marzo-abril. año V. No. 30. 1999


SUELTO

 

 

 

LA CONCIENCIA Y LA LEY

DESAFÍOS FILOSÓFICOS

por Paul Ricoeur

traducción: Nazario Vivero

 

 

El presente estudio* proviene de un rechazo inicial: el de dejarme encerrar en un dilema aparentemente obligatorio, en el que se opondrían, término a término, la ley, en cuanto inmutable, universal, apremiante, objetiva; y la conciencia considerada variable, circunstancial, espontánea y eminentemente subjetiva.

El dilema está, de alguna manera, cosificado, cuando, además, se le sitúa bajo la custodia malévola de categorías mutuamente infamantes, tales como dogmatismo y situacionismo.

El problema no es tan sólo refutar este dilema aparente, sino construir un modelo plausible de correlación entre los términos de una alternativa paralizante. Para sustraernos a dicho dilema aparente, propongo distinguir varios niveles en los que ley y conciencia serían colocados en pareja, cada vez y de manera diferente, en la constitución progresiva de la expresión moral.

 

I.

A un primer nivel, que puede calificarse de fundamental, yo situaré del lado de la ley, la discriminación más elemental entre el bien y el mal, y del lado de la conciencia, la emergencia de una identidad personal constituida por su relación con dicha discriminación primitiva. A este nivel fundamental, tal vez no conviene hablar de ley en el sentido fuerte de obligación moral ni de conciencia en el sentido de obediencia al deber. En un sentido más cercano a Aristóteles que a Kant, adoptaré, siguiendo a mi amigo Charles Taylor en Sources of the Self(1) la expresión "evaluaciones fuertes", entendiendo por éstas, las estimaciones más estables de la conciencia común, las cuales, por su estructura binaria, expresan, cada una a su manera, lo que acabamos de llamar discriminación entre el bien y el mal. A este respecto, la experiencia moral ordinaria dispone de un vocabulario y de una riqueza extraordinaria, que da a la pareja de lo bueno y de lo malo un número considerable de variantes. Pensemos tan sólo en pares de términos tales como: honorable y vergonzoso, digno e indigno, admirable y abominable, sublime e infame, regocijante y molesto, noble y vil, suave y abyecto, sin olvidar la pareja de lo venerable y de los injustificable según Jean Nabert. Hay que partir de este rico abanico para desplegar las implicaciones de la expresión propuesta: evaluación fuerte.

El término evaluación expresa el hecho de que la vida humana no es moralmente neutra, sino que desde el momento que está sometida a examen, según el precepto de Sócrates, se presta a una discriminación de base entre lo aprobado como mejor y lo desaprobado como peor. Si el término ley no conviene a este nivel elemental, al menos en el sentido estricto que se le acaba de dar, las evaluaciones fuertes presentan una serie de caracteres que encaminan hacia el sentido normativo ligado a la idea de ley. Además del trabajo deliberado de discriminación expresado por la variedad de los predicados evaluativos enumerados anteriormente, es necesario tomar en cuenta todo lo que Taylor coloca bajo el título de articulación, a saber, el ensayo de ordenamiento de las evaluaciones fuertes a las cuales la heterogeneidad cualitativa de los bienes entrevistos por su intermedio impone una cierta dispersión; a ese trabajo de coordinación se añaden "los intentos de jerarquización" los cuales permiten hablar, nuevamente con Charles Taylor, de bienes de rango superior, de hypergoods; es a dichos intentos que debemos las diversas tipologías de virtudes y vicios que ocupaban el lugar que ya sabemos en los tratados de moral de los Antiguos, de los medioevales e incluso de los moralistas de la era clásica. Estas clasificaciones servían para descubrir el nivel central de la reflexión moral, a medio camino entre las evaluaciones fuertes tomadas en su dispersión espontánea y la visualización unificante de la vida buena, a saber, el deseo de una vida realizada, lo cual constituye, de alguna manera, la línea de transgresión en el horizonte de las evaluaciones fuertes.

He aquí pues lo que yo sitúo inicialmente del lado del polo de la ley ¿Qué colocaré del lado del polo de la conciencia? También aquí seguiré la sugerencia de Charles Taylor que pone en pareja la idea del (Self) y la idea del bien (good). Esta correlación expresa el hecho que la cuestión ¡quién! -¿quién soy? -que preside toda búsqueda de identidad personal, encuentra un esbozo de respuestas en las modalidades de adhesión por las cuales respondemos a la solicitación de las evaluaciones fuertes. A este respecto se podría hacer corresponder a las diferentes variantes de la discriminación del bien y del mal, maneras de orientarse en lo que Charles Taylor llama el espacio moral, maneras de permanecer en el instante y mantenerse en la duración.

