Revista Vitral No. 68 * año XII * julio-agosto de 2005


JUSTICIA Y PAZ

 

A LA VELETA SENSIBLE
A LOS VIENTOS, EN LOS COMIENZOS
DE UNA NUEVA ÉPOCA

MIGUEL ÁNGEL SÁNCHEZ GÓMEZ, O.P.

De dónde venimos

Nacimiento y misión de Justicia y Paz

Justicia y Paz, veleta

¿Estamos en una nueva época?

¿Una nueva Europa?

Identificación de los grandes desafíos

Hemos de encontrar nuestro “lugar en el mundo”

Queda mucho por hacer

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


Aportación ofrecida en el Coloquio Justicia y Paz 2004:
La tormenta y la brújula. Aproximación a la compleja realidad actual desarrollado en Los Molinos (Madrid)
durante los días 24 y 25 de abril de 2004

Esquema
1.De dónde venimos: la Gaudium et Spes y su orientación de las relaciones entre la comunidad del Pueblo de Dios y la sociedad.
2.Nacimiento y misión de Justicia y Paz.
3.Justicia y Paz, veleta.
4.¿Estamos en una nueva época?
5.¿Una nueva Europa?
6.Identificación de los grandes desafíos.
7.Hemos de encontrar nuestro “lugar en el mundo”.
8.Queda mucho por hacer.

En el seno del coloquio organizado por Justicia y Paz con el título: La tormenta y la brújula. Aproximación a la compleja realidad actual, la aportación que presentamos quiere reflexionar sobre la naturaleza y la misión de Justicia y Paz en nuestros días, mirando sobre todo al contexto europeo, en el que nos desenvolvemos. Conviene tener en cuenta las demás aproximaciones ofrecidas durante el coloquio, porque seguramente todas son complementarias y unas y otras se ofrecen mutua iluminación para una comprensión más plena de la situación actual y de las perspectivas de futuro.

1. De dónde venimos: la Gaudium et spes y su orientación de las relaciones entre la comunidad del Pueblo de Dios y la sociedad

Justicia y Paz nace en 1967, poco después de la clausura del Concilio Ecuménico Vaticano II, como resultado de una determinación del mismo Concilio contenida en la constitución pastoral Gaudium et spes del siguiente tenor: “El Concilio, considerando las inmensas calamidades que oprimen todavía a la mayoría de la humanidad, para fomentar en todas partes la obra de la justicia y el amor de Cristo a los pobres, juzga muy oportuno que se cree un organismo universal de la Iglesia que tenga como función estimular a la comunidad católica para promover el desarrollo de los países pobres y la justicia social internacional” (GS 90 c). Puede decirse entonces que el espíritu conciliar y, más concretamente, la doctrina y el talante de la constitución pastoral mencionada constituyen el ámbito natural en el que se produce el nacimiento de nuestra institución, siendo ésta casi como una consecuencia de lo mantenido y desarrollado por los padres conciliares a lo largo de ese documento (puesto que el proyecto de creación de un organismo especializado, que más tarde sería Justicia y Paz por voluntad de Pablo VI, se contiene casi al final de la constitución pastoral) y estando llamada desde sus orígenes a llevarlo a la práctica.

Miguel Ángel Sánchez Gómez, O.P.


