Lunes de Dagoberto
Cuba vive en medio de una crisis. Es necesario tomar decisiones y diseñar políticas públicas sin dilación y sin exclusión. Todos queremos salir ya de la crisis-sobre-crisis que es la pandemia sobre un modelo que no funciona. ¿Quiénes deben tomar las decisiones? ¿Quiénes deben contribuir al diseño de los caminos que necesitamos? ¿Quiénes deciden cuáles, cuándo y cómo se escogen y recorren esos caminos?
Las respuestas pueden ser diferentes. Y, en coherencia con los hechos, podemos evaluar qué modelo antropológico nos ha servido para el desarrollo humano integral de los cubanos, en qué tipo de sociedad vivimos, en qué sistema político se desarrolla nuestra existencia, y con qué modelo económico queremos resolver nuestros problemas. Por los hechos también podemos saber cómo es nuestra vida cultural, religiosa, o cómo son las relaciones de Cuba con la comunidad internacional. Son los hechos y no las ideologías, las que nos permiten tener una idea objetiva de lo que está sucediendo en nuestro país. Si solo la ideología es la que prevalece y nos permite conocer la realidad, entonces somos idealistas. Si solo lo material prevalece, somos materialistas. Con hechos e ideas, lo más pegados a la realidad posible, entonces somos realistas.
Para evaluar los sistemas sociales existen instrumentos universalmente aceptados que permiten conocer las respuestas de fondo a cada una de estas preguntas. Son criterios de juicio mundialmente consensuados. Estas herramientas para evaluar los modelos antropológicos, sociales, económicos, políticos, religiosos, culturales e internacionales, no surgen del voluntarismo de una persona, o de un grupo, ni de una ideología, ni siquiera de un país o comunidad de naciones de una región del mundo. La conciencia mundial, el desarrollo cultural, el crecimiento cívico de la humanidad, han alcanzado un nivel de consenso indiscutible que se pueden resumir en el espíritu y la letra del documento cívico de mayor trascendencia y altura de miras que ha logrado el género humano: la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por la ONU el 10 de diciembre de 1948, y los Pactos Internacionales que la aplican y complementan: el de Derechos civiles y políticos, el de Derechos económicos, sociales y culturales, y el de Derechos de los pueblos.
En la forma de acoger, respetar, promover y defender esos derechos, se define el tipo de convivencia social que se ha escogido o impuesto. Y es entonces dónde surge la primera de todas las cuestiones a dilucidar: ¿Quién decide? ¿Cómo decide? ¿Para beneficio de quién decide?
La soberanía ciudadana
En las diferentes formaciones históricas han tomado las decisiones diferentes actores: En la esclavitud decidían los amos y obedecían los esclavos; en el feudalismo decidían los señores feudales y obedecían los siervos de la gleba; en el capitalismo primitivo prima el Mercado sobre el Estado y sobre el ciudadano; en el socialismo marxista-leninista decide un partido que representa a “la dictadura del proletariado” y obedecen los demás; en los sistemas más modernos también existen las formas autoritarias y populistas en las que decide una “élite” manipulando las demandas del pueblo. En las democracias más desarrolladas, sanas y participativas, deciden los ciudadanos, y además eligen a los servidores públicos que deberían obedecer la voluntad cívica expresada de diversas maneras: a través del voto en elecciones libres, pluripartidistas y competitivas, referendos, plebiscitos, encuestas, laboratorios de pensamiento (think tanks), participación directa en asambleas, programas y debates radiales, televisivos, prensa plana y redes sociales inclusivos de la pluralidad de opciones y visiones.
En las democracias, sin apellidos, el soberano es el ciudadano. Es decir, cada miembro de la sociedad tiene el derecho y el deber soberano de decisión en los asuntos públicos: Es quien decide, cómo se ejecuta lo que han decidido y la evaluación de los beneficios reales, la eficacia, calidad y eficiencia de los resultados de las decisiones. Esto es ejercer la soberanía ciudadana. Este activismo cívico es la base y la piedra angular de las democracias contemporáneas que se precien de serlo. El nivel de ejercicio de la soberanía ciudadana marca y define el grado y la concreción del sistema democrático.
En este modelo, los políticos, los funcionarios del Estado y del gobierno a todos los niveles, solo son servidores públicos. Es decir, son o deben ser elegidos o revocados por el soberano que es la ciudadanía. Cuestionar, evaluar, juzgar, solicitar la dimisión o enjuiciar a un presidente o expresidente, no son acciones contra la estabilidad del Estado o la Nación, al contrario, son la garantía del buen funcionamiento, la eficiencia, la eficacia y la gobernabilidad de las estructuras oficiales que están para servir, para cumplir, para asegurar que las decisiones del soberano, que es el ciudadano personal o asociadamente, encuentren el modo de contribuir al desarrollo, la convivencia y la felicidad de la nación.
