CAOS EN EL ESPACIO PÚBLICO

Foto de Adrián Martínez Cádiz.

I

Si el lector de estas líneas coincide con lo que en ellas se expresa, me sentiré halagado como cronista y frustrado como ciudadano. Si mi experiencia es la de muchos y no es buena, mi ciudad no goza de salud.

Este artículo entraña un juego de perder-perder. Si gano como articulista pierdo como ciudadano y viceversa. La opinión de los lectores decidirá el resultado. Por favor, participe.

II

Las calles y aceras por las que vas y vienes en el duro trajín de la existencia no siempre han estado tan rotas y sucias. No siempre cualquiera se creyó autorizado a romperlas sin permiso y a no reparar lo que rompió o a remendarlo mal.

Ese hombre que abre hoyos en las calles y zanjas en las aceras y tapa con tierra lo que desbarató parece poseer un mandato legal que lo exime de responsabilidades. Deshace y vuelve a deshacer sin consecuencias. Recibe salario de su empresa y le cobra, además, al vecino necesitado.

Ese o esa que arroja las bolsas de basura en las aceras, en las esquinas; esos que parquean ciclos, motos y obstáculos diversos en la acera por la que transitan ciegos, viejos, madres con niños pequeños; esos que permiten que la basura colectada en los contenedores permanezca putrefacta en el barrio… esos y esas viven en la ciudad pero no son ciudadanos.

Esos que caminan por la acera en filas de dos o tres, barriendo a los que vienen en dirección contraria; los que forman grupos que no ceden ni al educado permiso ni al empujón, los que se sientan y estiran las piernas en las que se enreda el bastón del anciano u obliga al mesurado conciudadano a bajar a la calle con peligro de ser atropellado por un automóvil; esos que plantan el dominó en la acera y cierran el paso de a porque sí; todos esos viven en la ciudad pero no son ciudadanos.

Esos que llevan al perrito a hacer popó y pipí en frente de la casa de los vecinos tan queridos, los que echan el mondongo en el contenedor o roban las ruedas de este, o la tapa o el contenedor entero. Los que tapizan con carteles de mal gusto las paredes de casas y comercios; los que autorizan o son autorizados a organizar un taller que enloquece al vecindario con los ruidos de las mandarrias, sierras, pulidoras y música estridente; las organizaciones que realizan cultos y actividades con música laica, moderna, rítmica, en las que las vibraciones de los bajos y la percusión hacen recordar el punto álgido de la conga, por encima de los 110 decibelios.

Los que obstruyen, frente a sus garajes, el curso natural del agua, provocando retrocesos y estancamiento de la misma. Los que mutilan al arbolado. Los que sacrifican y cuecen cerdos en la vía pública… iba a culpar a los que destrozan los jardines pero, es cierto, en mi ciudad no hay, no puede haber jardines. Hay colas inmensas, amasijo de personas que conforman una especie de caldo de cultivo para bacterias y virus. Ahora para el COVID. Culpa de los organizados y de los organizadores. Mea culpa.

El parque en el que juegan los niños, enamoran las parejas, rememoran los abuelos y sueña algún poeta, ese espacio público a veces convertido en improvisado estadio de futbol del que huyen los viejos, se espanta el poeta y se frustran los enamorados cuando estalla la luminaria recién instalada o el gol se materializa en la anatomía de alguien. Así pierde el parque el encanto del sosiego y ya no es de todos: solo de los jugadores. ¿Qué o quién lo impide? Nada ni nadie. Y no es solo en el parque, porque los deportes colectivos se practican en las más céntricas calles de la ciudad. Los jugadores sienten que les asiste el derecho, un derecho. Así es desde que eran niños. Ellos molestan a muchas personas, rompen algunas cosas, pero no piensan en nada malo, eso sí. Gamberradas aparte, son ciudadanos tranquilos, inofensivos. ¡Qué le parece!

III

Como los jóvenes del futbol en las calles, todos hemos crecido y envejecido rodeados de lo que aquí se denuncia y que nos devalúa como ciudadanos. Horroriza pensar que no solo convivimos naturalmente con estas miserias sino que formamos parte de ellas.

Los contrapesos sociales que impedían el deterioro del espacio público han perdido fuerza y presencia. La familia, la escuela, las fraternidades y religiones disminuyeron hace tiempo su influencia en los ciudadanos. La ley, las normas jurídicas que obligan al comportamiento ciudadano civilizado, existen desde hace más de cien años en Cuba, pero no se hacen cumplir con rigor y sistematicidad. La actuación de oficio de la fuerza pública ante los ejemplos puestos arriba es aleatoria. El paternalismo ha malcriado a esos que ahora no hay quien enderece. ¿O sí?

En su acepción física, el espacio público lo constituyen los lugares que son para el uso, sujeto a ley, de todos los ciudadanos, organizaciones e instituciones, privados o estatales, no apropiable por ninguna persona natural o jurídica con fines que anulen o menoscaben el derecho de otros a usarlo bien.

Hace tres mil años los griegos, con gran sentido de pertenencia ciudadana y responsabilidad social, eran capaces de soportar una grieta, una filtración o un desconchado en sus viviendas, pero no algo que opacara el lustre u obstruyera el funcionamiento de sus bellas ciudades. ¿Cosas de griegos?

 

 


  • José Antonio Quintana (Pinar del Río, 1944).
  • Economista jubilado.
  • Médico Veterinario.
  • Reside en Pinar del Río.
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