Política exterior cubana para el siglo XXI: de los unilateralismos a los equilibrios martianos

Por José Gabriel Barrenechea.

1.Un poco de historia y la racionalidad política

Ante los sectores que ostentarían el poder efectivo a partir del 1º de enero de 1959 se abría la posibilidad, en su relación con los EE.UU, de simplemente, volver a la racionalidad política.

Por José Gabriel Barrenechea.

Palacio Presidencial en reparación.
Palacio Presidencial en reparación.
1.Un poco de historia y la racionalidad política

Ante los sectores que ostentarían el poder efectivo a partir del 1º de enero de 1959 se abría la posibilidad, en su relación con los EE.UU, de simplemente, volver a la racionalidad política.

Desde que, durante 121 días, el primer gobierno de Ramón Grau San Martín se había mantenido en el poder desafiando la voluntad norteamericana, el protectorado definido por la Enmienda Platt había sido de hecho, sino de derecho (lo que se alcanzaría a mitad del año siguiente, en mayo de 1934), abrogado. Pero no solo esto conseguiría la Revolución del 30, que de ningún modo puede decirse que se haya ido a bolina; tras ella Cuba habría de lograr avances increíbles para una nación de sus dimensiones, población y recursos. En el orden interno, para no detenernos durante horas en lo estatuido por la Constitución de 1940, aún los gobiernos de Batista o bajo su control, habían dictado a partir de 1936 una legislación obrera, o de respaldo para el pequeño cultivador de caña, el colono, inusual para la región latinoamericana, y que resulta aún más digna de admiración si se conocen las deficiencias intrínsecas del modelo económico cubano basado en la exportación de ingentes cantidades de azúcar morena (que entre otras malhadas consecuencias imposibilitaba mejorar los sueldos de los cortadores de caña, sin hacer al mismo tiempo incosteable el proceso de producción azucarera).

Los gobiernos auténticos, por su parte, no se quedarían atrás. Mencionemos tan solo el diferencial azucarero, que no surgió de la iniciativa del partido comunista o de, en específico, Jesús Menéndez Larrondo, como todavía se le hace creer a los escolares cubanos, sino de la del presidente Grau, que fue quien en definitiva se arriesgó a, conociendo el racismo, y el anticomunismo de la sociedad norteamericana de postguerra, enviar al líder sindical, como un miembro más de la comisión encargada de gestionarlo frente a las autoridades estadounidenses.

Y todo ello se hacía en una nación en que, tras el crack bancario de las “vacas gordas”, en 1920, los mayores intereses económicos del país habían pasado a ser norteamericanos. Actos atentatorios de tales intereses, por tanto, y que en consecuencia, por el solo hecho de haber sido adoptados, demostraban de modo innegable el alto nivel de soberanía que comenzamos a disfrutar a resultas de la Revolución de 1930. Actos que, en definitiva, unidos a la natural laboriosidad del cubano, provocarían que hacia 1958 la industria azucarera, que en 1933 se encontraba mayoritariamente en manos norteamericanas, pasara en lo fundamental a las cubanas, con la favorabilísima relación de 127 centrales cubanos contra 30 norteamericanos, y 68% de lo producido contra 30%.

Pero nuestro alto nivel de autodeterminación se transparenta por sobre todo en la política exterior del período auténtico. Se conoce poco más allá de nuestras fronteras, y nada al interior, pero el hecho es que bajo los gobiernos de Grau y Prío nuestro pequeño país mantuvo una política exterior de potencia regional: Cuba entonces resultó el principal aliado de la Guatemala de Arévalo, tan mal vista por ciertos intereses monopolistas estadounidenses; La Habana se convirtió en el bastión de las fuerzas democráticas del Caribe, en su lucha contra las muchas dictaduras de la región, no pocas veces a contrapelo de los intereses norteamericanos, llegándose a preparar desde aquí expediciones importantes, como la enfilada contra Trujillo en Cayo Confites (es cierto que esta fue desmantelada por las presiones desde Washington, ¿pero, no tuvieron París y Londres, potencias incuestionablemente soberanas, que detener su incursión en Suez de 1956 bajo presiones semejantes…?); e incluso se llegó al extremo de que el Congreso, con apoyo presidencial, se atreviera a querer enviar una comisión destinada a investigar posibles excesos de la represión norteamericana contra la sublevación boricua de 1950, encabezada por Pedro Albizu Campos, ¡y que el propio presidente, Carlos PríoSocarrás, se preocupara por la situación de este último!