En cuanto ser moral, yo soy aquel que se orienta, permanece y se mantiene en el espacio moral; y la conciencia, al menos a este primer nivel, no es otra cosa sino esta orientación, esta permanencia y ese mantenimiento.

El análisis que sugiero aquí es una línea que puede ser llamada neoaristotélica, atestigua en qué medida la cuestión ¿qué debo hacer? es segunda con respecto a la más elemental de saber cómo yo desearía conducir mi vida. Digamos para concluir este primer punto, que la polaridad de la cual deriva la de la ley y la de la conciencia, puede ser resumida en los términos de la pareja evaluaciones fuertes-adhesión fuerte.

 

II.

Pasemos al segundo nivel. La ley accede al estatuto normativo que el uso ordinario le reconoce cuando reviste el sentido de la obligación moral y su duplicado negativo, la prohibición. Para el análisis que propongo sacaré partido del hecho de que el término de ley depende indiferentemente del registro del derecho y del de la moralidad. Más adelante se verá hasta qué punto la comprensión de este nexo entre lo ético y lo jurídico es necesaria para la justa apreciación del papel de la conciencia a dicho nivel. Propongo pues que entremos en la problemática de la norma por el lado de la legalidad, a fin de mostrar cómo el movimiento por el cual esta remite a la moralidad, culmina en el reenvío de esta última a la conciencia.

Retendremos tres rasgos de lo legal, en la medida en que designan el punto de anclaje de la dialéctica de interiorización que acabo de evocar.

De entrada, la prohibición es la faz severa que la ley nos muestra. El propio Decálogo se enuncia en esta gramática de los imperativos negativos: no matarás, no dirás falsos testimonios, etc. A primera vista estaríamos tentados de percibir en la prohibición sólo su dimensión represiva, incluso, si nos quedamos del lado de Nietzsche, tan solo el odio del deseo que se disimularía en ella. Corremos entonces el riesgo de no tomar en cuenta lo que se pueda llamar la función estructurante de la prohibición. Lévi-Strauss lo había demostrado de manera brillante en el caso de la prohibición probablemente más universalmente proclamada, la del incesto. Al impedir a los hombres de tal clan, tribu, o grupo social, tomar como compañera sexual a su madre, hermana o hija, la prohibición instaura la distinción entre el nexo social de alianza y el simplemente biológico de engendramiento. Podría hacerse una demostración comparable con respecto a la prohibición del homicidio, en la medida misma que este se reclama de una justicia vengativa; al retirar a la víctima el pretendido derecho a la venganza, el derecho penal instaura una justa distancia entre dos violencias: la del crimen y la del castigo(2). No sería difícil hacer la misma demostración con relación a la prohibición del falso testimonio, lo cual al proteger la institución del lenguaje, instaura el nexo de confianza mutua entre los miembros de una misma comunidad lingüística.

El segundo rasgo común a la norma jurídica y a la norma moral es su pretensión a la universalidad. Digo claramente pretensión, porque en el plano empírico, las normas sociales varían más o menos en el espacio y en el tiempo. Pero es esencial que a pesar de esta relatividad de hecho, y a través de ella, quede visualizada una validez de derecho. La prohibición del homicidio perdería su carácter normativo si no la juzgásemos válida para todos, en todas las circunstancias y sin excepción. Que en un segundo tiempo, buscásemos justificar las excepciones, ya se tratase de ayudar a una persona en peligro o de la guerra, en la hipótesis controversial de la guerra justa, o, durante milenios de pena de muerte, dicho intento por justificar las excepciones es un homenaje rendido a la universalidad de la regla. Es necesario una regla para justificar la excepción a la misma, una especie de regla suspensiva que revista la misma exigencia de legitimidad, de validez, que la regla de base.

El tercer rasgo que quisiera considerar, concierne el nexo entre la norma y la pluralidad humana. Lo que en última instancia está prohibido y universalmente condenado son toda una serie de daños hechos a los otros. Un sí mismo y su otro son de este modo los protagonistas obligados de la norma ético-jurídica. Lo así presupuesto de esta manera, tanto por el derecho como por la moral, es lo que Kant llamaba el estado de "insociable sociabilidad" que hace tan frágil el nexo interhumano(3). Frente a esta amenaza permanente de desorden la exigencia más elemental del derecho, decía el mismo filósofo de su Doctrina del Derecho(4), es separar lo mío de lo tuyo. De este modo volvemos a encontrarnos con nuestra idea de la justa distancia, esta vez aplicada a delimitar las esferas vitales de libertades individuales. Limitémonos a estos tres rasgos en beneficio del argumento que sigue: papel estructurante de la prohibición, pretensión a la validez universal, ordenamiento de la pluralidad humana. Y comencemos el movimiento que, remontando de la legalidad a la moralidad, culmina su curso en la noción de conciencia moral, en cuanto contraparte de la ley.

