La UMAP: una página digna de no recordar

Por Belisario Carlos Pi Lago
La UMAP

La UMAP
Por muy atrás que se extienda la vista hacia los horizontes del pasado, ya existe la práctica de reclutar hombres, a las buenas o las malas, y obligarlos a pelear contra otros hombres de los que nunca recibieron daños, ni siquiera ofensas. Así lo hicieron los egipcios, los griegos, los persas, los romanos, y qué sé yo cuántos pueblos más. Bueno, por lo menos, sirva de consuelo que por aquellos tiempos los reyes iban delante de sus huestes y le metían el pecho al acero. Con el paso de los años — ¿Quién sabe cuántos? –, comprendieron al fin que el culto a Marte se puede realizar con más efectividad y menos riesgo cuando se realizan los santos oficios a distancias prudenciales.
Se desconoce también la fecha exacta en que se implantó la práctica de buscar acuerdos con el enemigo en mesas de negociaciones desbordadas de champán y sonrisas, mientras los hombres se descuartizan en el campo de batalla. Y, por supuesto, tampoco sé con precisión en qué momento se comenzó a llamar Servicio Militar a ese arte de convertir los seres humanos en gallos de lidia o en perros de pelea. Y no es que ignore estas cosas por negligencia. No, qué va. Es que, vaya, en una palabra, no me interesan. Y valga añadir que también me importan un bledo como dato histórico las razones económicas, políticas o estratégicas que motivaron a Julio César para llevar miles de hombres a la conquista de Las Galias, ni las que tuvo Napoleón para meter las narices con su Grande Armée por tantos rincones de Europa. Ni los motivos de Johnson en Viet Nam, ni los de Bush en Irak. Me interesa aún menos que esos hombres llevados al matadero lo hagan convencidos de un ideal inculcado o vayan como vulgares mercenarios a ver lo que se les pega en los bolsillos. La esencia es la misma: Combatir contra quienes ni siquiera conozco y, casi siempre, por causas que me son ajenas. Bueno, para decirlo de una vez, estoy en contra de todo lo que huela a Servicio Militar; y si es obligatorio, mucho más. Vivan Muhammad Alí y todos los que saben decir “no”. Me pregunto cómo esos pacifistas que encabezan campañas mundiales contra la pena de muerte pueden mirar con indiferencia ese muñecón que es el servicio militar y aún convivir con su estela de muerte y mutilaciones.
El primer llamado del Servicio Militar Obligatorio en Cuba tuvo lugar en 1963. Creo que de ese año data también la promulgación de la ley –si me equivoco en meses más acá o más allá, perdónenme, apelo a la memoria como única fuente disponible–. Durante el primer gobierno de Fulgencio Batista y Zaldívar, hubo también un llamado al Servicio Militar con motivo de la declaración de Guerra que Cuba le hiciera a la Alemania hitleriana, pero su carácter fue totalmente voluntario. He oído que los campos de entrenamiento estuvieron por Managua, cerca de la Capital, sin embargo, la realidad es que nuestro país nunca llegó a mandar tropas al frente de combate. Algunos cubanos que tomaron parte en la contienda, lo hicieron con el uniforme del Ejército de los Estados Unidos. La otra ola de reclutamiento que tuvo lugar en Cuba con anterioridad a la de 1963 también corrió a cargo de Batista y tampoco fue de carácter obligatorio. Fueron los llamados “casquitos”, según algunos, la última “Patada de ahogado” de un régimen en agonía.
Sí, ya sé que usted comenzó a preguntarse qué demonios tienen que ver el Servicio Militar y las guerras, justas o injustas, que afean la historia de la humanidad, con el título del presente testimonio. Bueno, pues sí, la UMAP, con su cara de adefesio histórico perdido allá por la mediación de los sesenta, fue el intento, poco afortunado, por cierto, de proporcionar un enmascaramiento militar a un programa de reeducación concebido para jóvenes que, en su mayoría, no necesitaban ser reeducados. Y digo poco afortunado, porque, de todas maneras, la posteridad sabe que fueron presos, no soldados. “Reclutas- reclusos” a quienes se les cambiaron las armas por instrumentos de trabajo y durante tres años convivieron y malvivieron tras las alambradas en los llanos de Camagüey, cumpliendo sentencias nunca dictadas por delitos jamás cometidos.
