Elecciones, polarización y populismo: ¿stasis contemporánea?

Foto tomanda de Internet.

La polarización se ha apropiado del espacio público durante la última época. Radicalismos de toda índole se han configurado alrededor del descontento social en aumento desde la pandemia, trayendo consigo los discursos populistas que afloran en diversas regiones del globo. De aún imprevisibles consecuencias, este fenómeno representa una amenaza latente para las instituciones y sociedades democráticas.

     Sin caer en simplificaciones, podemos recurrir a una noción de los antiguos griegos para ilustrar al fenómeno de la polarización y sus efectos para la política de ayer y ahora. Stasis refería entre los helenos a una condición en la que élites y ciudadanos se hallaban en división política irreconciliable. En este panorama, la deliberación rehuía del quehacer político, dejando estéril al debate razonado entre personas que se asumían iguales. A consecuencia de ello, espacio público y diálogo, sustancia misma de la polis griega, quedaban abolidas, sustituyéndose por formas de violencia y discordia, tales como la sedición o la guerra civil (Devereaux, 2021).

Todo ello representaba una amenaza para la ciudad-Estado, razón de ser del ciudadano antiguo. En el presente, las dinámicas de convivencia social se han desplazado, en un número creciente de países, hacia prácticas contenidas por la stasis griega, cuyos efectos ponen en entredicho la estabilidad y existencia de nuestras democracias. Desde diversos flancos, la polarización ha logrado convertirse en uno de los enemigos más empeñados en erosionar los fundamentos de dichas formas de organización y participación política, no solamente a nivel institucional, también desde la cultura cívica, afectando valores como el respeto y la tolerancia en las relaciones interpersonales.

Contra la democracia

En la política práctica, la polarización suele expresarse de diversas maneras. Las más de las veces, en reñidos procesos electorales que fuerzan a los candidatos en pugna a acceder a una segunda ronda, o bien, a hacerse del poder con márgenes de legitimidad popular estrechísimos. Disputas de esta naturaleza parecen ser, en los últimos años, el caso recurrente en las democracias occidentales. Tenemos, por ejemplo, la victoria de Emmanuel Macron sobre Marine Le Pen en 2022 o, más recientemente, las elecciones presidenciales turcas, en donde la ajustada victoria de Erdoğan sobre una muy amplia coalición opositora liderada por Kemal Kılıçdaroğlu, ha sometido a ambos candidatos al balotaje.

Esta clase de reñidas competencias no resultan en sí mismas negativas para la democracia y la convivencia pacífica en general. No obstante, su instrumentalización por parte de líderes políticos con agendas polarizadoras pueden volverlas perniciosas, más aún cuando a ello preexisten desacuerdos sociales de relevancia nacional. Una de las estrategias al respecto consiste en la radicalización del discurso para conseguir mayor respaldo electoral entre ciertos sectores de la población –generalmente descontentos con algún partido o ala ideológica del sistema político–.

América Latina es, quizá, el caso más llamativo en ese entramado. Como observa Zovatto (2023), durante el ciclo electoral latinoamericano comprendido entre 2019 y 2022, ocho de doce países que contemplan el mecanismo de segunda vuelta avanzaron hacia él. Lo preocupante del asunto no consistió en eso, sino en que la mayoría de los casos terminaron por enfrentar a candidatos de extremos ideológicos con discursos radicales. Así, en las elecciones brasileñas se vieron las caras Keiko Fujimori, del sector más contumaz de la derecha, y Pedro Castillo, a quien apoyó, entre otros, un partido marxista-leninista. Algo similar ocurrió en Colombia entre el empresario populista-conservador Rodolfo Hernández y el ex guerrillero de izquierdas Gustavo Petro, triunfador en los comicios con 50.44% de los votos frente al 47.31% de su contrario.

Caso aparte es el de Brasil, cuyas lamentables –aunque previsibles– consecuencias merecen un análisis por separado. En el proceso presidencial de 2022 la ciudadanía brasileña tuvo que disputarse entre la reelección del ultraderechista Jair Bolsonaro o el retorno del izquierdista LuizInácio Lula da Silva. El programa del entonces mandatario, no obstante, había logrado enturbiar el ánimo social del país amazónico. Desde antes de su llegada al Palacio de Planalto, Bolsonaro abusó de una efectiva estrategia polarizadora con el fin de conseguir rédito político.

No en vano, en la campaña anterior, de 2018, la polarización empezó a manifestarse en sus peores formas. Referida contienda tuvo como rasgo característico una narrativa anti pluralista, desde donde se exaltaron negativamente las diferencias entre los candidatos y sus bases, alentando, además, la discriminación hacia sectores minoritarios –mujeres, afrodescendientes y comunidad LGBT–, objetivos predilectos de Bolsonaro, quien terminó por sufrir un atentado en Minas Gerais como resultado de la escalada radical.

Casi cuatro años después de lo apenas descrito, los clivajes que configuraron al discurso polarizador –determinando el comportamiento del voto popular que otorgó el triunfo en segunda vuelta a Jair Bolsonaro– llegaron a su límite antidemocrático. La sede los poderes constituidos en Brasilia fue atacada por hordas bolsonaristas el 8 de enero de 2023, unos pocos días después de la investidura de Lula como presidente por tercera ocasión.  Se trató de la más peligrosa expresión de dos grandes bloques al interior de la sociedad brasileña, uno de los cuales rechazaba la legitimidad de las elecciones y, con ello, a la democracia misma; eco de lo otrora sucedido en el Capitolio estadounidense, cuando el trumpismo reaccionario desplegó su fuerza a través de los mismos medios violentos y motivaciones iliberales.