Todo ello, entiéndase, se lograba porque nos habíamos ido amoldando a las realistas enseñanzas martianas de cómo debían ser nuestras relaciones con los EE.UU al alcanzar la independencia.Para Martí, el latinoamericano de su tiempo que mejor haya entendido a aquella nación, En los Estados Unidos se crean a la vez, combatiéndose y equilibrándose, un elemento tempestuoso y rampante, del que hay que temerlo todo, y por el Norte y por el Sur quiere extender el ala del águila, y un elemento de humanidad y justicia, que necesariamente viene del ejercicio de la razón, y sujeta a aquel en sus apetitos y demasías, y dada la imposibilidad de oponer fuerzas iguales en caso de conflicto a este país pujante y numeroso, es imprescindible ganarse al segundo elemento, mediante la demostración continua por los cubanos de su capacidad de crear, de organizar, de combinarse, de entender la libertad y defenderla, de entrar en la lengua y hábitos del Norte con más facilidad y rapidez que los del Norte en las civilizaciones ajenas.

Martí, que aún para separarnos de España clamaba por una guerra generosa y breve, no pretendía por lo tanto convertir a su país en un campamento, ni en llevarlo a una guerra suicida contra los Estados Unidos, sino en irlos enfrentando con sus propios elementos y procurar con el sutil ejercicio de una habilidad activa, o sea, con la combinación de la demostración constante de nuestra capacidad como pueblo de vivir en democracia, más una sabia diplomacia, para así conseguir que aquella parte de justicia y virtud que se cría en el país (los EE.UU.) tenga tal conocimiento y concepto del pueblo cubano que con la autoridad y certidumbre de ellos contrasten los planes malignos de aquella otra parte brutal de la población

Y tal se hacía en la Cuba bajo la Constitución de 1940 y antes del cuartelazo del 10 de marzo de 1952: los cubanos demostraban a tal modo que podían vivir en libertad y democracia, que muy difícilmente ningún grupo de poder económico, o político dentro de los EE.UU. hubiera conseguido justificar medidas represivas de peso contra la Isla, a pesar de que la legislación social y laboral,incuestionablemente, perjudicaba los intereses de los primeros, y ciertos aspectos de la política exterior cubana, los de los segundos.

En cuanto al cuartelazo mismo debemos aclarar que de ningún modo puede achacársele a causas exógenas, en específico a los órganos secretos norteamericanos, cual si cabe hacerse en otros muchos golpes de Estado de los ocurridos durante los últimos 66 años de segunda postguerra mundial en América Latina. Lo reconoce hasta un historiador cubano que no ha roto con el gobierno, en un libro suyo publicado en Cuba en el 2005, Newton Briones Montoto en su “General Regreso”, toda una joya que describe paso a paso el proceso de elaboración del golpe y que desgraciadamente nuestras editoriales gubernamentales, tan dadas a las reimpresiones, no se han atrevido a reponer en sus librerías, a pesar de que la tirada de 1500 ejemplares muy pronto se agotó.

Pero podemos afirmarlo, ya no basándonos en criterios de innegable autoridad intelectual, sino en el más puro sentido común, y en el conocimiento de ciertas características estables de los modos de actuación políticos de los norteños durante la Guerra Fría: aún mediante operaciones encubiertas, el elemento rampante y tempestuoso solo ha podido arrastrar al de humanidad y justicia a intervenir allí donde era claro, o en todo caso altamente posible, el avance de los comunistas. Situación que, sin embargo, no se daba en la Cuba de finales de los 40’ y comienzos de los 50’. Solo cabe recordar que el partido comunista, el Partido Socialista Popular (PSP), había visto cómo las masas le retiraban su ya escaso apoyo histórico durante el período auténtico: si para las elecciones de 1948 había obtenido 142 972 votos, para menos de un 6% del padrón electoral, en las reorganizaciones de partidos de noviembre de 1949 y 1951, obtuvo respectivamente 126 524 y 59 000.

Por último, pretender que los norteamericanos promovieron el golpe para detener la segura victoria del Partido Ortodoxo, resultaría propio para hacer batir la mandíbula. Porque preguntémonos: ¿le temerían los “yanquis” al partido de Chibás, quien era el más implacable enemigo del comunismo en Cuba, por demás el único de los políticos cubanos de primera fila que se había opuesto a la ayuda a la Guatemala de Arévalo, o al envío de la mencionada comisión parlamentaria a investigar lo ocurrido durante la sublevación de los independentistas puertorriqueños en 1950…?

En cuanto al reconocimiento que en un final los norteamericanos le terminarían dando al gobierno de facto de Batista más de un mes después, cabe comprender que fue la mejor de las actitudes, que, al menos para la continuidad de nuestra soberanía, tomó el gobierno de Harry S Truman. Al mirar con un poco del sosiego que da el más de medio siglo transcurrido, comprendemos que se terminó adoptando el reconocimiento por el interés que desde agosto de 1933 tenían las administraciones demócratas, conocedoras de nuestra susceptibilidad en cuanto al tema, de que no las pudiéramos acusar de interferir con su enorme fuerza de gravedad en nuestros asuntos internos.

