Precios topados, ¿otra vez?

Por José A. Quintana de la Cruz

Puesto de venta ambulante. Foto de Rosalia Viñas Lazo.

Puesto de venta ambulante. Foto de Rosalia Viñas Lazo.

Cuando el estado pone un límite máximo (tope) a la elevación de los precios está ejerciendo el poder, para bien o para mal, de intervenir en la economía. En la última sesión de la Asamblea Nacional de 2015, airadas voces de diputados urgieron al gobierno a tomar medidas para impedir la subida de los precios de los alimentos. No es extraño que así fuera dadas las exorbitantes cifras a que llegaron a venderse los productos de la agricultura. Una libra de malanga llegó a costar 11 pesos. Pero la protesta no debió focalizarse solo en los concurrentes privados del embrionario mercado cubano. Hubiese sido necesario que se extendiese contra los precios de todos los productos y servicios que el estado vende en sus cadenas de tiendas. No solo los carretilleros venden caro (muy caro), el estado hace lo mismo. Ambos procederes, como veremos después, son efecto de la misma causa principal.

 

En las anteriores oportunidades en que se toparon los precios de los productos agrícolas el resultado fue la creciente disminución de los mismos en las estanterías. Los precios, además de señal de aviso económico, son estímulos para productores y distribuidores. Cuando estos sienten que su esfuerzo no es recompensado cesan o enlentecen su actividad. De las experiencias anteriores el gobierno tomó nota y concluyó que en las áreas en las que el comercio funcionara regulado por la oferta y la demanda, serían estas fuerzas las que determinaran los precios. El estado contaba con la producción creciente de sus empresas para liderar la oferta y forzar los precios a la baja. Para ello debía acceder a niveles de eficiencia que le permitieran aumentar los rendimientos por unidad de área y abatir los costos unitarios de los productos. Todo esto suponía disponibilidad de recursos, inversiones y circunstancias naturales favorables. En la última sesión de la Asamblea Nacional de 2015 se constató que no se cumplieron tales expectativas y de ahí las propuestas de resolver mediante compulsión administrativa lo que no pudo ser logrado por medios económicos. Así, del viejo pañol de herramientas extraeconómicas, se extrajo la fijación de topes a los precios.

 

La oferta y la demanda son balanceadas por precios denominados de equilibrio. Si la demanda es grande y la oferta es raquítica como es nuestro caso, los precios suben. Por el contrario, bajan si la oferta supera a la demanda como sucede en los picos de cosecha de mango y tomate. Pero precio de equilibrio no es sinónimo de precio bajo, alto ni justo. Es sencillamente el (o los) precio que permite que la producción y los servicios ofertados sean asimilados por la demanda existente de los mismos, es decir, que hace posible que el dinero que tienen los demandantes sea suficiente para comprar la oferta, dicho en lenguaje popular.

 

Los precios de equilibrio no balancean todas las necesidades sociales con la oferta de bienes y servicios. No es la demanda social total la que se equilibra, sino la solvente. El que no tiene dinero no forma parte de la demanda. Los insolventes, o son salvados o subsidiados por la seguridad social publica o privada y por la caridad de entidades generosas, o son descartados socialmente. A ellos se refería el Papa Francisco cuando hablaba de la economía del descarte.

 

El precio justo es una noción romántica, ambigua y absurda. Útil para la retórica política pero imposible de instrumentar. Los precios que unos consumidores consideran justos o aceptables otros los aprecian contrariamente. Sin hablar de que lo que es justo para el consumidor puede resultar insoportable para el productor o viceversa. Las personas, como demandantes, muchas veces ignoran que el criterio de justicia que aplican a un precio nace del poder de compra de su bolsillo, lugar inhóspito para la conciencia moral. Los que dejaron de comer coles cuando el repollo comenzó a costar 10 pesos consideran este precio injusto. Los que lo pueden pagar lo consideran tolerable o bueno, y hasta teorizan acerca de la sabiduría del mercado.

 

Los hacedores de la política tributaria del país confiaron hace unos años en que otorgándole privilegios fiscales a los vendedores privados de alimentos agrícolas y a las cooperativas lograrían mejorar la oferta en cuanto a cantidades y precios. Olvidaron que el principal estímulo que mueve a un empresario en el mercado es la maximización de la ganancia y que dado que esta es la regla, las honorables excepciones estarían ante la disyuntiva de quebrar o pasarse a regañadientes al otro bando. Hace más de doscientos años Adam Smith, el padre del liberalismo, escribió: “…no es de la generosidad del panadero, del carnicero o del zapatero que debemos esperar nuestra cena, sino de su interés personal”. Ni los pequeños privilegios fiscales ni la contención de los precios mediante topes han mejorado significativamente la mesa del cubano de a pie. ¿Qué habría que hacer para lograrlo?

 

Solo una oferta amplia y sostenida de productos obligará los precios a la baja. Una oferta producida con eficiencia por productores que compitan lealmente entre sí. Competencia entre todos los concurrentes, entre los privados y entre estos y las cooperativas y el estado. Los ineptos tendrán que abandonar el ruedo. Los exitosos recibirán el premio a su buen trabajo. Y todos, para dar lo mejor de sí, deberán apreciar que están realmente estimulados. En un ambiente así, los acaparadores y los especuladores, figuras inevitables en una economía enferma y que constituyen hoy un problema real para la estabilidad de los precios, pasarán a planos secundarios. Los primeros, irán a medrar en mercados oscuros e insignificantes, y los segundos se mudarán a la bolsa, si tuviesen talento para ello.

 

José Antonio Quintana de la Cruz (Pinar del Río, 1944).

Economista jubilado.

Médico Veterinario.

Reside en Pinar del Río.

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