Amor mundi y amistad cívica. Reflexiones acerca de la fraternidad desde una lectura arendtiana

Foto de Maragrita Fresco.
  • “Juzgar es juzgar con, y juzgar con es ser amigo.
  • Juzgar bien es lo principal de la política.”[1]

En lo que sigue voy a recuperar un concepto que aparece meramente apuntado en La condición humana y desarrollado con algo más de extensión en un ensayo incluido en la compilación Men in Dark Times, titulado, “On Humanity in Dark Times: Thoughts about Lessing”.[2] Me refiero a la categoría de philía politiké, “amistad cívica” o “respeto”. Defenderé que el juicio político tiene como condición de posibilidad a la amistad cívica. Y, el juicio político es una capacidad para la acción deliberativa que constituye el espacio público.

La concepción de amistad cívica heredada de Aristóteles será vinculada en este escrito con la arendtiana de amor mundi. Se trata entonces de desvincular la amistad cívica de toda relación con el ámbito íntimo, con la cercanía propia de la hermandad. No es de intimidad de lo que hablaremos aquí sino del sentimiento de respeto, de homonoia, es decir, de concordia y de mundo común. Un mundo, el del espacio público que compartimos con otros; un mundo en el que construimos nuestra identidad como ciudadanos; un mundo en el que aparecemos ante los otros al tiempo que les reconocemos como iguales en la diversidad.

En una carta enviada el 6 de Agosto de 1955 a Karl Jaspers, Hannah Arendt escribió: “Sí, quisiera hacerle llegar esta vez el mundo en toda su amplitud. Empecé muy tarde, en verdad recién en los últimos años, a querer realmente al mundo, por eso creo que debería poder lograrlo. En agradecimiento quiero intitular Amor Mundi a mi libro sobre teoría política”.[3] Finalmente su libro se tituló La condición humana. En dicho libro publicado en 1958, se propone ofrecernos una acercamiento a la acción en el espacio público, que alejado de teorizaciones abstractas, nos permita abordar los problemas del mundo desde el mundo mismo. Esta propuesta de fenomenología de la acción le permite pensar la política en su espacio de aparición. El espacio público entendido como espacio de aparición, no preexiste a la acción sino que se gesta en ella y desaparece cuando la acción termina. Para Arendt la acción se despliega solamente entre los hombres y su condición de posibilidad está dada por el hecho de la pluralidad, esto es, por el hecho de que los hombres se encuentran siempre en plural en el mundo. La acción requiere, por un lado, que todos los hombres sean iguales, esto es, seres humanos; y, por otro lado, diversos. Tal como nos recuerda: “(…) todos nosotros somos lo mismo, es decir, seres humanos, pero en un modo tal que nadie es jamás igual a cualquier otro que haya vivido, viva o habrá de vivir”[4]. De este modo, igualdad y pluralidad son los ejes en torno a los que se articula la acción política.

La política no es para Arendt la disputa en torno al poder, ni el aparato del Estado, ni la gestión y la administración de seguridad, libertad o bienestar. La política se despliega en la acción que sólo es posible en el mundo común. Y este mundo “(…) no es idéntico a la Tierra o a la Naturaleza, como el limitado espacio para el movimiento de los hombres y la condición general para la vida orgánica. (…) Vivir juntos en el mundo significa en esencia que un mundo de cosas está entre quienes lo tienen en común (…)” (CH, pp. 61-62) Así pues, este mundo común es el espacio en el que nos movemos unos con otros y nos comportamos recíprocamente.

Dados estos dos sentidos de lo público, espacio de aparición y mundo común, a Arendt le preocupa cuál es el principio que puede mantener unida a una comunidad que ha perdido su interés en la vida pública.

En su libro La condición humana, revisa cómo en la primera filosofía cristiana, en particular en san Agustín, se apeló como principio de unión a la caridad. La fraternidad que unía a los cristianos los convertía en una comunidad no política, incluso antipolítica dado que la estructura de la vida comunitaria se modela a partir de relaciones familiares de dependencia. De este modo, la no-mundanidad de las comunidades cristianas radica en la seguridad de que este mundo es finito. La lección que extrae Arendt de estas reflexiones es que la ética cristiana de la fraternidad, ligada a la idea de un más allá, es profundamente antipolítica. La esperanza cristiana se orienta hacia un fin del mundo, hacia otro mundo más allá.

En cambio para Arendt, el mundo común es lo que funciona como lugar de encuentro de una comunidad. El nexo entre los miembros de una comunidad no es, para Arendt, ni la caridad ni la fraternidad cristiana, sino la amistad cívica, el respeto o la concordia que los sujetos desarrollan al tomar conciencia de que comparten un mundo común. La relación de respeto, de amistad cívica, será ese principio en tanto condición de posibilidad de la vida pública.

