Entre la lealtad total a un régimen autoritario y la disidencia abierta, se encuentra la disonancia, un término utilizado a menudo en psicología (la “disonancia cognitiva”) pero definido aquí, desde una perspectiva política, como un uso innovador de la expresión pública que prueba la tolerancia del gobierno para la inortodoxia.
El método utilizado por la disonancia se puede resumir de la siguiente manera: busca ampliar el vocabulario utilizado para reflexionar y discutir sobre cultura y asuntos públicos, sin desafiar directamente la narración maestra (master narrative) o meta-política. El resultado es un tipo peligroso de expresión y actividad que explora las fronteras de lo permisible, sin cruzar un punto de no retorno fuera del juego.
Los grupos disonantes de hoy son acosados por el Estado y atacados por una falange de blogueros oficiales, que insisten en exponerlos como disidentes de buena fe y agentes plattistas de la contrarrevolución. Son algo tolerados, sin ser reconocidos como organizaciones públicas legítimas, por lo que sobreviven como empresas semiclandestinas. Muchas son visibles en el extranjero (de hecho más visibles que en casa), donde sus líderes pueden (aunque no siempre) viajar y participar en foros y conferencias, auspiciados por entidades extranjeras, en su mayoría universidades y think tanks u ONGs con agendas políticas, como la de Soros. Como fue ilustrado abundantemente el año pasado durante la campaña oficial contra el “centrismo” en Cuba, aceptar cualquier tipo de apoyo desde el extranjero, incluso como una invitación a participar en una conferencia (es decir, no como salario o donación a sus organizaciones), inmediatamente proporciona al gobierno la prueba incriminatoria de ser quinto columnista.
La conclusión natural de la disidencia es la cárcel o el exilio. La disonancia puede también llevar a los mismos resultados, pero también al “exilio interno” (insilio), lo cual puede ser más o menos permanente o de gran alcance. Los actores disonantes saben jugar un juego de gato y ratón con los censores, un juego que puede dar frutos, incluso para el régimen. En otras palabras, un desafío clave para todos los gobiernos autoritarios, incluyendo los más totalitarios, es la gestión de la disonancia.
Las líneas que separan la disonancia de la ortodoxia y la disidencia son elusivas y pueden cambiar, hasta un punto. Bajo cualquier régimen autoritario, los actores saben donde hay una línea roja absoluta en el caso de Cuba, por ejemplo, la naturaleza socialista del régimen es constitucionalmente “irrevocable” y no se puede cuestionar públicamente la asociación oficial y metonímica con la nación y la ubicua Revolución.
Distancia frente al irrealismo socialista
Es bastante típico de cualquier régimen autoritario tener una línea oficial fácilmente reconocible, caracterizada por una celebración absurdamente boyante de sus jefes políticos. Sin embargo, mientras Granma o la Mesa Redonda son ejemplos de kitsch propagandísticos, revistas culturales como La Gaceta de Cuba o la revista de ciencias sociales Temas disfrutan de un espacio cerrado para apartarse de las narrativas oficiales de corte irrealista socialista, para a veces acercarse a la disonancia.
A lo largo de los años, líderes de la Revolución han retado a periodistas a ser más críticos, invitándoles a explorar el límite de la tolerancia oficial a la disonancia. Los periodistas (en medios oficiales) saben muy bien: buscar esa “línea” que no causa más que problemas. Así que prefieren no apartarse del irrealismo socialista, sabiendo muy bien qué es exactamente lo que se espera de ellos. Si bien los líderes demócratas pueden celebrar la prensa libre y reconocer ocasionalmente el valor de los medios críticos, ninguno de ellos siente la necesidad de pedir más críticas a los medios de comunicación. Solo bajo dictaduras encontramos líderes políticos lamentando la timidez de los periodistas.
Fui testigo de un buen ejemplo de esta aversión al riesgo durante la pasada reunión de la Latin American Studies Association (LASA) en Barcelona, una asociación académica históricamente muy simpática al régimen cubano. Un panel de estudiosos cubanos, incluyendo intelectuales con capacidad crítica como Juan Jorge Valdés Paz, Rafael Acosta de Arriba y Julio César Guanche Zaldívar, presentó reflexiones sobre el tema “Cómo investigar en Cuba” sin jamás mencionar el problema central y determinante de la investigación en la Isla: la ausencia casi total de libertad académica. La compañera que les atendía hizo un buen trabajo.
La evolución de la disonancia en Cuba desde la revolución 1959 sigue la evolución de la censura en general. A través de varios períodos de “apertura” y “cierre” del espacio político, individuos y grupos disonantes han sido tolerados (o no). Bajo el gobierno de Fidel, tres notorios “golpes” sacudieron a la disonancia: El Caimán Barbudo bajo la dirección de Jesús Díaz (1966-1967), Pensamiento Crítico (febrero 1967 a junio de 1971), y el Centro de Estudios sobre América (1976-1996). A pesar de la mitología sobre lo poco ortodoxos que eran estos grupos (especialmente Pensamiento Crítico), su nivel de disonancia era mínimo. Simplemente perdieron la competencia por el reconocimiento por el poder en estos momentos particulares.