Con respecto al primer rasgo, es decir al papel de la prohibición, lo que distingue fundamentalmente a la legalidad de la moralidad salta a la vista: la legalidad sólo pide una obediencia exterior, aquello que Kant llamaba la simple conformidad a la ley, para distinguirla del respeto a esta por amor al deber; a este carácter exterior de la legalidad se añade este otro rasgo que la distingue de la moralidad, es decir, la autorización de la corrección física, con vista a restaurar el derecho, dar satisfacción a las víctimas; en resumen, dejar, como se dice, la última palabra a la ley. En la medida en que la simple conformidad a la legalidad se apoya así en el temor al castigo, se comprende que el paso de la simple legalidad a la verdadera moralidad pueda ser asimilado a un proceso de interiorización de la norma.

Con respecto al segundo rasgo, la pretensión de la legalidad a la universalidad, la moralidad presenta una segunda modalidad de interiorización. A la idea de un legislador exterior se opone la de una autonomía personal, en el sentido fuerte del término autonomía, interpretada por Kant como legislación que una libertad se da a sí misma. Por la autonomía, una voluntad razonable emerge de lo simplemente arbitrario, colocándose bajo la síntesis de la libertad y la ley. La admiración que se puede tener por el elogio kantiano de la autonomía, no debe impedir captar la medida del precio a pagar por esta interiorización de la ley tomada bajo su ángulo universal. Sólo una regla formal, como la prueba de universalización a la cual deben someterse todos nuestros proyectos y planes de vida, en resumen lo que Kant llama las máximas de la acción, puede pretender a la especie de universalidad que ordinariamente le falta a la simple legalidad social.

Este formalismo encuentra, es verdad, una contrapartida cierta en la elevación al plano de la pura moralidad del tercer rasgo que hemos reconocido a la legalidad, es decir, el papel que la norma ejerce a título de principio de orden en el plano de la pluralidad humana. Es sobre todo en los discípulos contemporáneos de Kant, como Rawls, en Teoría de la Justicia, Habermas en su Ética de la Discusión, que dicho carácter dialógico o dialogal de la norma puede expresarse. Ya Kant tomaba en cuenta esta pluralidad de los sujetos morales en el segundo imperativo categórico, ordenando tratar a la humanidad, en nuestra persona y en la de los otros, como un fin en sí y no sólo como un medio. Sin embargo, es en la idea de justicia, según Rawls, y de argumentación según Habermas, que vemos enteramente desplegadas las implicaciones dialógicas o dialogales del segundo imperativo categórico, bajo la figura del respeto mutuo que las personas se deben unas a otras.

Dicho esto no cuesta mucho comprender en qué sentido el proceso de interiorización, por el cual la simple legalidad social se eleva a la moralidad, culmina su curso en la conciencia moral. En este estadío de nuestra meditación, la conciencia no es otra cosa que la obediencia íntima a la ley en cuanto tal, por puro respeto por ella y no por simple conformidad al enunciado de la regla. La palabra decisiva aquí es respeto. En un célebre capítulo de la "Crítica de la razón práctica"(5), Kant hace de él el único móvil de la vida moral. Es un sentimiento ciertamente, pero el único que la razón, por su sola autoridad, inscribe en nosotros. Haciendo eco a Rousseau y a su célebre elogio de la «voz de la conciencia», Kant ve en este sentimiento, a la vez la humillación de nuestra sensibilidad ávida de satisfacciones egoístas y la exaltación de nuestra humanidad por encima del reino animal. Pero no nos sorprenderemos de encontrar bajo este vocablo de voz de la conciencia todos los rasgos de la legalidad social, interiorizados en pura moralidad. La voz de la conciencia es, de entrada, la voz de la prohibición, que ciertamente estructura, pero que es rigurosa. Es también la voz de lo universal, a caso la intransigencia. Por último bajo los rasgos de la idea de justicia y el aguijón de una ética de la discusión la voz de la conciencia añade a estos dos rasgos, de rigor y de la intransigencia, el de la imparcialidad. Imparcial, la voz de la conciencia me dice, que toda otra vida es tan importante como la mía, para retornar la reciente fórmula de Thomas Nagel en Igualdad y Parcialidad(6).