¿Cuál es la tesis principal de Gaudium et spes en lo que a nosotros ahora nos interesa? Recordemos que esta constitución se presenta a sí misma como el texto promulgado por el Concilio “sobre la Iglesia en el mundo actual”.
a. Ruptura del paradigma de la confrontación y apertura al diálogo
Tras una época de confrontación de la Iglesia con la sociedad entendemos como sinónimos sociedad y mundo que podría retrotraerse al menos a la Revolución Francesa y la Ilustración (si no acaso antes aún, a tiempos del Renacimiento) y que se agudizó en las tensiones tremendas vividas durante los años del Concilio Vaticano I (siglo XIX), con la dramática consecuencia de las determinaciones y condenas de dicho concilio que son de sobra conocidas, nos encontramos en Gaudium et spes una actitud y un modo de abordar las relaciones entre la Iglesia y el mundo que rompen el paradigma de la confrontación y, al contrario, se abren al diálogo: “La Iglesia reconoce cuanto de bueno se halla en el actual dinamismo social: sobre todo la evolución hacia la unidad, el proceso de una sana socialización civil y económica” (GS 42 c).
El Concilio entiende por mundo “la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive; el mundo, teatro de la historia del género humano, con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo crucificado y resucitado, roto el poder del demonio, para que se transforme según el propósito divino y llegue a su consumación” (GS 2 b). En ese mundo, el Concilio “aprecia con el mayor respeto cuanto de verdadero, de bueno y de justo se encuentra en las variadísimas instituciones fundadas ya o que incesantemente se fundan en la humanidad” (GS 42 e).
No podemos olvidar quién convocó el Concilio Vaticano II, el Papa Juan XXIII, con su célebre proclama de la necesidad de abrir las ventanas de la Iglesia para que le entrara aire fresco en el momento en que anunció su intención de convocar el concilio, el día 25 de enero de 1959. Dicho concilio, como explica el Papa en la constitución apostólica Humanae salutis (25 diciembre 1961) por la que lo convocó oficialmente, será “una demostración de la Iglesia siempre viva y siempre joven, que percibe el ritmo del tiempo, que en cada siglo se adorna de nuevo esplendor, irradia nuevas luces y logra nuevas conquistas aún permaneciendo siempre idéntica a sí misma, fiel a la imagen divina que le imprimiera en su rostro el divino Esposo, que la ama y protege, Cristo Jesús” (n. 6).
Una Iglesia siempre viva y siempre joven, que percibe el ritmo del tiempo: he ahí la imagen que dio el impulso fundamental a los trabajos del Concilio. Y, como consecuencia lógica, una Iglesia que se abre al diálogo.
Pablo VI, con exquisita sensibilidad, puso de manifiesto, en pleno desarrollo de las sesiones conciliares una vez fallecido Juan XXIII, cómo se acerca al mundo, cómo lo percibe y cómo desea mantener con él relaciones de proximidad y colaboración. Veamos un texto muy significativo de la encíclica Ecclesiam suam (1964): “No podemos (...) callar nuestro propósito de perseverar (...) en la misma línea, en el mismo esfuerzo de acercarnos al mundo, en el que la Providencia nos ha destinado para vivir, con toda reverencia, con toda solicitud, con todo amor, para comprenderlo, para ofrecerle los dones de verdad y de gracia de que Cristo nos ha hecho depositarios y para comunicarle nuestra maravillosa herencia de redención y de esperanza. Están profundamente esculpidas en nuestro espíritu las palabras de Cristo, que, humilde pero tenazmente, queremos apropiarnos: «Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvado por medio de Él (Jn 3, 17)» (n. 63). Y de ahí se deduce un imperativo claro y solemne: “La Iglesia debe entablar diálogo con el mundo en el que tiene que vivir. La Iglesia se hace palabra. La Iglesia se hace mensaje. La Iglesia se hace coloquio” (n. 60).
El mismo Papa, en ese magnífico documento, explica cómo se debe desarrollar ese diálogo: “Parécenos (...) que la relación de la Iglesia con el mundo, sin excluir otras formas legítimas, puede configurarse mejor como un diálogo, en modo alguno unívoco, sino adaptado a la índole del interlocutor y a las circunstancias de hecho” (n. 72). “Esta forma de relación denota un propósito de corrección, de estima, de simpatía, de bondad, por parte del que la establece. Excluye la condenación apriorística, la polémica ofensiva y habitual, la futilidad de la conversación inútil” (n. 73). “El diálogo (...) supone un estado de ánimo en nosotros, los que queremos introducirlo y alimentarlo con cuantos nos rodean: el estado de ánimo de quien siente dentro de sí el peso del mandato apostólico, de quien advierte que no puede ya separar la propia salvación de la búsqueda de la de los demás, de quien se afana continuamente por colocar el mensaje del que es depositario en la corriente del pensamiento humano” (n. 74).
Hace, además, el Concilio una llamada apremiante a la contemporaneidad de los cristianos con las demás personas: “Vivan los fieles en muy estrecha unión con los demás hombres de su tiempo y esfuércense por comprender su manera de pensar y de sentir, cuya expresión es la cultura” (GS 62 f).
Éste es el caldo de cultivo de Justicia y Paz; de ese espíritu se nutre y con ese afán se orienta desde su fundación.
b. La Iglesia procura dar ayuda a la sociedad y a la vez recibe ayuda del mundo moderno
Las relaciones entre la Iglesia y la sociedad, entonces, se plantean no como de confrontación y de lucha, sino como de colaboración y trabajo en común. Y así, “la Iglesia reconoce agradecida que, tanto en el conjunto de su comunidad como en cada uno de sus hijos, recibe ayuda variada de parte de los hombres de toda clase y condición. Porque todo el que promueve la comunidad humana en el orden de la familia, la cultura, la vida económico-social o la vida política así nacional como internacional proporciona no pequeña ayuda, según el plan divino, también a la comunidad eclesial, ya que ésta depende asimismo de las realidades externas. Más aún, la Iglesia confiesa que le han sido de mucho provecho y le pueden ser todavía de provecho la oposición y aun la persecución de sus contrarios” (GS 44 c).

El Santo Padre Juan XXIII lee la Alocución
inaugural del Concilio Vaticano II.


Ese afán de colaboración de los miembros del Pueblo de Dios con el resto de la sociedad no excluye a nadie, sino que se reconoce, por ejemplo, que “la Iglesia necesita de modo muy peculiar la ayuda de quienes, por vivir en el mundo, sean o no sean creyentes, conocen a fondo las diversas instituciones y disciplinas y comprenden con claridad la razón íntima de todas ellas” (GS 44 b). Creyentes y no creyentes, unidos y colaborando para construir un mundo mejor; así es como se prevé la actividad de la Iglesia en el mundo: “La Iglesia (...) reconoce sinceramente que todos los hombres, creyentes y no creyentes, deben colaborar en la edificación de este mundo, en el que viven en común. Eso no puede hacerse sin un prudente y sincero diálogo” (GS 21 f). Ese diálogo habrá de estar imbuido de respeto y amor hacia quienes no piensan o actúan como los creyentes: “Quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en materia social, política o incluso religiosa deben ser también objeto de nuestro respeto y amor. Cuanto más humana y caritativa sea nuestra comprensión íntima de su manera de sentir, mayor será la facilidad para establecer con ellos el diálogo” (GS 28 a).
El afán de convivir y de trabajar juntos debe animar a los fieles, reconociendo a su lado, con toda legitimidad, a quienes no comparten sus propias concepciones: “El cristiano debe reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales discrepantes y debe respetar a los ciudadanos que, incluso agrupados, defienden lealmente su modo de ver” (GS 75 e).
La Iglesia “reconoce los muchos beneficios que ha recibido de la evolución histórica del género humano” (GS 44 a), y sabe cuánto le ayuda el mundo a cumplir su misión: “Tiene [la Iglesia] la firme persuasión de que el mundo, a través de las personas individuales y de toda la sociedad humana, con sus cualidades y actividades, puede ayudarle mucho y de múltiples maneras en la preparación del Evangelio” (GS 40 d).
Y, valorando en toda su profundidad la realidad temporal, “el Concilio exhorta a los cristianos, ciudadanos de la ciudad temporal y de la ciudad eterna, a cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico. Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas, según la vocación personal de cada uno” (GS 43 a).

Vista de la nave principal de la Basílica
de San Pedro, habilitada para las
sesiones del Concilio.


