Cambio en Cuba: ¿económico, democrático o cultural?

Por Giselle De Bruno Jamison, Ph.D.
 
Caminos de esperanza. Foto de Maikel Iglesias Rodríguez.

Caminos de esperanza. Foto de Maikel Iglesias Rodríguez.

La palabra “cambio” está de moda en la sociedad cubana actual. Se escucha en foros públicos y privados, significa esperanza, deseos de construir nuevas instituciones y promesas de un merecido futuro mejor. Los cambios en la Isla ya se habían iniciado hace unos años y se aceleraron con el traspaso del poder a Raúl Castro, con la apertura económica, la visita del Papa Francisco y con la nueva era diplomática iniciada por los Estados Unidos. Sin embargo, para que los cambios sean reales y efectivos, es necesario hacer una pausa y especificar lo que se entiende por “cambio”. Es preciso separar la subjetividad que conlleva el deseo de cambiar, de la objetividad que se genera cuando el cambio es analizado metodológicamente. Las ciencias sociales, como la economía, la sociología, o la ciencia política comparada nos ayudan a “definir el problema, determinar las variables, y expresar las hipótesis” (Namakforoosh, 2005) necesarias para evaluar si las relaciones entre las variables elegidas son factibles o no. Este breve ensayo se propone, simplemente, despertar el interés para profundizar el estudio sistemático de la cambiante realidad cubana, con el objeto de visualizar las consecuencias reales y pragmáticas que los cambios traerán en un futuro no muy lejano.
La palabra cambio viene del latín cambiare, que significa “alterar” o “modificar”. Cuando algo se altera o modifica, el resultado puede ser diametralmente opuesto a su estado anterior, o parcialmente distinto de su estado inicial. En primer lugar hay que establecer, entonces, la intensidad de los cambios: ¿Los cambios son profundos o superficiales? Si después de hacer un cambio el resultado final casi no difiere del estado inicial, entonces el cambio será, prácticamente, insustancial. Pero, si los cambios son de carácter estructural y sistémico, estos conllevarán resultados diferentes y sus consecuencias serán más permanentes y visibles.
En segundo lugar, es necesario calificar el tipo de cambio esperado: ¿El cambio es de naturaleza económica, política, cultural, social o religiosa? Esto sirve para disipar la presunción errónea de que un cambio económico, por ejemplo, es sinónimo de un cambio político o cultural. Como escribió el famoso politólogo estadounidense, Gabriel Almond (1991): “La economía y la política constituyen los mecanismos principales para resolver los problemas sociales; cada una tiene distintos métodos y distintas metas, [aunque] las dos interactúan y en el proceso, se transforman mutuamente”. Como consecuencia, el cambio político tiene una lógica propia y no es solo un instrumento de la economía.
En tercer lugar, es importante establecer la correlación y la direccionalidad de los cambios: ¿Son los cambios económicos los que influyen y guían los cambios políticos, o son los cambios políticos los que traen cambios económicos y sociales? ¿O son la economía y la política dos factores que se influyen recíprocamente? Entender la relación que existe entre la economía, y más precisamente, la economía capitalista y la política, manifestada en los países occidentales como forma de gobierno democrática, significa advertir el vínculo más importante que ha dominado la teoría política del siglo pasado y entender por qué muchos países dejaron de ser dictaduras para transformarse en democracias (Almond, 1991).
La nueva diplomacia política de los Estados Unidos hacia Cuba reafirma la hipótesis que sugiere que los cambios económicos traen cambios políticos. La administración del Presidente Obama ha defendido la necesidad de “cambiar de rumbo” y abolir el embargo económico, fortalecer los lazos comerciales y la economía de mercado, e incrementar el intercambio de bienes y servicios para luego esperar que estos cambios impulsen al pueblo cubano a demandar una sociedad democrática (White Housen.d.). Esta hipótesis, por supuesto, no tiene su origen en Obama, pero cuenta con una extensa justificación teórica e histórica, particularmente entre los países desarrollados como Gran Bretaña y los Estados Unidos (Almond,1991). La famosa teoría de despegue de Rostow (1960), por ejemplo, habla optimistamente de una relación lineal, positiva, e inevitable, entre capitalismo, sociedad y democracia. Sin embargo, la evidencia de esta relación resulta inconclusa para los países en vías de desarrollo. Por ejemplo, sociedades que habían alcanzado grandes niveles económicos a principios de siglo XX vieron sus frágiles democracias interrumpidas por dictaduras (Argentina y Brasil, entre otros). Y China no parece estar cerca de un cambio democrático inminente a pesar de los grandes avances económicos. Entonces, ¿qué falta en este análisis y por qué los resultados son diferentes en los distintos países?
Como bien lo habían anticipado autores como Robert Dahl (1990; 1998) o Peter Berger (1986), el capitalismo es una condición “necesaria” pero no “suficiente” para promover cambios democráticos. En el medio de estas dos esferas existe una variable importante que debe ser tomada en cuenta y que puede atrasar o favorecer el cambio necesario para establecer instituciones democráticas: las “culturas” de los distintos pueblos. Pero la variable cultural no debe ser entendida como una categoría amórfica y determinista, como en los estudios etnocéntricos de Samuel Hungtington y David Lawrence (2000) que proclaman “equivocadamente” que solo ciertas culturas (anglosajonas y protestantes, entre otras) pueden conducir a una democracia estable. Para tener valor metodológico práctico, la cultura debe ser entendida como “ciertos” valores, “ciertas” conductas y “ciertas” actitudes que forman el llamado “capital social” a nivel individual y que luego pueden agregarse para determinar la cultura a nivel de la sociedad (Hoogue y Stolle 2003). El capital social a nivel individual es deseable para que los cambios económicos y políticos favorezcan a toda una sociedad y no solo a ciertos sectores (Inglehart, 1997; Hoogue y Stolle, 2003). De este modo, valores como “la confianza interpersonal”, “la tolerancia a la diversidad”, o “el incentivo a la innovación y al riesgo” pueden fomentarse a través de una educación cívica individual integral, sin tener que cambiar los rasgos generales de la cultura a nivel social o gubernamental (Hoogue y Stolle, 2003).
Es en este ámbito que las instituciones del gobierno y las organizaciones no gubernamentales juegan el rol decisivo de crear los espacios necesarios para que estos valores se desarrollen. El tiempo dirá si los cambios ocurridos en Cuba han sido superficiales o profundos, de origen económico o político. Pero, en este momento, es imperioso preparar una agenda de trabajo para evaluar los valores culturales actuales y compararlos con los valores futuros (Leiva n.d.). Como en el caso cubano la creación de estos espacios en el corto plazo no ocurrirá a nivel gubernamental, es de suma importancia que otras instituciones, ya sean educativas o culturales, organizaciones no gubernamentales, e incluso la Iglesia Católica, acepten el rol central de promover el diálogo y la educación para fomentar estos valores necesarios. La meta, sin embargo, no debe ser una democracia “a la estadounidense” o “a la europea”, sino una democracia cubana, con características y valores cubanos, pero con una “cultura cívica” vibrante, que impulse transformaciones económicas y democráticas permanentes y duraderas (O’Donnell et al, 1994).
Referencias
 
