Confusión, verdad y educación

Yoandy Izquierdo Toledo
Jueves de Yoandy

La confusión es la incapacidad que tiene el ser humano en determinadas ocasiones para pensar con la misma rapidez y claridad en todo momento. Se produce por una falta de orden mental, sobre todo, cuando tenemos gran cantidad de opiniones sobre un mismo aspecto, diversidad de visiones, multiplicidad de caminos como opción, y toda esa información exige de nosotros un discernimiento coherente con lo que verdaderamente pensamos, creemos y queremos hacer.

Esta podría ser una de las acepciones del estado de confusión, que le podemos llamar a priori, confusión de primera instancia. Todo se nos mezcla confusamente y es necesario distinguir para elegir.

La segunda acepción ya se refiere al hecho consumado, la confusión es equivalente a la equivocación o el error. Con frecuencia usamos la frase: estás confundido por estás errado. Ya este hecho en sí se manifiesta a través de la alteración de una cosa por otra, el nombramiento de algo como lo que no es. Puede ser también la transmisión de una idea, de una información noticiosa, o de un comportamiento, con o sin comprobar antes su veracidad. La confusión, entendida en este segundo aspecto, como acción consumada, demanda mayor análisis en vías de esclarecer, rectificar y sanar.

Los cubanos, desgraciadamente, tenemos pensamientos mezclados o desorganizados con una frecuencia bastante alta. Este comportamiento tiene su esencia en el adoctrinamiento que recibimos desde los primeros niveles de enseñanza, que no propicia la creatividad, el discernimiento, la libertad de pensamiento y la educación en virtudes y valores, factores que, combinados, conducen a la formulación de un pensamiento libre, orgánico y responsable.

Es necesario educar en el ejercicio de la toma de decisiones, en el aprendizaje a través de la experiencia libremente elegida y la generación de una variedad de propuestas, que incentivan a la persona para aprender a dilucidar, a identificar y al final poder escoger las fortalezas y superar las debilidades en cada caso.

Somos más responsables en la medida que asumimos, sin manipulación y sin agravio, el camino a seguir, la opinión a emitir, es decir, tomando con mano firme y lúcida, las riendas de nuestro destino.

En un reducido análisis de la realidad, tenemos evidencias de confusión cuando no somos capaces de llamar a las cosas por su nombre y nos hacemos eco de los eufemismos como: cuentapropista para llamar al trabajador del sector privado; período especial o coyuntura para referirse a la crisis estructural que ha provocado el modelo político-económico impuesto por décadas; trabajador disponible cuando en realidad se trata del desempleado; o grupúsculo, gusano, o incluso, revolucionario confundido, para denigrar a la persona o grupo de la sociedad civil que expresa su disenso con métodos pacíficos.

Una cosa es la semántica, cuya importancia es indudable porque el lenguaje es la base de las relaciones humanas, y otra realidad es la acción, el hecho consumado. Resulta mucho peor la confusión de esos conceptos, es decir, la asimilación de esa terminología manipulada y manipuladora que provoca atrofia en el libre pensamiento cubano y serios trastornos en la estructura del pensamiento lógico.

Por eso, los padres cubanos, con frecuencia tan o mejores educadores que los maestros de sus niños en la escuela, se debaten en separar, en discernir en casa qué contenidos de los recibidos por sus hijos y nietos son parte del adoctrinamiento y qué fragmento de lo que dan en clases propicia la creatividad, cultiva un sano proceso de enseñanza-aprendizaje y potencia la formación humana, enseñando como el Padre Félix Varela “primero en pensar”. Proceso pedagógico que no necesita de ideologías o políticas en esas tempranas edades.

Algunos argumentan que este discernimiento y labor educativa de los padres puede provocar más confusión en sus hijos: la escuela dice “aquello”, mis padres dicen “esto”. Entonces ¿qué pienso que sería lo correcto? Hacerlo con mucho cuidado para ejercer el primer deber y derecho de todo padre, madre o abuelo, que es dar la primera y principal educación a sus hijos o nietos. La familia es y debe ser la primera educadora de sus descendientes.

En el mejor de los casos, las dudas pueden ser disipadas en el hogar, pero educar en la libertad y la responsabilidad y en el pensar con cabeza propia, puede traer consigo lo que el sistema llama “problemas ideológicos”, provocando supuestas “manchas” en el expediente y discriminaciones en la escuela. Incluso puede provocar interacciones negativas en la triada padres-educando-maestros. No es justo, y mucho menos educativo, que las instituciones educativas y los profesores provoquen, aún inconsciente o irresponsablemente, ese tipo de confusiones en etapas formativas, no solo instructivas en cuanto a materias escolares sino, y sobre todo, en el cultivo de valores y virtudes que se reflejarán en las actitudes y en el comportamiento personal, familiar y social de los cubanos de hoy y del mañana.