De forma particular, los laicos, “cuando actúan, individual o colectivamente como ciudadanos del mundo, no solamente deben cumplir las leyes propias de cada disciplina, sino que deben esforzarse por adquirir verdadera competencia en todos los campos. Gustosos colaboren con quienes buscan idénticos fines” (GS 43 b).
La Iglesia es consciente del largo camino que aún le queda por recorrer en su relación con el mundo: “Comprende la Iglesia cuánto le queda aún por madurar, sobre la base de su experiencia de siglos, en la relación que debe mantener con el mundo” (GS 43 f).
c. La Iglesia, al servicio del Reino, lo único absoluto
En la mente del Concilio, el Reino de Dios está por encima de todo ”Buscad primero el reino de Dios, y Dios se encargará de daros todo lo demás” (Lc 12, 31), y la Iglesia se pone a su servicio: “La Iglesia, al prestar ayuda al mundo y al recibir del mundo múltiple ayuda, sólo pretende una cosa: el advenimiento del reino de Dios y la salvación de toda la humanidad” (GS 45 a). Pero la relación entre el Reino y la sociedad que existe en cada momento histórico es tan profunda que se puede afirmar que “el mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo ni los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que al contrario, les impone como deber el hacerlo” (GS 34 c). Por eso se advierte con firmeza que “la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios.
Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal: «reino de verdad y de vida; reino de santidad y de gracia; reino de justicia, de amor y de paz» (Misal Romano, prefacio de la fiesta de Cristo Rey). El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección” (GS 39 b-c).
La responsabilidad de los cristianos en la construcción de la sociedad es clara para los padres conciliares: “Los cristianos, en marcha hacia la ciudad celeste, deben buscar y gustar las cosas de arriba, lo cual en nada disminuye, antes por el contrario aumenta, la importancia de la misión que les incumbe de trabajar con todos los hombres en la edificación de un mundo más humano” (GS 57 a).
Es imprescindible el compromiso de los cristianos y su acción eficaz en el mundo, unidos a todos los que aman y practican la justicia, sin prejuicios, sin reparos, sin remilgos: “Los cristianos, recordando la palabra del Señor: En esto conocerán todos que sois mis discípulos, en el amor mutuo que os tengáis (Jn 13, 35), no pueden tener otro anhelo mayor que el de servir con creciente generosidad y con suma eficacia a los hombres de hoy. Por consiguiente, con la fiel adhesión al Evangelio y con el uso de las energías propias de éste, unidos a todos los que aman y practican la justicia, han tomado sobre sí una tarea ingente que han de cumplir en la tierra y de la cual deberán responder ante Aquel que juzgará a todos en el último día. No todos los que dicen «¡Señor, Señor!» entrarán en el reino de los cielos, sino aquellos que hacen la voluntad del Padre y ponen manos a la obra” (GS 93 a).
Ésta es la doctrina y éste es el ambiente en que surge Justicia y Paz. Se podría pensar, a casi cuarenta años de distancia, cuán beneficioso sería para la Iglesia de hoy releer atentamente la constitución pastoral Gaudium et spes y hacer un esfuerzo real para poner en práctica lo que en ella se dice.

2. Nacimiento y misión de Justicia y Paz

Así, pues, a finales de los años sesenta del siglo pasado y como fruto del Concilio Vaticano II, nace Justicia y Paz.
Estamos en un momento en el que encontramos a una Iglesia y a un mundo ilusionados. La Iglesia, por la celebración del Concilio, que le abre enormes y muy prometedoras perspectivas; el mundo, porque son tiempos de profundas transformaciones, como el proceso de descolonización de las naciones africanas y asiáticas, el mayor acceso de la mujer a la vida social, las buenas perspectivas económicas, el surgimiento de una nueva cultura al menos en el mundo occidental (recuérdese el fenómeno del “mayo del 68” en París, que afectó a toda Europa y su área de influencia), los espectaculares avances científicos y tecnológicos, en particular los relacionados con la investigación aeroespacial con la llegada del hombre a la Luna por primera vez; y, por último, una transformación de las costumbres (de nuevo, al menos en el mundo occidental) que hacía vislumbrar una nueva etapa de la humanidad liberada de rigideces sociales, tabúes y convencionalismos, en la que se entraba con un canto general a la libertad y al amor universal.
Son los tiempos de la encíclica Populorum progressio, de Pablo VI, que tan amplia repercusión tuvo no solo en la Iglesia sino en el mundo entero y en la que se pueden identificar algunas de las cuestiones o dimensiones antes mencionadas. La apuesta del Papa por el desarrollo de los pueblos está teñida de optimismo, un optimismo que, lamentablemente, el futuro se ha encargado de desmentir estrepitosamente.
En ese contexto, como ya se ha dicho, Pablo VI constituyó en 1967 la Comisión Pontificia de estudios “Justicia y Paz” (y también el Consejo de Laicos). Dicha comisión, según establece el “motu proprio” Catholicam Christi Ecclesiam que le da nacimiento (1967), “tendrá como fin suscitar en el pueblo de Dios un pleno conocimiento de su misión en el momento presente, para promover de un lado el progreso de los países pobres y alentar la justicia social entre las naciones, y para ayudar, por otro lado, a las naciones subdesarrolladas a trabajar ellas mismas a favor de su desarrollo.
En particular, la Comisión Pontificia procurará:
1) Recoger y sintetizar documentación sobre los mejores estudios científicos y técnicos, bien en el campo del desarrollo, en todos sus aspectos: educación y cultura, economía y sociedad, etcétera, bien sobre los problemas de la paz, que son más extensos que los del desarrollo.
2) Contribuir a la profundización, particularmente bajo el aspecto doctrinal, pastoral y apostólico, de los problemas del desarrollo y de la paz.
3) Dar a conocer los resultados de estos estudios a todos los organismos de la Iglesia interesados en los problemas.
4) Establecer contactos entre todos los organismos de la Iglesia que trabajan en objetivos análogos, con el fin de fomentar la coordinación de esfuerzos, sosteniendo los más eficaces y evitando duplicaciones”.
La misión que le ha sido encomendada por el Papa es comprendida y presentada por los miembros de la recién nacida Comisión Pontificia “Justicia y Paz”, en la declaración que realizan al terminar su primera reunión plenaria, en 1967, del modo siguiente:
“Desde el comienzo de su trabajo, la Comisión ha sentido la necesidad de actuar a dos niveles y con dos ritmos diferentes. En el primer nivel, se trataba de buscar, elaborar y desarrollar la gran doctrina de la encíclica [Populorum progressio] que se le ha confiado. En el segundo nivel, se trataba de trabajar en la aplicación inmediata de esa doctrina en las realidades concretas del mundo de hoy.
Instrumentos de trabajo y de acción
1º) Con los católicos: la Comisión colaborará con las organizaciones y programas ya existentes, y, cuando sea necesario, estimulará y ayudará la institución de nuevas iniciativas correspondientes a las nuevas situaciones. (…)
2º) Con los cristianos: la Comisión tratará de desarrollar al máximo las estrechas conexiones ya existentes entre la propia secretaría y los órganos del Consejo Mundial de las Iglesias, y promoverá la acción ecuménica con todas las organizaciones cristianas que se preocupan de los problemas de la justicia y la paz.
3º) Con las religiones no cristianas: la Comisión buscará la más estrecha colaboración con las religiones no cristianas.
4º) Con las organizaciones seculares: el criterio de conducta de la Comisión será la apertura a todos los grupos y organizaciones, gubernamentales y no gubernamentales, que operan en el campo del desarrollo; acogerá y difundirá las informaciones referentes al desarrollo, y ofrecerá a las demás organizaciones lo que la Iglesia tiene que ofrecer en este campo. La Comisión buscará especialmente un estrecho contacto con las organizaciones internacionales.
Principios fundamentales de la educación en los principios de la justicia y la paz
La Comisión tratará de dar a los católicos, a los hermanos cristianos y al mundo entero una conciencia fundamental de la necesidad de una comunidad mundial. Les invitará a aceptar una justicia social que supere las fronteras y llegue a toda la familia humana. La Comisión buscará subrayar la necesidad de una responsabilidad moral de los grupos y pueblos privilegiados en los países desarrollados y en los en vías de desarrollo. Tratará de promover, en la época de la unificación de la ciencia y la tecnología, el aumento de una conciencia cristiana que consiga hacer corresponder a la unidad física del mundo el desarrollo de las instituciones de justicia y caridad”.
Justicia y Paz, por lo tanto, nace con el afán de abrir los ojos de la Iglesia al mundo de lo social de una manera amplia, inteligente y comprometida; y, al mismo tiempo, asegurar una presencia cualificada de la misma Iglesia en ese ámbito. Tras un período experimental, en 1976, mediante el “motu proprio” Justitiam et pacem, Pablo VI dio a la comisión su estructura y mandato definitivos. Con el tiempo, la comisión se ha transformado en Consejo Pontificio Justicia y Paz, cuya finalidad y mandato fueron establecidos por el Papa Juan Pablo II en la constitución apostólica Pastor Bonus, de 1988, que, ratificando a grandes líneas sus funciones, establece que “el consejo tiene como finalidad promover la justicia y la paz en el mundo según el Evangelio y la doctrina social de la Iglesia” (art. 142).

