Guane, una canoa aparece en torno a los orígenes (Parte III) De la serie “Diario de un poeta en Vueltabajo”

Por Maikel Iglesias Rodríguez
 
 
El fragmento que a continuación voy a describirles, tiene el impacto de aquellas energías que suelen oponerse a nuestras intenciones. Se trata de aquellos sucesos que por lo regular, uno prefiere evadir mientras reconfigura el mapa de su trayectoria, y ni siquiera los menciona en alta voz para que no le perjudiquen, mucho menos los escribe cuando su propósito es narrar lo que merece ser salvado en la memoria
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Por Maikel Iglesias Rodríguez
 
 
El Cernícalo. Fotos de Maikel Iglesias Rodríguez. 
 
 
El fragmento que a continuación voy a describirles, tiene el impacto de aquellas energías que suelen oponerse a nuestras intenciones. Se trata de aquellos sucesos que por lo regular, uno prefiere evadir mientras reconfigura el mapa de su trayectoria, y ni siquiera los menciona en alta voz para que no le perjudiquen, mucho menos los escribe cuando su propósito es narrar lo que merece ser salvado en la memoria. Son lo que suele decirse la piedra en el zapato, el gafe en el camino, la rotura del espejo o de la lámpara de aceite, la envestida, el extravío, la conflagración sincrónica de todo lo nefasto; las obstrucciones imprevistas o insinuadas de las fuerzas oscuras que pugilatean por ensombrecer con sus espíritus, la verdad y la belleza de la vida. Sin embargo me avengo mejor al refranero que propone el infortunio como una inducción que puede hacer perfectamente que los acontecimientos desemboquen en la luz.  
 
Puesto que no hay mal que no venga por bien, y el equilibrio de las relaciones humanas, se fundamenta en trascender la sarta de rumores y los miedos que se adeudan de manera absurda; desplegaré sin orden cronológico, la siguiente retahíla de adversidades que se me presentaron en mi recorrido, de manera directa o de soslayo. Mi intención fundamental al develarlas, no es ensalzar los riesgos a los que se exponen las víctimas de las circunstancias que subyugan este trozo del país, sino facilitarles una vía de acceso a los que desconocen, desoyen o menosprecian, esta zona de la realidad que debe ser trascendida. Nunca es tan contaminada el alma de los pueblos para no ver en ellas, muestras significativas de nobleza, pero tampoco es tan casta o aséptica, para que la encerremos en jaulas de oro o de cristal.
 
En un sitio en que la fauna se caracteriza por su inocuidad, y lo más pernicioso puede ser el aluvión de insectos que esparcen las ventiscas del verano; fue acuchillado un hombre a quemarropa, por haberse sumergido en los ambages de una disputa trivial, la cual irradiaría por el pueblo tras su desenlace, una estela de miedo y pesadumbre entre los pobladores. Aunque al parecer, según la murmurante pólvora que en modo vertiginoso atravesó los umbrales del ambiente, ninguno de los implicados en la lucha callejera pereció en la misma; no obstante ello, la sangre desbordada llegaría a bastar, para poner más turbio el panorama. Si es verdad que la prensa oficial omitirá el asunto, la trifulca será comidilla del pueblo por varias jornadas. “Pueblo chico, infierno grande”, dice algún refrán que rememoro, mientras ajusto mi cámara con la intención, de captar los retintines burdos o vulgares, que pueden incitar más de una vez a la violencia.
 
Más adentrado en el campo, fui envestido también por otra escena de rudeza indeseada. Un ave parecida a un cernícalo padre, o tal vez un gavilán pollero, planeó raudo y agresivo sobre mi cabeza, dejándome la impronta de su garras en mi pelo. Su pretensión era solo apartarme de su nido o espacio vital, por lo que no me causaría daños evidentes; no más que los minutos estresantes que exigieron de mí, proteger mis artefactos y andar con más cuidado en el instante de fotografiar el paisaje. El pájaro siguió en acecho por un rato, lanzándose en picada en pos de mi figura, desde la copa de los árboles o los cables del tendido eléctrico, hasta que me vio partir en agitado paso de su entorno. Mi susto no cedió del todo, sino mucho después que lograra tomar una foto de un hermoso pajarillo, posándose en los delicados dedos de un adolescente.  
 