El no reconocimiento norteamericano es cierto que hubiera sacado a Batista del poder en menos de seis meses, como bien sabían muchos políticos cubanos de la época (lo que explicaría en parte la actitud ante el golpe de muchos de ellos, al pensar que los norteamericanos no estarían dispuestos a perder en América Latina la democracia modélica a sus puertas, que por el solo hecho de existir allí, mejoraba con mucho su imagen en la región), pero a su vez desacreditaba de modo profundo a nuestra independencia, o por lo menos nuestra capacidad para gestionarla con un mínimo de responsabilidad.

Y es aquí donde comprobamos la inextricable relación que existe entre nuestras dos naciones: haber negado el reconocimiento y haber exigido el inmediato retorno del gobierno anterior, ante una situación que al cabo de un mes no parecía saldarse con el cívico rechazo de los ciudadanos cubanos, hubiera convertido de hecho a los EE.UU. en el garante de nuestra democracia, y en el soberano real en consecuencia (nuestras autoridades podrían ser electas del modo más democrático, pero a fin de cuentas su permanencia en sus cargos dependería de la voluntad norteamericana de mantenerlos allí frente a nuestras propias fuerzas antidemocráticas). Nos habría conducido en definitiva a una posición cuasi semejante a la de los años del protectorado… o peor incluso, porque si nuestra independencia de los EE.UU. dependía en definitiva de nuestra capacidad de vivir en democracia, y ya que no éramos capaces de hacerlo sino con el soporte de aquel país, ergo, ni nuestra independencia en realidad valdría un comino, ni tampoco podría acusárseles de traidores a los demócratas sinceros y de naturaleza pacífica que optaran por la anexión.

El reconocimiento garantizaba en consecuencia la posibilidad de que en un futuro los cubanos volviéramos a recuperar nuestra democracia con nuestros propios esfuerzos, para así reinstaurar la racionalidad política martiana;soloque ahora, sin algunas de las falencias, que no negamos, pero que tampoco magnificamos en un aparatoso e hipócrita acto de pretendida pureza personal, del anterior período democrático auténtico.

  1. 2.La otra actitud en nuestras relaciones internacionales: el espíritu de cruzada

Sin embargo, no fue el camino de la racionalidad política martiana el que terminarían por adoptar los detentadores del poder efectivo a partir del 1º de enero de 1959. El camino que resulta incontrovertible que nos había permitido alcanzar un elevado grado de independencia de nuestro hegemón natural, aun a pesar de encontrarnos muy adentro de la zona de hegemonía norteamericana, de padecer de una crónica incapacidad para la autarquía económica, en lo fundamental dadas las características de nuestros suelo y subsuelo, y de la carencia de capital que nos había dejado la circunstancia de nuestra relación de subordinación política a la parasitaria y retrógrada España decimonónica, de la cual no cabía más que separarse a la fuerza y con el consiguiente daño económico.

En su lugar se exacerbaron más bien los anhelos reprimidos de la Nación para encuadrarlos en una cruzada antinorteamericana.

El proyecto de cruzada es en sí una evolución de los proyectos radicales de enfrentamiento a la Enmienda Platt que ya había criticado Enrique José Varona en su carta a Maximiliano Ramos de 1900, ya que hacían creer a los cubanos que podrán reunirse, como en una isla desierta y desconocida del mar Antártico, a disponer por sí solos de sus destinos. Para el filósofo, que en su caso se va al otro extremo al pecar de demasiado sensato (y ya se sabe, no suelen hacerse Patrias ni Matrias con sensateces), a lo más que puede llegar Cuba “es a una situación parecida a la de Bélgica. Parecida, no igual, porque la neutralidad de Bélgica está garantizada por la ponderación de fuerzas entre las potencias signatarias del tratado de Londres de 19 de abril de 1839; mientras que la nuestra solo estaría respaldada por la única potencia americana que cuenta en el mundo; y sería por tanto resultado, no de un equilibrio que hace desaparecer la subordinación, sino de una enorme fuerza preponderante.”

Y es que en el radicalismo y la cautela extrema de las que no se libra ninguno de nuestro próceres de 1898 se transparenta una dura realidad: hemos salido de la Guerra de Independencia, además de con una práctica insubordinación de los dos principales jefes militares al gobierno republicano en armas, que lo desacredita con vistas a un posible reconocimiento, sin los políticos que se requerían para echar a andar la política exterior que Martí había estado haciendo con éxito ya desde mediados de la década de los 80’. Al certero decir de Manuel Márquez Sterling en su “Proceso Histórico de la Enmienda Platt”: En esta infausta disputa de la independencia sin soberanía, enfrentábamos al interventor contumaz una pléyade brillante de hombres muy duchos en cuanto al régimen político interior atañe, pero poco familiarizados con las engorrosas y sutiles materias que afectan a la vida y al desenvolvimiento de las naciones en el engranaje internacional… En esa época de trascendentales cambios de nuestro país, los estadistas cubanos eran doctos, admirablemente doctos, en las aplicaciones prácticas de la ciencia política… Lo que falta en ese conjunto militante (sin embargo), tocado de verbalismo, es el ensueño internacional.

