Ante una crisis como la generada por la Covid-19, que profundiza otra ya existente y estructural que sufre nuestro país hace décadas, muchas son las preocupaciones, los miedos y la incertidumbre de las personas. A pesar del triunfalismo de los medios oficiales y de la constante propaganda oficial basada en resaltar el “buen actuar” del gobierno y la supuesta efectiva respuesta de este, la maldad de algunos cubanos “mal intencionados” que quieren cambios o divergen de las pautas de actuación dictadas por el gobierno, y los nefastos ataques del enemigo externo, es inocultable la situación actual de crisis, es imposible convencer a la gente de que verdaderamente se está mejorando, y de que las políticas oficiales están logrando el objetivo de potenciar el bienestar social y el desarrollo del país. Hay un divorcio evidente entre discurso y realidad.
Las alarmas ya venían sonando, y con la crisis actual, se hacen más evidentes. La cotidianidad del cubano es la mejor manera de desmentir la propaganda, de entender la realidad del país, de medir la economía, de saber quiénes son los que verdaderamente limitan el progreso de los ciudadanos. Si el gobierno toma decisiones correctas, si se están poniendo todos los esfuerzos para lograr avances que se sientan en la vida cotidiana de la gente, como habitualmente declaran en el discurso, entonces cómo se explica la realidad que en los últimos años han estado enfrentando día a día los cubanos.
El desabastecimiento en los comercios y las dificultades que ello genera para la alimentación de la población, es sin dudas, la cara más visible de los problemas económicos del país. Pero a ello se suma el déficit habitacional, el hacinamiento, las viviendas en mal estado, otra de esas facetas mediante las que se expresa nefastamente la situación del país. La salud y la educación, banderas de la revolución, padecen severas restricciones de infraestructura, han sufrido menguas en cuanto a los niveles de calidad y acceso en las últimas décadas, y cuentan con insuficiente personal, el que a la vez se encuentra a menudo profundamente desmotivado. Los salarios y las pensiones no alcanzan ni siquiera para la alimentación, pierden cada vez más poder adquisitivo, y obligan a la dependencia de otras fuentes de ingresos legales o no. La lista es mucho mayor, podríamos ir -uno por uno- analizando diferentes aspectos de la cotidianidad del cubano de a pie, y la realidad muestra crisis.
No obstante, en el noticiero no hay problemas, o los problemas que hay son externos o coyunturales. Dos meses después de confirmados los primeros casos en Cuba por coronavirus, se sigue culpando a los ciudadanos que acuden al mercado negro para abastecerse, a los que acaparan o revenden productos, a los que buscan su beneficio propio, a los que cobran precios excesivos, etc., lo que no es más que mirar la superficie de los problemas, la punta del iceberg, y no representa en lo absoluto la solución que demandan los problemas económicos. La corrupción en Cuba es una consecuencia directa de un sistema ineficiente, incapaz de satisfacer las demandas de los consumidores, y con instituciones altamente burocráticas, parasitarias y encaminadas a mantener el control y generar beneficios solo para los que están en el poder, es por ello por lo que los ciudadanos acaparan, revenden, roban y hacen lo que puedan para sobrevivir, posturas cuestionables éticamente pero que son consecuencias y no causas de los problemas. Así mismo, se sigue culpando al embargo y cuanto pretexto sea posible encontrar, para mirar hacia otro lado y no mover las palancas que dependen de nosotros mismos, pero que la élite gobernante y beneficiada con el sistema actual no quieren tocar. Es obvio que resulta más conveniente para las autoridades esta actitud simplista, antes que generar reformas que vayan a la raíz de los problemas económicos y sociales, y que transformen la vida de los cubanos para bien.
Han pasado dos meses desde que llegó la pandemia a Cuba, y hasta ahora, el gobierno no anuncia reformas estructurales, no da pasos que incluso proponen en su discurso oficial, sino que opta por gestionar la crisis, y culpabilizar a la corrupción y el enemigo externo de los problemas. Mientras tanto, las condiciones de vida se deterioran, los niveles de bienestar social disminuyen, los problemas estructurales se agravan, la gente sufre, y los pocos que se benefician del sistema político y económico actual disfrutan del sacrificio de todo un pueblo. Se está jugando con la vida de la gente, se está jugando con el futuro de la nación. La pregunta es ¿hasta cuándo será posible?
Jorge Ignacio Guillén Martínez (Candelaria, 1993).
Laico católico.
Licenciado en Economía.