En dicho mundo, la acción y el discurso son formas de manifestar las potencialidades vinculadas con la capacidad de aparición de los agentes (libertad y pluralidad). A estas hay que añadir el juicio que no es sólo una capacidad de actuar sino también una capacidad que tiene que ver con el espectador, aquel que narra y reflexiona críticamente sobre el espacio público. Reflexión que, si bien en principio es solitaria requiere del mundo común. La capacidad de juzgar es la que nos permite dar sentido al mundo a través de la elección de cursos de acción (actor) o por medio de la reflexión sobre el pasado (espectador). El espacio público se nos ofrece así en otra de sus dimensiones: ser un ámbito para el ejercicio del juicio político.

Las reflexiones que Arendt llevó a cabo a finales de los años 50, cuando le propusieron publicar su tesis de doctorado El concepto de amor en san Agustín, le llevaron a sostener que la existencia de una esfera pública depende de su permanencia, de su trascendencia en el tiempo. No se trata de una trascendencia hacia un más allá, sino de la constante aparición de nuevos agentes políticos en el espacio público. Parea Arendt el mundo es “el espacio al que ingresamos apareciendo de ningún lugar y del que partimos a ningún lugar.”[5] De manera que la permanencia del espacio público depende de las nuevas acciones y discursos, de los juicios que sobre nuestras acciones lleven a cabo aquellos con los que compartimos mundo. “Sin esta trascendencia en una potencial inmortalidad terrena, ninguna política, estrictamente hablando, ningún mundo común ni esfera pública resultan posibles”.[6]

El amor por el mundo, el amor mundi del que hablaba Arendt con Karl Jaspers, puede entenderse entonces como un tipo de amistad cívica, con aquellos que compartimos mundo y también con aquellos que nos precedieron y con los que habrán de sucedernos en la constitución de este mundo común, del espacio público.

II

En la Ética Nicomáquea, Aristóteles establece el siguiente nexo: “la amistad y lo justo tratan de los mismos objetos y envuelven a las mismas personas […] la amistad está presente hasta el punto de que los hombres comparten algo en común, pues tal es también el grado en que comparten una visión de lo que es justo”.[7]

Por su parte Arendt, en La condición humana, señala:

El respeto no difiere de la aristotélica philía politiké, es una especie de “amistad” sin intimidad ni proximidad; es una consideración hacia la persona desde la distancia que pone entre nosotros el espacio del mundo, y esta consideración es independiente de las cualidades que admiramos o de los logros que estimemos grandemente. Así, la moderna pérdida de respeto, o la convicción de que sólo cabe el respeto en lo que admiramos o estimamos, constituye un claro síntoma de la creciente despersonalización de la vida pública y social.[8]

Si recuperamos esta idea en estrecha conexión con la cita anterior de Aristóteles, es posible establecer un nexo entre amistad y política; y lo que es más, con Arendt, recuperaremos ese nexo a través del juicio político. Lo que los amigos tienen en común es una visión tosca, básica y compartida de lo que es justo y, en esa medida, la amistad es una forma de comunidad en el juicio. Aristóteles se ocupa muy bien de señalar que este juicio compartido acerca de lo justo no es una identidad de opinión, sino de una concordia (homónoia). En palabras del estagirita: “homónoia es amistad entre conciudadanos, y tal es, en realidad, el uso común del término, pues su esfera es lo que es en el interés común y lo que es de importancia para la vida”.[9]

La amistad cívica aristotélica se aplica a los intereses comunes y a las cosas pertinentes de la vida. Se trata de una virtud que “permite a los ciudadanos mirar hacia la misma dirección: la vida buena”[10].

Ahora bien, esta concordia, como ya señalé, no es una unidad de opinión en asuntos especulativos, ni tampoco una mera unidad de pareceres u opiniones (homodoxía). “La unidad de pareceres políticos puede darse entre personas que no se conocen entre sí, incluso entre personas que viven en distintas comunidades. (…) Esta opinión compartida, sin embargo, no establece ningún vínculo especial entre ellos. La concordia implica un sentimiento amistoso (philokós), que a su vez implica un mínimo de cercanía y simpatía entre los ciudadanos.”[11] Para Aristóteles, siguiendo la interpretación de Hector Zagal, la condición de posibilidad del diálogo político es una común participación en una idea muy tosca y básica de lo justo. Sólo puede haber deliberación política si previamente estamos de acuerdo en que es preferible dialogar a combatir. “Porque los seres humanos creemos en un sentido primigenio de la justicia somos capaces de ponernos a discutir sobre su sentido propio y el modo de procurarla. Por ello, [Aristóteles en la] Política I, pone como detonador de la actividad política una concordia básica.”[12] Dice Aristóteles: (…) esto es lo propio del hombre frente a los demás animales: poseer, él sólo, el sentimiento del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, y de los demás valores, y la participación comunitaria de estas cosas constituye la casa y la ciudad.” Y un poquito más adelante: “La justicia (…) es un valor cívico, pues la justicia es el orden de la comunidad civil, y la virtud de la justicia es el discernimiento de lo justo.”