Si triste es ver cómo puede avanzar la siembra de esa confusión en los infantes, tanto o más triste es ver cómo existe un grado mayor de confusión en los adultos que por ignorancia, o conveniencia, o desidia, no han logrado distinguir y ejercer libre y responsablemente su misión educadora, distinguiendo la misión prioritaria de la familia de la misión complementaria de la escuela.

Lo que para algunos podría parecer elemental, para otros se torna la mayor dificultad.

Puede haber, o incluso buscarse, múltiples justificaciones para “normalizar” estas confusiones en la educación.

Pero la libertad humana de que está dotada toda persona, precisamente por serlo, posibilita un análisis causa-efecto que nos demuestra que esas confusiones son el resultado de un daño provocado en la esencia de la persona, que desfigura o lesiona sus facultades cognitivas, emotivas, volitivas, con metástasis que transmiten el daño en la familia y por ende en la sociedad.

Una buena comparación sería con la química o con la biología: en las ciencias médicas, la confusión es como el crecimiento anormal de una célula que se divide y prolifera expandiendo el mal de raíz a otros órganos del cuerpo. O también sirve el símil de que la confusión es como una mezcla química, la combinación de dos o más sustancias puras que no cambian, pero si no se emplean ciertos procedimientos físicos después no se pueden separar.

Volviendo a la confusión humana, el procedimiento más válido para separar el componente mezclado con otro, y evitar que prolifere el mal, es aportarle a la persona desde su niñez, las herramientas necesarias para un discernimiento libre y responsable de acuerdo a una conciencia recta, verdadera y cierta formulada sobre sólidos resortes morales.

Pero hay una confusión cuyos efectos a largo plazo son devastadores: la confusión de conceptos esenciales, de procesos sociales, de los modos de vida en las culturas con la política. Una cosa es la política en sentido estricto y otra muy diferente la nacionalidad, la eticidad y los valores. La Revolución no es superior a la cultura del pueblo, entendida esta última como conocimientos, creaciones, costumbres y tradiciones acumuladas. Esta reducción del valor del estilo de vida, de la idiosincrasia, para maximizar la idea de un proceso social ha constituido, sobre todo en los últimos tiempos, una de las causas principales del éxodo cubano.

El arzobispo de Santiago de Cuba, Monseñor Pedro Claro Meurice Estíu, de feliz memoria, al respecto de “la confusión” en el caso cubano expresó en la bienvenida al papa Juan Pablo II en la ciudad oriental en 1998:

“Le presento… a un número creciente de cubanos que han confundido la Patria con un partido, la nación con el proceso histórico que hemos vivido las últimas décadas, y la cultura con una ideología. Son cubanos que al rechazar todo de una vez, sin discernir, se sienten desarraigados, rechazan lo de aquí y sobrevaloran todo lo extranjero…”

Un cuarto de siglo después, las palabras del “león de Oriente” sirven para describir no solo la misma realidad, sino una realidad aumentada en vicisitudes, con más desarraigo, más emigración y más apatía ante la opción de echar raíces aquí para transformar, desde dentro, esa profunda y dañina confusión.

En el mismo discurso, el prelado hablaba del valor fundamental de la soberanía vivida desde la escala personal para edificar desde abajo un proyecto común de Nación donde cada uno de sus hijos aporte lo mejor de sus carismas y talentos. Al respecto decía:

“Durante años este pueblo ha defendido la soberanía de sus fronteras geográficas con verdadera dignidad, pero hemos olvidado un tanto que esa independencia debe brotar de una soberanía de la persona humana que sostiene desde abajo todo proyecto como nación.”

Estas enseñanzas cobran vigencia hoy, a lo que debemos sumar la esmerada educación ética y cívica, para la libertad y la responsabilidad, el respeto estricto a los derechos inherentes a la condición humana y el entrenamiento que el atributo de la razón nos otorga como seres inteligentes para, con profunda capacidad de análisis, discernir entre el bien y el mal, entre la causa y la consecuencia, entre el responsable y el afectado; en fin, entre la confusión y la verdad que es la única que nos hará libres para siempre.

 

 


Yoandy Izquierdo Toledo (Pinar del Río, 1987).
Licenciado en Microbiología por la Universidad de La Habana.
Máster en Bioética por la Universidad Católica de Valencia y el Centro de Bioética Juan Pablo II.
Máster en Ciencias Sociales por la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid, España.
Miembro del Consejo de Redacción de la revista Convivencia. Responsable de Ediciones Convivencia.
Reside en Pinar del Río.

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