3. Justicia y Paz, veleta

Poco después de constituir la Comisión Pontificia de estudio “Justicia y Paz”, en 1967, el Papa Pablo VI recibió por primera vez a sus componentes; y en la alocución que les dirigió, cargada de afecto y buenos deseos para el funcionamiento de dicha comisión, hizo una afirmación muy importante para comprender el origen y la naturaleza de la institución: “Representáis ante nuestros ojos la realización del último voto del Concilio (cf. Gaudium et spes, n. 90)”. Y para describir cuál era la función que él quería asignarle, utilizó una imagen muy expresiva, que se ha convertido en clásica: “Como en otros tiempos —y hoy también—, una vez construida la iglesia, o el campanario, se coloca en la cima del tejado un gallo, como símbolo de vigilancia en la fe y en todo el programa de vida cristiana, de la misma manera sobre el edificio espiritual del Concilio se ha colocado a esta Comisión, que no tiene más misión que mantener abiertos los ojos de la Iglesia, el corazón sensible y la mano pronta para la obra de la caridad que está llamada a realizar con el mundo, «con el objeto de promover el progreso de los pueblos más pobres y favorecer la justicia social entre las naciones» (GS 90). El estudio es el objetivo específico de la Comisión; el estudio para la acción”.

En 1964, el Papa Pablo VI (a la derecha) se
entrevistó con Atenágoras I en Jerusalén.


Así, pues, para el Papa Pablo VI había de ser Justicia y Paz como la veleta colocada en lo más alto de la Iglesia, visible para ésta y para la sociedad y sensible a todos los vientos, aún los más suaves, que soplen en los diversos momentos. Su actuación, como la de la veleta, deberá resultar indicativa para quienes la miren; y su capacidad de percibir los vientos que soplen será esencial para que pueda reaccionar y realizar los movimientos correspondientes aún antes que los demás. Eso requerirá que sea una institución sensible, atenta, despierta y pronta a reaccionar; requerirá que supere esquemas, rigideces, clichés, rutinas y prejuicios, para entablar un diálogo fructífero con la opinión pública de la Iglesia y con la sociedad, cada vez más complejas; también requerirá que haga un esfuerzo de superación de lo superficial para adentrarse en la verdadera y profunda naturaleza y significado de las acciones y fenómenos de carácter eclesial, político, social, económico y cultural, en una palabra, de todo lo que tiene relación con la justicia. Además, habrá de capacitarse para comprender el lenguaje de las personas de nuestro tiempo y ser capaz de transmitirles el Evangelio, aplicado a los terrenos que le son propios, de una manera auténticamente comprensible para ellas; no se puede olvidar que su trabajo está siempre orientado a la acción, aunque tenga una parte muy notable de preparación por medio del estudio, la investigación y la reflexión.
Allí colocada, en lo alto del edificio de la Iglesia, no cabe duda que Justicia y Paz, como todas las veletas, está expuesta y sometida a la intemperie, sin nada que la cobije o la proteja de cualquier inclemencia: le afectarán directamente todos los fenómenos, como la lluvia, la nieve y el sol abrasador; y habrá veces que la fuerza del viento será tan grande que hará incluso que se cimbree, pero si es fuerte y al mismo tiempo flexible recuperará sin duda su posición una vez terminada la tempestad. La imagen, en fin, utilizada por el Papa es tan elocuente y tan digna que no puede menos que enaltecer a Justicia y Paz, al tiempo que no le oculta la dificultad de la tarea que se le encomienda.
Su misión, en efecto, consiste en “mantener abiertos los ojos de la Iglesia, el corazón sensible y la mano pronta para la obra de la caridad que está llamada a realizar con el mundo, «con el objeto de promover el progreso de los pueblos más pobres y favorecer la justicia social entre las naciones» (GS 90). El estudio es el objetivo específico de la Comisión; el estudio para la acción”.

