Uno de los efectos de la crisis ocasionada por la pandemia del Coronavirus, quizá uno de los más notables, es el incremento de la violencia. Hacer cotidiana esta actitud no debe conducir a la adaptación que siempre llega ante los fenómenos a los que se enfrenta la especie humana. Tolerar la violencia no es tolerar las largas filas para comprar el pollo, el aceite o los escasos productos de aseo. No tienen comparación estos hechos, aún tratándose de desagradables momentos y difíciles mecanismos por los que ha tenido que pasar el ciudadano de a pie en estos largos meses. La violencia es inadmisible, venga de dónde venga. La violencia descalifica a toda persona que la practique, no es un recurso válido en las relaciones humanas, ni una regla permitida.
La violencia es un síntoma de pérdida de los principales resortes morales que mueven la esencia humana. Coloca a quien la practica en una posición desventajosa, al generar miedo y no respeto, o más violencia, como se ha visto en muchos casos últimamente. Al permitir que se cuele en el estilo de vida personal, la violencia cala hondo como si se tratara de la adicción a una droga. Luego todo se resuelve haciendo uso de ella, se entra en una espiral que arrastra a quien no se mantiene firme y la destierra; o lo que es peor, crece de modo exponencial.
Actitudes de violencia, ya sea física o verbal, tenemos a diario, desde las largas filas, controladas por oficiales del orden, con todos los eventos que suceden en ellas producto de la desesperación por la escasez de alimentos y el racionamiento, hasta las discusiones entre vecinos en la misma cuadra. Lo más preocupante y dañino es no darse cuenta que tan violento es un golpe físico en una fila, como una discusión callejera por un turno para el pollo, o porque la anciana del barrio solicita que pasada la medianoche no haya música alta en la acera. Y cuando pasa el tiempo, y se sigue practicando y haciendo común un hecho que no es normal, o justificándolo, se termina socializándose un comportamiento extrínseco a la esencia humana, indigno de cada persona y que no puede ser permitido cuando existen el respeto y el diálogo también como legítimos recursos.
Cuando veo en televisión en la emisión estelar el “juicio ejemplarizante diario”, e incluso con entrevistas a otros ciudadanos que atestiguan contra la víctima, no dejo de pensar en cuánta violencia se genera, incluso en las dosis de poder que puede otorgar la ley a la ciudadanía, que haga creer que cada uno puede tomar la justicia por su cuenta. Y entonces, como dice una vecina, “porque si el noticiero lo dijo no va a ser mentira”, al día siguiente ya está sembrada la violencia, porque no se habla más de los hechos, sino de que el registro, el decomiso, el allanamiento, la multa, el juicio y cuanto mecanismo se haya ejecutado, es cien por ciento correcto. Algo así como la tendencia maquiavélica de que el fin justifica los medios.
Cuando lees al día dos, tres, cuatro artículos, o consultas la prensa plana, o haces un balance al final de cada noticiero, y te queda ese amargo sabor de consignas, ataques a instituciones foráneas, y hasta personas con nombres y apellidos, se podría estar generando una violencia verbal sin límites. Defender un principio no tiene que hacerse siempre, o en la mayoría de los casos, desde el ataque verbal y constante al adversario o, sencillamente al diferente. Donde hay exclusión, sesgo político, epítetos descalificadores, división en “a favor” y “en contra”, hay violencia implícita. Y esa también es castigable, a pesar de que se crea que la trinchera de ideas es buena por el simple hecho de no rozar lo físico o no ofrecer un golpe, que también los hay.
Cuando hay represión en la calle por parte de las autoridades, o se producen arrestos domiciliarios o vigilancia de las viviendas, o se impide la manifestación pacífica, todo por motivos políticos, también se practica la violencia. Todo puede ser defendido desde la coherencia, el respeto, el raciocinio y sobre todo, la paz.
Quien coarte las más elementales normas de la convivencia, es un abanderado de la violencia. Quien no frena cualquier actitud de este tipo se hace cómplice de ellas. Quien asume como normales, o justifica estas prácticas, cae en el pozo de la violencia, de donde se sale contagiado, más grave que de COVID-19 porque al menos de esta se conoce al agente causal, pero de aquella se entremezcla todo, la causa, el causante y el efector.
Estamos llamados a vivir en la civilización del amor, que no es utopía, ni enajenación de la realidad, ni alienación de las mentes más débiles. Es cerrar la puerta a todo tipo de violencia, es cultivar la rosa blanca para todos. Es no dejarse arrastrar por el ambiente, mantener la paz aún en tiempos de crisis y la certeza de que la no violencia es el método y el camino para la gobernabilidad y la gobernanza a la que está destinada toda nación que piense en sus hijos y sus instituciones, que quiera transitar en paz hacia mayores grados de libertad y responsabilidad.
- Yoandy Izquierdo Toledo (Pinar del Río, 1987).
- Licenciado en Microbiología.
- Máster en Bioética por la Universidad Católica de Valencia y el Centro de Bioética Juan Pablo II.
- Máster en Ciencias Sociales por la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, España.
- Miembro del Consejo de Redacción de la revista Convivencia.
- Responsable de Ediciones Convivencia.
- Reside en Pinar del Río.