La sana tendencia a superar el individualismo egoísta ha empujado el péndulo de la historia hacia un proceso de masificación que no es vida en comunidad, ni acompañamiento solidario, ni socialización consciente. Se trata de la despersonalización que hace de cada ser humano un número en la masa, un tornillo en el mecanismo, un zombi sin rostro, una persona dependiente del conglomerado, necesitado del ruido y el empujón, un desvalido de sí y un menesteroso del grupo. Son personas que solo se sienten seguras en la multitud anónima, en el “nosotros” sin “yo” ni “tú”, “otro más” en el saco de Fuenteovejuna.
Pero, entre el individualismo egoísta o ególatra y esta masificación, está el equilibrio entre los procesos sinérgicos de personalización y socialización. Para vivir en comunidad, para tener sentido de pertenencia a un grupo, para trabajar en equipo, primero hay que ser persona, pensar con cabeza propia, relacionarse sin perder la propia identidad, convivir sin diluirse en el montón.
En una palabra, para ser persona adulta y autónoma hay que aprender a vivir en soledad, que no es lo mismo que ser un solitario, ni un antisocial, ni un ermitaño. Se trata de tener tal madurez en tu personalidad que puedas sostenerte sin muletas, que puedas ser tú mismo sin alter egos, que puedas emprender el vuelo sin la bandada, que puedas perseverar sin dependencias que no liberan.
Sin embargo, el mundo de hoy ha creado un mito horrendo, una leyenda urbana, un relato gregario: la soledad es mala. La soledad invalida. La soledad vence. La soledad aísla. Error de los colectivistas. Lo que es o puede ser malo es el encerrarse en la celda del egoísmo. Es mirarse al ombligo. Es vivir para sí mismo. Es creer que la vida es mi “yo solo”. Pero eso no es la soledad.
Aprender a vivir y a crecer y a compartir en soledad es lograr tal independencia que cuando todos fallen o se alejen, tengas suficiente vida interior para emprender otras relaciones, tengas suficiente entereza para que no te fracturen las podas. Es rebrotar después de cada tala. Es vivir de la raíz y de la savia. Aun cuando pierdas troncos y ramas. Crecer en soledad es no perder el propio ovillo para reemprender, cada vez, el tejido de tus relaciones humanas. Compartir en soledad es traspasar la puerta del egocentrismo y entregar tu soledad como ofrenda por los demás, por la vida en comunidad, por la fraternidad que tiene su origen en esa vida interior. No hay fraternidad sin espiritualidad. No hay solidaridad sin mística. No hay equipo sin tener raíz y madera propia.
Muchos hombres y mujeres, a lo largo de la historia, aprendieron a vivir en soledad, es más, aprendieron a fundar en soledad, a edificar fraternidad desde la soledad, a construir comunidad universal desde su yo profundo y su entrega personal.
Un ejemplo muy cercano:
José Martí, al escribir para los niños cubanos, su revista “La Edad de Oro”, quiso presentarles la vida de un sacerdote, Fray Bartolomé de Las Casas, quien es recordado hoy por todos los cubanos y reconocido en muchas naciones como el “Defensor Universal de los Indios”. Este hombre, ahora paradigma de todos los defensores de Derechos Humanos en el mundo, era descrito por Martí de esta forma apasionada:
“Cuatrocientos años hace que vivió el Padre las Casas, y parece que está vivo todavía, porque fue bueno. No se puede ver un lirio sin pensar en el Padre las Casas, porque con la bondad se le fue poniendo de lirio el color (…)Ya en la isla lo conocían todos, y en España hablaban de él. Era flaco, y de nariz muy larga, y la ropa se le caía del cuerpo, y no tenía más poder que el de su corazón; (…)todo lo usaba hábilmente para defender el derecho del hombre a la libertad, y el deber de los gobernantes de respetárselo. Eso era mucho decir, porque por eso quemaban entonces a los hombres(…) porque los hombres suelen admirar al virtuoso mientras no los avergüenza con su virtud o les estorba las ganancias; pero en cuanto se les pone en su camino, bajan los ojos al verlo pasar, o dicen maldades de él, o dejan que otros las digan, o lo saludan a medio sombrero, y le van clavando la puñalada en la sombra. El hombre virtuoso debe ser fuerte de ánimo,y no tenerle miedo a la soledad, ni esperar a que los demás le ayuden, porque estará siempre solo: ¡pero con la alegría de obrar bien, que se parece al cielo dela mañana en la claridad!” (José Martí, La Edad de Oro. El Padre Las Casas. O.C. Volumen 18, p. 440-448).
