LA LOCURA DE SER OPTIMISTAS


Miércoles de Jorge
Por estos días, hablar entre cubanos de optimismo, esperanza, alegría, y cosas positivas en general, es realmente complicado. La falta de comida, de electricidad, de medicamentos básicos; los problemas del transporte –que cada vez se agravan más–, de la vivienda, y demás servicios como salud, educación, entre otros; y la falta de libertades económicas, políticas y civiles, configuran un ambiente hostil en el que la sobrevivencia cotidiana deja pocos espacios para la alegría, la tranquilidad, la fe en el futuro personal y social.

Mantener viva las esperanzas es realmente difícil, e invitar a otros a ser optimistas es visto como un acto ingenuo, carente de sentido, y para algunos hasta una provocación o una ofensa. Y no es que no queramos ser positivos y optimistas los cubanos, no es que solamente nos interese quejarnos y lamentarnos de los problemas, sino que el hecho concreto es que las carencias materiales y espirituales son tantas y en tal magnitud, que nos ahogamos en la batalla cotidiana por salir adelante sin que podamos ver la “luz al final del túnel”.

Reconocer los problemas, quejarnos de la realidad, lamentarnos e incluso sufrir por las injusticias, por la falta de libertad, por las necesidades insatisfechas, es un ejercicio positivo, pero solo en la medida que somos conscientes de la necesidad de no quedarnos atrapados en la espiral del dolor y el sufrimiento. Debemos siempre buscar ir más allá, mirar la copa media llena, dar una oportunidad a la esperanza, confiar en la grandeza de la persona humana y en nuestras posibilidades para revertir cualquier situación de dolor en otra de gozo y alegría.

Las crisis siempre ofrecen el chance de rehacernos, de crecer, de innovar, de crear, de encontrar salidas diferentes a las que conocemos, ya sea en el ámbito personal como comunitario y nacional. La crisis que sufrimos los cubanos no será eterna, y tarde o temprano será superada con nuestro ingenio y grandeza como pueblo. Pero ese momento definitivo en el que los problemas son superados y dejados atrás, no llega por arte de magia, no pasa de un día para otro. Ese momento que llamamos “el cambio”, es un proceso que se construye día a día, que se conquista con pequeños pasos cotidianos.

Pasos, que al mismo tiempo, son el fruto de nuestras acciones cuando mantenemos viva la esperanza, cuando no dejamos de soñar, cuando no paramos de apostar por un futuro mejor, cuando hacemos el bien y damos nuestro grano de arena por insignificante que parezca. Solo si nos mantenemos optimistas, si logramos que la llama de la esperanza se mantenga encendida en nuestros corazones seremos capaces de superar la queja y el lamento para enrumbarnos en el mundo de la propuesta, las soluciones y la construcción de un país mejor.

Vale recordar que tener esperanzas no es confiar ilusamente en que todo mejorará mientras nos cruzamos de brazos y dejamos pasar la vida frente a nosotros. La esperanza no se experimenta cuando solo somos espectadores pasivos de la realidad. La esperanza y con ella el optimismo y la alegría de vivir, se construye con la acción, con el esfuerzo cotidiano, con la decisión de hacer todo lo que esté en nuestras manos por cambiar las cosas y luego confiar en que el esfuerzo será retribuido de alguna forma.
Para muchos de mis amigos hablar de esperanza y optimismo es una locura, un sin sentido, pero por experiencia propia, invito a todos los lectores a la locura de no perder la fe, de mantener viva la esperanza, de ser optimistas, de ver las cosas siempre por el lado bueno, a buscar las soluciones que cada crisis ofrece para cambiar.

 


Jorge Ignacio Guillén Martínez (Candelaria, 1993).
Laico católico.
Licenciado en Economía. Máster en Ciencias Sociales por la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, España.
Miembro del Consejo de Redacción de la revista Convivencia.

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