En mi pueblo, el fenómeno se dio a conocer con el sobresalto de un secuestro masivo. Miguel Crespo Suero, Miguel Zayas Ledesma, Cándido Tabares Costa, Joaquín Apaulassa Correa, Manolo Costa Bomnín y algunos más, desaparecieron de la noche a la mañana, mientras familiares y amigos se deshacían en conjeturas para imaginar su paradero. No recuerdo con exactitud cuánto tiempo pasó ni cómo aquellos padres, ya en el colmo del desasosiego, lograron arrancar un poco de información sobre sus hijos a las autoridades competentes. Y bueno, pues a partir de entonces y por algún tiempo, las Unidades Militares de Ayuda a la Producción y las cuatro letras macabras que las identificaron desde el primer momento, pasaron a ocupar primeros planos en tertulias de parque y discusiones de mostrador.
Por los días de la segunda recogida, ya todos sabían que aquella cosa se llamaba “UMAP”. Eso fue por junio del ´66. Claro, todo se hizo con menos chapucería. Esta vez no fue un tornado que sorprendiera, sino una tormenta perfectamente pronosticada por los medios de difusión, oficiales y callejeros. La inquietud y los comentarios perfumaban el aire y envenenaban la atmósfera desde mucho antes. En ningún momento faltaron los corifeos de cuatro esquinas que cantaban loas y ditirambos a la nueva medida. Por supuesto, los mismos que unos años antes gritaron “paredón” y justificaron expropiaciones para luego, tal vez, abandonar el país y seguir con un discurso parecido, pero de allá para acá.
Yo cursaba el noveno grado. Tenía quince años cumplidos, es decir, me separaban sólo unos meses de la edad mínima para el reclutamiento. Mi padre, ex Venerable Maestro de la logia local, ex activista político y batistiano recalcitrante, casi concluía su condena de un año por “Delitos contra los Poderes del Estado”. Yo, aparte de lo mal visto que podía estar por ser hijo de un preso político, ocupaba también el cargo de Elocuente en la Logia AJEF “Francisco Corrales Polier”. Imaginen, mi madre moría de incertidumbre a la espera del día en que le arrancarían del lado a su único hijo. Las otras madres del país también estaban con el credo en la boca. La lucecita que brilló en Camarioca se desvaneció con aquel discurso de Fidel Castro que establecía la edad límite de 27 años para abandonar el país. Ni pensar en un segundo capítulo de la Operación Peter Pan.
Por fin, un día de junio – ¿qué más da uno que otro? –, la fila de camiones ocupó un anochecer de la calle Martí, la principal de mi pueblo. No, no me acusen de regionalista. Digo “de mi pueblo”, porque fue la que vi. Vaya, yo sé que los demás pueblos de Cuba también tuvieron esa noche una calle llena de camiones y varias decenas de jóvenes que dejaban por atrás familias, amigos, recuerdos y hasta esposas jóvenes en lechos aún de luna de miel. Los candidatos a reclusión – ¿quién lo olvida? – desfilaban calle arriba con sus rústicas maletas de artesanía local, algunas con la madera aún sin pintar. Victoria Cuevas consolaba a una muchacha que se ahogaba en sollozos, “Ojalá mi hermano estuviera ahí”. En efecto, Vicente Cuevas Pi había enfrentado el pelotón de fusilamiento hacía poco más de un mes. Todos tenían algo que decir. Algunos contemplaban el panorama con cara de satisfacción, descendientes, cualquiera sabe, de aquellos que ponían el pulgar hacia abajo cuando el Emperador consultaba sobre la vida o la muerte del gladiador. Otros deploraban los hechos, pero sonreían, tal vez por eso de que la sonrisa es mejor despedida que las lágrimas. Era el acontecimiento del año, de eso sí no caben dudas.
Bueno, los dejo con Gerardo Herrera Iglesias, uno de los viajeros de aquel día, Secretario de mi logia cuando aquello; hoy mecánico jubilado. Sus hermanos mayores Jesús y Enrique cumplían condenas por causas políticas. Ahora la vieja Marina tendría que partirse en tres pedazos para llegar a cada uno de sus hijos con un poco de amor y algo de comer. No estuvo sola; miles de madres compartían su pena desde muchos puntos de las entonces seis provincias.
