¿Coherencia o pensar con el estómago?

Por Williams Iván Rodríguez Torres
 
 

 

Prudencio Valdés es un personaje corriente, alguien de cualquier lugar de esta Isla, un hombre con sueños y esperanzas, con muchas ganas de cambiar todo lo que no funciona a su alrededor. Prudencio quiere superar su crisis económica de más de cuarenta años y ha puesto una cafetería. Pobre hombre, no sabe en qué lío se ha metido.
 


 

 
Por Williams Iván Rodríguez Torres
 
Cuentapropistas en plena faena de trabajo. Foto de Maikel Iglesias Rodríguez.
 
Prudencio Valdés es un personaje corriente, alguien de cualquier lugar de esta Isla, un hombre con sueños y esperanzas, con muchas ganas de cambiar todo lo que no funciona a su alrededor. Prudencio quiere superar su crisis económica de más de cuarenta años y ha puesto una cafetería. Pobre hombre, no sabe en qué lío se ha metido.
 
El negocio de Prudencio se llama “La Esperanza”. En él ha empleado a dos jóvenes preciosas e inteligentes. Para él el servicio tiene que ser rápido, bueno y bello; agradable desde que te saludan, hasta que te entregan la cuenta. Tiene contratado además a un señor cincuentón como elaborador, un hombre con experiencia en la materia y que proviene del sector estatal.
 
Prude, como cariñosamente le dice la Cacha, su esposa, ha transitado por un sinnúmero de empresas a lo largo de estos últimos veinticuatro años. En los noventa comenzó como vendedor de maníes, pero entre las caminatas, el sol y el asedio de los inspectores decidió “colgar los guantes”; más tarde abrió una ponchera con tres planchas, dos rusas y una americana. De ellas decidió quedarse solo con una, la cual nunca le dio problemas, porque las dos restantes… eran de uno en otro, las resistencias no le duraban nada y consumían corriente en exceso debido a mucho falso contacto que tenían, el material de coger ponches se puso muy caro, el pegamento se empezó a perder y la corriente junto con el pegamento.
 
En fin, trabajaba muy poco en la semana, de esa manera no podía sacar a su familia del bache. Nuevamente emprendió como artesano gastronómico: montó una fábrica casera de caramelos en forma de tetes y pirulíes, con ellos se mantuvo casi dos años, hasta que alguien “lo caminó” y se le tiraron en la casa; perdió los moldes, cuarenta libras de azúcar, algo de dinero, el fogón y las esperanzas. Junto a eso le hicieron una carta, no de reconocimiento, sino de advertencia.
 
Prudencio comenzó como custodio en un restaurante. Para ese entonces ya no estaban dando autorización para trabajar por cuenta propia. Fue en este lugar y con el paso del tiempo que Prude comenzó a soñar. Soñó muchas veces en abrir un restaurante, y con buena suerte otro, y otro, haciéndolos especializados; uno de comida china, contra…, en su pueblo no hay un lugar donde se venda comida china. Otro de comida criolla, otro de comida mexicana y así. Y así le fueron pasando los años a Prude con aquel horrible uniforme y el pelo se le comenzó a aclarar.
 
Con el paso de los años sus hijos se fueron volviendo un hombre y una mujer. Un día, sin pensarlo mucho, el varón se lanzó al mar y la hembra se enroló en una relación sentimental con un griego que fue su compañero de estudios en la carrera de Medicina. Ahora mismo está en trámites para irse del país.
Al poco tiempo Oswal, su hijo menor, comenzó a mandar algún dinero y con la ayuda de la Cacha, más lo que se le logra sacar a la cría de cerdos en la azotea de la casa, otra vez la familia Valdés emprendió un nuevo negocio.
 
Negocio por el cual ya han pasado cuatro dependientes y dos elaboradores; les ha costado mucho a sus empleados entender que al cliente hay que sonreírle, que hay que atenderle y no decir que se está haciendo el cuadre, o recibiendo el turno; les ha costado ver que no se le hace un favor al cliente al atenderlo a la hora que llegue. Por más que Cachita y su esposo les han explicado que tener clientes es un privilegio, que los problemas de quienes trabajan con público han de quedar en la casa y que hay que prepararse para el futuro, no lo logran entender. Por mucho que se les dice el trabajo que han pasado para lograr tener “La Esperanza”, no les importa.
 
Es “normal” en estos tiempos ser maltratados, pocas veces escapamos de ser víctimas de la violencia, nos maltrata el chofer de la guagua en la mañana cuando vamos a trabajar, lo hacen también el bodeguero y el panadero cuando le exigimos que los productos tengan el peso y la calidad requeridos. Nos maltrata la persona que nos atiende en cualquier oficina de gestión y hasta aquellos vecinos o amigos que no entienden que protestemos cuando no estamos de acuerdo con tantas cosas.
 
¿Estará enferma la sociedad, o será que estamos equivocados al sentir que tenemos derechos que hay que respetar de la misma manera que debemos respetar los del resto de nuestros vecinos, amigos, conciudadanos? La dignidad del ser humano en toda su magnitud ha de ser respetada, comenzando en nuestro entorno. Como Prudencio, un hombre como otro cualquiera, con sueños y esperanzas debemos comenzar a ser lumbreras en nuestro pequeño medio, en nuestro ambiente. Debemos ser predicadores del derecho ajeno para que, así mismo, aún aquellos que no conocen sus derechos tomando conciencia de ellos un día velen por el derecho ajeno de la misma forma.
 
Somos una pequeña Isla, pero una patria grande, de grandes y modestos hombres que durante las guerras de independencia y un poco después, no dudaron en abonar este suelo con su preciosa sangre, sin vacilar, entregaron sus cuerpos a la misma tierra que les vio nacer. Hay que poner el alma porque cuesta, hay que tener humildad y carácter, autodeterminación. La coherencia no es algo perdido en los libros de historia, la vida nos ha mostrado a dónde llevan la soberbia y la arrogancia.
 
Prudencio Valdés es un personaje cualquiera, pudiera ser Dionisio Rodríguez, o Raimundo Travieso. Es puramente ficticio pero totalmente corriente, puede tener el nombre de cientos, quizá miles de hombres y mujeres con historias similares a lo largo del país. Como él a muchos nos ha costado bastante alcanzar la esperanza, aun cuando muchos aprendimos mal a no tenerla, cuando otros poco a poco nos la han ido minando, o se han esforzado porque no pensemos en otra cosa que en lo que comeremos esta noche.
 
En la Cuba de hoy, en la gigante campana que es esta Isla, tenemos el deber inapelable de ser lumbreras en las conciencias y las cerradas almas de aquellos hermanos que han perdido la claridad en el camino. Sabiendo que nadie es dueño absoluto de la verdad, teniendo la certeza de que con un poco de cada cual haremos una sociedad mejor, una patria de tolerancia y respeto al criterio ajeno, confiados que entre todos podremos lograrlo.
 
Williams Iván Rodríguez Torres (Pinar del Río, 1976).
Técnico en Ortopedia y Traumatología.
Artesano.
Vicepresidente de trabajo comunitario de la ACAA en Pinar del Río
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