Hacia 1959 la situación será inversa: existe uno dotado del ensueño referido, pero carente a su vez de todas las cualidades y habilidades accesorias a este para no terminar convirtiéndolo en pesadilla. A lo que hay que agregar el hecho de que ahora se respira una atmósfera internacional más propicia para los continuadores de la política a medias bien criticada por Varona. En 1959 el occidente europeo retrocede, debilitado por sus dos grandes guerras civiles (1ª y 2ª Guerras Mundiales) y ante el proceso descolonizador que en las antiguas colonias dirige una nueva elite, a medias occidentalizada y a medias todavía ancestral. Proceso que en América Latina, ya sin la amenaza de la recolonización europea, hallará ecos en los sectores más educados y menos directamente ligados a la actividad económica, quienes a partir de ese instante político sentirán con fuerza la enorme influencia norteamericana, magnificada por demás tras 1945.

En esta situación la nueva elite cubana, ante la evidencia de que Cuba no tiene fuerzas suficientes para convertirse en la Nación central que solo parecen consentir mandar, va a encontrar por razones obvias en un aspecto clave del pensamiento martiano, su latinoamericanismo, la posibilidad de hacer factible su intento de desbancar a los EE.UU. como el hegemón americano. Este latinoamericanismo, ahora que ha caído en el olvido la frialdad, y hasta hostilidad con que en muchas repúblicas iberoamericanas se recibió nuestro último intento de liberarnos de España, es reinterpretado por el entonces nuevo gobiernocubano como la piedra de toque ideológica que le faltaba a los proyectos radicalistas de inicios de República para ser viables. Ya que no cabe hacer derivar a la Isla hacia el Océano Antártico, tras separarla de su lecho marino, se deben buscar apoyos, o seguidores ¿y dónde mejor que en América Latina con sus poco más de doscientos millones de habitantes por entonces?

Hoy desde el poder se trata de argumentar la absoluta responsabilidad norteamericana como quien dio siempre el primer paso en la escalada que llevaría a la completa ruptura de las relaciones (lo que como vimos resulta por completo erróneo, si pretendiéramos interpretar como primer acto en una cadena de desaciertos mutuos el reconocimiento por los EE.UU., en abril de 1952, del régimen de facto de Fulgencio Batista). Hay, no obstante, pruebas inobjetables de que la cruzada antinorteamericana estaba en las intenciones del liderazgo revolucionario mucho antes de junio de 1959, o aun del 1º de enero de ese año, y no solo las prolíficas que nos han dejado los archivos soviéticos abiertos a comienzos de la década de los noventa, o las declaraciones de Margot Lafontaine en relación con la expedición barbuda contra Panamá en abril de 1959, recientemente desclasificada por los servicios secretos británicos. En concreto en una carta del líder histórico a Celia Sánchez, fechada el 5 de junio de 1958. En el breve texto se puede leerAl ver los cohetes que tiraron en casa de Mario, me he jurado que los americanos van a pagar caro lo que están haciendo. Cuando esta guerra se acabe, empezará para mí una guerra mucho más larga y grande: la que voy a echar contra ellos. Me doy cuenta que ese va a ser mi destino verdadero.Y esto ocurre a resultas de que cohetes, marcados con elMade in USA, han matado a un grupo de niños cerca de la comandancia en La Plata. Cohetes que, sin embargo, no suministraba ya en ese momento el gobierno de los EE.UU., sino militares norteamericanos mercachifles, destacados en la Base Naval de Guantánamo, violando la prohibición de venta de armas al gobierno batistiano que para ese entonces había sancionado el presidente Eisenhower.

La reacción ante tal crimen impedía reconocer la significación del boicot a la venta de armamentos dictado por el gobierno estadounidense desde el mes de marzo de 1958, mes en que era evidente que la suerte no se inclinaba precisamente hacia el lado rebelde, lo que solo ocurriría cinco meses después, tras la derrota de la ofensiva de verano (y a tal punto llevaría el boicot al “ejército constitucional”, que aún con la “ayuda” belga, somocista o trujillista, hacia el final de la guerra los aviones de la FAE se verían obligados a bombardear cajas de explosivos de minería, lanzados a mano por los pilotos).

Pero antes de continuar, y ya que nuestro trabajo se basa en un claro deslinde, debemos detenernos a cuestionar la propiedad de la política latinoamericanista como de verdadera raíz martiana.