Otra vicisitud habría de insinuárseme, en el momento de pensar en el alojamiento. Es prácticamente imposible, hallar un sitio en las municipalidades de Pinar del Río, para quien anda de paso. La base de campismo Los Portales, un destino turístico al alcance de los sueños nacionales, estaba cerrada en esos días, para mi desventura; quienes figuraban estar al cuidado de sus predios, no fueron capaces de ofrecerme una oportunidad de pernoctar en sus casitas al estilo incubadora rústica contra los mosquitos. Por más que le pidiese y le rogase que me comprendieran, con 20 o 30 pesos en la mano y el corazón en la punta de la boca, puesto que la noche se despeñaba pesadamente sobre las sierras con sus batallones de insectos, tragándose todo lo que aparecía a su paso. Me indicaron los trillos requeridos en un croquis en el aire, como quien juega ajedrez a la ciega, y tuve que marcharme en busca de otra suerte como un perro con el rabo entre las piernas, que no ladra ni es capaz de morder.  
 
La sed es una necesidad primordial, que tiene una respuesta orgánica que en ocasiones, suele ser más tenue que la de la hambruna. O sea, los reflejos del sediento acostumbran a ser más demorados, que los de los que padecen ataques de hambre; menuda paradoja cuando la verdad resulta, que la sed es una cuestión mucho menos llevadera. Razón por la que preferí primero que comprar comida, gestionarme un pomito de agua fresca en un centro gastronómico estatal, antes de que fuese demasiado tarde. Esto propició mi encuentro más profundo con el medio, pues creo que la calidad del agua y la noche, cuando dicen que todos los gatos son pardos; son más testigos de fe y esperanza, que todos los refrescos y la algarabía.
 
Agotado el diminuto envase de plástico que me acompañaba durante todo el viaje, dirigí mis reclamos acuáticos sobre el mostrador de la cafetería, a una dependiente enajenada por completo en una charla junto a otra trabajadora del sitio y, un individuo que a juzgar por su actitud, podía ser quizás el amante directivo de cualquiera de las dos. De inmediato noté que mi presencia en el cuadro se pintaba poco placentera. Las ofertas del lugar florecían tan nulas, como las ganas que tenían las empleadas de atender a los clientes. Debieron sentir lástima de mi insistencia con códigos gestuales más que con palabras, para dignarse a señalarme al fin, alguna opción piadosa a mis deseos. Se notaba a la legua que moría de sed, mas, decidieron mandarme hacia un bar que en el traspatio, ocultaba la imagen de seres urgidos de otros hábitos y dependencias. De todas formas, hube de agradecerles por adelantado, el bebedero con agua de salubridad dudosa y sabor cadavérico, que hallé mesiánico antes de aproximarme a la cantina.
 
Ligado a las cuestiones del líquido vital, me cercioré entre los guajiros de la comunidad enclavada en Los Portales, de la inconcebible condición de sus fuentes de abastecimientos. Algo que me parecía ilógico al tratarse de un lugar que nada más y nada menos, se precia en el mundo de contar en sus inmediaciones, con algunos de los manantiales más puros que haya dado la Tierra jamás. Contrastan de forma absoluta, la limpieza y la magnificencia de la fábrica de refrescos y agua mineral perteneciente a la firma Ciego Montero, con la mayoría de las casuchas que comparten el espacio, y las pocitas insalubres donde muchos de los pobladores se abastecen. Mientras esperaba con ansias el momento de echar una nocturna data de dominó, que permitiese adentrarme un poco más en la vida de los campesinos; escuché conmovido y apenado, las quejas con respecto a este dilema que afectaba a sus familias. La insolución pasaba en esos días por la entrega de unos sobrecitos con sustancias potabilizadores, de la línea del cloro.
 
Otro encuentro inamistoso en mi periplo andariego, fue la intercepción sufrida mientras recorría las calles del centro de Guane, por un oficial que dijo pertenecer al Departamento Técnico de Investigaciones, mucho más conocido y temido por sus siglas DTI. Sin bajarse un instante del jeep WAZ que conducía a la usanza de quien viste ropas totalmente sport, este joven agente, el cual me niego a retratarles, me hizo detener luego de vocearme; omitiré también los dígitos de la matrícula de su vehículo, ya que no es mi vocación incurrir en el síndrome del cazador-cazado o el espía-espiado. Me consta que inquirió mi nombre y se mostró preocupado por saber cuál era mi motivación, para hacer fotos en el pueblo. Según sus ordenanzas, no debía capturar imágenes de los centros con cierta importancia pública. Con muecas prepotentes y una visible actitud de estar molesto, porque al parecer, sus colaboradores habían hecho una historia de ciencia ficción con mis andares, el jovenzuelo me mostró su móvil, entretanto se quejaba porque varias personas, le habían advertido de mi raro itinerario.
 
