- “Si eres lo que debes ser, encenderás al mundo”.
- Santa Catalina de Siena
“Partí al bosque porque quería vivir conscientemente, quería vivir profundo y extraer la esencia de la vida, alejarme de todo aquello que no fue vida y no cuando haya llegado a morir descubrir que no he vivido”.
Quise con toda intención empezar este artículo con las palabras del escritor, poeta y filósofo Henry David Thoreau, estadounidense nacido en el año 1817, porque me han parecido muy oportunas para lo que he estado experimentando en estos días de pandemia. Con una mirada de Fe y Esperanza en el presente-futuro promisorio para todos los que de alguna manera deseamos el bien de la Casa Cuba.
Pareciera que hoy en cualquier latitud de este mundo se hace difícil encontrar un tema que calme nuestra sed de impaciencia, de “encierro físico” y agotamiento emocional a causa de la pandemia de COVID-19. A medida que pasaban los meses nos sentíamos más aislados, aunque en ocasiones pareciera que estábamos juntos, pero no revueltos.
Ciertamente el aislamiento es un hecho que afecta la vida de todos, sin importar la red de relaciones que tengamos. En nuestras vidas, en ocasiones, se hace común la experiencia de sentirnos solos, aun estando rodeados de muchos familiares, amigos y conocidos.
En muchas países, como también en Cuba, se han venido tomando medidas sanitarias, muchas de ellas aceptadas para cada tiempo de la etapa de la pandemia que vivimos, y otras medidas no tanto, por ser coercitivas, rozando los extremismos y los límites ilógicos pensados por la mente humana.
Hace unos veinte años atrás, en su visita a la Isla, el Sumo Pontífice, hoy san Juan Pablo II, expresó que todos los cubanos debemos ser protagonistas de nuestra propia historia personal, eclesial y social. Hoy esas palabras se convierten en imperativo categórico para cada uno de nosotros, los hijos de esta amada Isla caribeña. No estamos viviendo simplemente una época de cambios, sino un cambio de época.
Es necesario aprender y acoger, con buena fe, los procesos que otras naciones han implementado para hacer de sus ciudadanos mejores personas, más dignos hijos de su tierra. Debemos aprender y experimentar que la unidad es posible en la diversidad y que la uniformidad no merece destacarse. La diversidad es, manifiestamente, designio divino.
Aquí, sobre la tierra tan hermosa que nos ha tocado vivir por puro Don Divino, es necesario cambiar, y la perfección de ese vivir es el resultado de muchas transformaciones.
Es imprescindible, y urge hoy, mirarnos con tranquilidad y transparencia interior, y comportarnos como personas cívicas, con nuestra propia religiosidad, preocupados también por la política, las instituciones y el país en general, como ciudadanos que somos. De este modo podemos decir que participamos de las transformaciones que tan necesariamente anhelamos, para perfeccionar nuestras vidas presentes y futuras.
Para que la sociedad cubana pueda alcanzar ese anhelo de transformaciones reales y eficaces, tiene que descontaminarse del letargo anestesiador de la superficialidad, la mediocridad, del analfabetismo cívico, del daño antropológico, hechizos que emanan de sistemas y modelos que despersonalizan y desvirtúan la dignidad suprema del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios.
Todo proyecto adquiere trascendencia con propuestas reales y duraderas. Que las promesas no se queden en “puras profecías” incumplidas por largas generaciones. Resulta ser que cuando olvidamos la trascendencia de la dignidad humana, nada tiene sentido.
Lamentablemente, y en ocasiones muy diversas, esta nación cubana ha visto con dolor perder a muchos de sus hijos ilustres en campos de batalla, y en el silencio santificador del setenta veces siete. Hoy no es muy diferente ese dolor, cuando la Patria ve hipnotizados a sus hijos por el “síndrome del pedestal”. Este síndrome no es nuevo, se ha manifestado a lo largo de las épocas. Hombres y mujeres han colocado a sus “héroes” en lo alto, y se decía que estos “héroes” eran distintos, que eran los “elegidos”. ¿Por qué hacían esto? Lo hacían para mantener el ideal divino-mesiánico de ellos y para venerarles e imitarles. El gran riesgo es que la veneración puede hacerse más importante que la imitación. Y créanme que, a veces, es mejor no usar ni la primera, ni la segunda actitud.
La actitud sana es, más bien, dejarse interrogar por los desafíos de nuestro tiempo presente, y comprenderlos con las virtudes del discernimiento. Nosotros debemos empezar procesos plurales e incluyentes, y no ocupar espacios que, a la larga, tienden a asumirse con rigidez, lo que proviene del miedo al cambio y termina diseminando, con límites y obstáculos, el terreno del bien común, convirtiéndose en un campo minado de incomunicabilidad y odios lacerantes. No debieran interponerse “grupos” cuando se trata de construir en la diversidad la Casa Grande, quiero decir la Casa Cuba. Recordemos que detrás de cada rigidez hay un desequilibrio. Y en estos momentos pareciera que esta tentación es muy frecuente.
Pero, entonces ¿tenemos qué resignarnos a que nuestra humanidad, nuestra nación, viva eclipsada o con poca luz? ¿No tiene salida esa experiencia dramática de pasar de la oscuridad a la luz? ¿Existen otras posibilidades?
Siempre hay esperanza, siempre la habrá, porque de los procesos de la vida todos aprendemos y sacamos enseñanzas. Para los que nos mueve la fe en Cristo, “luz del mundo y sal de la tierra”, es vital irradiar esa luz esperanzadora de vivir en la verdad, en la libertad de los hijos de Dios, que no es para unos pocos, sino para todo el género humano. Es esa la luz que debe tocar todos los proyectos de la vida del hombre. Los rayos de esa luz sanadora irrumpen en las oscuridades de tantos proyectos y procesos atascados en la soberbia y miserias humanas.
En nosotros está la esperanza de que no se acabe la alegría, de vislumbrar un presente mejor y próspero. La esperanza de cuidar la propia lucecita que hace brillar y traspasa nuestros vitrales en su diversidad de colores.
Todos necesitamos, y Cuba también, que brille la luz del corazón de sus hijos para que, en convivencia pacífica, todos la contemplemos resplandeciente y gloriosa.
- Juan Lázaro Vélez González.
- Sacerdote católico.
Párroco de Nuestra Señora de las Nieves en Mantua, M. N. en la Diócesis de Pinar del Río.