“El viaje de La Palma a Pinar del Río fue en camiones, pero no por la vía directa, o sea, la carretera de Viñales, unos 56 kilómetros. No, tomamos la ruta de Bahía Honda, Cabañas, Guanajay, Artemisa y así, a lo largo de la Central, hasta la Capital de la Provincia. El recorrido total fue de más de doscientos kilómetros, hacinados en vehículos construidos para otros fines. En cada pueblo se sumaban más transportes y la caravana crecía. Nos dieron algo de comer como a eso del mediodía siguiente. Nos entregaron una lata de sardinas para el viaje y volvimos a ver comida unas veinticuatro horas después, ya en tierras de Camagüey”.
Aunque el Gobierno hacía esfuerzos por demostrar que se trataba de un llamado al SMO (Servicio Militar Obligatorio) como otro cualquiera, todos sabían que no era así. “Nos formaron en bloques apretados”, continúa Gerardo, “de los que no podíamos movernos ni para las necesidades más elementales”. Y añade, “las caras de algunos de los guardias que nos cuidaban, me resultaban familiares. Eran los mismos que veía en la prisión del kilómetro 5 de Luis Lazo en los días que mis hermanos tenían visitas”. “Nos raparon las cabezas”, dice Gerardo y acompaña la frase con un gesto, “también nos tomaron la clásica foto con el número en el pecho. Se nos iniciaba un expediente digno de la peor delincuencia mundial”.
El viaje hasta Camagüey se efectuó en ómnibus Leyland, modelo Olympic, los mismos que cubrían las rutas de transporte urbano en la ciudad de La Habana por aquellos años. Gerardo recuerda que “A nuestro paso, la población estaba prevenida contra nosotros con advertencias como esa de tengan cuidado, que aquí llevamos lo peor de Cuba. Bueno, a pesar de todo, en Sancti Espíritus, un muchacho me alcanzó una caja de cigarros Populares por la ventanilla y me dio el vuelto” “También le decían a la población que todos éramos de La Habana, tal vez para explotar a su favor ese sentimiento contra los habitantes de la Capital que, se supone, debía reinar en las provincias orientales del país”.
La misma política de aislamiento continuó después de la llegada a uno de los puntos de destino, el central Pina, cerca de Morón. “Nos dijeron que tuviéramos extremo cuidado con los reclutas del Primer Llamado que había en el campamento”, recuerda Herrera Iglesias. “Bueno, a decir verdad, el distanciamiento no duró mucho. Aquellos hermanos de infortunio enseguida nos facilitaron colchas, almohadas y todo lo que nos faltaba para pasar una primera noche”. Claro, me permito añadir, aquellos muchachos no podían comportarse como las heces de la sociedad, por mucho esfuerzo que hicieran las autoridades. ¿Por qué? Ah, pues porque la mayoría no eran delincuentes. Mira qué cosas.
Todos estaban seguros de que el procedimiento continuaría. Yo, por mi parte, convencido de ser un candidato fuerte, abandoné el Instituto de Segunda Enseñanza, recientemente matriculado – creo que aún no le decían “el pre” – y me acogí a una beca en el Pedagógico Enrique José Varona, allá en la Capital. Por el momento estuve a salvo, o, por lo menos, todos tuvimos una sensación de seguridad.
¿QUIÉNES FUERON A LA UMAP?
El programa de rehabilitación y reeducación de la juventud desviada, para definirlo según la jerga del momento, comprendía la reclusión de religiosos de todas las confesiones y credos, miembros de instituciones fraternales como la masonería y su hijo el ajefismo, los caballeros de la luz, la orden Odd fellows, los homosexuales y, sobre todo, los jóvenes con intenciones de abandonar el país y los que, de una forma u otra demostraran algún desafecto o inconformidad hacia la política del Estado Revolucionario Cubano, aunque fuera con manifestaciones tan inocentes como el gusto por la música extranjera. La Logia AJEF de mi pueblo cerró sus puertas por falta de miembros. Todas las del país lo hicieron y así desapareció el ajefismo. La Juventud Acción Católica corrió igual suerte. Las instituciones fraternales y la inmensa mayoría de las confesiones cristianas perdieron lo más joven de su membresía, la masculina, por lo menos.
