Confieso que nunca había leído tan detalladamente una Carta Encíclica. No creo que haya sido porque en tiempos de confinamiento algunos creen que estamos más libres para hacer lo que antes no hacíamos. Siempre tengo muchos textos pendientes y no tengo tiempo de llegar a ellos; pero con Fratelli tutti, me ha pasado que he disfrutado leyendo cada capítulo como parte de un corpus necesario, donde he venido a buscar una frase oportuna, una visión aterrizada (o que he pretendido aterrizar a nuestra realidad) cada semana. Tan solo por eso ya me ha valido la lectura. Me quedo con frases contundentes, enseñanzas para el presente y el futuro cubano, y con una permanente exhortación a vivir la amistad cívica y la fraternidad universal.
En su último capítulo, “Las religiones al servicio de la fraternidad en el mundo”, con un espíritu ecuménico, el Papa Francisco concluye toda la carta realizando un análisis de la vocación de servicio a la que estamos llamados todos: Iglesias de diferentes denominaciones, laicos y ateos. Resalta el papel de la institución y el diálogo entre diversas religiones basado en la diplomacia, la amabilidad y la tolerancia. “Las distintas religiones, a partir de la valoración de cada persona humana como criatura llamada a ser hijo o hija de Dios, ofrecen un aporte valioso para la construcción de la fraternidad y para la defensa de la justicia en la sociedad” (F.T. No. 271).
En estos tiempos de preparación para la Navidad, y de dolor en Cuba porque un puñado de sus hijos sufre y clama por los más elementales derechos humanos, espero y deseo que como dice el Evangelio, en medio de estas tinieblas veamos una gran luz. La luz del amor y la unidad, la luz del perdón y la reconciliación, la luz de la esperanza y el amor que no defrauda a quienes luchan por la verdad. Una verdad trascendente: todos somos hijos de Dios, iguales en dignidad y derechos, unidos por el amor. El Papa san Juan Pablo II, en su Carta Encíclica Centesimus annus (1991) que el Papa Francisco también cita, nos motiva a la reflexión sobre la identidad, y su relación con la dignidad inalienable: “Si no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o nación, los contraponen inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los derechos de los demás. […] La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por tanto, en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, imagen visible de Dios invisible y, precisamente por esto, sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, el grupo, la clase social, ni la nación o el Estado. No puede hacerlo tampoco la mayoría de un cuerpo social, poniéndose en contra de la minoría”.
En esa búsqueda constante de la fraternidad y destierro de todo tipo de exclusión, aun cuando algunos piensan que las minorías pueden ser golondrinas que no hacen primavera; u otros buscan la quintaesencia más allá de los claros objetivos de un movimiento, un grupo social, una asociación independiente, etc., la voz de las minorías puede ser guía en el camino de luz al que estamos llamados para transitar, juntos y salvando las identidades. Por estos días vuelven a ser las redes sociales verdaderos campos de batalla. ¿Cuándo dejaremos de verlo todo desde el mismo cristal polarizador que divide, divide y divide? Pareciera convertirse todo en un problema con una sencilla solución: un criterio rápido, mecánico, y muchas veces altamente condicionado por los intereses propios, que dice estar a favor o en contra. En esta división constante no hay equilibrios intermedios, y en pocas ocasiones espacios para el discernimiento antes de lanzarse al pronunciamiento. Debemos estar claros que nuestra misión en la tierra, como hemos sido hechos a imagen y semejanza de Dios, es la permanente búsqueda de la verdad, el ejercicio del bien y el amor al prójimo como a uno mismo. Tender la mano amiga, solidarizarse con las causas nobles, ponerse del lado del que sufre, que muchas veces nos representa o nos sentimos identificados con él, es buscar a Dios en el rostro de nuestros hermanos. Y “buscar a Dios con corazón sincero, siempre que no lo empañemos con nuestros intereses ideológicos o instrumentales, nos ayuda a reconocernos compañeros de camino, verdaderamente hermanos. Creemos que «cuando, en nombre de una ideología, se quiere expulsar a Dios de la sociedad, se acaba por adorar ídolos, y enseguida el hombre se pierde, su dignidad es pisoteada, sus derechos violados” (F.T. No. 274).
Es cierto que el mundo está en crisis. Es cierto que Cuba está en crisis. Pero más allá de la crisis sanitaria, que pasará si Dios quiere, o de la crisis económica, que dependerá de las estrategias que puedan desarrollar los expertos y los gobiernos, es preocupante esa crisis que vivimos en lo global y lo particular referida a los valores. Esa crisis que atrinchera en lugar de hacer hermanos, que excluye en vez de juntar, que evita la fusión y el respeto a lo diferente, por no contaminarse y “salvarse” de lo que podría ser mal visto. Cuando un pueblo confunde a su Dios con nuevos mesianismos algo se fractura en la esencia humana, el intrincado rompecabezas del alma pierde una ficha difícil de recuperar, y la conciencia se anestesia y aleja de los valores, que son el fundamento de la convivencia pacífica, civilizada y plural.
La Iglesia es madre, y como madre no abandona, sostiene la esperanza y acompaña en el camino de la vida. Por ello muchos acuden a ella como puente en ese tránsito, porque se reencarna en todos los rincones, porque en nombre de la libertad religiosa debe acompañar a todo el que sufre, ser voz de los que no tienen voz, escudo de los oprimidos y propulsora de la paz. El Papa Francisco rememora su homilía durante la Santa Misa en El Cobre, durante su visita a Cuba en 2015: “queremos ser una Iglesia que sirve, que sale de casa, que sale de sus templos, que sale de sus sacristías, para acompañar la vida, sostener la esperanza, ser signo de unidad […] para tender puentes, romper muros, sembrar reconciliación”.
“Si la música del Evangelio deja de sonar en nuestras casas, en nuestras plazas, en los trabajos, en la política y en la economía, habremos apagado la melodía que nos desafiaba a luchar por la dignidad” (F.T. No. 277). El amor de Dios es universal. “El amor de Dios es el mismo para cada persona sea de la religión que sea. Y si es ateo es el mismo amor” (F.T. No. 281). En tiempos de balances, donde se evalúa mucho la relación costo-beneficio, o se cuestiona la efectividad de una acción específica, no lo dudemos: “la única ganancia es la de la paz. Cada uno de nosotros está llamado a ser un artesano de la paz, uniendo y no dividiendo, extinguiendo el odio y no conservándolo, abriendo las sendas del diálogo y no levantando nuevos muros (F.T. No. 284).
Como un llamamiento de paz, justicia y fraternidad el Papa concluye esta importante encíclica, con una oración cristiana ecuménica, que en estos días de Cuba cobra, quizá, un sentido superespecial:
- Ven, Espíritu Santo,
- muéstranos tu hermosura reflejada en todos los pueblos de la tierra,
- para descubrir que todos son importantes,
- que todos son necesarios,
- que son rostros diferentes de la misma humanidad que amas.
- Amén.
- Yoandy Izquierdo Toledo (Pinar del Río, 1987).
- Licenciado en Microbiología.
- Máster en Bioética por la Universidad Católica de Valencia y el Centro de Bioética Juan Pablo II.
- Máster en Ciencias Sociales por la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, España.
- Miembro del Consejo de Redacción de la revista Convivencia.
- Responsable de Ediciones Convivencia.
- Reside en Pinar del Río.