El Conde de Pozos Dulces y la “Cuba pequeña”

Por Miguel Sales Figueroa
Noventa kilómetros al este de Sevilla, Osuna es una ciudad pequeña y antiquísima, que se extiende al pie de una colina dominada por la Colegiata de Nuestra Señora de la Asunción, una mole renacentista que por fuera parece castillo medieval y por dentro, palacio barroco. Desde la antigüedad la villa había sido una encrucijada de guerra y comercio. En 1562 el rey Felipe II creó el ducado de Osuna, que otorgó al conde de Ureña, Pedro Téllez Girón, sexto señor de la ciudad andaluza y grande de España.
Pero a mediados del siglo XIX, el glorioso pasado imperial era ya un sueño remoto y Osuna se había convertido en un poblachón soñoliento, en medio de un paisaje de olivos y trigales que apenas había cambiado en dos mil años. España atravesaba entonces un largo periodo de trastornos políticos y atraso económico, que había comenzado con la invasión napoleónica de 1808 y se prolongaría hasta la restauración de los Borbones en 1874.
En 1853, en el ecuador de esa decadencia, Osuna adquirió un vecino insólito: Francisco de Frías y Jacob, IV conde de Pozos Dulces. Un habanero que llegaba en calidad de desterrado y, según la ley entonces vigente, debía permanecer dos años en la villa sin derecho a viajar fuera de las lindes municipales. Frías Jacob había sido condenado el año anterior, acusado de participar en la conspiración anexionista de Vueltabajo. La pena de destierro le fue conmutada al año siguiente y el conde pudo viajar a París y de allí a Nueva York, donde prosiguió sus actividades conspirativas.
Hay pocos datos sobre el año que Pozos Dulces pasó en Osuna. Pero es difícil imaginar un contexto más adverso para un hombre de su cultura y temperamento. El conde tenía entonces 44 años de edad y hablaba y escribía a la perfección varios idiomas. Había vivido y cursado estudios en Estados Unidos (diez años) y en Francia (dos años), países donde recibió una formación de alto nivel, centrada en la química, la geología y la agronomía. Sin duda era entonces uno de los talentos científicos más brillantes de Hispanoamérica y estaba en contacto con las ideas más novedosas de su tiempo. En la Andalucía de 1853, beata y provinciana, torera y flamenca, el noble habanero era poco menos que un extraterrestre.
Según los testimonios de sus coetáneos, Francisco de Frías y Jacob fue un hombre ecuánime, amante del estudio y profundo conocedor de su tierra y sus gentes. Pero la época que le tocó en suerte le hizo vivir en un torbellino de viajes, conjuras, destierros, proyectos científicos inacabados y querellas políticas estériles, que conforman una figura histórica de múltiples y sorprendentes facetas. El hombre que conspiró con su cuñado Narciso López para provocar la anexión de la isla a Estados Unidos (como poco antes había hecho la República de Texas), fue también capaz de teorizar sobre la mejora de la cabaña ganadera, la cría del gusano de seda o el cultivo del tabaco con métodos modernos. El prócer reformista que asistió a las mejores universidades de Francia y Estados Unidos, dirigió el periódico El Siglo y fue miembro de la Junta de Información, -iniciativa que en 1865 pudo haber cambiado el futuro de Cuba, si el gobierno español no hubiera sido tan obtuso-, era también el ideólogo que postulaba la necesidad de “blanquear” el país y prescindir gradualmente de negros y chinos -esclavos o no- porque solo la raza blanca reunía, a su parecer, las condiciones morales e intelectuales para constituir la sociedad agroindustrial sobre la que se podría fundar un Estado próspero y libre.
Quizá en La Habana de la época estas contradicciones de un intelectual cosmopolita resultaran menos llamativas. Frías Jacob, nacido en 1809, pertenecía a un grupo de familias criollas que se habían enriquecido rápidamente en los primeros decenios del siglo, merced a las exportaciones de azúcar, tabaco y café y las transformaciones tecnológicas derivadas de la Revolución Industrial. Esa aristocracia que hundía sus raíces en la tierra y se beneficiaba del trabajo esclavo, comprendió muy pronto las claves de la dinámica de su época: ciencia aplicada, acumulación de capital, racionalización de la producción e inserción en el comercio atlántico, que prefiguraba ya la mundialización del siglo XX. De España, sumida en una serie interminable de guerras civiles e internacionales, pronunciamientos, crisis sucesorias y rebeliones de todo tipo, poco o nada cabía esperar. A lo sumo, la Corona podía garantizar la seguridad de la población blanca ante el peligro potencial que representaban los negros esclavos, cuyo número aumentaba sin cesar. Todo lo demás –la máquina de vapor, el tren, el telégrafo, los barcos de hierro y hélice- llegaba de Europa o de Estados Unidos. El atraso de la Metrópoli era tan manifiesto que en Cuba se construyó el primer ferrocarril del imperio español en 1837, once años antes de que en la Península se inaugurase la línea de Barcelona a Mataró.
