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marzo-abril. año V. No. 30. 1999 |
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HECHOS Y OPINIONES |
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Las glorias de Israel Tanta gente ha recorrido estos caminos que las piedras de las calles brillan como si las hubieran pulido. Estamos en Israel, Tierra Santa, tierra "de leche y miel", la que Dios prometió a Abraham, donde Salomón compuso para su amada el Cantar de los Cantares, donde nació y predicó Jesús. Este es un país de casi 22,000 kilómetros cuadrados y cinco millones de habitantes, rico en historia, cultura, diversidad y bellezas naturales. Aquí lo mismo se puede escalar una montaña que cruzar el desierto de Néguev o zambullirse en las aguas del punto más bajo del planeta: el Mar Muerto, y el país se jacta de otros tres mares: el Mediterráneo, el Rojo y el de Galilea. Hay ciudades bulliciosas y modernas y sitios santos y arqueológicos, hoteles fabulosos como el King David y el Holiday Inn Crowne Plaza y albergues como la YMCA: restaurantes típicos del país, o libaneses, o chinos, que sirven manjares deliciosos; colonias de artistas, conciertos al aire libre y discotecas. Alguien cerca de mí dice: "¡Pellízquenme!". Le parece increíble haber llegado a la cuna de la Biblia y de la Historia Antigua, al país de los profetas de la Historia Sagrada, pero es cierto: está aquí, en Israel, una tierra tan arcaica como la vida misma, hermosa y bravía, agreste y dulce a la vez, donde el pasado y el presente reviven y conviven. Y ese milagro se palpa en su capital, Jerusalén. Meta y meca de peregrinos Jerusalén es blanca y verde, piedra y ciprés junto al cielo. La Ciudad Santa, que por tantos siglos ha sido punto de partida, meta y meca de peregrinos, ha resurgido tantas veces de sus cenizas que muchos la creen inmortal. Desde que hace tres mil años el Rey David la hiciera su capital, a Jerusalén la han cortejado, conquistado y perdido babilonios, macedonios, romanos, musulmanes, cruzados, mamelucos, turcos y británicos. Los judíos proclamaron su independencia como nación en 1948 y Jerusalén, que estaba dividida, se hizo una en 1967 bajo el mando israelita; hoy su medio millón de habitantes convive en paz. La bandera de la estrella judía ondea en la Torre de David, una ciudadela que alberga el Museo de la Historia de Jerusalén. Las bases de enormes piedras macizas, son de la época de Herodes el Grande, sus fosos son del tiempo de los Cruzados y sus murallas las hizo Suleimán el Magnífico; los conquistadores siempre reconstruyen sobre las ruinas de los conquistados. Desde aquí se divisan la "Ciudad Eterna", con sus cúpulas redondas, el Huerto de los Olivos, el Monte Sión, el Cenáculo y un sinfín de iglesias. Abajo, en los jardines, ensaya un magnífico coro -esta noche hay concierto-, porque aquí las ruinas cobran vida, y a los foros, coliseos y sitios arqueológicos se les da buen uso. Es que Jerusalén abraza dos ciudades: una moderna y una antigua. La moderna se puede ver desde cada colina, repleta de urbanizaciones; a cada paso hay una construcción y lo que estaba destruido se reconstruye, como el Barrio Judío que en la parte antigua tiene edificios modernos que no desentonan y abarca una joyita recién restaurada: el Cardo, parte de la calle que data de la época bizantina de la ciudad (del siglo 6 D.C) y del mercado de los Cruzados. Hoy el Cardo es un centro comercial donde se pueden adquirir souvenirs o antigüedades y almorzar en un restaurante típico de la antigua Roma: el Cardo Culinario (al entrar hasta le ponen una toga y una corona de laurel). Es mucho lo que ofrece la Jerusalén moderna pero después que el peregrino se pone cómodo, quiere ver la ciudad antigua. Una ciudad, tres religiones En las sinuosas calles llenas de escaleras de la antigua Jerusalén conviven judíos, árabes y cristianos. Recorriéndolas vemos pasar judíos vestidos de negro y de luengas barbas como las de los patriarcas ortodoxos griegos; también pasan sacerdotes franciscanos, religiosos etíopes, coptos, armenios, abisinios, monjas, y mujeres árabes cubiertas por velos. Es fascinante oír el cántico en hebreo de los niños en un