Jueves de Yoandy
En estos tiempos me he familiarizado más con la obra de Karol Wojtyla, Juan Pablo II desde 1978. La centralidad de su pensamiento estuvo dirigida a la dignidad de la persona humana. Todo lo referente a las relaciones interpersonales, la formación de la familia, la defensa de los Derechos Humanos y las cuestiones ético-morales. Sin embargo, hay dos ejes centrales en su pensamiento, difíciles de separar e imposibles de no tener en cuenta por su trascendencia para la vida de todos: la libertad y el amor. De hecho, su antropología, que es de corte personalista, está sostenida en esos dos fuertes pilares que son la libertad y el amor.
La experiencia de la libertad, o más bien de la falta de libertad, fue una cicatriz honda en la vida del Papa polaco que sufrió la invasión nazi y la invasión soviética en su madre Patria en los compases de la segunda guerra mundial. Los efectos del totalitarismo que vivió el poeta, el dramaturgo, el filósofo y después el pontífice, condicionaron indudablemente el modo de pensar y de actuar respecto a todo sistema que atente contra la dignidad de la persona humana. La libertad es un don sagrado y un atributo que nos asemeja al Creador. Elegir el camino del bien o del mal es parte del ejercicio de la libertad de toda persona. Educar la conciencia por los caminos de la rectitud, la verdad y la certeza es el condicionante moral que nos hace responsables de la bondad de los actos que desarrollamos. Juan Pablo II centra su estudio filosófico sobre el papel de la experiencia en la persona humana, es decir, la persona se plenifica en la acción; a través de ella se conoce, integrando los aspectos psíquicos con los aspectos somáticos de la actuación humana, en unas relaciones hacia el otro y hacia sí mismo.
La libertad, entendida en clave cubana, y que nos une a la experiencia totalitaria del pueblo polaco, es lo más grande que nos queda para vivir plenamente nuestro más sagrado atributo que es la dignidad humana. Y todo lo que de ella se deriva: deberes y derechos, virtud y trascendencia, don y tarea. Cada vez que escucho a un coterráneo decir que nos han robado hasta la libertad, me doy cuenta de la magnitud del analfabetismo ético y cívico que padecemos. Nos han privado de la formación ética en sentido estricto, y de la ética cristiana, desgraciadamente, no nos han educado para la vida en libertad. Es la asignatura pendiente de la formación humana porque es la clave para echar a volar de forma autónoma con la libertad de nuestro cerebro y de nuestro corazón y eso, en sistemas autoritarios, es un arma de doble filo para el poder imperante que se sostiene y prefiere al hombre-masa antes que una persona libre, responsable, servicial, comprometida con el rol social y el momento histórico que le ha tocado vivir.
Por otra parte, el amor siempre estuvo presente en las reflexiones del Papa Wojtyla, bien abordándolo explícitamente en sus diferentes manifestaciones o en sentido amplio, supremo, redentor. En su libro “Amor y responsabilidad”, escrito en 1960, se abordan variadas temáticas relacionadas todas con el amor humano, entendido como la plenitud de las relaciones humanas. Sin embargo, me gustaría resaltar un elemento que, según la enseñanza que emana del magisterio de San Juan Pablo II, se torna esencial para la salud de las relaciones humanas desde la base, y traspasa el ámbito del amor, para llegar a aquellas especialidades de las ciencias que experimentan con la persona humana.
Esta idea central establece que el amor debe ser purificado de todo carácter utilitario, es decir, despojado de cualquier interés para que pueda ser verdadero. Debe alimentarse en la cotidianidad y expresarse en la sinceridad, la sencillez y el cultivo constante de la bondad, tanto para el prójimo como para uno mismo. Ahí radica el misterio del amor: darnos a los demás, traspasar el eros griego para llegar al ágape que nos propone el evangelio. Aquí el amor es visto como donación y no como adquisición. La persona humana se crece cuando se da, cuando se complementa con el otro, porque encuentra en el otro, en los demás, la realización plena de su ser.
El amor significa estar dispuestos a vivir, por libre elección, en una comunión de personas. Y si el hombre necesita la vida en comunión para vivir, necesita por tanto del amor para convivir.
Trabajemos constantemente en función de engendrar una civilización que nazca de la verdad y del amor. Son propuesta y camino. La libertad de los hijos de Dios nos permite transitarlo. ¡Adelante!
Yoandy Izquierdo Toledo (Pinar del Río, 1987).
Licenciado en Microbiología por la Universidad de La Habana.
Máster en Bioética por la Universidad Católica de Valencia y el Centro de Bioética Juan Pablo II.
Máster en Ciencias Sociales por la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, España.
Miembro del Consejo de Redacción de la revista Convivencia. Responsable de Ediciones Convivencia.
Reside en Pinar del Río.