Gerardo Herrera y otros reclutas, ya recluidos en las alambradas de Camagüey, tuvieron noticia de que en la Base Militar Pinareña de San Julián se hizo una encuesta para conocer cuántos soldados querían emigrar a Estados Unidos. Según los testimoniantes, se doró la píldora con eso de que los “que quieran abandonar el país tendrán la oportunidad de hacerlo por la vía legal”. Como el Puente de Varadero estaba en pleno apogeo, cuarenta y tres de estos jóvenes mordieron el anzuelo e inmediatamente después del sí, fueron a dar con sus huesos en los campos de Camagüey. Se dice que en algunas bases de la Marina de Guerra se emplearon procedimientos similares y varios ingenuos más cayeron en los avíos de pesca.
En Cubana de Aviación, también se llevó a cabo un proceso de purga y varios trabajadores de la empresa fueron a parar a los llanos agramontinos a pagar las verdes y las maduras. “Hasta el sacristán de la iglesia donde se escondió Betancourt estaba allí con nosotros”, le oí comentar a Gerardo. Aclaro para los lectores más jóvenes que se trata de un ingeniero de vuelo que intentó secuestrar un avión hacia los Estados Unidos. El intento falló por el valor y la tenacidad del piloto, el copiloto y un escolta. Betancourt, después de perpetrar los tres asesinatos, se dio a la fuga y fue capturado varios días después en una iglesia de un barrio habanero.
Gerardo y otros testigos aseguran también que los soldados, clases y oficiales encargados de la guarnición de los campamentos, eran elementos indisciplinados procedentes de varios cuerpos armados que, de una forma u otra, también estaban allí en calidad de castigados.
TRABAJO Y CONDICIONES DE VIDA
El trabajo consistía fundamentalmente en guataquear viandas y caña. Los reclutas de la UMAP también trabajaron en la fundición de las bases para las torres del Central Pina y en otras construcciones. “Trabajábamos de lunes a sábado en jornadas de más de diez horas”, comenta Gerardo. “El Domingo”, continúa, “se nos daba para lavar la ropa”. “Durante los días laborables”, me dijo una vez Fidel Hernández Piñeiro, otro recluta de mi pueblo, “veíamos el campamento sólo en horario nocturno, a menos que estuvieras enfermo”.
“Cuando yo llegué”, recuerda Gerardo, “ya las cercas no eran tan altas, aunque todavía tenían dos o más pelos de alambre de púas en la parte superior. Los huecos que llenaban de agua como instrumento de suplicio aplicado a la gente del primer llamado aún estaban allí, pero ya no se usaban. Digo, por lo menos yo no los vi usar. Los guardias que ganaron celebridad como aplicadores de estos tormentos tampoco estaban. Yo sólo los conocí de oídas”.
Las condiciones y el tratamiento eran los típicos de una prisión y no los de una unidad militar. “Los primeros siete meses fueron de encierro total”, continúa Gerardo, “tuvimos una visita familiar. Un viejito a quien todos llamábamos El Político nos traía cigarros y fósforos. También nos recogía la correspondencia en el apartado postal.
Según Gerardo Herrera y otros reclutas que prefieren no ser identificados, durante las primeras semanas recibieron preparación militar, sin armas, por supuesto. Los testigos de Jehová desde el primer momento se negaron a tomar parte en el entrenamiento y a usar cualquier prenda u objeto que los identificara como militares. Es conocido que ellos tampoco reverencian los símbolos patrios ni nada que venga de los hombres. La intransigencia a ultranza y el celo inquebrantable con que llevan a la práctica los principios de su fe, les acarrean problemas en algunos lugares del mundo, pero tras las cercas de la UMAP sí que recibieron maltratos de todo tipo, incluyendo el castigo físico. Se podría pensar que quienes refieren estas cosas exageren un poco, pero, de todas maneras, yo también vi cómo los acosaban en las escuelas para que cantaran el Himno Nacional, se pusieran la pañoleta de pionero y saludaran la bandera. Claro, el trabajo de reeducación emprendido en las escuelas por la dirección del centro y los reeducadores del Ministerio del Interior nunca pasó de la intimidación y, tal vez, el maltrato verbal. Algunos de estos niños se veían prácticamente “cogidos entre dos fuegos”: Por una parte, lo que les imponían sus padres y por la otra, lo que se les exigía en los planteles educacionales. Nunca oí las conversaciones, generalmente en la biblioteca o en algún local privado, pero sí vi a más de uno salir con los ojos inundados de lágrimas.