Junto al rápido desarrollo económico, otro fenómeno transformaba en ese momento a la sociedad cubana: la génesis del sentimiento nacional. La isla era una colonia de plantación en la que convivían criollos, peninsulares, negros esclavos y libres, pardos y, desde 1847, algunos miles de chinos; una masa de población en la que el concepto de identidad diferencial con respecto a la española se fue desarrollando muy lentamente a lo largo del siglo XIX. En los años en que Pozos Dulces inició su actuación pública, ni siquiera el gentilicio “cubano” era de uso corriente en la isla. En 1823 el jefe de la primera conspiración separatista se había dirigido a sus compatriotas llamándoles “cubanacanos”.
A partir de 1815, la élite criolla consideró seriamente la posibilidad de acceder a la libertad política mediante la ayuda de otro país americano, es decir, mediante la anexión. Candidatos a ejecutar ese rescate solidario fueron, en orden cronológico, la Gran Colombia de Bolívar, el Imperio Mexicano de Iturbide y Estados Unidos, que hacia mediados de siglo mostraba un ímpetu expansionista capaz de asimilar cualquier territorio o población de su entorno. Al mismo tiempo, otros grupos trataban de obtener de la Metrópoli las reformas que la isla necesitaba.
En 1865 los caminos de la anexión y de la reforma se cerraron casi simultáneamente. En Estados Unidos, terminó la Guerra de Secesión con la derrota del Sur y la abolición de la esclavitud. En Madrid, las autoridades españolas hicieron caso omiso de los planteamientos de los reformistas cubanos que componían la Junta de Información. Muchos patriotas cubanos llegaron a la conclusión de que era preferible pagar el precio de la libertad, por oneroso que fuera, que resignarse a vivir de rodillas.
En este sentido, la vida y la obra del conde de Pozos Dulces resumen cabalmente las corrientes y tendencias de su época: su esfuerzo por desarrollar y perfeccionar la agricultura y la industria como pilares de la nueva nación, su prevención hacia el peligro que representaba la esclavitud, su evolución política del anexionismo al reformismo y su rechazo final a la guerra civil desatada con el Grito de Yara.
“Cuba debiera ser por excelencia la patria de la pequeña propiedad y de los cultivos en escala menor”, afirmó el conde en una de sus célebres cartas desde París, que publicó en 1857 El Correo de la Tarde. Esta idea de “la Cuba pequeña” es un proyecto transformador que, como su nombre no indica, contiene una vasta ambición: la de reformar totalmente la estructura económica y social de la colonia con miras a crear una clase media rural que fomentara la prosperidad y sirviera de base a la independencia. Pero la consecución de la soberanía, cuando fuera viable, no debería llegar mediante la violencia fratricida. Por eso el conde de Pozos Dulces partió voluntariamente a su último destierro en 1869 y falleció en París ocho años después, con el desconsuelo de ver a su patria ensangrentada y su esfuerzo de cultura y modernización caído en saco roto. “Los hombres”, solía decir Raymond Aron, “hacen la historia. Pero no saben la historia que hacen”.
La posteridad ha sido mezquina con un cubano tan notable. La primacía de la cosmovisión nacional-revolucionaria enturbió desde 1902 la valoración pública de las figuras que no se adhirieron a la lucha armada en pro de la independencia. La República liberal reconoció los méritos científicos de Pozos Dulces y hasta le dedicó una estatua en el Vedado, en tierras que antes pertenecieron a su hacienda El Carmelo. Pero nunca digirió bien su rechazo a la guerra fratricida de 1868 y su exilio en Europa, un año después. A partir de 1959, la República socialista tendió un tupido velo de silencio sobre su figura. Aún hoy, cuando algunos académicos oficialistas le dedican unos párrafos displicentes, no dejan de señalar que era “un racista” y que promovió la creación de un “nacionalismo pequeñoburgués”, delitos de lesa corrección política que, al parecer, bastan para expulsarlo del panteón nacional.
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Miguel Sales Figueroa
Presidente de la Unión Liberal Cubana.

Vicepresidente de la Internacional Liberal.

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