La cuestión se plantea entonces de saber si uno puede quedarse ahí. El respeto kantiano ciertamente es algo más que nada, sobre todo si se desarrollan sus aplicaciones dialogales, como en una ética de la justicia y en una ética de la discusión. Pero ¿son verdaderamente reconocidas las personas en su singularidad insustituible, toda vez que el respeto se dirige más a la ley que a las personas, ellas mismas consideradas como la simple expresión de una humanidad abstracta?¿cómo lo serían, incluso bajo el signo de la idea de imparcialidad, si se ponen entre paréntesis las adhesiones fuertes correlativas de las evaluaciones fuertes de las que hablábamos en la primera parte, en el horizonte de la prosecución de la vida buena? De esta duda es que procede la investigación de un tercer nivel de la correlación entre ley y conciencia.

 

III.

La tercera etapa de nuestro recorrido será consagrada a lo que se puede llamar el juicio moral en situación ¿Por qué dedicarle un destino distinto? ¿No se puede llevar este estadio a la simple idea de una aplicación de la norma general a un caso particular? Aparte del hecho de que el juicio moral en situación no se limita a la simple idea de aplicación, como se verá más adelante, esta está incluso lejos de quedar reducida a la idea demasiado simple que uno se hace de la misma. Aplicar una norma a un caso particular es una operación extremadamente compleja, que implica un estilo de interpretación irreductible a la mecánica del silogismo práctico. El derecho, también aquí, constituye una buena introducción a la dialéctica del juicio moral en situación. El proceso complejo, al término del cual un caso es colocado bajo una norma, comporta dos procesos de interpretación entrelazados(7). Por un lado, que es el caso considerado, el problema es reconstruir una historia plausible, verosímil, de la historia o, más bien, de la trabazón de historias constitutivas de lo que se denomina un caso, o por decirlo mejor, una cuestión. Ahora bien, el debate, pieza central del proceso, revela cuán difícil es delimitar un relato unívocamente verdadero del enfrentamiento entre las versiones rivales propuestas por las partes en litigio. La dificultad no es menor del lado de la norma: no siempre resulta inmediatamente claro que tal caso debe ser colocado bajo tal norma. Lo que se llama calificación de un acto litigioso resulta de un trabajo de interpretación aplicado a la propia norma. Casos recientes, como el de la sangre contaminada, nos han enseñado cuán sumisa a controversia permanece la decisión aparentemente simple de designar en el corpus jurídico, la norma que conviene aplicar en tal caso particular. La aplicación está por ello en la encrucijada de una doble cadena de interpretación, del lado de los hechos y del de la regla; el juicio en situación se da, por lo tanto, en el punto de intersección de esas dos líneas de interpretación. Se puede decir que argumentación e interpretación son inseparables: la argumentación constituye la trama lógica y la interpretación la traba inventiva del proceso que concluye en la toma de decisión.

¿Qué pasa entonces en la relación entre ley y conciencia? Sería un error pensar que la idea de ley ha desaparecido del juicio en situación. En efecto, se trata de pronunciar el derecho en una circunstancia determinada. Con respecto a esto la sentencia proferida no tendría significación jurídica si ella no fuese considerada equitativa, en el sentido que Aristóteles da a este término de equidad cuando la norma reviste una singularidad igual a la del caso considerado. En cuanto a la conciencia, ella es sólo la íntima convicción que habita el alma del juez o del jurado, pronunciando el juicio en equidad. Con respecto a esto se puede decir que la equidad del juicio es la faz objetiva de la cual la íntima convicción constituye el correspondiente subjetivo. El nexo entre la íntima convicción y el acto de palabra que consiste en pronunciar el derecho en una circunstancia particular, sustrae el juicio en situación a lo arbitrario puro.

Pero hasta ahora sólo hemos considerado una categoría de juicios morales en situación, la que puede situarse bajo el título de la aplicación. Ahora bien, existen ciertamente otras ocasiones de ejercer el juicio moral en situación: La aplicación supone la existencia de un corpus de leyes relativamente homogéneo y no puesto en cuestión, al menos en el tiempo del proceso. Ahora bien, existen numerosas situaciones más engorrosas en las que es la propia referencia a la ley lo que hace problema. De entrada es necesario considerar el caso en que varias normas se enfrentan, como se ve en la tragedia griega, en que, por ej., Electra y Creón sirven, una y otro, a magnitudes espirituales respetables, pero desde un ángulo estrecho, que las hace incompatibles, hasta suscitar la muerte de los antagonistas. Este aspecto trágico de la acción invoca lo que Sófocles llama "To Phronein", el acto de "juzgar sabiamente", es la virtud que Aristóteles elevará a un rango superior bajo el nombre de phronesis, término que los Latinos tradujeron por prudencia y que se puede traducir por sabiduría práctica o, mejor todavía, por sabiduría de juicio. La primera con tales modalidades de lo trágico de la acción, desde el momento en que las evaluaciones fuertes se relacionan con bienes heterogéneos y a menudo en competencia. Es este elemento trágico de la acción el que ha sido evacuado en la concepción puramente formal de la obligación moral, reducida a la prueba de universalización de la máxima. Del mismo modo es ampliamente desconocido en la concepción rawlsiana de la justicia, de la cual ha sido eliminada la confrontación entre bienes sustanciales en favor de una regla de procedimiento meramente formal. No lo es menos en una ética de la discusión, la cual también se coloca en una perspectiva en la que las convicciones quedan reducidas a convenciones que los protagonistas del debate se supone han superado al colocarse en una postura llamada post-convencional. Lo propio de todo formalismo, al eliminar la referencia a la vida buena, es eludir las situaciones de conflicto ligadas a la evaluación de bienes situados en el trayecto del deseo de vivir bien.