Dice Gerardo Herrera que “como se negaban a entrar en la formación, no podían pasar al comedor y se hubieran muerto de hambre a no ser por algunos de nosotros que dejaban parte de la comida y se la daban a escondidas en los baños. Yo nunca lo hice, pero sé que sucedía y conozco a quienes lo hacían”. Yo, quien escribe, me atrevería a añadir de mi propia imaginación que, tal vez, algunas autoridades del campamento se harían de la vista gorda, porque, en resumidas cuentas, el objetivo de la UMAP era el de amedrentar y reeducar y no precisamente el de matar; claro, mi conjetura no pasa de ser meramente especulativa. Sabemos que algunos de estos hombres, aunque no claudicaron en su fe, por lo menos aceptaron las condiciones del lugar. Los que se mantuvieron en sus trece, contra viento y marea, como decimos los hispanos, terminaron por probar las exquisiteces de ese museo que hay por allá, por la Isla de Pinos, que, cuando aquello, todavía se llamaba Presidio Modelo.
“En el campamento no hay médico, sólo un sanitario”, oí decir a varios muchachos de La Palma durante los días del primer pase, allá a principios del ´67. Después Gerardo me aclaró que si el caso lo requería, trasladaban al enfermo a otra unidad o a la población más cercana para que fuera atendido. “Un domingo”, relata Gerardo como hablando consigo mismo, “un sargento me sorprendió leyendo una revista Selecciones del Reader´s Digest”. “Me la arrebató de un tirón y, con la grosería y prepotencia habitual, me preguntó si estaba buscando negros ricos en los Estados Unidos. Por supuesto, la revista nunca me la devolvieron, pero, la cosa no pasó de ahí”. Menos mal.
Hoy, a más de cuarenta años de aquellos hechos, cuando ya los que fueron a la UMAP y los que estuvimos a punto de ir peinamos canas y exhibimos arrugas, las figuras del gobierno evitan hablar del tema. Si se les emplaza de manera que no puedan eludirlo, terminan por reconocer que “fue un error irreparable” y tal parece que lo empezaron a reconocer cuando el monstruo aún respiraba. En conversación con el amigo Gerardo, ya plenamente con la intención de dar forma a este trabajo, le oí estas palabras que me dejaron perplejo:
“Cuando regresamos del primer pase, ya las cosas no fueron igual. Creo que cambió la jefatura de las FAR, o al menos su política. Aunque nuestra labor siguió siendo el trabajo en la agricultura, comenzamos a recibir un tratamiento de recluta, más que de preso. Recuerdo que estuvimos en un antiguo campamento de haitianos, en un lugar al que todos llamaban Haití Chiquito. No había cercas, salíamos a discreción. No pagábamos en las guaguas y la guardia la hacíamos nosotros mismos con fusiles M-52, de fabricación checa”.
“Después nos trasladaron a Peonía”, continúa Gerardo. “Allí volvimos a encontrar vestigios del viejo sistema represivo. Recuerdo que por las mañanas, el sargento Morejón le ponía el termómetro a todo el que decía sentirse mal. Si la fiebre no pasaba de treinta y siete y medio, había que salir para el campo, aunque llevaras las vísceras a rastras. El sargento Arjona también era duro y uno de apellido Báez, mandó un recluta a prisión por dos años, sólo porque tiró un machetazo al azar y partió en dos una caña. De todas maneras, creo que las cosas nunca volvieron a ser como en los primeros días y que los abusos cometidos con nosotros nunca alcanzaron la magnitud de las cosas que le hicieron a la gente del primer llamado”.