Así pues, no debemos confundir esta noción de amistad cívica o concordia —que Arendt recupera de Aristóteles— con la idea de la fraternidad cristiana. En el texto que Arendt dedica a Lessing así como en Sobre de la Revolución, la filósofa se encarga de distinguir muy bien estos dos rubros. Para ella, es importante diferenciar con claridad entre la amistad moderna dominada por el eros y la amistad antigua caracterizada por la philía: “En la antigüedad se pensaba que los amigos eran indispensables para la vida humana, en realidad, que una vida humana sin amigos no valía la pena de vivirse… [Actualmente] Estamos acostumbrados a ver la amistad tan sólo como un fenómeno de intimidad, en que los amigos se abren los corazones unos a otros, sin que les moleste el mundo ni sus demandas. […] Así nos resulta difícil ver la pertinencia política de la amistad”.[13]

La amistad entendida como eros destruye la posibilidad de construir un espacio público de las identidades diversas, plurales. Precisamente en su trabajo sobre Lessing Arendt critica esta búsqueda de intimidad, porque significa evitar la disputa, tratar sólo con personas con las que no se entra en conflicto. La excesiva cercanía, según Arendt, suprime las distinciones, elimina el mundo compartido, el espacio público que es por definición un espacio para la pluralidad. En La condición humana ya había dicho que “el amor, por razón de su pasión, destruye lo intermedio que nos relaciona y nos separa de los otros”.[14]

La amistad cívica no significa, en el contexto de la vida pública, ni intimidad ni fraternidad. Los ciudadanos no tienen que ser desconocidos, pero de ahí no se sigue que deban ser hermanos ni íntimos. En cambio, la noción de philia politike aristotélica que vincula amistad, comunidad y justicia permite a Arendt considerar a ésta como elemento indispensable de la vida pública.

III

El fin del mundo común ha llegado cuando se ve sólo bajo un aspecto y se le permite presentarse únicamente bajo una perspectiva.

Hannah Arendt

Retomemos ahora el objetivo del inicio. ¿En qué sentido la philía politiké es condición de posibilidad del juicio político? De acuerdo con la lectura que hace Arendt[15] de la tercera Crítica de Kant[16], en los juicios políticos, se adopta una opinión que, si bien mediada por lo subjetivo —es decir, por el lugar que la persona que juzga ocupa en el mundo compartido—, deriva su validez de la realidad del mundo. Dicha realidad está anclada en el hecho de que mundo es lo común a todos. El juicio, de acuerdo con la lectura arendtiana, es una forma distinta de pensar, para la que no sería bastante estar de acuerdo con el propio yo, sino que consiste en ser capaz de “pensar poniéndose en el lugar de los demás”.

Atendiendo a esta lectura de los juicios reflexionantes, podemos vincular la posibilidad de juzgar poniéndose en el lugar del otro con la justicia, por medio de la amistad cívica. Recordemos que, siguiendo a Aristóteles, los amigos tienen en común una muy básica y tosca visión de lo que es justo. Así, la amistad cívica recupera nuestra inserción en un mundo común, compartido. Esta inserción se hace explícita a través de la noción, recuperada de Kant, de sensus communis. Al mismo tiempo, nos abre a la posibilidad de pensar sin perder lo que nos hace únicos, lo que nos distingue de aquellos con los que compartimos juicio[17].

