Era un angelito precioso, el centro de un vitral neogótico elaborado en Murano en 1935. El arzobispo quiso para el centro de la estructura no un santo, no una virgen, sino un arcángel Miguel niño. El presupuesto era abundante así que no escatimó: oro para las junturas, jamás plomo, exigió el arzobispo, no importaba que fuera doblemente trabajoso, todo sacrificio sería recompensado por el Altísimo. Las mejores amatistas y citrinos para la arena de cuarzo se extrajeron de una cantera adyacente a la antigua ciudad de Herculano, presuntamente habían sido expulsadas por el Vesubio hacía más de mil setecientos años; por último dos zafiros redondos y huecos, que en vida pertenecieron a Alejandra Fiódorovna, última zarina de Rusia, estaban reservados para los ojos del ángel.
A los nueve meses aún no estaba concluido el vitral; juntar las partes con oro en vez de plomo fue una hazaña que se cobró más de una pieza que hubo de fundirse nuevamente y traerse desde Murano. El arzobispo se impacientaba, no gozaba de buena salud; y en efecto, murió sin ver a su pequeño arcángel presidiendo el coro celestial. En la inauguración se le ofreció un hermoso réquiem al ausente benefactor del cual se tuvo a bien colocar su sepulcro en un ángulo de la nave central donde, en las mañanas, a contra luz, el azul zafirino de los ojos del ángel se proyectaba sobre la tarja.
Al tiempo, el precioso vitral se volvió el emblema de la ciudad. Recorrió el mundo en postales y estampillas. Los turistas hacían parada obligatoria en la catedral y se prosternaban ante Miguelito, así bautizaron cariñosamente al pequeño ángel, para pedirle toda clase de favores y milagros que él atendía con dulce mirada.
Llegó la guerra. Una madrugada decenas de bombarderos pulverizaron la pintoresca arquitectura de la ciudad. La catedral no escapó al desastre; sin embargo el ábside sobrevivió, el vitral también. Cuando amaneció, el pueblo en pleno rogó a Miguelito interceder ante Dios para que no se repitieran noches como la anterior. La guerra terminó pocas semanas después.
Cuando se instauró la paz, aún sin casas, ni hospitales, ni escuelas, se comenzó a levantar la nueva catedral. Los feligreses, felices de que su salvador tuviera nuevamente un techo, donaron todos sus objetos de valor. Aprovechando el ábside neogótico de la antigua catedral se levantó otra con fachada de estilo brutalista y mobiliario y decoración interior art déco, resultando un conjunto ecléctico horripilante que con el tiempo fue asimilado, y posteriormente ponderado como maravilla de la arquitectura moderna.
Una tarde de verano Miguelito decidió que quería volar; no mucho, apenas para estirar las alas, o mejor dicho, para estrenarlas. Estaba muy aburrido, ya no eran los tiempos en que los peregrinos desfilaban ante su luz andrógina pidiendo favores y cumpliendo promesas; no, el mundo se había vuelto loco con todo aquello del Rock and roll y la modernidad. Realmente la postguerra había minado la fe en su país. Muchos turistas pasaban a diario ante el rosetón y se tomaban fotos haciendo caritas con el ángel de fondo, también estaban aquellos acuarelistas que decían venir a reproducirlo y terminaban haciendo dudosas abstracciones de su excelsa belleza; pero ya nadie venía movido por la fe.
Los obstáculos eran considerables, pero estaba dispuesto a conseguirlo con aquella tozudez que había heredado de los humanos y con la fe intrínseca de su condición celestial.
Comenzó por sacar sus manos, dedito a dedito las arrancó de las junturas de oro; primero la diestra, qué alegría tan grande, con ella se ayudó para liberar la izquierda. Con aquellas dos manitas regordetas comenzó a batir sus alas, que bien vistas eran un poco chicas y le conferían un aire ridículo y desproporcionado. Había que verlo, qué espectáculo tan conmovedor como cobraba volumen al separarse del vitral; cómo se ruborizaba con cada pequeña conquista de libertad. Agitaba las manos y alitas sin coordinación al principio, luego le fue cogiendo el tempo y aleteaba con una destreza encomiable para un advenedizo, sin dudas volar resultaría fácil. Solo le quedaban sus piececitos unidos al rosetón. Dejó los calcañales para lo último, con sus talones aspiraba a impulsarse hacia el vacío.
Se agachó haciendo una simpática cuclilla, respiró profundo, estiró sus minúsculas alas, miró al frente, al alféizar de una pequeña ventana que quedaba encima del pórtico, y encomendándose al Señor se lanzó en el vuelo inaugural. Inmediatamente las leyes de Dios cedieron a las de Newton. Un exceso de fe abstracta y un déficit de racionalidad práctica trazaron para Miguelito un vuelo perfectamente vertical.
Dos ojos azules rodaron por el suelo: uno se coló por una rendija en la tumba del arzobispo y el otro lo recogió la vieja doméstica de la catedral, que nunca más volvió a coger una escoba en sus manos y garantizó con el hallazgo el futuro de tres generaciones de holgazanes.
Pocas semanas después, el vacío fue cubierto por un Miguelito de acrílico, sencillo y astuto, que disfruta del buen sol de las alturas y hacerse selfies con los turistas.
- Yerandy Pérez Aguilar (Pinar del Río, Cuba, 1990).
- Textos suyos aparecen en las antologías La casa por la ventana (Proyecto Arte Cuba 2012), Bicentenario de Gertrudis Gómez de Avellaneda (Sevilla, 2014) y Catalejo II (Ediciones Loynaz, 2018), así como en las revistas Sci–Fdi (Universidad Complutense de Madrid, 2014), Papeles de la Mancuspia (Nuevo León, 2014), Cauce (Pinar del Río, 2018), La libélula vaga, 2020.
- Con el poemario Bitácora del paria obtuvo el premio de poesía José Álvarez Baragaño en 2017.
- Finalista del concurso Gonzalo Rojas Pizarro (2019) con la obra Variaciones en blanco y negro.
- Ganador de los II Juegos Florales de Pinar del Río, 2019.
- Tanto Bitácora del paria como Círculos vagamente azules continúan inéditos.