Martí, a su muerte, es un hombre por completo dedicado a lo que ha convertido en el objetivo de su vida: la constitución, ya desde la propia guerra, de una República cubana, independiente y democrática, en que más que por sus instituciones políticas se destaque y sirva de guía por su virtud, por su espíritu ciudadano. Lo demás resulta secundario.

Y es en este sentido herramental que debe leerse su latinoamericanismo: Martí tocará a cualquier puerta para lograr la realización de su ideal cubano, incluso a la de un dictador como Porfirio Díaz, ante cuya ascensión al poder a mediados de los setenta había decidido abandonar México, en donde a su carrera se le presentaba un porvenir de comodidades y reconocimientos, a él, que acababa de salir de una infancia y adolescencia rodeadas de carencias (por lo que parece, Martí llegó a entrevistarse con el dictador, que le cedió 20 000 pesos, aunque no le dio seguridades de que fuera a reconocer una hipotética República en Armas). En esta cuerda debe leerse su última carta a Manuel Mercado, su amigo de sus años mexicanos, pero también un personaje muy bien situado en la dictadura porfirista, a quien hace mucho no ve personalmente. Ante el individuo que puede ser un intermediario clave en la independencia cubana, asume como buen político el papel de quien todo lo que ha hecho por aquel, su vía crucis existencial en definitiva, no ha tenido otro objetivo que disimular sus trabajos secretos para asegurarle a Don Porfirio el flanco derecho frente a su poderoso vecino norteño.

No a otra razón se debe que Martí saque allí a cuento no solo la reciente confesión de Martínez Campos al corresponsal del Herald, Eugenio Bryson, de que “llegada la hora, España preferiría entenderse con los EE.UU (sic) a rendir la Isla a los cubanos”, sino también y más que nada la que dice haberle comunicado el propio corresponsal, sobre la supuesta existencia de un candidato del gobierno norteamericano para suceder a Don Porfirio. Y es que toda la carta en realidad gira alrededor de una pregunta: “¿no hallará (el México porfirista) modo sagaz, efectivo e inmediato, de auxiliar, a tiempo, a quien lo defiende?”, a lo que sigue lo que no puede ser más que una muestra de su ansiedad por el apoyo mexicano, la importunidad de añadir: “Sí lo hallará o yo se lo hallaré”.

Martí, contrario a lo que pudiera parecer tras una lectura suya muy superficial, desvinculada de su trayectoria vital, es un político que no tiene la cabeza metida entre las nubes, sino uno que se halla muy centrado en la consecución de sus metas. Sus reflexiones no son las divagaciones de uno de los tantos poetas-políticos o políticos-poetas que ha dado Iberoamérica, sino las de un hombre que tiene objetivos muy claros, muy enraizados en su alma como para convertirse en sí mismos en parte inseparable y principal de su vida; objetivos en cuyo alcance encuentra problemas que debe resolver, respuestas que debe dar, y antes las cuales no da nunca media vuelta atrás. Si entre 1889 y 1891, tras apartarse en apariencias de la política cubana emprende una serie de trabajos periodísticos y ensayos que podrían hacer pensar que, desengañado de sus afanes por Cuba, ahora persigue la unidad de una patria más grande, la latinoamericana al molde bolivariano. Lo cierto es que como nunca antes está siendo efectivo en la realización de su fin: la constitución de una República independiente y democrática. En ese período trascendental Martí no solo se ha dedicado a escribir: ha estado haciendo altísima política para hacer fracasar ciertos planes de adquisición de la Isla de Cuba por el gobierno de Washington, mediante su compra a España. Desde su posición de representante consular de la Argentina en Nueva York, ha estado maniobrando tras bambalinas junto al Ministro de Relaciones Exteriores de aquella república austral, Roque Sáenz Peña, para evitar la consumación de aquellos planes, a los que no son pocas las repúblicas latinoamericanas que le prestan su concurso.

Es entonces que ha comenzado a aplicar su diplomacia de ensueño y realidad, con su genial olfato de estadista, la que a dos meses de su muerte en Dos Ríos sistematizará, o más bien comenzará a sistematizar, en el Manifiesto de Montecristi, y que desgraciadamente deja trunca su inopinada muerte: La guerra de independencia de Cuba, nudo del haz de islas donde se ha de cruzar, en plazo de pocos años, el comercio de los continentes, es suceso de gran alcance humano, y servicio oportuno que el heroísmo juicioso de la Antillas presta a la firmeza y trato justo de las naciones americanas y al equilibrio aún vacilante del mundo, o sea, la diplomacia del equilibrio de contrarios, de la anulación en ciertos espacios intermedios, el nuestro, de intereses en apariencias antagónicos. Lográndose dicha anulación gracias precisa y paradójicamente a una exacerbación de esos mismos intereses.