En su ensayo The Crisis in Culture: Its Social and Its Political Significance (1961), Hannah Arendt nos da ya algunos atisbos de su interpretación del pensamiento kantiano. Su interés es destacar que la riqueza del juicio radica en un acuerdo potencial con los demás. Junto con el ‘pensar ampliado’ y la imaginación, Arendt recupera las nociones de sensus communis y validez ejemplar para pensar el juicio estético kantiano como un modelo para el juicio político y para resolver la objetividad del juicio reflexionante en las cuestiones políticas. Al igual que el juicio estético, el juicio político no puede ejercerse en solitario, requiere de la comunicabilidad, de la publicidad, así como del acuerdo y el reconocimiento general. Esta facultad se desarrolla necesariamente dentro de un espacio público y crítico, en el que la persona que juzga delibera con los demás participantes de la comunidad política. La validez del juicio reflexionante-político no depende del Yo, o de la autoconsciencia, “sus alegatos de validez nunca pueden extenderse más allá de los otros en cuyo lugar se ha puesto la persona que juzga para plantear sus consideraciones” (Arendt, 1961: 221). Según este planteamiento, la validez del juicio depende de la posibilidad de pensar poniéndose en el lugar del otro. De modo que el juicio político es esencialmente representativo: “me formo una opinión tras considerar un determinado tema desde distintos puntos de vista, recordando los criterios de los que están ausentes; es decir, los represento” (1996: 254). Esto es posible gracias a la imaginación que precede al juicio, no al juicio determinante, sino al reflexionante. Por la posibilidad de − robándole a Hannah Arendt la expresión− “ir de visita” a otras perspectivas de mundo, gracias a la imaginación, nos es posible dotar de imparcialidad a nuestros juicios. Dicha imparcialidad no es un lugar intemporal, un punto arquimédico o un vacío de particulares sino más bien una saturación de particulares[18].

La razón por la cual, de acuerdo con Arendt, el juicio reflexionante es un modelo más apropiado para el juicio político es que éste habla no de la universalidad ofrecida por una concepción que fundamenta la verdad o lo correcto sino que expresa acción humana. Así, se establece una distinción clara entre esta forma de discernimiento capaz de juzgar a partir de la particularidad, y el pensamiento especulativo que busca la universalidad (a través de principios que pueden ser identificados o bien mediante algún principio procesual). El pensamiento especulativo trasciende por completo el sentido común mientras que el discernimiento propio del juicio reflexionante se arraiga en ese sentido común que compartimos con los otros al tiempo que compartimos el mundo: el sensus communis (Arendt, 1961a: 234). Este sentido comunitario, de acuerdo con la interpretación arendtiana, nos permite adquirir la sensación de realidad. De manera que, los juicios políticos, si bien mediados por lo subjetivo −esto es, por el lugar que la persona que juzga ocupa en el mundo−, obtienen su validez del mundo compartido; su objetividad viene dada por el hecho de que el mundo es lo común a todos. Cuando Arendt habla de mundo, no está pensado en la comunidad cercana sino en la humanidad: “Uno siempre juzga como miembro de la comunidad, guiada por un sensus communis. Pero en última instancia, uno es un miembro de una comunidad mundial por el puro hecho de ser humano; esto es de una existencia cosmopolita”. (1982:175)

De acuerdo con Arendt, el juicio reflexionante, en tanto modo de pensar representativo, es la forma de pensamiento político por excelencia. Este tipo de juicio se sostiene en una actitud moral de respeto al otro y de reconocimiento mutuo. Es aquí donde encontramos la respuesta a nuestra inquietud inicial:

La noción de philia politike, amistad cívica o respeto, constituye la condición de posibilidad de nuestros juicios políticos. Y son estos, junto con nuestras acciones y discurso los que nos permiten constituir el espacio público.

Coda

El vínculo de la amistad cívica con la capacidad de discernimiento, me ha permitido ofrecer una lectura de Arendt alejada del neo-aristótelismo. Es cierto que el libro La condición humana (Vita activa en la versión alemana de 1960) supuso un debate en Alemania caracterizado por el redescubrimiento de la actualidad del pensamiento ético y político de Aristóteles y con ello, la aparición de posturas neo-aristotélicas. Efectivamente Arendt compartiría con este planteamiento la intención de rescatar la acción del hombre de la cosificación padecida en la época moderna y el rechazo a las concepciones positivistas de la filosofía política para comprender la acción humana. Sin embargo, ella rechaza claramente la recuperación de una dimensión normativa tanto en las actuaciones éticas como políticas. “Nunca en Arendt se encuentran afirmaciones sobre el contenido de la «vida buena» y sobre la especificación del «bien común» que se debe perseguir”[19].

En este sentido, la vinculación de la amistad cívica con el juicio político muestra cómo el juicio reflexionante en política no es un asunto de compasión, ni de emoción. Tal como Arendt señaló en las reflexiones vertidas en Eichmann en Jerusalem (2003), el juicio político es asunto de justicia. En el Post Scríptum, ella se plantea cómo pudieron distinguir lo justo de lo injusto, aquellos que fueron capaces de oponerse al régimen de totalitario nazi. Arendt reflexionaba entonces de este modo:

“[…] las máximas morales determinantes del comportamiento social y los mandamientos religiosos —«no matarás»— que guían la conciencia habían desaparecido. Los pocos individuos que todavía sabían distinguir el bien del mal se guiaban solamente mediante su buen juicio, libremente ejercido, sin la ayuda de normas que pudieran aplicarse a los distintos casos particulares con que se enfrentaban. Tenían que decidir en cada ocasión de acuerdo con las específicas circunstancias del momento, porque ante los hechos sin precedentes no había normas” (Arendt, 2003: 175).

