“El instante de la luz que se repite”

Foto tomada de Internet.

El instante de la luz que se repite

Dolientes son los niños
que se asoman pasmados a la tierra,
dura poco el desenfreno que
el vértigo del cielo les impone.

Los gritos revientan en la espesa gravedad
de un nuevo mundo, el eco irrompible
de lo que fue y será su paso mágico
por encima de las hojas,
por la ciudad turbulenta que conquista el corazón,
abrigando en trébol dulce sus latidos.

Quién sale de este mundo
sin haber vivido en sueño
el vuelo sosegado de las aves,
quién puede despedirse sin grabar
un beso hondo en el castaño espesor
de una pupila.

Como pequeños arqueros
los niños tardíos se reponen,
trazan su camino desde el oscuro rojo vino
del zaguán del vientre.

Luego no hay por qué esconderse.
Emprenden voraces el trillo semiazul
de la neblina,
la marcha hasta la muerte.

 

Palomas mensajeras

El rumor de adentro que a la conciencia atañe
habita en las casas de vidrio y en los montes, la misma
luna nos cobija, el mismo sol con altivez nos quema
Así cruzamos el Éufrates, así el Atlántico, y en otros ríos
y otros mares también ellos y nosotros nos bañamos.

Y cuando ellos y el vecino se levantan, y cada uno
de nosotros bostezamos o el que vive hoy
donde una vez vivimos escribe en un cuaderno
azul turquesa como el mío o en las páginas de
un viejo bloque amarillento, alzamos una ceja sorprendidos.

Porque si vuelan las palabras o se filtran por el aire o se leen
en pergaminos, como en los tiempos antiguos de Esparta,
no podemos ya saber si fuimos ellos o si volvemos a nacer
en otros mitos, porque el tiempo que nos queda es un enigma
y estos versos sólo sirven para decir que hoy somos.
Y así seguimos formando las palabras, hurgando tras la pista
de este idioma planetario, como eternas palomas mensajeras
buscando al leñador que construyó su nido.

 

La visita
a Raquel Vinat

Cómo se extiende su llegada en la neblina,
en un pasillo oculto se hace efímera,
emerge tras las nubes,
su rostro núbil atrapado en la memoria.

La piel, cuando al fin se asoma,
apela al cardomomo,
ufana la isla en el abrazo
En los ojos, un paro,
un temblor, un sobre aviso:
el laberinto semioscuro de una llaga
(su huella de venado,
el revés de la mambisa)
Su voz, un vuelo de palabras,
un tártano de almíbar, el paraván
del desvelo.

Ya al azar se asoma el miedo,
hondo y fiel al desamparo
a los estragos grises de la ciudad sitiada
Por ventura y de perfil el corazón luego se abre,
apaciguado a ratos por un susurro
de silencios:
esta es mi savia que a raudales te entrego
mi familia, mi casa, mi afán.

Cada tarde la tierra, su morada
(mi país)
en eternos mamoncillos se derrite
En cada andén de las arenas
se ofusca el pentagrama,
se torna azul el limo en la enramada
y el ruido ensordece a los peces
del estanque
Sólo el verso sencillo nos rescata,
afianzado en el reencuentro.

A veces esta amiga, esta mujer de asombros,
pretende ser un ave
Un tablao flamenco la entretiene
el taconeo y tres palmadas la convidan.

Poema del hombre que sólo supo ser libre
a Sebastião Salgado

Quién es ese hombre que parece casi noble,
el que siembra bajo el sol cada mañana
con la mano abierta en la planicie.
Quién descansa en el ocaso junto a un árbol
como un lagarto rendido a la intemperie,
empachado de su ronda, sus costumbres,
la hierba henchida por la humedad del sueño,
una siesta colmada de esperanzas,
sin ningún ardid que lo acompañe
salvo un lente transparente (su mochila de rescate),
el diario deambular de su córnea en el planeta.

Es casi una crueldad decir que existe,
que no hay otros como él,
porque el principio del tiempo se repite,
una gran fogata de piernas y de brazos
hurgando a ciegas en la pátina del oro,
todos con un halo denso de avaricia,
seres plomizos, clones de fango,
la sien ahogada en un bullicio de mil lenguas,
sorda al fino siseo de la carne, al sonido del agua,
a los nombres sagrados del sol.

Casi que no importan las matanzas de Ruanda,
ni los áridos pesebres de Etiopía,
de nada vale la conciencia si el planeta se derrumba,
porque un niño se sonríe casi igual
ante la cámara, esconde igual el hambre
detrás de una cobija o de un muerto en Srebrenica.

El lente es un terror de grises, un grito afónico
hecho añicos por la soledad y el miedo.