Un ejemplo universal y trascendente:
Jesús de Nazaret, se pasó su vida en relación con los demás, formó un equipo de doce, nucleó a mujeres y pobres, fue recibido el Domingo de Ramos por la multitud de siempre, esa que el viernes de esa misma semana lo condenaba con el repudio de “crucifícalo”, que se repite en todas las lenguas y circunstancias en todos los tiempos. En la última cena eran doce; horas después, en el Huerto de los Olivos eran tres y se quedaron dormidos; al lado de la Cruz solo estaban su madre, la Magdalena, otra mujer y uno solo de los doce apóstoles, Juan.Para el mundo, ese quedarse solo, aislado, sin grupo, condenado por los jerarcas de su antigua religión y por el Procurador romano, era el fin, la debacle.
Ante la muchedumbre vociferante, Pilato lo presentó así: “Ecce homo”, “He aquí el hombre”, sin saberlo estaba describiendo lo que es la inefable plenitud de un hombre solo, para la mentalidad del mundo era el fracaso de Jesús y el triunfo del Poder. Pero Jesús había aprendido a vivir del Espíritu, en el Espíritu, en profunda relación con su Padre en Dios. Sin embargo, nos amó hasta el extremo y aún quiso dejarnos la lección de la total soledad: “Cerca de las tres de la tarde, Jesús gritó con fuerza: ¡Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado! Y entonces Jesús entregó el espíritu.” (Mateo, 45-50).
Este es llamado por los místicos “El Grito”. Es la culminación de la soledad fecunda, del abandono preñado de resurrección. Y, en efecto, al tercer día en la madrugada del domingo, todo comenzó de nuevo y allí solo había una mujer, la Magdalena, otra condenada y aislada por el mundo. Luego, poco a poco, regresó Pedro, y luego los once otra vez reunidos en Pentecostés con María, la madre de Jesús… y así, se fue tejiendo una nueva comunidad, en parte, con los mismos que huyeron… todo ser humano tiene derecho a rectificar, a volver a empezar. Y así, paso a paso, sin estridencias ni aparataje, aquel pequeño grupo fue creciendo hasta formar la Iglesia de hoy con miles de millones de discípulos y comunidades alrededor del mundo, con sus luces y sus sombras, pero viva, perseverante y servidora.
La soledad únicamente es fracaso y aislamiento cuando el hombre solo no tiene vida interior, no conserva el ovillo con los hilos sanos de su proyecto de vida, cuando se enquista y no se entrega confiado, incluso, al aparente abandono de Dios. Los poderes de este mundo deberían de tener cuidado no sea que, aislando y cultivando soledad, cosechen nueva vida, nuevos equipos, grupos de la sociedad civil, nuevas comunidades y naciones dando a luz fraternidad, libertad, justicia y prosperidad. Ni Pilato, ni Caifás, ni siquiera Pedro el que lo negó, podían comprender la fecundidad de la soledad preñada del Espíritu de Dios. A veces no tenemos luz larga para comprender la fuerza interior de “esa alegría de obrar bien, que se parece al cielo de la mañana en claridad”, de la mañana de la primera Resurrección, de la mañana de la resurrección de cada hombre y mujer cuando asumen su soledad, de la mañana de la resurrección de Cuba.
Pidamos que ese Espíritu, que renueva todo y hace nuevas todas las cosas, dé a luz para cada cubano en soledad y para nuestra querida y sufrida nación, un futuro de resurrección para todos, aunque en esa primera madrugada de la libertad, la vida encuentre a un solo cubano o cubana,junto al sepulcro, vacío ya de nuestros sufrimientos, abandonos y muertes, convertido en recinto de luz y de paz, anunciador del nuevo día.
Hasta el próximo lunes, si Dios quiere.
Dagoberto Valdés Hernández (Pinar del Río, 1955).
Ingeniero agrónomo. Premios “Jan Karski al Valor y la Compasión” 2004, “Tolerancia Plus” 2007, A la Perseverancia “Nuestra Voz” 2011 y Premio Patmos 2017.
Dirigió el Centro Cívico y la revista Vitral desde su fundación en 1993 hasta 2007.
Fue miembro del Pontificio Consejo “Justicia y Paz” desde 1999 hasta 2006.
Trabajó como yagüero (recolección de hojas de palma real) durante 10 años.
Es miembro fundador del Consejo de Redacción de Convivencia y su Director.
Reside en Pinar del Río.