4. ¿Estamos en una nueva época?

Si nos preguntamos si nos encontramos, al comienzo del siglo XXI, ante una nueva época no formulamos una pregunta retórica, sino auténticamente programática, ya que de su respuesta puede depender en gran parte la comprensión y la orientación de Justicia y Paz, siguiendo la pauta del Evangelio: a vinos nuevos, odres nuevos (cf. Mc 2, 22). En términos generales, y aún intentando evitar una mirada excesivamente centrada en nuestro ámbito geográfico y cultural, se puede percibir una serie de fenómenos que parecen estar configurando una nueva época de la Humanidad, entre los cuales tal vez destacan la mundialización, la complejificación de la sociedad, la secularización y al mismo tiempo el fundamentalismo religioso. No podemos, obviamente, analizar con detalle cada uno de ellos; pero digamos al menos algunas palabras.
La mundialización, que es un fenómeno principalmente ideológico y cultural pero también de carácter económico de enormes consecuencias, está conduciendo a una uniformización del pensamiento y de los modos de comprensión en todo el planeta que hasta ahora no era conocida. Acontecimientos como la caída del muro de Berlín y el desmantelamiento del bloque de países bajo influencia soviética han producido una irrupción sin miramientos de una ideología vencedora, de corte neoliberal y capitalista, que invade con todos los medios a su alcance hasta el último rincón de la tierra. De ahí que se haya podido hablar de la existencia de un “pensamiento único”. Algunos epígonos de tal pensamiento dogmatizan sobre múltiples aspectos de la vida, y en particular sobre su dimensión económica, sin dejar ni un solo resquicio para quienes no piensan como ellos. Y en aras de la implantación por doquier de su propia visión del mundo están siendo capaces incluso de utilizar la fuerza de las armas en diversas partes de la Tierra.
Por otro lado, el increíble y vertiginoso desarrollo de nuevos instrumentos y modos de comunicación (de manera particular, la informática, la telefonía móvil y el uso de la llamada “Internet”) han facilitado como nunca antes en la historia la comunicación directa e inmediata, con mucha frecuencia de las personas y los grupos de lugares lejanísimos geográficamente, que, sin embargo, de este modo se convierten casi en casa propia. Es la llamada “aldea global”, a la que se refieren algunos autores.
En nuestro ámbito, la sociedad, paralelamente, se ha hecho cada vez más compleja debido a la tremenda movilidad de bienes y servicios, y, aunque menos, también de personas que pasan de un país a otro, de un empleo a otro, de una actividad a otra; también, de una situación personal y familiar a otra, con una facilidad inaudita. La estructura social, así, se diversifica y se hace más compleja; las expectativas de los individuos se abren enormemente y se ven cada vez menos constreñidas por el nacimiento, la lengua, la raza o la cultura. Y eso llega, por ejemplo, con una fuerza grande también a las familias, cada vez más integradas por miembros de diversa procedencia y sometidas a cambios y convulsiones que fuerzan a sus componentes a tener que vérselas con distintos compañeros de camino en el plazo de pocos años (debido, por ejemplo, a la proliferación del divorcio).

El Cardenal Roger Etchegaray, uno de los
presidentes que ha tenido la Comisión
Pontificia Justicia y Paz, con Yasser Arafat.


En la sociedad llamada occidental, el fenómeno de la secularización ha penetrado con una profundidad que aún nos resulta difícil comprender y medir, pero sin duda está transformando no solo las costumbres y los comportamientos, sino los universos mentales y simbólicos de millones de personas. En una primera aproximación eso significa que se desligan de referentes religiosos (cristianos, en la tradición europea occidental) y de instituciones de referencia para la mayor parte de sus decisiones, ya sean banales o trascendentales, incluso aunque usen ritos y símbolos religiosos en algunos momentos particularmente significativos de su vida. Yendo más hondo, eso está produciendo, cada vez más, que una parte significativa de nuestra sociedad nace, vive y muere como si Dios no existiera.
Por el contrario, en nuestro seno, pero principalmente en otros ámbitos religiosos (principalmente musulmanes y también judíos), asistimos en los últimos tiempos al surgimiento o fortalecimiento de grupos, organizaciones, tendencias, comunidades o corrientes que viven con pasión el fundamentalismo religioso, entendiendo por ello una forma de concebir y realizar la relación con Dios que es fanática, excluyente, rígida e inmisericorde con el que disiente o no participa de la misma fe. Este fundamentalismo fanático conduce incluso a la violencia, al terror y a la muerte. En ámbitos cristianos, de este y de aquel lado del océano Atlántico, también se da este fenómeno, no solo en ambientes social y económicamente desfavorecidos, sino incluso en la clase dirigente, algunos de cuyos miembros parecen sentirse imbuidos de un carisma y una misión con características claramente mesiánicas.
Inserto en ese panorama, el ciudadano medio de los países desarrollados con frecuencia queda sumido en la perplejidad, al no acabar de entender qué está sucediendo ni en qué dirección se está caminando. Por otra parte, la propaganda política, el uso masivo de los medios de comunicación por grupos interesados y la incitación al consumo compulsivo conducen cada vez más a la indiferencia ante los valores, que comprometen y exigen, y la elusión de la responsabilidad personal y colectiva, recluyéndose en el interés individual y entregándose cada vez con mayor inconsciencia al bienestar efímero y al ocio excesivo, lo cual hace sumamente difícil la militancia y el empeño por construir un mundo más justo para todos los habitantes de la Tierra.

5. ¿Una nueva Europa?

