En el número anterior de esta revista, Amauri Francisco Gutiérrez Coto ha publicado, a propósito de mi libro de ensayos El libro perdido de los origenistas, lo que él considera unas “breves notas acerca de la historia de los estudios lezamianos en Cuba” (1). En ellas me acusa de mostrar al grupo origenista como si de “un nido de víboras” se tratara, confunde lo que en mi libro llamé “tradición cubana del No” con el ala del origenismo en el exilio, y pretende equiparar la polaridad Martí-Casal con la de Góngora-Quevedo (como si alguno de estos españoles hubiese soportado la cantidad de atmósferas que pesan sobre José Martí).
No tanto por tratarse de un libro mío como por atañer a la biografía de un grupo y de una época, quisiera discutir aquí algunos puntos de ese artículo. Estudia Gutiérrez Coto el “tema de la rehabilitación de los poetas origenistas”, presupone la censura padecida por tales escritores, y para cada una de esas etapas habilita una figura. Correspondiente a los años de censura, la de un “funcionarillo que se creyó intérprete de las políticas estéticas” y contra cuya voluntad debió chocar José Lezama Lima. Y luego, a propósito de la rehabilitación de la obra lezamiana, la de “un señor con silbato dispuesto a marcar el inicio y fin de una nueva etapa”.
Gutiérrez Coto cree en la existencia de la primera de estas figuras. La segunda le parece pura invención mía. Mía y de quienes sostienen que en Cuba la rehabilitación de Lezama fue tan oficialmente instrumentada como lo fue su censura.
Espero no haber dado pie en mi libro a la vitalidad del señor del silbato. Porque considero que censura y rehabilitación fueron empresas a cargo de más de un sujeto y, en caso de pedírseme un estimado numérico, podría aventurar la populosidad de varios ministerios. Aunque tampoco esta hipótesis parecería plausible a Amauri Francisco Gutiérrez Coto, quien apunta: “La idea de la conspiración para el silencio puede parecernos algo paranoide”.
Él se inclina, a diferencia, por sospechas más puntuales, como la de ese pequeño funcionario de quien tantas veces hemos oído hablar. Mudable de rasgos y de nombre (casi siempre innominado y sin describir), puede encontrársele dondequiera que se intente exculpar a la totalidad del aparato burocrático. No sin alguna maldad propia, el tal funcionarillo sirve de chivo expiatorio. Y mientras más pequeño es su rango, más salvedad parece dispensársele al todo, al sistema. (A causa de ello se hace hincapié en su malinterpretación de las órdenes, en las atribuciones que se toma, en sus abusos de poder.)
Hay, sin embargo, una pregunta que considero desarmante: ¿por qué, tan diminuto y sin respaldo oficial, logra salirse sempiternamente con la suya? ¿Qué impide a quienes lo sufren apelar a instancias superiores, ir en busca de reglas sin tergiversación? Por lo que se ve, el empecinamiento en un sujeto libera al pensamiento de responsabilidades, le ahorra el peligro de cuestionar todo un sistema.
A ninguna otra explicación recurre Cintio Vitier, por ejemplo, al referir los últimos años de Lezama Lima: “a partir del 72, sí efectivamente empieza a haber una actitud de hostilidad hacia Lezama por parte de determinados funcionarios. Estos funcionarios empezaron a crear una especie de cerco de silencio en torno a Lezama” (2) Igual facilidad de pensamiento brinda a Gutiérrez Coto la oportunidad de negar que el final de ese cerco fuese orquestado oficialmente. Si no constó premeditación oficial en los comienzos, ¿por qué tendría que aparecer al final? Lezama Lima tuvo la mala suerte de toparse con cierto funcionario o cerco de funcionarios y por alguna razón decidió respetar el obstáculo que se le interpusiera.