1.Almond, G. A. (1991). Capitalism and democracy. PS: Political Science and Politics, 24(3), 467-474. doi:10.2307/420091.
2.Berger, P L. (1991). The capitalist revolution: Fifty propositions about prosperity, equality, and liberty. New York: Basic Books.
3.Dahl, R. A. (1990). After the revolution? Authority in a good society. New Haven: Yale University Press.
4.Dahl, R. A. (1998). On democracy. New Haven, Conn: Yale University Press.
5.Hooghe, M. and Stolle, D. (2003). Generating social capital. Civil society and institutions in comparative perspective. New York: Palgrave Macmillan.
6.Huntington, S.P. and Harrison, L E. (2000). Culture matters: How values shape human progress. New York: Basic Books.
7.Inglehart, R. (1997). Modernization and postmodernization: Cultural, economic, and political change in 43 societies. Princeton, N.J.: Princeton University Press.
8.Leiva, A. (n.d.). Cuban culture and democracy: theory and research agenda. Retrieved from the Association for the Study of the Cuban Economy,
9.Namakforoosh, M. N. (1984). Metodología de la investigación. México, D.F.: Editorial Limusa.
10.O’Donnell, G. A., Schmitter, P. C., Whitehead, L., & Lowenthal, A. F. (1994). Transiciones desde un gobierno autoritario (1a reimp ed.). Barcelona: Paidós.
11.Rostow, W. W. (1960). The stages of economic growth: A non-communist manifesto. Cambridge [England]: University Press.
12.Schumpeter, J. A. (2010). Capitalism, socialism and democracy. London: Routledge.
13.White House (n.d.). Charting a new course on Cuba. Retrieved from https://www.whitehouse.gov/issues/foreign-policy/cuba
Giselle De Bruno Jamison.
Doctora en Ciencias Políticas y Máster en Estudios Internacionales con especialización en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Internacional de la Florida.
Licenciada en Relaciones Internacionales por la Universidad Católica de Córdoba, Argentina.
Actualmente, es directora del programa de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales de la Universidad de Santo Tomas (St. Thomas University) en Miami, Florida.
Scroll al inicio