Es este rasgo del juicio reflexionante, -la falta de normas, reglas o principios establecidos a priori– lo que hace de esta forma de discernimiento una capacidad fundamental para afrontar conflictos morales y políticos. La mirada de Arendt al juicio reflexionante desde la amistad cívica nos ofrece un modelo alternativo para el ejercicio de la deliberación crítica en la búsqueda de la justicia.

Mayte Muñoz

[1] Ronal Beiner, “Hannah Arendt y la Facultad de Juzgar” en Hannah Arendt Conferencias sobre la teoría política de Kant, México, Paidós, 2003, pp. 157-270, para la referencia, p. 143.

[2] H. Arendt, “On humanity in dark times: thoughts about Lessing”, Men in Dark Times, Nueva York, HBJ Book, 1983, pp. 3-31.

[3] Hannah Arendt y Karl Jasper, Briefwechsel 1928-1969, Munich, Piper, 1985, p. 300, citado por Claudia Hilb, prólogo a El resplandor de lo público, Caracas, Nueva Sociedad, 1994.

[4] H. Arendt, La condición humana, p. 8 (versión inglesa).

[5] Hannah Arendt, La vida del Espíritu, p. 99

[6] H. Arendt, La condición humana, p. 64.

[7] Aristóteles, Ética Nicomáquea, 1159b25-1160a10.

[8] H. Arendt, La Condición Humana, p. 262.

[9] Aristóteles, Ética Nicomáquea, 1167b2-4.

[10] Hector Zagal, Amistad y felicidad en Aristóteles, México, Ariel, 2014, p. 63.

[11] Hector Zagal, op. cit. 64.

[12] Hector Zagal, p. 66.

[13] H. Arendt, Men in Dark, pp. 31-32.

[14]H. Arendt, La condición humana, p. Ojo, falta el dato.

[15]Arendt tenía pensado dedicar la tercera parte de su obra The Life of the Mind, (1978) al juicio. Murió antes de comenzar este parte. Sin embargo, algunas tesis sobre el juicio se pueden encontrar en las Lectures on Kant´s Political Philosophy dictadas en la New School for Social Research en 1970 y dispersas a lo largo de sus escritos. Ronald Beiner fue el encargado de editar las lecciones de Arendt dictadas en la New School for Social Research sobre el juicio reflexionante. En esta labor tuvo el permiso y el apoyo de Mary McCarthy.

[16] El Juicio es, en términos kantianos, la facultad que subsume lo particular en lo universal. Como resultado del ejercicio de dicha facultad, Kant distingue entre el juicio determinante y el reflexionante. En el primero, la regla universal que nos permite subsumir el particular está dada. En el segundo, sólo lo particular está dado y lo que se busca es la regla o el principio. (KU, Introduction, § IV) El reflexionante es un juicio singular y en él los conceptos involucrados no determinan el objeto del juicio. El juicio determinante subsume los particulares en los principios universales que da el entendimiento (KU Introduccion, § IV). El juicio reflexionante puede ser a su vez teleológico o estético. Es en este último en el que Arendt (Arendt 1982: 141-142), en primer término, y diversos autores contemporáneos posteriormente, encuentran el modelo para el juicio político (Ferrara, 1999 y 2008; Azmanova, 2012, entre otros).

[17] La importancia del juicio estético para pensar la política o, más acotadamente, para pensar la justicia, radica en este carácter particular del juicio que resulta del ejercicio de la facultad de juzgar. Dicho juicio, siendo particular, requiere no obstante asentimiento universal. De manera que atiende al caso particular pero demandando universalidad. “La necesidad de adhesión universal pensada en un juicio de gusto es una necesidad subjetiva que se representa como objetiva bajo la presuposición de un sentido común” (Kant, UK, §22: 67).

[18] Aunque no es este el lugar para desarrollar esta idea, considero que es en este punto donde Arendt ofrece una perspectiva novedosa que constituye una alternativa a los planteamientos de J. Rawls y J. Habermas.

[19]Cf. Simona Forti, Vida del espíritu, tiempo de la polis. Hannah Arendt entre filosofía y política, Madrid, Cátedra, 2001, pp. 34-36.

 

 


  • Mayte Muñoz.
  • Profesora-Investigadora FFyL-UNAM
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