Pero lo trágico expulsado por la puerta vuelve por la ventana, desde el momento en que es tomada en consideración la diversidad irreductible de los bienes sociales de base, como una teoría comprensiva de la justicia no puede dejar de hacerlo; se ve uno entonces confrontado a lo que en una teoría renovada de su teoría de la justicia, el propio Rawls llama "desacuerdos razonables"(8). Me gusta esta expresión que enmarca bien la virtud de prudencia. La fragmentación de los ideales políticos, la de las esferas de justicia y, hasta en el ámbito jurídico la multiplicación de las fuentes de derecho y la proliferación de los códigos de jurisdicción, nos invitan a asumir con la mayor seriedad esta idea de desacuerdo razonable.

Las cosas se vuelven más graves aún, cuando no son tan sólo las normas las que entran en conflicto, sino que se enfrentan, por un lado, el respeto debido a la norma universal y, por el otro, el debido a las personas singulares. Se trata ciertamente de lo trágico de la acción, en la medida en que la norma permanece reconocida como parte del debate, en el conflicto que la opone a la solicitud que se hace cargo de la miseria humana. La sabiduría de juicio consiste en elaborar compromisos frágiles en los que no se trata tanto de dirimir entre el bien y el mal, entre lo blanco y lo negro, como entre lo gris y lo gris o en un caso altamente trágico, entre lo malo y lo peor.

¿Equivale esto, a que la conciencia queda reducida a lo arbitrario, en lo que están de acuerdo las morales situacionistas? En lo absoluto. Como anteriormente el juez encargado de pronunciar el derecho en una situación singular, el moralista, frente a lo trágico de la acción, dice lo mejor o lo menos malo, tal como ello aparece al término de un debate en el que las normas pesan menos que las personas. En este sentido, su íntima convicción tiene por contraparte objetivo lo mejor aparente en la circunstancia considerada. Además, si éste es -para conservar el vocabulario forjado con ocasión del juicio jurídico en situación- producto de un vaivén entre argumentación e interpretación, la decisión tomada al término de un debate entre sí mismo y sí mismo, en el centro de lo que se puede llamar el foro interior, el fórum privado, merecerá tanto más ser llamada sabia cuanto ella será el producto de una célula de consejo, según el modelo de nuestro consejo nacional consultivo de ética o el modelo del pequeño círculo que reúne a padres, médicos, psicólogos, y religiosos a la cabecera de un moribundo. Siempre debería ser practicada entre varios la sabiduría del juicio y pronunciado el juicio de sabiduría. La conciencia merece entonces verdaderamente el nombre de convicción. Convicción es el nuevo nombre que recibe la adhesión fuerte de nuestro primer análisis, tras haber atravesado el rigor, la intransigencia y la imparcialidad de la moral abstracta y haber afrontado lo trágico de la acción.

 

 

(1) Charles Taylor, "Sources of the Self. The making of the Modern Mind". Cambridge (Mass), Harvard University Press, 1989.

(2) Cf. en esta obra, pág. 193-208, el ensayo. "Sanction, Réhabilitation, Pardon".

(3) Kant. "Idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopólica", 4a. Proposición.

(4) Kant: "Metafísica de las costumbres", 1a Parte, Doctrina del Derecho.

(5) Kant. "Crítica de la Razón pura práctica", "Analítica" Cap. 3, de los móviles de la razón práctica.

(6) Thomas Nagel: "Egalité et partialité" (1991). Trad. Francesa, PUF, Paris, 1994.

(7) Cf. en esta obra, pp. 163-184, el ensayo "Interprétation et/ou Argumentation".

 

 

*En: "Le Juste", Edit. Esprit. París, 1995.