Emergencias y divergencias

Como podemos notar, líderes de abierto talante populista, quienes adoptan como estrategia de ascenso, ejercicio y permanencia en el poder a la polarización, traen consigo los más severos efectos para la democracia. Los populistas, en efecto, no solamente se nutren de las dinámicas polarizadoras preexistentes a su llegada, las cuales se componen como resultado de algún agravio social en aspectos culturales, económicos o de representación política, sino que configuran los clivajes responsables de semejante polarización, ateniéndose a ellos para seguir gobernando, en ocasiones, más allá de los linderos instituidos (McCoy & Somer, 2019). La polarización perniciosa para la democracia no es resultado único, pues, ni de las divisiones sociales ni de la sola emergencia de las figuras ya mencionadas.

Las comunidades humanas, en efecto, hallan discrepancias inmanentes en sus procesos de socialización. Tales expresan la pluralidad de individuos que componen a dichos grupos, repletos de múltiples preferencias e identidades. No obstante, hay ocasiones en donde algún elemento identitario termina por subsumir al resto, ya sea integrándolo en sí mismo o relegando su importancia. Ello, a causa de procesos históricos que implican una amplia división social, y que se hallan emparentados, comúnmente, con la configuración del Estado-nación.

Ejemplos de lo anterior pueden encontrarse en la sociedad estadounidense, en donde acontecimientos como la Guerra Civil, la lucha por los derechos civiles de la década de 1960 o, más recientemente, el movimiento Black Lives Matter, asumen un espíritu claro de igualdad racial, implicando divisiones en torno a esa misma identidad –afrodescendientes y población blanca–. Clivajes culturales con anclaje histórico, aunque de otra especie, pueden hallarse en Turquía, en donde la instauración de la República kemalista y la subsecuente secularización del Estado turco devinieron motivo de escisiones entre partidarios de la modernización y defensores del islam.

Si bien la sola existencia de esta clase de identidades, también llamadas grietas formativas por McCoy & Somer (2019), revelan algún tipo de conflicto, exacerbarlas y dirigirlas contra la democracia requiere de su posterior instrumentalización. En ello han sido especialistas personajes como Trump, Erdoğan o el Primer Ministro de Hungría, Viktor Orbán, quienes han logrado articularlas discursiva y programáticamente, de acuerdo a los casos nacionales específicos, para fines iliberales diversos: sembrar el espíritu antidemocrático y motivar disturbios negacionistas, perpetuarse en el poder por dos décadas, capturar los órganos parlamentarios o integrar un poder judicial a modo.

Aún más, los líderes con agendas polarizadoras pueden configurar por sí mismos las grietas sociales, aun cuando ellas no correspondan a momentos históricos fundacionales o no posean un referente empírico claro, coartando el pluralismo social constituyente. Latinoamérica no ha estado desprovista de estos casos, los cuales se apropian de episodios coyunturales críticos, en materia económica o de representación política, para dividir a la ciudadanía en dos bloques homogéneos y contrarios, identificando a uno de ellos con la nación-pueblo, y al otro con lo oligárquico-corrupto.

¿Despolarización?

Los derroteros de la polarización aún no tienen trayectos completamente definidos. Sin embargo, sus consecuencias perniciosas para la democracia son cada vez más claras. Desde el punto de vista institucional, atenta contra el estado de derecho, el pluralismo político o las elecciones limpias. En contra de las normas de convivencia social, promueve la discriminación, la exclusión y el odio, preparando el terreno para violencia en cualquiera de sus expresiones (McCoy & Press, 2022).

Las estrategias despolarizadoras tampoco son diáfanas, pero mucho de su formulación debería recaer en la defensa del pluralismo, atacado desde la narrativa dicotómica y reduccionista de los populismos. El reconocimiento de los otros como parte sustancial del espacio político compartido, así como de sus demandas, identidades e intereses en la configuración de políticas que atiendan al bien común, en sí mismo ajeno a la parcialidad de perspectivas, debe operar como elemento normativo en el camino hacia la despolarización.

Si bien la ciudadanía en su conjunto hace parte del problema y sus potenciales soluciones, máxime a través de la puesta en marcha de los elementos deliberativos de la democracia que favorecen el diálogo y reducen el aislamiento en el grupo propio, los actores políticos tienen el mismo grado de responsabilidad. La evidencia empírica da cuenta de la importancia de una oposición política organizada, quien contrarreste la agenda polarizadora del líder y su partido por medio de un discurso conciliador, promotor de la unidad y la moderación frente a los intentos divisores de su contraparte (McCoy & Somer, 2019).

Bibliografía

 


  • César Eduardo Santos Victoria.
  • Licenciado en Filosofía por la Universidad Veracruzana y estudiante de Ciencia Política en el Colegio de Veracruz.
    Ha escrito sobre temas como el liberalismo, democracia y populismo.
  • Actualmente se encuentra desarrollando una investigación sobre las relaciones entre polarización y democracia en México.
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