De nada vale la conciencia en esta era oscura,
si en Siria se afilan cada hora los machetes,
y ruedan los torsos en pantallas digitales.
Son los vientos que soplan, dondequiera son los mismos,
casi pudren el espíritu, o lo poseen,
y retuercen la sonrisa de otros niños,
esos zombis prostitutos de La Habana o de Bangkok.
Son mogotes de noche sin dulzura, un mar de espanto,
el ojo nublado, la mueca, el deseo del mal,
todo un lienzo alucinante de la miseria humana.

Dejen que ese hombre casi noble se repita,
ese hombre raíz, ese hombre imagen.
Él sólo sabe ser libre.
Por eso se levanta.
Quiere ser génesis, fronda, luz.
Cultiva la tierra para sanar el alma.

 

Vamos hacia adentro

Vamos hacia adentro
vamos a buscar al sembrador de almas
vamos hacia adentro
al más recóndito lugar del infinito
vamos al fondo
al espíritu de luz adentro de esta cáscara
la casa blanda que en esta fuga nos arropa
vamos hacia adentro
vamos a encontrar al que habita esta morada.

Si sola hoy me veo en mí
vamos hacia adentro
vamos hacia adentro
porque siento el soplo frágil de esta carne
donde vivo siendo nada
y hurgo en ti para ser todo.

Las Montañas Rocosas se aproximan

Sesgadas por las aguas, las montañas se aproximan.
El paisaje fluye de un manantial divino,
un púrpura violeta ensimismado.

Las miradas se vuelven rimas, los dedos
conmovidos, dibujan nubes doradas en los árboles
y las palabras se confunden deseosas
con el néctar de las flores.

Allí se presume de todo en un instante
somos liebres de blancura, también venados
de un espeso tricolor manchado.

Es pura y gélida la noche, un lecho majestuoso
de calor cobija la tarde.

Ebrio el corazón, paseamos a caballo
por el jardín de los dioses.

Hacia el Cerro del Tepeyac

Este aire de fin de siglo
despeina a los poetas,
un viento de alazor les abre el paso.
En la colina, al doblar de un árbol,
se abre el sendero, un trillo azul jaspeado
de un dorado iridiscente, tal vez sagrado.
Los poetas suben, reseco el labio,
confiados unos al azar,
como el gran verso a la palabra,
liviano el gesto,
desatado el hombro del silencio vasto.
Dónde está el sol que no vemos,
indagan ansiosos,
apretado el lóbulo por la presión del agua,
un manso arroyo que no calla.
Mírenlo ahí,
y buscan,
y suben de nuevo,
y se resbalan.

Al levantar la frente, casi desmayan.
Desde la cima lo ven todo:
el mar revuelto y una serpiente larga,
dividida en tierra por poblados,
a veces por estancias.
A cada paso
los poetas ven el desenfado,
el rostro de la culebra
que de cuando en cuando
saca la lengua, atisba
y mancha.

El antifaz más puro se desvanece.
Los poetas se azoran, susurran bajo.
Donde está el sol que no vemos,
miren el mundo, se dicen,
no hay nada que hacer, todo es falso.
Y bajan tristes del cerro alto,
y el trillo azul es un verde mustio
y la luz se les escapa.

Así andan los poetas,
aturdidos y sin aire,
casi quiebran el viento
con el jadeo angustiado.
Dónde está el sol que no vemos,
siguen porfiando a ratos,
y algunos responden sombríos,
y otros no creen que hay caso
o hablan del signo y del objeto
o de déspotas buenos
o de la existencia amarga.
A veces, como hoy,
fruncen el ceño, despeinados.

Por el trillo oculto
queda siempre el alumbrado.
Dónde está el sol que no vemos,
dónde la fe de Juan Diego.

En el sendero ancho
para Maya, tras los signos de su travesía

En el sendero ancho y abierto de los astros
somos una marmota diminuta,
una postilla seca, un rasguño en el contén galáctico.
En el sendero ancho, hay espacios y colinas que
brillan todo el tiempo, hay mares de armonía,
de fragancia púrpura,
un enjambre de amor que no se acaba.
Aquí, convulso el sueño, proscrito,
despegado de su amo,
sólo el niño contempla la hermosura,
la luz blanca que lo abriga,
el ojo hondo y opulento de un verso alucinado.
La piel luego se rinde, se hace corto el mástil
para vislumbrar la magia.
Pero hay seres que vuelan con la gracia
de los cisnes, la sonrisa dulce
aún prendida en el fulgor del alma.

 

 


  • Iraida Iturralde (La Habana, 1954).
  • Autora de varios poemarios, entre ellos, Hubo la viola (1979), El libro de Josafat, (edición bilingüe, 1983), Tropel de espejos (1989), Discurso de las infantas (1997) y La isla rota (2002).
  • Codirigió las revistas literarias Románica y Lyra. Obtuvo la beca “Oscar B. Cintas”.
  • Preside el Centro Cultural Cubano de Nueva York.
  • Reside en Estados Unidos desde 1962.
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