kindergarten confundirse con el repicar de una campana cristiana llamando a Misa y con el canto de un musulmán, que desde la torre de una mezquita invita a los suyos a orar. Desde lejos se oye la algarabía: están celebrando un bar mitzvah -un joven se inicia en la religión judía- junto al Muro de los Lamentos. A la izquierda, oran y cantan los hombres; a la derecha, las mujeres. Miles vienen de todo el mundo a rezar frente al muro, balanceándose e inclinándose ante las piedras; muchos escriben sus peticiones en diminutos papeles y los meten entre las grietas; ya sus oraciones son parte de la roca. Sólo quedan estas enormes piedras, tan veneradas por el pueblo judío, como testigos de la magnificencia del Templo que construyó Herodes el Grande y que fue destruido por los romanos en el año 70 A.D. A pocos pasos, se encuentra otro mundo, otra cultura, que reza descalza y con la frente pegada al suelo, en las mezquitas de Al Aqsa, y la de Omar. Las exquisitas paredes de azulejos y la cúpula de oro de la mezquita de Omar -que recientemente costó varios millones de dólares reparar- guardan la enorme piedra que, según la tradición, Abraham eligió como altar para sacrificar a su hijo Isaac, cuando un ángel detuvo su mano. Los árabes, que se dicen descendientes de Abraham, también creen que de esta misma roca subió al cielo su profeta Mahoma, El Viernes Santo y todos los viernes a las tres de la tarde, los padres Franciscanos van en procesión por la Vía Dolorosa -el camino que recorrió Jesús cargado con la cruz hasta el Calvario. "Jesús cae por segunda vez", recuerda la inscripción de un bajo relieve en la pared... y una por una, los fieles van rezando y recorriendo con devoción, las 14 estaciones del Vía Crucis hasta la iglesia del Santo Sepulcro. Pero hoy la Vía Dolorosa parece desmentir su nombre: es un mercado árabe. Por la estrecha y escalonada callejuela repleta de tiendas, sube y baja un mar de gentes comprando y regateando shekels (o siclos, la moneda del país) en una cacofonía de idiomas, colores y olores, que se repite desde tiempo inmemorial. De un lado y otro, y hasta del techo, cuelgan telas, vestidos, chalecos, collares de mil cuentas, incensarios, zapatos, y hasta jaulas con canarios cantando. Huele a especias, porque las hay por sacos, de todos los sabores imaginables y no faltan la carnicería, el pescado fresco, frutas y flores, pan de pita y dulces hechos de hojaldre, piñón y miel. Cuesta trabajo pensar que hace dos mil años ésta haya sido la escena del Vía Crucis. Por eso quizás es hasta cierto punto consolador saber que la Vía Dolorosa del tiempo de Jesús está 20 pies más abajo, sepultada por siglos de escombros. Frente a la Iglesia del Santo Sepulcro, el lugar más sagrado de la cristiandad, esperan para entrar cientos de peregrinos. Fuera hay un sol intenso, pero la luz desaparece en la solemne oscuridad del templo que se alza en el lugar donde según la tradición, Santa Elena encontró la cruz en el año 326 y después se dice, se halló la tumba de Cristo. A la entrada, la Losa de la unción está gastada por las manos y besos de los peregrinos. Escaleras arriba, bajo un altar, el sitio de la crucifixión, donde por un agujero se puede tocar la roca viva; y escaleras abajo, en una cueva, la tumba. "Yo soy la luz del mundo...", dijo Jesucristo, y el día de Pascua de Resurrección, en esta iglesia oscura, llena de fieles, la llama de una vela, y otra, y otra, salta de mano en mano, como símbolo del Cristo resucitado hasta que el templo se llena todo de luz. Cristiandad sigue los pasos de Jesús Son sólo 120 millas las que recorrió Jesús durante sus tres años de ministerio, pero su doctrina cambió el mundo; y desde su nacimiento la historia se cuenta, no según la fundación de Roma, ni por los reinados de tal o cual emperador, sino Antes o después de Cristo. Al peregrino le es fácil imaginarse al Señor y sentirlo en los verdes caminos y valles de Tiberíades, en las arenas de Cesarea, en la quietud del lago de Genezaret, en la aridez del desierto de Judá; aquí se entiende que llorara por Jerusalén, y que amara las mil bellezas del país donde nació. Hay ciudades bulliciosas y modernas y sitios santos y arqueológicos