Para José Martí, que conoce muy bien a la Latinoamérica de su tiempo para saber la infactibilidad real de una posible unión suya en el futuro, ya no ni tan siquiera mediato, esta concepción del equilibrio vacilante es vital para sus planes de constitución de una Cuba, y Puerto Rico, independientes: como en Nueva York en el 89, durante el Congreso Internacional de Washington, él sabe que tiene que buscar el modo de evitar que los EE.UU. se entrometan en Cuba antes de poder poner a punto su República modelo, blindada para aquellos por su misma virtud, a la vez que impedir que alguna superpotencia europea decida recolonizarnos, como de hecho por entonces hacen en todo el mundo. En este sentido intenta ganar los apoyos, para antes y después de la independencia, (1) de México, con la idea de unas Antillas fuertes, que le garanticen su flanco derecho de los EE.UU. sin necesidad de acudir a ningún superpoder europeo, más peligrosos de por sí, como les ha demostrado fehacientemente su historia reciente, que los propios “gringos”; (2) de la por entonces pujante Argentina, con la idea de que esas mismas Antillas sean un bastión amigo a medio camino entre los EE.UU. y su aliado hemisférico, el Brasil, el contrincante natural de Buenos Aires en la región sudamericana; (3) de Inglaterra y de Alemania, con la idea de una nación abierta y no sometida a los dictados norteamericanos a las puertas mismas del canal transoceánico que aquellos están por abrir; (4) y por último de los propios norteamericanos, con la promesa que le escribe al editor del New York Herald, el 2 de mayo de 1895, de que con “la conquista de la libertad” de Cuba se habrá “de abrir a los EE.UU la Isla que hoy le cierra el interés español”; promesa que por lo floja nos puede hacer dudar de la capacidad diplomática de Martí, al menos si hemos olvidado cuáles eran para él los modos en realidad eficaces de detener las ansias anexionistas que pudieran nacer en aquel país.

Martí en fin no encuentra ningún inconveniente en que su República “con todos y para el bien de todos” pueda ser independiente en medio de un mundo heterogéneo e inestable. Por el contrario, él solo lo cree posible, precisamente, gracias a un inteligente aprovechamiento de dicha heterogeneidad e inestabilidad.

La revolución triunfante en 1959, por su parte, que nuestra independencia no puede lograrse sino a través del liderazgo de Cubapor una pretendida homogeneidad cubana a todo el hemisferio, e incluso a todo el planeta (Ernesto Guevara, tras su expedición al Congo belga reconoce que habían ido a cubanizar a los congoleses, solo que al final habían sido ellos los congolizados). Para aquel liderazgo revolucionario o se es absolutamente independiente, o se es esclavo; se es nación central o no se es nada más que una colonia. La “dignidad” solo resulta válida si se ha alcanzado con el filo del machete. Su visión por tanto, se basa no en los estudiados equilibrios internacionales, practicados por una inteligente diplomacia, sino en la unilateralidad impuesta por la violencia “revolucionaria”.

Por fortuna, sin embargo, la realidad siempre aplaca las más disparatadas fantasías, y es que se puede empezar la más alocada de las cruzadas, pero a fin de cuentas los humanos siempre necesitaremos seguir comiendo. En consecuencia toda sociedad, incluida la soñada en la Luna, y dada la aridez de aquel satélite, está obligada a organizarse de modo que asegure esto último. Y en el caso de las empeñadas en cruzadaslas vías de asegurarlo son en esencia dos: o se vive del saqueo violento, lo que evidentemente no era el caso nuestro en los sesenta (resulta difícil imaginar a nuestras huestes victoriosas saqueando Nueva York), o de un mecenas, preferiblemente el más lejano y espléndido (lo primero para que tenga menores oportunidades de entrometerse en la soberana voluntad de nuestros jefes, lo segundo…).

La cruzada antinorteamericana cubana, cuando ya ha despilfarrado los recursos económicos que había encontrado a su establecimiento, y ante la constatación de que la América Latina que debería haberse sumado sigue sin moverse, se verá constreñida a elegir la segunda posibilidad. De este modo, la Cuba de los años 60 recicla de una ingeniosa manera lo que hasta entonces había tenido por su maldición ancestral: su extrema cercanía a los EE.UU. Entre 1968 y el 23 de diciembre de 1973 y por sobre todo a consecuencia del desastre de la Zafra de los Diez Millones, una metamorfosis del antimperialismo norteamericano lo reconvierte de la gran causa de la Revolución, en el más productivo capital económico de que se pueda disponer: para hacerlo producir, basta con presentarse como el aliado por antonomasia de quien desee molestar a los EE.UU., y que esté en disposición, y capacidad, de subsidiar compras y ventas, regalar a manos llenas, y pasar deudas para las calendas griegas.

Y el gran mecenas que tantas maravillas haga será la URSS. Pero para tener una clara idea de la magnitud de aquellas maravillas, nada mejor que oír a nuestro actual presidente, el 29 de marzo de 1980 y ante un congreso de la Unión de Periodistas de Cuba(UPEC).

