Hay algunos temas que no se pueden tratar a la ligera. O se dice todo o mejor se opta por el silencio. Para hablar de diálogo, en el contexto de Cuba a inicios de los años 20 del siglo XXI, hay que blindarse, colocar todos los fusibles, asegurar la malla de seguridad y, de ser posible, pagar por adelantado un seguro de vida.
A riesgo de parecer pedante o émulo de Perogrullo, empezaría por decir que un diálogo tiene al menos dos participantes, una agenda y condiciones previas. Es, además, un acto de intercambio de confianza en el que cada parte se ve en la obligación de reconocer la legitimidad del otro como interlocutor.
Nadie en su sano juicio asegura que es incorrecto dialogar. Lo inadecuado es hacerlo con algún eventual participante en particular, con una agenda insatisfactoria o bajo condiciones desfavorables.
El que ha recibido una ofensa imperdonable no encuentra motivos para dialogar con su ofensor, dígase con el asesino de un familiar, con el violador, con aquel que robó o destruyó sus bienes más queridos; en fin, no se dialoga con quien ha ocasionado un daño irreversible. Aquí se trata de una negación fundamentada en el pasado y tiene sentido en la medida en que no se ve alguna ventaja en el futuro con un eventual diálogo.
En el caso de que no existan las mencionadas aprensiones con el otro participante, queda el asunto de la agenda. Si “el otro” pone como condición no hablar de lo que se estima fundamental y, para colmo, impone un tema incompatible con los intereses de su contraparte, carece de sentido pretender la conversación. Pero si ambas partes aceptan hablar de todo sin restricciones resulta más atractivo sentarse a la mesa de negociación.
Una agenda consensuada previamente y con plenas garantías de su puesta en práctica tiene sentido para quienes estiman que pueden obtener alguna ganancia con el diálogo, ya sea a corto, mediano o largo plazo. Se sobreentiende que el que aspira a ganar algo con el intercambio está dispuesto a ceder algo como contrapartida. Quien no se disponga a ceder ni un milímetro o que no tenga nada que obtener tiene toda la razón en abstenerse de asistir al diálogo.
Las condiciones previas que se advierten para desarrollar un diálogo comprenden muchos factores: el lugar, la privacidad, el momento y muy especialmente la seguridad de los participantes. Lo preferible parece ser elegir un lugar neutral donde, de forma consensuada, se determine cuáles discusiones serán públicas y cuáles a puerta cerrada.
Las condiciones del diálogo deben ser aceptadas y respetadas por ambas partes. Entre las más comunes o elementales está la aceptación de una tregua. Parece obvio que un diálogo no debe ser aprovechado ni para encarcelar a un prófugo ni para realizar un atentado. Muchos intentos de diálogo han sido abortados cuando alguno de los participantes imponía como condición para realizarlo el cumplimiento de objetivos que deberían formar parte de la agenda de discusiones.
Tampoco se hace un diálogo para pretender la capitulación del otro. Los vencedores no dialogan con los derrotados; los juzgan y los sancionan; pero para eso resulta necesario ser un vencedor. A los derrotados solo les queda cumplir su condena o intentar escapar.
La presencia de testigos resulta fundamental. Lo óptimo es que cada parte elija aquellos en los que confía y que ambas partes acepten la presencia de los testigos del otro. Los preferibles son las instituciones y las personalidades notables cuyo juicio es tenido por imparcial.
Para no dejar ningún cabo suelto vale la pena aclarar que un diálogo civilizado no debe ser confundido con una situación en la que se necesite movilizar toda la valentía personal para decir lo que se piensa y mucho menos con una conversación en una sala de interrogatorios donde el más mínimo desliz puede conllevar a terminar con los huesos en una cárcel.
Si se entienden como válidas las anteriores premisas queda claro que la IV Conferencia La Nación y la Emigración, programada para abril próximo en La Habana, no cumple con los mínimos requisitos para ser entendida como un diálogo, entre otras razones porque los participantes son elegidos por una de las partes y porque la agenda se reduce a los asuntos migratorios.
Una vez dichas estas perogrulladas de carácter general se abre la pregunta de si en la Cuba de hoy están definidos los presumibles participantes, cuáles serían los puntos de una agenda y cuáles las condiciones en que sería válido, útil y honrado, emprender un diálogo.
Entre los participantes parece obligatorio mencionar de un lado al Gobierno, en la persona de quien tenga autoridad para tomar decisiones o al menos de recomendarlas a las instancias superiores. Solo aquellos que acepten este punto podrán seguir avanzando en la definición de los otros elementos del diálogo.
Una pregunta crucial es quiénes estarían sentados al otro lado de la mesa y la principal contradicción que surge es la ausencia de todos aquellos opuestos al diálogo. Los que asistan tendrían que asumir el compromiso de incluir en la agenda las demandas esenciales de quienes se negaron a participar.
La otra pregunta es cómo proceder a la selección de quienes ocupen las sillas de la contraparte, donde tendrían que estar presentes cubanos de diferentes tendencias, vivan donde vivan. El Gobierno deberá abstenerse de rechazar la inclusión de ningún participante y no tendría derecho a sugerir o imponer ninguna presencia del otro lado de la mesa.
El Gobierno sería, sin dudas, un bloque monolítico sin la más mínima fisura; la contraparte, un amasijo de opiniones dispares, a menos que se produzca el milagro de alcanzar un acuerdo sobre cuáles serían los puntos esenciales a incluir en la agenda. La mera discusión entre maximalistas y minimalistas podría abrir zanjas insalvables. En sus extremos, los primeros exigirían la renuncia inmediata de la dictadura, los segundos podrían contentarse con migajas.
Desde luego que será fácil coincidir en llevar a la mesa la libertad de todos los presos políticos, el cese de la represión en todas sus variantes y el reconocimiento de legitimidad a las organizaciones opositoras y las entidades de la sociedad civil independiente. Para decirlo mal y rápido: exigir la despenalización de la discrepancia política. Lo demás vendría después.
A partir de allí habría otros puntos que no gozarían de igual aceptación consensuada, dígase la devolución de propiedades, el enjuiciamiento de los culpables, la celebración de elecciones libres inmediatas, la eliminación definitiva de la pena de muerte, la regulación del aborto y muchos otros aspectos que, de intentar introducirse en la agenda, solo servirían para profundizar la desunión de la contraparte.
¿Existe alguna posibilidad de que los que mandan en Cuba estén interesados en realizar un diálogo de esa naturaleza, ofreciendo todas las garantías y respetando todas las condiciones?
¿Existe alguna posibilidad de que las organizaciones opositoras se pongan de acuerdo en una agenda mínima que merezca ser llevada a una mesa de diálogo con el Gobierno?
Desde el realismo habría que responder que no a ambas interrogantes.
Desde ese mismo realismo habría que advertir que las alternativas frente al diálogo son: el derrocamiento de la dictadura de forma violenta (invasión extranjera, levantamiento popular, golpe de Estado), con su inevitable secuela de muerte y ruina; la mansa aceptación de lo que ocurre para esperar a que los herederos de los herederos, en un remoto futuro, hagan alguna reforma; o largarse de esta Isla para siempre.
Y es mejor dejarlo aquí.
(Tomado del diario 14ymedio con autorización expresa del autor)