La pirámide invertida de la soberanía
En algunos países esta pirámide está invertida. En la cúpula está el lugar exclusivo de decisión, incluso con mucha frecuencia sin consulta ni debate previo, o mediante “consultas” dirigidas entre los que piensan uniformemente. Los que deben ser servidores públicos actúan como soberanos, y la ciudadanía está para acatar y obedecer so pena de ser castigada o con frecuencia culpada de irresponsabilidades e indisciplinas por no cumplir con las orientaciones “bajadas”.
Cuando una sociedad funciona como un elevador y no como una asamblea, es decir, hay que “elevar” las necesidades y reclamos por unos “canales establecidos” y en los “momentos decididos” por los que mandan y, luego, hay que esperar a que “bajen” las decisiones, los planes, las tareas, las políticas y hasta los precios ,y lo que “te toca” decididos desde arriba…, en esa sociedad el pueblo no es el soberano, y todo ciudadano que tome conciencia de su soberanía, solo por serlo, y se decida a intentar pensar, expresar, dialogar, aportar, “ por cuenta propia”, sin que le hayan permitido hacerlo, es considerado un “problema”, una subversión, un contrario, un enemigo, un mercenario.
Cuando los que deben ser servidores públicos ponen lo público a su servicio y a merced de sus anuncios, decisiones, explicaciones, y a los ciudadanos, sin poder usar los Medios, solo le queda el “mejor me callo”, o “voy a elevar esta queja”, o “yo quisiera saber quién decidió esto”, o el “yo no entiendo por qué es esto”, y otras quejas por el estilo… entonces es que la soberanía está arriba en manos de “los que saben qué, cuándo y cómo” se hace todo; los que “tienen los recursos”, los que “dan los permisos”, los que “dan lo que te toca”, los que “saben explicar”, los que deciden el “cronograma y el orden para confeccionar, discutir y aprobar” las leyes, decretos, regulaciones, listados de “en qué se puede o no se puede trabajar”; cuando este mismo grupo tiene los Medios de Comunicación “masivos”, son los “que ponen y quitan” el Internet, la telefonía, y la corriente eléctrica… Entonces el pueblo, vale decir, el ciudadano, la sociedad civil, la comunidad, la nación no es el soberano, no tiene cómo ejercer el poder.
En ese tipo de sistema los ciudadanos y la sociedad civil están para escuchar, hablar cuando los demás deciden y sobre lo que los otros determinen que se puede hablar o debatir. Los de abajo solo estamos para obedecer las orientaciones de arriba sin derecho a quejarnos, reclamar, o ejercer el pensamiento, las propuestas diferentes, sin que inmediatamente te caiga arriba una lluvia de improperios, descalificaciones, teorías de la conspiración y “secretos revelados”. En ese clima de desconfianza, en ese ambiente de descalificaciones, en ese ejercicio detectivesco de destapar enemigos, sospechosos, desafectos, traidores a la Patria… sin distinguir, sin darle el mismo tiempo y espacio en los Medios, sin poder ejercer la réplica; en esa atmósfera de crispación y confrontación no se puede construir la unidad en la diversidad, ni pensar como país plural, ni aportar soluciones diferentes a las “bajadas”. En esa pendiente de “revelaciones”, recelos e infidencias, se precipita al país hacia la violencia y la división. Y eso no es lo que Cuba necesita, ni lo que la inmensa mayoría de los cubanos queremos.
Confío en que prevalezcan la razón, la serenidad, la creación de confianza, la amistad cívica, el diálogo entre los ciudadanos cubanos y los servidores públicos de Cuba. Deben cesar los repudios físicos, psicológicos y televisivos, antes de que sea demasiado tarde. Eso no habla bien de la cultura cubana. Ni del talante de nuestro pueblo. Ni de la decencia a la que todos estamos llamados. No se puede tener voluntad de diálogo y negociación hacia afuera y crispación, confrontación y división en el seno de la sociedad. La mayoría de los cubanos deseamos que el mundo se abra a Cuba y que, al mismo tiempo, Cuba, su gobierno, se abra a la sociedad civil cubana sin exclusiones, y se integre en el mundo democrático y plural.
Espero que la buena voluntad y el ejercicio libre y responsable del activismo cívico y político, inherentes a todo cubano, puedan ser ejercidos sin bloqueos internos ni externos, sin miedo a la represalia; aportando las soluciones, válidas y diversas para poder, entre todos, sacar a Cuba de esta crisis ejerciendo la soberanía ciudadana, que es la única forma democrática de defender la soberanía nacional.
Hasta el próximo lunes, si Dios quiere.
- Dagoberto Valdés Hernández (Pinar del Río, 1955).
Ingeniero agrónomo. - Máster en Ciencias Sociales por la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, España.
- Premios “Jan Karski al Valor y la Compasión” 2004, “Tolerancia Plus” 2007, A la Perseverancia “Nuestra Voz” 2011 y Premio Patmos 2017.
- Dirigió el Centro Cívico y la revista Vitral desde su fundación en 1993 hasta 2007.
Fue miembro del Pontificio Consejo “Justicia y Paz” desde 1999 hasta 2006.
Trabajó como yagüero (recolección de hojas de palma real) durante 10 años.
Es miembro fundador del Consejo de Redacción de Convivencia y su Director.
Reside en Pinar del Río.
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