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marzo-abril. año V. No. 30. 1999 |
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NARRATIVA |
EL BRASERO DE LA ABUELA |
Desde pequeño, Alberto escuchó que el calor familiar se mide por el calor del brasero. Tal vez ello explica por qué ese sitio, con sus olores y sus grandes ollas, fue siempre para él como el regazo materno. Su infancia la pasó en ese espacio dominado por la abuela y las primas. Ahí, cada miembro de la familia parecía tener un lugar asignado. Para cada uno había tareas específicas que desempeñar, sobre todo cuando el platillo era muy complicado; toda una jerarquía culinaria dentro del clan. La mujer siempre cocina para los hombres, nunca para otra mujer. Por eso los señores de aquella casa siempre estaban contentos, solía decir la abuela. En casa, el único hombre que no se acercaba mucho a aquel cuarto era su padre, quien tenía el privilegio de dedicarse exclusivamente a saborear los guisos y a emitir su opinión sobre los mismos. Parecía que toda su felicidad se resumía en sentarse a la mesa, no lejos del brasero y esperar a que las mujeres de casa, sus primas y sus hermanas, le sirvieran amorosamente. Cuando los hermanos mayores de Alberto llevaban a sus novias, la abuela las metía inmediatamente a la cocina. El resultado fue que ninguna pasó la prueba y por lo tanto nadie de ellos se casó. Mientras tanto, las primas Justina, María y Soledad, convencían a Alberto de que la mujer que no supiera cocinar no lo iba a hacer feliz. En aquel clan siempre se sospechó que Alberto hacía el amor con una de las primas, y él nunca lo negó, pero tampoco dijo con quién. El caso es que todas sospechaban de las demás. Al parecer todo sucedía en la cocina. Jamás se supo exactamente en dónde. Se pensaba que se metían en la gran alacena, aquella que estaba llena de chiles y condimentos que despedían aromas excitantes. También se decía que lo hacían al lado del mismísimo brasero, pegadito a la mesa donde todos comían. Alberto, como su padre, podía entrar y salir de casa cuando quería. Se sentía siempre en libertad. Nunca fue celado por ninguna de las primas, ya que eso significaría para la que lo hiciera, el delatarse frente a las otras. Él siempre había dicho que gracias a lo que aprendió en esa cocina, su vida, en especial la afectiva, la había llevado como si se tratara de la preparación de una buena receta: elegir el platillo, revisar los ingredientes, para luego incorporarlos en orden y con mesura en el recipiente, y así, dejarlos reposar. Después, ya cocidos, darles una probadita antes de servirlos. Contaba que los buenos platillos, así como los buenos amores, te los puedes acabar de un solo bocado, o a mordiditas, como a él más le gustaba. No era de sorprenderse, pues desde chico se distinguió por lamer los panes antes de comérselos. Se decía que todo eso lo aprendió de sus primas, quienes siempre le servían de comer. Al parecer, también aprendió muchas otras cosas en aquel lugar, pues siempre se mostraba ufano al señalar que un guiso no necesitaba ser muy elaborado, ni tener muchos ingredientes para ser excelente. Tal vez por eso siempre se le oía decir que él no era complicado para el amor. Alberto también llevó sus prospectos de matrimonio a su casa, más bien dicho a la cocina, pero ninguna logró pasar airosa la prueba familiar. Las primas y la abuela siempre se interponían. Sin embargo, nunca le impedían llevar a una nueva mujer. Es más, de entrada, y siempre delante de la recién llegada, lo festejaban y felicitaban por haberla conocido, así como por llevarla a casa. Finalmente, Alberto nunca se casó. Las tres primas tampoco, pero todas tuvieron hijos. Tampoco se supo si él fue el padre de alguno de los sobrinos, aunque mi abuelo, el padre de Alberto, quien tampoco era casado, decía que me le parecía mucho, por eso siempre me trató como el nieto consentido. Además, de chico, a mí también me gustaba lamer los panes antes de comérmelos a mordiditas. La verdad, cuando veo sus fotos, yo sí siento que me parezco mucho a los dos. Ahora dicen que como yo no me he casado, sigo el mismo camino que Alberto. No quieren entender que por eso vivo en otro lugar, en mi propia casa. Eso sí, vengo a visitar a mis hermanos, a sus hijos y a mis primas cuando me dicen que han preparado un platillo especial para mí. A eso no me puedo negar, pues aquí, en casa de la abuela, quien por cierto tampoco era casada, me siento como en el regazo materno, las tías y sobre todo las primas son muy cariñosas, hasta me han enseñado a guardar secretos en la alacena, ahí, junto a los chiles y a los condimentos. |
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