Disonancia como espada de doble filo
La disonancia es experimental para sus practicantes, pero también para el régimen. La apertura a la disonancia presenta riesgos: ¿Qué pasa si los actores desarrollan una ambición de expresarse siempre más libremente? Cerrar el espacio para la expresión pública también presenta riesgos: eliminar la disonancia por completo, con altisonante represión, solo alimenta la disidencia y devasta la creatividad. Gobiernos auto-llamados revolucionarios necesitan un campo cultural dócil pero activo. En resumen, el juego de la disonancia puede ser rentable pero también riesgoso tanto para los actores como para el mismo régimen.
Si bien los disidentes solo pueden encontrarse en países no democráticos, también se encuentran actores disonantes en las democracias. Siempre hay paradigmas y ortodoxias dominantes para desafiar, bajo cualquier sistema: mitos nacionales, rectitud política, paradigmas culturales y artísticos. Mientras que en los países democráticos la disonancia puede ser un motor para la creatividad, el cambio y el progreso, su efecto en los países no democráticos es ambiguo porque puede cortar de ambos lados: nutriendo los enclaves de libertad y fomentando el cambio, o proporcionando una “válvula de puerta” útil para el sistema. La famosa cita de Lampedusa encapsula bien esta aparente paradoja: “para que las cosas permanezcan igual,” dice uno de sus personajes en su novela Il Gatopardo, “las cosas tendrán que cambiar”. Cambiar, o “abrir” el campo cultural para mejor controlar y desactivar la oposición verdadera, recompensar (o no castigar) la crítica tímida, tantas estrategias muy en sincronías con el nuevo autoritarismo del siglo XXI.
Algunos consideran a Temas y Último Jueves como un grupo disonante, pero aunque ocasionalmente ofrecen una tribuna a voces disonantes (sobre todo la socióloga Mayra Espina), algunas de las cuales también contribuyen a Cuba posible (ej. Julio César Guanche), es sobre todo una publicación oficial dirigida por una persona de confianza del poder, el científico social Rafael Hernández. Muchos de los colaboradores de Temas (y de hecho su director) fueron “supervivientes” del Caimán Barbudo (época Díaz), Pensamiento crítico y CEA. Esto sugiere continuidad en la disonancia. Y, sin embargo, esta continuidad de las disposiciones es eclipsada por una discontinuidad de los contextos. Si la alabanza de Díaz para la Nueva Política Económica de Lenin resultó ser disonante en su único artículo publicado en Pensamiento crítico, probablemente no habría sido considerada así en los últimos veinticinco años. Lo que pasa como disonante hoy podría haber sido fácilmente interpretado como una disidencia a secas en la década de 1970.
Los grupos disonantes en la Cuba de hoy tienen en común que se comprometan a “cambiar”, pero como se apresuran a señalar, un cambio pacífico y de consenso, sin una contestación explícita de la ideología dominante y sin confrontación abierta con el régimen. Todos anclan su búsqueda de la aspiración en el legado de José Martí y el Etre Suprême “La Revolución”, a lo mejor, con niveles variables de convicción. Ninguno son públicamente conservadores, derechistas o liberales, ya sea por convicciones o por táctica (estas opciones ideológicas no están permitidas públicamente en Cuba).
De hecho, el espectro ideológico de la disonancia en Cuba va más o menos de la democracia cristiana, al estilo latinoamericano (es decir, el centro o la izquierda del centro), a la economía socialista de mercado al estilo de Vietnam, con el populismo izquierdista y los residuos de la socialdemocracia en el medio. Uno sospecha que muchos acogerían con agrado una liberalización más profunda de la economía y la democratización política, pero abogar explícitamente por esas opciones constituye un desafío directo y explícito al régimen. En otras palabras, para permanecer en el juego, la disonancia bien puede ser disidencia en modo de supervivencia, un modo que es su propio fin, hasta que las reglas del juego cambien. (Suena como el título de un libro de Tomás Borges: La paciente impaciencia).
La crítica verdadera “dentro de la revolución” es en última instancia imposible, porque “oposición leal” no existe en la nueva lengua cubana. O como un historiador cubano lo puso en Cubadebate (5 de junio) durante el agotador “debate” sobre “centrismo”, durante el verano de 2017: “no debemos tenerle miedo al debate. Además, no podemos ni debemos temerle a la llamada ‘oposición cubana, la cual no existe…” Paciencia impaciente, imposible posibilidad, convivencia con enemigos de la convivencia; parece que la rica lengua castellana no alcanza para capturar la ambigüedad y la mezcla de lucidez y de esperanza ciega que anima la disonancia en la Cuba de hoy.
Yvon Grenier.
Profesor del Departamento de Ciencias Políticas.
Facultad de Artes. St. Francis Xavier University, Nova Scotia, Canadá.