En ese contexto mundial parece que asistimos, y participamos activamente en ello, al surgimiento de una nueva Europa. Digamos enseguida que no nos parece justa la identificación de Europa con la Unión Europea, puesto que hay países europeos (ricos y pobres, y de diversa localización geográfica en el continente) que no pertenecen a dicha entidad. Pero habremos de aceptar que la Unión Europea está sirviendo como hogar y catalizador de una realidad europea, hasta ahora no conocida (ni siquiera en los tiempos del Imperio Romano o del Sacro Imperio Romano Germánico), de tal riqueza cultural y social que se nos antoja capaz de alumbrar una sociedad realmente nueva. La llamada “constitución europea”, si llega a ser ratificada por todos los firmantes, va a ser en adelante un referente común para varios cientos de millones de personas y, por el momento, para veinticinco países europeos que con ello unifican su mirada al mundo mientras intentan no perder nada de su enorme diversidad, que significa una riqueza humana y cultural difícil de exagerar. Surge, sin embargo, la pregunta de dónde está el límite de esa nueva Europa que se está construyendo; límite geográfico y cultural, se entiende, al cual la candidatura en ciernes de Turquía no deja de desafiar.
Esa nueva sociedad europea ya ahora, y mucho más en el futuro, ni se entiende ni se podrá construir sin la participación de los millones de personas que han inmigrado y continuarán llegando a nuestro continente procedentes de otros lugares de la tierra: África, América Latina, Oriente Medio, Asia Menor y Asia. El fenómeno que no el problema de la inmigración, que resulta nuevo para algunos de los países europeos que hasta ahora acostumbraban a ser, por el contrario, países de emigración de sus propios ciudadanos (como es el caso del nuestro), es ya un componente social fundamental y lo va a ser mucho más en el futuro, incluso inmediato. El resultado de su presencia y de su acción es ya ahora visible, pues el diferente color de la piel, los rasgos distintos, las lenguas diferentes y hasta los vestidos y las costumbres que no son homogéneos están dando un colorido y una diversidad a tantos lugares y actividades de nuestra sociedad que resultan claramente perceptibles para cualquiera que desarrolle una vida simplemente normal. La integración de todos esos hombres y mujeres, de sus niños y ancianos, es un enorme desafío que, lo queramos o no, tenemos planteado; asunto complejo y delicado donde los haya, pues integración no puede significar simple asimilación ni uniformización, se debe hacer con mucho respeto a lo propio y, al mismo tiempo, ha de conducir a un modo de convivencia que, con un cuidado exquisito de los derechos de las personas y de las minorías, nos permita construir juntos un hogar que sea verdaderamente común. Tendremos, entonces, que habituarnos a convivir pacífica y amigablemente gentes de distintas etnias, lenguas, culturas y religiones, que, sin embargo, seamos capaces de compartir valores fundamentales que sean verdaderamente comunes a todos.
Sea como sea esa nueva Europa de la que hablamos, habrá de continuar su relación en todos los órdenes con el resto de los países y los pueblos, y en particular con los que integran lo que genéricamente denominamos “el Sur”, entendiendo entonces que Europa, juntamente con Estados Unidos, Canadá, Australia y Japón, constituiría “el Norte” (en definitiva, otro modo de hablar de países ricos y países pobres). Dichas relaciones, que son múltiples y muy diversas, tienen su centro en el ámbito político, económico y comercial. Para decirlo de forma genérica, es necesario que las relaciones Norte-Sur sean las adecuadas para que todos los países y todos los habitantes de la Tierra tengan la posibilidad de llevar una vida digna. En estos momentos estamos muy lejos de ello; los informes de las Naciones Unidas y de sus organismos especializados (por ejemplo, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo – PNUD, y la Comisión de Derechos Humanos) ponen claramente en evidencia la enorme distancia que separa a la minoría rica y bienestante, en la que nos encontramos, de la mayoría pobre y subdesarrollada, para no decir nada de la paupérrima, que está lejísimos de cualquier posibilidad de sobrevivir dignamente. La solidaridad (no retórica, sino real y eficaz) de los países del Norte resulta esencial para la sobrevivencia de los del Sur; y, por ende, para el bienestar de toda la Humanidad. En este sentido, el cuidado del medio ambiente redundaría en beneficio de todos, y también de las generaciones futuras, con las cuales ya desde ahora tenemos contraído un profundo compromiso vital.
En ese contexto de pobreza mayoritaria y de un enorme foso de separación entre el Norte y el Sur se ha de colocar, para intentar comprenderlo sin jamás justificarlo, el azote del terrorismo internacional, que constituye una novedad que ha irrumpido con tremenda potencia en la vida del mundo en los últimos años. Se ha de ser cuidadoso a la hora de identificar el fenómeno y sus actores para no ceder a la tentación de calificar como terrorista a quien simplemente no piensa ni actúa como nosotros o a quien se opone a nuestros afanes de dominación. Y se ha de tener presente asimismo la existencia, de antiguo, de un terrorismo de Estado que sigue poniéndose en práctica con una eficacia demoledora aún hoy en muchos lugares de la Tierra. Pero sea como sea, no hay duda que hemos de hacer frente a un fenómeno social que resulta nuevo por algunas de sus características y que afecta, directa o indirectamente, prácticamente a todos los países de la Tierra. A la lucha contra ese terrorismo, como contra cualquier clase de terrorismo, habrá que dedicar esfuerzos, personas y medios; y se habrá de hacer siempre en el marco de un escrupuloso respeto de los derechos humanos de todos los implicados y del derecho internacional, por lo que se refiere a las relaciones entre los países, así como de los derechos y las libertades civiles de los ciudadanos, sin que en ningún caso esa lucha sea coartada o justificación de actuaciones que los conculquen. De la experiencia reciente hemos aprendido, además, que estamos ante una realidad complejísima, que abarca e involucra a muchas personas, países, organizaciones y realidades sociales diversas; de ahí que la colaboración internacional se esté mostrando claramente imprescindible.