Hay que hablar en lenguaje claro, que resulte comprensible aún para la gente más sencilla y referirse a los hechos, como por ejemplo, el de que en la actualidad el país consume unos 11 millones de toneladas de petróleo anualmente, y que este volumen, a los precios actuales del mercado capitalista, significaría un desembolso entre 2500 a 3000 millones de dólares y que, como contrapartida de ello, una zafra azucarera de alrededor de 7 millones de toneladas, vendida a esos mismos precios, digamos de 14 centavos, proporcionaría un ingreso no mayor de 2000 millones de dólares…

Porque la verdad es que, por ejemplo, el año anterior al del discurso del General de Ejército, le habíamos vendido a los soviéticos 3 842 200 toneladas de azúcar, a $602,85 cada una, cuando en el mercado internacional esta se cotizaba nada menos que a $163,76; o que ese mismo año del discurso, les compramos 6 millones de toneladas de petróleo, a aproximadamente $12,00 el barril, cuando en el mercado internacional el oro negro promediaba los $30,00 el barril.

No obstante, ese generosísimo mecenazgo soviético, en especial los increíbles Acuerdos Económico-Financieros de 23 de diciembre de 1972, no habrían de ser eternos. Esta verdad se le haría evidente a todos cuando la comunidad socialista mundial, de la que según el artículo 11 de la Constitución cubana del 76, formaba parte la República de Cuba, y que constituía “una de las premisas fundamentales de su independencia y desarrollo en todos los órdenes”, desapareciera en menos de dos años, a partir de 1989 y hasta el 25 de diciembre de 1991 -significativa fecha- cuando fue arriada la bandera roja de la oz y el martillo e izada sobre el palacio del Kremlin, la antigua bandera tricolor de la Rusia zarista.

Con la desaparición de la URSS la política exterior del gobierno cubano habrá agotado definitivamente todas sus posibilidades. Las perspectivas del modelo carecerá de otras posibilidades que no sean su sostenimiento precario al nivel presente.

Porque, en esencia, el modelo de política exterior post-1959, tras el desastre de la Zafra de los Diez Millones, requiere de la conjunción de tres factores, que no se dan al día de hoy, ni por lo que parece se darán en el futuro previsible: (1) una superpotencia mundial, pero no en teoría, ni a nivel de discurso mediático, sino en lo concreto de su poderío, (2) que tenga absoluta voluntad de dominio más que regional, mundial, y que por tanto esté dispuesta, al no sentir mucho interés por insertarse en el actual orden político-económico internacional, a obviar cualquier consideración de racionalidad política o económica con tal de mantener un enclave de confrontación a menos de 90 millas del actual líder de ese orden mundial, y por último (3)que dicha confrontación, y a pesar de sí misma, se mantenga en el tiempo de manera estable, ya que solo así podría sacársele algún provecho, según la mentalidad de este modelo.

  1. 3.Retomar el camino de la racionalidad martiana en nuestra política exterior

Visto el agotamiento de este modelo, cabe preguntarse: ¿por qué no acabar de una buena vez de retomar el camino de la racionalidad de raíz martiana en nuestra política exterior?

Lo primero que deberemos hacer, de modo concreto, será desechar esa idea de que los EE.UU. se encuentran en decadencia, y no en los estadios iniciales de ese proceso, sino en uno terminal en que su completo desplome podría sorprendernos mañana, al despertarnos. Es cierto que los EE.UU. se enfrentan a graves problemas en áreas como la deuda, la educación en sus niveles inferiores, o la política, en lo esencial su excesiva plutocratización, pero en un mundo en el que las redes de relaciones reemplazan a las formas tradicionales del poder jerárquico internacional, la muy superior cultura de apertura e innovación de los EE.UU., que lo separan, con mucho, de sus más cercanos seguidores, lo mantendrán, si ya no al frente de aquel, sí en el centro y al control de esa telaraña espesa de relaciones en que nuestro mundo se está convirtiendo y a lo que algunos llaman interdependencia o globalización.

Lo segundo, será aceptar que si es cierto que todavía seguimos en la esfera de influencia de los EE.UU., el mundo ya no es, ni con mucho, el de los cincuenta del pasado siglo, y muchísimo menos lo es nuestro aún, aunque no tanto como entonces, poderoso vecino del norte. Y ese desgaste norteamericano los ha ido conduciendo, cada vez más, a implementar un nuevo tipo de poder: el blando, que los lleva todavía más que en la época del Martí neoyorquino, a no irrespetar de modo rampante las decisiones de las democracias reales, si es que quieren que ese poder les reporte la credibilidad más allá de sus fronteras que ahora buscan con mayor ansiedad que nunca antes. O sea, que a la posibilidad de apoyarse en el elemento de “humanidad y justicia” que ya percibía en su época Martí, se suma ahora el de poder hacerlo sobre la necesidad que tiene la superpotencia única, en su lento retroceso ante el rápido resurgimiento de otros centros de poder regional, algunos con aspiraciones claras a serlo globales, de concretar alianzas, y de reganar el corazón de todos esos individuos que, incluso más allá del mundo occidental propiamente dicho, tienen a los valores de dicha civilización como imprescindibles a sus vidas.