Y como dice la profecía, el Niño Dios de los cristianos nació en Belén, un pueblo montañoso, que hoy es palestino. Una estrella de plata en una gruta en la Iglesia de la Natividad, marca el lugar. Los incensarios dorados recuerdan los regalos de los Magos de Oriente: oro, incienso y mirra. En la plácida ciudad de Nazaret, en medio de las colinas de Galilea, donde vivió la Sagrada Familia, un Jesús niño creció y aprendió de José las artes del carpintero. Allí en la Basílica de la Anunciación (hasta donde los cubanos exiliados han llevado una hermosa imagen de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre), se puede ver la humilde casa de piedra donde María recibió el mensaje del ángel, anunciándole que sería la madre del Altísimo. A los 33 años Jesús dejó Nazaret y tras pasar 40 días en el desierto, cerca de Jericó, -la ciudad amurallada más antigua del mundo-, se hizo bautizar en el río Jordán por su primo Juan el Bautista. Entonces comenzó su ministerio. Un hermoso camino que desde Tiberiades pasa por Magdala (la tierra de María Magdalena), y atraviesa las ricas llanuras de Genezaret, nos lleva a Cafarnaúm, pueblo de pescadores, junto al mar de Galilea. Entre las ruinas de los molinos de piedra y morteros que aquí se fabricaban, los pedestales y columnas de una vieja y bella sinagoga marcan el sitio donde predicó el Divino Maestro. Desde una barca similar a la de Pedro, embarga la paz del mar de Galilea y los verdes sembrados de sus colinas. Aquí Jesús curó enfermos, predicó sus Bienaventuranzas, multiplicó panes y peces y convirtió a unos humildes pescadores en "pescadores de hombres". Hoy los padres franciscanos custodian las oscuras piedras de "la casa de Pedro"; y sobre ellas, se alza una iglesia. Fue en la cima del lejano y sagrado monte Tabor, donde hoy está la Basílica de la Transfiguración, que los apóstoles supieron que Jesús resucitaría de entre los muertos; después llevarían su mensaje a las cuatro esquinas de la tierra. Masada, Qumran y el Mar Muerto Atravesando el desierto de Judá, se ven las familias de los beduinos pastoreando sus ovejas; las mujeres trabajando bajo la sombra de una tienda; cerca rumian sus camellos. Pero tal vez lo que más nos maravilla es que de vez en cuando entre las arenas y las rocas del desierto se deja ver un "espejismo", ¿es un milagro? ¡un oasis de palmas datileras! Fue aquí en el desierto, en una cueva de Qumrán, que en 1947 un pastorcito beduino descubrió por accidente los Rollos del Mar Muerto, pergaminos con antiguas escrituras hebreas, que hoy están expuestos en el magnífico Museo del Libro en Jerusalén. Se cree que fueron escritos por los esenios, una secta judía que vivía en el desierto y que antes de ser exterminada por los romanos, escondieron su más preciada posesión: las escrituras. El fiel desierto guardó sus secretos por dos mil años. Algo parecido ocurrió con Masada, una fortaleza casi inexpugnable, construida por Herodes encima de la meseta de una montaña del desierto, a 770 metros sobre el nivel del mar Muerto y que fue redescubierta en 1955. Los valientes escalan la montaña paso a paso, pero nosotros abordamos un funicular para llegar a la ciudadela. Son impresionantes los torreones y muros que Herodes construyó "para protegerse de los judíos que tratasen de destruirlos"; pero también se rodeó de grandes comodidades: aposentos reales, baños de vapor (aún se ven hermosos mosaicos en los pisos, y frescos en las paredes), piscinas, cisternas para recoger el agua de lluvia, almacenes y cuarteles. Pero Masada es famosa porque en el año 70 A.D. un grupo de patriotas judíos encabezados por Eleazar Ben-Yair se parapetó allí resistiendo a los romanos casi tres años, hasta que decidieron suicidarse antes de caer en manos del enemigo. El Israel de hoy Masada es el símbolo del indomable espíritu del judío que, decidido a que un hecho similar no vuelva a ocurrir, ha levantado un país del que vive orgulloso. Hoy Israel es una nación pujante, moderna y vibrante, gobernada por la democracia e inspirada por la paz. Su pasado fue brillante; todo parece indicar que así será su futuro. Tomado de: ¡Éxito!
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