Se sabe además que algunos reclutas de la UMAP con problemas económicos recibieron la oportunidad de trabajar en la vida civil y recibir una remuneración como otro ciudadano cualquiera. Tal fue el caso, entre otros, de Pablo Raveiro Rodríguez, al cual se le concedió el derecho trabajar en el puerto de Tarafa en Nuevitas, no así la libertad de regresar a su tierra.
Yo también entiendo que las autoridades cubanas se dieron cuenta de su error desde fecha bastante temprana. Es cierto que no dieron su brazo a torcer, como es habitual, pero es evidente que tomaron algunas medidas para suavizar. Es conocido de todos que a los internados en la UMAP se les dio la baja con sólo dos años de servicio, cuando la ley del Servicio Militar establecía tres.
El 30 de junio de 1968, con la desmovilización total, la juventud cubana despertó de su pesadilla. Ya no haría falta esconderse para tararear una canción de los Beatles ni ponerse de acuerdo con el cura para que nos casara a escondidas en un rinconcito de la sacristía. Cada cual se podía dejar el pelo del largo que le diera la gana.
Hoy día, el Ejército Juvenil del Trabajo, más conocido por sus siglas EJT es un intento de continuidad. Las autoridades lo desmienten, pero la evidencia de esta afirmación es, sin dudas, abrumadora. Claro, ni pensar que el EJT pueda compararse con la UMAP. Conozco algunos hijos de dirigentes que han ido al Ejército Juvenil del Trabajo por voluntad propia. Es de suponer que prefieren los machetes y las guatacas a las armas de fuego. Yo también, chico, si tú supieras. Bueno, esto podría parecer una prueba de que el EJT no es un lugar de castigo, sin embargo, aún cuando a los pre reclutas actuales se les permite expresar sus preferencias en cuanto al cuerpo a que desean pertenecer, a mi hijo mayor, un oficial de apellido Valido le dijo con una sonrisa de triunfo en la comisura de los labios: “No pierdas el tiempo, para ti lo que hay es EJT”. “Me adivinaste el gusto”, le contestó Allan con la misma mueca de cinismo. A Jesús Enrique, el hijo de Gerardo, también le hicieron saber que “lo que te toca es EJT, porque tienes tíos en Estados Unidos”. La frase vino de labios de Jesús Rivera, Chuchi, a la sazón jefe de planificación del Poder Popular.
A la semana de la desmovilización, el señor Daniel Pérez, Delegado del Ministerio del Trabajo en la entonces Región Costa Norte, citó a los desmovilizados para formar una brigada de la construcción. Algo así como un “para ustedes no hay nada más”. “Todos aceptaron, menos yo”, dice Gerardo. “Me fui para Guane, de todas maneras, con razón o sin motivo ya yo había cumplido y no estuve dispuesto a aceptar más imposiciones”.
Algunos de aquellos jóvenes ya atravesaron el Estrecho, amparados en una ley migratoria del Gobierno de los Estados Unidos que los considera presos políticos. Otros se incorporaron a la sociedad revolucionaria y hasta cumplieron misiones en el extranjero. Y muchos de los que regresan sanos y salvos también se acogen a los beneficios que vienen con los aires del Norte. Porque a decir verdad, el cubano ya aprendió a “hacer en cada momento lo que en cada momento se debe hacer”. Da lo mismo indio que cowboy; cristiano que sarraceno. Y usted que vive lejos no lo critique, porque seguramente por allá se sabe poco de los malabares que se hacen aquí dentro para llevarse unas cucharadas de comida a la boca.
Y, bueno, yo quiero pensar que, aunque aún existan un EJT, una Ley de Peligrosidad y la exigencia de una “Carta blanca” a los que desean salir del país, el horizonte ya no es tan negro como en aquellos días de la UMAP, o, ¿será que nos acostumbramos? ¡Qué horror, por Dios!

Belisario Carlos Pi Lago (La Palma, 1950)

Poeta, ensayista y profesor de francés e italiano.
Licenciado en Inglés. Ganador de varios Concursos Literarios de la revista Vitral
Ha publicado varios libros como “Las ideas masónicas y la fe católica”, 2003; “Tres pelícanos de tela-Historia de Cuba en Décimas”, 2006. Ha publicado numerosos artículos en revistas y periódicos.
Es miembro fundador del Consejo de Redacción de Convivencia.
Reside en La Palma. Pinar del Río
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