Por otra parte es hora de comprender, de una vez y por todas, que aunque es cierto que nuestra propiedad inmobiliaria, este archipiélago nuestro, aún hoy vale por sobre todo, debido a su cercanía a los EE.UU., y que es el aprovechamiento de la misma el condicionante de nuestra prosperidad, si ampliamos un tanto el rango de nuestra visión se nos aparecerá de inmediato la verdad evidente de que al presente nuestra posición no vale solo por ello. Aunque más cerca de los EE.UU., no habría mucho de errado en decir que nos encontramos a mitad de camino entre ellos y el núcleo de poder económico, político y hasta militar que parece estar formándose alrededor del Mercosur y en específico de Brasil. Pero si a su vez consideramos el canal de Panamá, que pronto quedará ampliado para permitir el paso de los grandes barcos portacontenedores de más de 60 000 toneladas, que pronto se encargarán de cerca del 95% del acarreo de mercancías en distancias mayores de 5000 kilómetros, nos descubriremos a mitad de camino entre la segunda economía mundial, China, y su más importante cliente, la Europa comunitaria.

Aprovechar inteligentemente esta realidad de encontrarnos en privilegiado lugar en el camino de dos de las más importantes vías comerciales del mundo del presente siglo, nos puede permitir contrabalancear (aunque no eliminar, ni hacer pasar a un segundo plano: no soñemos) la inmoderada influencia que siempre los EE.UU. han tenido en nuestra historia.

Ahora, esto solo se logrará si la futura dirigencia del país comprendiera que los modelos unilateralistas de buscarle contrapesos a los EE.UU., echándonos en manos de un poder enfrentado a estos, ni tienen realidad en el mundo de hoy, ni en el de los próximos cincuenta años, ni nunca podrán darnos tanto como el esfuerzo de mantenernos en equilibrio entre los cuatro vértices de poder mundial del siglo XXI. En este sentido integrarnos en una futura, y muy hipotética América Latina unida alrededor de la CELAC, no pasa de ser un disparate, ya que en ella no pasaríamos de ser otra cosa que una provincia alejada del gran centro alrededor del triángulo que describen Río, Sao Paulo y Buenos Aires. Y esto en el caso de creer posible una unión simétrica, independientemente de los tamaños, población o potencial económico, lo cual no pasa de ser otro sueño utópico de los tantos que hemos padecido en el último siglo: en un final, como en la Europa comunitaria de hoy, las naciones determinantes y verdaderamente importantes serían Argentina y Venezuela por su petróleo, pero sobre todo Brasil. Una nación que, no está de más recordar a los que todavía andan pensando que el imperialismo solo puede venirles de Washington o Bruselas, fue a fin de cuentas la que llevó a un preocupado Bolívar a convocar su Congreso Anfictiónico en 1826.

En noches de 1896, en medio de la manigua camagüeyana, un cubano le contó sus sueños de grandeza nacional al periodista neoyorkino Grover Flint, quien los recogería en su libro Marchando con Gómez. Según él, Hernández (el doctor Eusebio Hernández) soñaba a veces con el triunfo de Cuba libre… Con la reconstrucción de los ingenios arruinados… acompañado de una extensión del sistema ferroviario y cada rama de la electricidad, se produciría una demanda enorme de toda clase de obreros calificados. Una clase ideal de inmigrantes sería atraída al país, y la resultante mezcla de las razas latina y sajona produciría una nación vigorosa, emprendedora y progresiva en el comercio, en realidad, Hernández veía en la Cuba del futuro una Inglaterra del hemisferio occidental. Esos sueños, que por lo que parece ocupaban la mente de muchos otros cubanos de la época, no resultaban tan imposibles, solo que requerían de estadistas de la madera que tanto habíamos abundado en el siglo XIX, pero de la que luego hemos carecido lamentablemente. De hecho el más grande de aquella triada cuyos otros dos vértices fueran Don Francisco de Arango y Parreño y José Antonio Saco; José Julián Martí y Pérez, ya había comenzado en los albores mismos de la Guerra de Independencia a pensar en los modos de realizar esos sueños. Ese pensamiento, que por desgracia no se vio sistematizado para el tiempo de su muerte, sigue teniendo absoluta validez hoy en día, o quizás hoy más que nunca… en que tal vez no quepa aspirar a imitar la Inglaterra Victoriana, pero sí a convertirnos en la Noruega de este lado del Atlántico.

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