo aquí, ese clasemediero populista termina por convertirse en una secta caníbal. En especial su segmento “ilustrado” que elige el falso atajo populista. Tarde o temprano, esa adhesión no solo pasa cuenta a quienes adversan –por idea o experiencia– al populismo, sino a sus mismos simpatizantes.

 

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  • Armando Chaguaceda Noriega (La Habana, 1975).
  • Politólogo e historiador.
  • Especializado en procesos de democratización en Latinoamérica y Rusia.
  • Reside en México.

  • Raudiel F. Peña Barrios (La Habana, 1988).
  • Licenciado en Derecho (2013) y Máster en Derecho Constitucional y Administrativo (2018) en la Universidad de La Habana.
  • Maestro en Ciencia Política en El Colegio de México A.C. (2023).
  • Estudiante del Doctorado en Ciencias Sociales y Políticas de la Universidad Iberoamericana de Ciudad de México.
  • Reside en México.
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