Me hizo pedirle disculpas además, por llamarle chico en vez de oficial, sin darse cuenta que desde su podio, era imposible establecer un diálogo cordial hasta con un mismo santo. Yo me mantuve sereno en la acera, seguro en mis acciones y sin palabras de más. Intuí que mejor que convencer a un “poderoso” de que yo solo me encontraba realizando mi derecho, era proseguir sin aspavientos, en busca de otras perspectivas esperanzadoras, y luego volcar en mi diario, las esencias de lo sucedido sin rastro alguno de prejuicios. Por encima de este cuadro decadente y lúgubre. Me quedo con la foto del abrazo con mi amigo Damián, a quien gracias a la vida lograría encontrarle respirando, cuando desaparecía el sol detrás de las montañas. Una señora que le acompañaba pulsó el obturador, inscribiendo en la memoria chica de mi cámara Olimpus, un recuerdo mayúsculo e imborrable.
 
Mi amigo el bardo guanero consiguió sobrevivir a la intifada alcohólica, demostró sus nobles energías para desearme buena suerte en el camino, al tiempo que me sugirió su hipótesis que en Los Portales, quizás podía hallar el modo de toparme con otro colega nuestro, el cual no tuve la dicha de encontrar entre las sierras, por más que lo intenté tres veces. Donde varias personas me habían descrito que se hallaba el hogar del escritor Samuel Cruz, topé montículos de osarios bovinos, un molino picapiedras sin remedio, una valla de gallos vacía, y una mina de rocas calizas en estado de abandono. No obstante, allí toqué mi flauta junto a los sinsontes y no maldije a nadie por el hecho de haberme extraviado. Hay tantos días y noches de los cuales aprender, como dudas y certezas en el mundo.
 
Pese a que pasé una madrugada casi a la intemperie, tendido sobre el banco solitario y mustio, de una humilde parada de la carretera, que engancha a Los Portales con los pueblos vecinos, doy mi gratitud mayor a todos los espíritus que me guiaron en esta travesía a la matriz fundacional de Vueltabajo. Mi casa natal, mi patria y mi matria querida. Más allá de que olvidara los turrones preferidos para el viaje, pude conseguir in situ algunos dulces a buen precio que me consolaron. Las calificaciones más altas de estos paisajes, creo que deben tenerlas sin lugar a dudas, las hermosas virtudes de su majestuoso río, el aroma natural y sincero de sus flores silvestres, y el aliento vital regenerado por la paz de las antiguas y prodigiosas sierras.
 
No me perdonaré nunca olvidar aquel ofrecimiento generoso de los campesinos, para jugar dominó en el portal de sus bohíos, al frescor de una noche divina orquestada por los afinados grillos, pájaros nocturnos y algún que otro gallito insomne. Gracias a sus voluntades férreas y caladas hasta el fondo de una peculiar bondad, pude conocer las maravillas de esta geografía cubana, compartir sus alimentos aunque fuesen escasos o eligiera una conducta dominada por el ser austero e introvertido. Mi ejercicio espiritual me prescribía actuar con una conciencia profunda de autorresponsabilidad, pero nunca me hallé abandonado. Es especial en verdad, el elogio que merece esta gente de Cuba. Es muy cierto el adagio conocido, que expresa con respecto a la fraternidad y el decoro, una sabia concreción en esos seres capaces de cargar en sus espaldas y en sus corazones, los dolores y las penas de toda una Nación.
 
En un joven en particular de aquellas serranías, llamado Leduán y coronado reciente padre de una criatura hermosa, encontré mucho más que un guajiro maestro, desilusionado con las trampas de la muerte y la existencia. A pesar de que en los campos, la cuenta de los años muchas veces es precisa calcularla doblemente. Era más pura y madura su mirada, que la de cientos de los elegidos de cualquier megaciudad o incluso orden religiosa. Fue más sincera la invitación que me extendió a su humilde casa, la confesión de sus sueños y nostalgias, las esencias de sus credos, sus supersticiones, las ansias de progreso, encarrilar la vida, sus leyendas y esas realidades múltiples en las que preponderaba por encima de las frustraciones colectivas e íntimas, el amor inmenso que sentía por su familia.
 
Si temí por un instante, que acaso mi extenuado cuerpo se paralizara de retorno a mis orígenes, hube de despejar tras estas experiencias, toda traza de anemia espiritual o disnea con febrícula del alma. Desafié las barandas de un camión descapotado que frenó frente a la bodeguita insigne de aquel veguerío, y enhiesto desde su volteo polvoroso y requemado por hollín y sol, me dispuse a contemplar con sumo gozo la generosidad del paisaje, hasta que me trasbordara a otro vehículo. Punta de la Sierra, Mal Paso, La Güira, Sumidero, Guanito, fueron nombres redentores de las tierras, que creí cruzar volando por la carretera Luis Lazo, entre las fauces húmedas y casi destartaladas, de un medio de trasporte demasiado incómodo, para hacer poesías en el aire.
 
Maikel Iglesias Rodríguez

(Pinar del Río, 1980).
Poeta, articulista, médico y fotógrafo.
Miembro del Consejo de Redacción de la revista Convivencia.
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