6. Identificación de los grandes desafíos

La Iglesia, en este mundo de hoy, se enfrenta, como es evidente, a profundos desafíos. Tal vez el primero sea el de tener una actitud verdaderamente abierta, serena y dialogante con respecto a la sociedad, a los hombres y mujeres de nuestro tiempo y a sus problemas e inquietudes. Da la impresión de que la afirmación con la que comienza la constitución pastoral Gaudium et spes: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. (...) La Iglesia (...) se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia” (GS 1), esta afirmación, decimos, se yergue hoy todavía más como un desafío que como una constatación. Y su cumplimiento tendría enormes consecuencias en todos los órdenes, que sin duda podrían dar lugar a una verdadera nueva época en la vida de la Iglesia.
En el ámbito europeo, un desafío insoslayable es el de la integración de todos los países que ahora componen la Unión Europea y también de los que la compondrán en el futuro; es ésta una tarea compleja, delicada, trabajosa y mucho más profunda de lo que podría parecer en una primera aproximación. La historia del siglo XX no ha sido la misma para todos en Europa; se viene, por ejemplo, de guerras terribles, tanto las dos grandes llamadas mundiales como las civiles, la española y otras, hasta llegar al acontecimiento abominable de la denominada “limpieza étnica” en los países de la antigua Yugoslavia, una catástrofe de la que todavía ni ellos ni el resto de Europa hemos podido recuperarnos completamente. Además, ha habido y eso no lo podemos olvidar una separación enorme entre dos grandes áreas geográficas y políticas, entre las que se construyó virtualmente un muro tan grande y tan sólido que mereció el apelativo de “telón de acero”. El aislamiento y la confrontación han caracterizado un amplísimo período de casi cincuenta años de la historia europea reciente; pasar de ahí a la integración, la amistad, la colaboración y el reconocimiento mutuo no resulta nada fácil (tampoco a los católicos de los diversos países), como estamos teniendo oportunidad de comprobar, a pesar de la voluntad manifiesta y firme de construir un futuro en común.
Y nos queda, sobre todo, el gran reto de las relaciones de Europa con el Sur: más allá de la retórica y superando intereses inconfesables, esos pueblos que carecen de lo necesario tienen derecho a exigir de nosotros una solidaridad eficaz. Europa no puede convertirse en un selecto club privado de gentes acomodadas, que cierra los ojos y da la espalda a la humanidad que sufre: no sería ético, pero además no sería justo, puesto que precisamente mucha de la riqueza de los países europeos se debe a la colonización y el expolio de tantos países del Sur en todos los continentes durante muchos siglos (y aún hoy, aunque no se reconozca abiertamente), hasta el punto que seguramente podríamos hablar de una exigencia de restitución de lo que es suyo cuando tratamos la cuestión de la ayuda a los países pobres, comenzando por la cancelación de la deuda externa que los asfixia.

7. Hemos de encontrar nuestro “lugar en el mundo”

Estando así las cosas, Justicia y Paz nace y persiste con vocación de vivir en el mundo, con el mundo. Es y quiere ser una institución de la Iglesia precisamente para hacerla presente en la sociedad, además de para alertar a la comunidad creyente sobre los graves problemas que tocan a la justicia, la paz, la defensa de los derechos humanos y el respeto de la creación. Quiere ser, como se dijo anteriormente de la Iglesia en general, una institución abierta, serena y dialogante, que trabaja para tender puentes siempre mucho más que para marcar fronteras. Su identidad y su trabajo la colocan en el lugar privilegiado de confluencia del Pueblo de Dios y de la Humanidad entera, creyentes y no creyentes, animando y uniendo sus fuerzas en el afán común de construir una sociedad más justa, más fraterna, más humana. En ese camino, en línea con lo ya señalado del Concilio Vaticano II, reconoce como compañeras a todas las personas justas y honradas que persiguen el mismo fin.
Haciendo su trabajo, cumpliendo su misión, Justicia y Paz y sus gentes saben que están ayudando a construir y dilatar el Reino de Dios, “incoado por el mismo Dios en la tierra, hasta que al final de los tiempos Él mismo también lo consume, cuando se manifieste Cristo, vida nuestra (cf. Col 3, 4), y la misma criatura sea libertada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de los hijos de Dios (Rom 8, 21)” (Lumen gentium 9 b). En esto consiste, en realidad, la misión de la Iglesia toda.
Apenas constituida la Comisión Pontificia Justicia y Paz, Pablo VI invitó a las conferencias episcopales de los diversos países a crear sus propias comisiones, en paralelo a la pontificia. Muy pronto respondieron algunas de los países europeos con mayor tradición católica, como Bélgica, Austria, Irlanda y Francia. Y también de España, donde se produjo la constitución de Justicia y Paz en 1968, sólo un año después de la creación de la comisión pontificia. Con una configuración pluridiocesana, actualmente está implantada en más de veinte diócesis, habiendo sido creadas varias comisiones diocesanas nuevas en los últimos seis años, algunas de ellas como resultado de la celebración del respectivo sínodo diocesano. Desde hace más de treinta y cinco años, por lo tanto, nuestra institución vive y trabaja al servicio de la Iglesia y de la sociedad española, con el respaldo y apoyo de la Conferencia Episcopal Española y el trabajo y la dedicación completamente desinteresados de varios centenares de personas, seglares la inmensa mayoría (comenzando por su presidenta actual), que siguen luchando sin fatiga por los ideales que identifican a la institución. Obviamos ahora un mayor detalle en la descripción de Justicia y Paz en nuestro país por estimar que no corresponde exactamente a esta aportación.

El Cardenal Nguyen Van Thuan,
otro de los Presidentes
que ha tenido la Comisión
Pontificia Justicia y Paz.

