El 11 de mayo es una fecha clave en la historia de Cuba. Este día se recuerda la muerte en combate de Ignacio Agramonte y Loynaz, en Jimaguayú en el año 1873. Figura insigne de la Guerra de los Diez Años, alcanzó el grado de Mayor General del Ejército Libertador por su trayectoria militar y papel principal de líder político durante la insurrección. Sin embargo, no quisiera centrar estas líneas en sus hazañas en la manigua (que alguna comentaré), ni en la dirección de la famosa caballería camagüeyana, sino en su papel civilista en las gestas que dieron inicio al camino de la libertad en Cuba.
El primer momento de su vida que quisiera destacar es su Licenciatura en Derecho en 1865, en la Real y Literaria Universidad de La Habana. Con una tesis magistral concluyó sus estudios en esta Alma Máter, con pensamiento profundo e ideas para todos los tiempos. En el acto de defensa ante el claustro de profesores defendió sus enérgicas propuestas, dando importancia suprema a la persona, sus derechos y la construcción de una nación civilizada.
El joven de 24 años esbozaba una sólida y verdadera idea de República, destacando que: “los fundamentos básicos de una nación civilizada eran el respeto a los derechos individuales y el respeto de la justicia sobre la fuerza”. Su teoría iba siempre por el camino de empoderar a la persona, de emplear las instituciones y las leyes para la resolución de los conflictos, antes que el uso de las armas o la imposición de la justicia por la fuerza. Tenemos aquí, a más de un siglo, una tarea a continuar en la Cuba actual. Si queremos ser considerados una nación civilizada deben ser desterrados de la historia nacional los actos de repudio, los enfrentamientos entre cubanos de distinto color político, las estrategias que violan los derechos humanos, pero que son trazadas y desarrolladas para silenciar o impedir la visibilidad de actos que van en contra de la dignidad y libertades fundamentales. Si queremos parecernos a las sociedades contemporáneas, la justicia debe estar basada en el cumplimiento y aplicación de la Carta Magna y sus leyes complementarias.
Por otra parte, en el mismo ejercicio académico, resalta el papel de la tradición y la memoria histórica en la salud de la sociedad, determinando que “La ignorancia de la historia, el olvido, y el desprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de las desgracias públicas y de la corrupción de los gobiernos”. Podemos decir que Agramonte fue un adelantado para su época, un joven capaz de alertar sobre muchos peligros que, con el devenir del tiempo, aquejaron a la nación. Habla, sin saberlo, de lo que después ha sido el populismo, esa costumbre de tergiversar la historia, olvidar el pasado y reescribir el presente como si hubiera comenzado con los liderazgos actuales. Dichos liderazgos actuales ¿viven al servicio del soberano? ¿Aman y fundan u odian y destruyen? ¿Valoran la historia o ignoran conscientemente el pasado porque pone al descubierto enseñanzas que no cumplimos?
Al final de su disertación nos dice: “El gobierno que no se funda en la justicia y en la razón, sino en la fuerza, podrá en un momento de energía anunciarse al mundo como estable e imperecedero, pero tarde o temprano, cuando los hombres conociendo sus derechos violados se propongan reivindicarlos, irá la rebelión a anunciarles que cesó su dominación”. Cualquier semejanza con la realidad, no es pura coincidencia. Ya está escrito, y más que escrito, experimentado. Los fenómenos que hemos visto en la actualidad, matizados con la modernidad de las multitudes conectadas o vividos al estilo más tradicional de manifestaciones y demandas ciudadanas, ponen al descubierto las grietas de lo eterno, los pequeños espacios por donde la verdad y la razón se cuelan para conducir a la libertad definitiva.
No es extraño que el discurso de lectura de tesis de Agramonte no sea estudiado en profundidad, ni incorporado en los planes de estudio de la educación superior en Cuba. Su vigencia es escalofriante y pone al descubierto algunos rasgos que no se pretenden mostrar.
El pensamiento político de gran calado del joven camagüeyano le sirvió para defender con ahínco sus criterios en la Asamblea de Guáimaro, el 10 de abril de 1869. En esta primera Asamblea Constituyente de la historia patria, Agramonte, respaldado por los camagüeyanos y villareños, defendía la posición de crear un gobierno republicano que estableciera la división de los poderes militar y civil, aunque colocando el poder civil por encima del militar. Este hecho reforzaba la importancia que le daba a la sociedad civil de la época, a las instituciones ciudadanas que no debían quedar subordinadas al mando militar. Desde su tesis de grado él declaraba que “había que favorecer el régimen de división de poderes, para evitar que por un abuso de autoridad, uno de esos poderes se revistiera de facultades omnímodas absorbiendo las públicas libertades”. No era de extrañar, pues, que esta fuera su posición ante los asambleístas que redactaron la primera Constitución cubana.
En los planes de estudios de las diferentes enseñanzas se ponderan más las acciones militares que protagonizó. Entre las más relevantes aparece el rescate del Brigadier Julio Sanguily, que demostró el alto concepto que tenía de la amistad y su audacia y heroísmo. Esas también forman parte de la historia de vida y de la Patria; pero Agramonte debe ser recordado, mayormente, por su pensamiento civilista. Amante de la filosofía, las artes y las letras, fiel amigo y esposo amoroso, que vio también venir el fracaso de la guerra ante tantas discrepancias y causas internas y externas; pero que ante las adversidades contaba “con la vergüenza de los cubanos”.
El propio día de su muerte, antes de salir al campo de batalla en los potreros de Jimaguayú, frente a su tropa reunida pronunció un discurso que bien puede ser considerado su testamento histórico. Allí les hablaba del futuro, que es como hablarnos hoy a nosotros, a pesar de la diferencia de tiempo, pero en comunión de intenciones y proyectos: “La más alta y noble misión del hombre es el trabajo, cimiento de la sociedad, y el único medio de conquistar una patria honrada, que es el fin del programa que nos ha arrastrado llenos de amorosa fe, a estos turbulentos campos para convertirnos en obreros de la humanidad. Nuestra misión se va cumpliendo; vuestra disciplina y vuestra abnegación hacen de todos nosotros el núcleo fundamental de la futura República”.
El Apóstol de la Independencia, José Martí, quien no conoció físicamente a Ignacio Agramonte, pero sí supo valorar el virtuosismo y la entereza de “El Mayor”, escribió en un trabajo publicado el 10 de octubre de 1888, en El Avisador Cubano, en Nueva York, con motivo del aniversario del inicio de las luchas por la independencia: “Pero vino la guerra, domó de la primera embestida la soberbia natural, y se le vio por la fuerza del cuerpo, la exaltación de la virtud. Era como si por donde los hombres tienen corazón tuviera él estrella. Su luz era así, como la que dan los astros…” Esa misma luz que solo puede emanar, también como decía Martí, a partir de “aquel diamante con alma de beso”.
Yoandy Izquierdo Toledo (Pinar del Río, 1987).
Licenciado en Microbiología por la Universidad de La Habana.
Máster en Bioética por la Universidad Católica de Valencia y el Centro de Bioética Juan Pablo II.
Máster en Ciencias Sociales por la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, España.
Miembro del Consejo de Redacción de la revista Convivencia. Responsable de Ediciones Convivencia.
Reside en Pinar del Río.