Muy pronto, las nacientes comisiones nacionales Justicia y Paz en Europa sintieron la necesidad de relacionarse entre sí y de coordinar sus energías y sus trabajos. De ahí surgió, tras diversos avatares históricos, la realidad actual de la llamada “Conferencia de Comisiones Justicia y Paz de Europa”. Dicha conferencia está compuesta en nuestros días por casi treinta comisiones de otros tantos países del continente (desbordando claramente los límites de la Unión Europea), y a ella pertenecen comisiones de los cuatro puntos cardinales. Respondiendo a las diferentes características y circunstancias de los países y a la particular idiosincrasia de los diferentes pueblos, esas comisiones se organizan y trabajan de modo diferente, respondiendo a diversos modelos, aunque todas proceden del mismo humus histórico, son conscientes de haber recibido el mismo mandato y se comportan con un talante muy similar, a pesar de las inevitables particularidades. La Conferencia se reúne en Asamblea General en un lugar diverso cada año (en septiembre de 2005 la reunión tendrá lugar, Dios mediante, en Lisboa; mientras en 2004 se celebró en Sarajevo), y en su organigrama se prevé una presidencia trienal ejercida por la comisión de un determinado país (que cambia en cada período) y un Comité Ejecutivo que acompaña a dicha presidencia y está compuesto, además del presidente, por el vicepresidente, el secretario general y cuatro vocales, todos ellos elegidos o confirmados por la Asamblea General. La misión de la presidencia y del Comité Ejecutivo consiste en coordinar los trabajos y las acciones de la Conferencia durante el intervalo que discurre entre cada reunión de la Asamblea General, presentar y desarrollar los programas y planes de actuación para el período trienal, y asumir la alta representación de la Conferencia ante las instancias internacionales tanto de la Iglesia como de la sociedad. La Conferencia, vinculada orgánicamente al Consejo Pontificio Justicia y Paz dicasterio de la Santa Sede, presidido por el Cardenal Renato Raffaele Martino, tiene reconocido estatuto participativo por el Consejo de Europa, en cuyo seno trabaja activamente en colaboración con diversas Organizaciones No Gubernamentales, confesionales o no. Asimismo, directa o indirectamente, la Conferencia JP-Europa está presente en los diversos foros en que se tratan las cuestiones principales de su competencia, en particular en la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, que se reúne cada año en Ginebra entre los meses de marzo y abril.
Con la caída del muro de Berlín y el acceso de muchos países de la Europa central y del Este a un sistema de libertades cívicas del que antes carecían, han sido creadas en los últimos años numerosas comisiones Justicia y Paz en aquella zona, entre las que cabe citar las de Hungría, Eslovenia, Chequia, Eslovaquia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Albania y Ucrania, la última admitida en la Conferencia. La realidad de la Iglesia católica en ellos es muy distinta, por lo que también lo es, en consecuencia, la de las diversas comisiones Justicia y Paz. Pero justamente su integración en la Conferencia europea sirve para compartir inquietudes, análisis y puntos de vista, para aprender unos de otros, y también para sentirse apoyados por otras comisiones, de más solera y con más experiencia, en una tarea que, sin embargo, todos consideramos como propia.
Sin duda, la Conferencia tiene que enfrentarse a desafíos de gran envergadura; algunos de ellos han sido citados anteriormente. Sin embargo, la cohesión interna y el fortalecimiento de los lazos de ayuda mutua constituyen hoy su reto más importante cuando la mirada se lanza hacia el interior de la misma Conferencia. Es necesaria la referencia de todas las comisiones a la cultura común de Justicia y Paz en Europa, al tiempo que ésta evoluciona y se enriquece por las nuevas traducciones que del patrimonio recibido hacen las nacidas en los últimos tiempos. No podría ser de otra manera, por otro lado, puesto que la Europa de 2005 es bien diferente de la de finales de los años sesenta del siglo pasado. La fortaleza de la Conferencia procede de la riqueza de pensamiento y acción de las distintas comisiones que la componen y de sus gentes, igualmente meritorias en todas partes y, en general, bien preparadas; su debilidad mayor tal vez procede del hecho de constituir una institución que es más una red de cooperación y de trabajo en común que un organismo con naturaleza única y personalidad jurídica más definida, en cuyo caso tal vez podría llegar a tener una infraestructura administrativa y operativa de la que hoy lamentablemente carece, así como de los medios económicos correspondientes. Pero la llegada de jóvenes miembros de Justicia y Paz y el entusiasmo con que muchas nuevas comisiones se lanzan a la acción infunden esperanza y permiten atisbar el futuro con confianza.

8. Queda mucho por hacer

En los comienzos de una nueva época, como ahora estamos, queda mucho por hacer. Se termina este escrito cuando acaba de fallecer el Papa Juan Pablo II. Y, al dolor por la pérdida de una persona de tan enorme talla, se une hoy la ilusión y la confianza depositadas una vez más en el Dios de la historia, que rige los destinos de la Iglesia. La elección de un nuevo Papa es siempre un momento de particular intensidad para la vida de todos los católicos (y, en este caso, seguramente también para millones de personas que no comparten nuestra fe). Por lo tanto, estamos convencidos de que el renovado entusiasmo que sin duda se nos ha de conceder ayudará a Justicia y Paz a afrontar su tarea con generosidad y acierto, contribuyendo así al cumplimiento de la misión de la Iglesia.
Naturalmente, sabemos que los problemas que existen en el mundo de hoy son enormes y que nuestra institución es minúscula cuando se enfrenta a ellos; pero, en línea de Evangelio, hoy como siempre seguimos siendo utópicos, pues si no lo fuéramos no seríamos simplemente cristianos, pues Jesús no vino sino a predicar la utopía del Reino de Dios. Para Justicia y Paz, nuestra historia no es un peso, sino un apoyo: no somos unos advenedizos ni unos aficionados de buena voluntad. Creemos poder valernos de la experiencia de tantas hermanas y hermanos nuestros que en estas décadas de existencia han aportado lo mejor de sí mismos a Justicia y Paz, en circunstancias que, en nuestro país en concreto, fueron acaso mucho más difíciles que las actuales, al menos desde el punto de vista político.
Podemos concluir diciendo que necesitamos creer de nuevo el Evangelio, hacernos contemporáneos de la Humanidad del siglo XXI y no dejar nunca que nos venza ni el cansancio ni el miedo: así conseguiremos que Justicia y Paz sea un verdadero instrumento de evangelización en las manos de Dios.


 

Revista Vitral No. 68 * año XII * julio-agosto de 2005
Miguel Ángel Sánchez Gómez, O.P.
Vicepresidente de Justicia y Paz – Europa.