Vitier ha reconocido (a su manera) la censura política que pesó sobre José Lezama Lima. Gutiérrez Coto, en cambio, descree bastante de esta. A juicio suyo son tres las causas del silencio lezamiano: el ya visto funcionarillo atravesado, la aparición de un nuevo discurso literario (“Buena parte del silencio que sobre estos escritores cayó durante años, fue debido a que otros temas y modelos recababan la atención de la crítica”), y el aislamiento que Lezama Lima se propinó a sí mismo (“El aislamiento lezamiano fue también un autoaislamiento y un resultado del producto [sic] de algún funcionarillo que se creyó intérprete de las políticas estéticas”).
Gutiérrez Coto parece alentar una exaltada idea de la crítica literaria, calcula que aquellas obras no socorridas por los especialistas caen en un mutismo equivalente al de la censura política. Según él, los viejos origenistas contaban con las mismas posibilidades editoriales de años antes, pero perdían espacio frente al surgimiento de una nueva literatura.
“La biografía literaria de Lezama entre 1968 y 1976 se puede reconstruir sin ninguna dificultad”, afirma. Y se dedica a animar los últimos años de esa vida, cuando una simple ojeada a la bibliografía lezamiana enseña que entre 1970 y 1976 no se publicó en Cuba libro suyo y escasísimas fueron sus colaboraciones en publicaciones periódicas (3). Acude a los últimos días del biografiado, allí donde se cruzan las distintas versiones hospitalarias (mal atendido según unos, tratado con esmero según otros), para brindarnos este aquietamiento: “El hecho de que Alfredo Guevara le enviara, tan pronto supo de la enfermedad de Lezama, una ambulancia que llegó junto con su llamada a la esposa del poeta, refiere ese cuidado oficial por la vida del fundador de Orígenes”.
El episodio, sin embargo, se abre a variadas lecturas. Una: la gentileza del alto dirigente cultural borraba las vicisitudes impuestas a Lezama por burócrata de menos peso. Otra posible lección es el escándalo de que una ambulancia, recurso elemental y último, se haya convertido en prebenda.
Pero ninguna de las tesis aportadas por Gutiérrez Coto parece tan cuestionable como la de culpar de su silencio al silenciado. Para desinflar esa novela psicologista no encuentro mejor autoridad que la de Cintio Vitier. Valgan dos hechos que él relata: en octubre de 1972 se vio obligado a renunciar a la dirección del Anuario Martiano ante el bando de censura (“discrepancias con un funcionario”, explica Vitier) dictado contra José Lezama Lima, Manuel Pedro González e Iván Schulman (4). Y más tarde, entre 1974 y 1975, tendría que aguardar a que una comisión autorizase la edición mexicana de su libro Ese sol del mundo moral, siendo las mayores objeciones relativas a José de la Luz y Caballero, Julián del Casal y José Lezama Lima (5).
Llamados los ejemplos anteriores (el muestrario podría extenderse), me pregunto si resulta sostenible el expediente de autocensura lezamiana. Una caricatura de burócrata, un cambio de modas literarias y un rebuscamiento psicológico brindan licencia a Amauri Francisco Gutiérrez Coto para narrar a capricho la biografía de Lezama Lima. Y, luego de escamotear un franco caso de censura política, pretende brindarnos una historia ídilica de rehabilitación.
“Es necesario evitar la comodidad mecánica del discurso de los marginados”, nos advierte. Lástima que la práctica de principio tan loable lo haya conducido a otra comodidad: la de pensar a medias. Pues no de otra materia está hecho ese “funcionarillo que se creyó intérprete de las políticas estéticas”, sino del miedo a llegar demasiado lejos. El miedo a razonar partea esa imagen de burócrata, buena para quien se conforma con la parte antes que con el todo y prefiere entender como accidente lo que consistió en ley.
Desaconsejable como acercamiento a José Lezama Lima y al grupo Orígenes, el artículo de Gutiérrez Coto vale por la genealogía de la crítica que procura establecer. Ahora bien, si su autor aspira a sumarse al grupo de estudiosos que menciona (así lo hace pensar el anuncio de un libro sobre Gastón Baquero), sería recomendable que mostrara más respeto por los hechos históricos y que impusiera un mayor número de pruebas a sus tesis antes de decidirse a publicarlas.
Notas
(1) Amauri Francisco Gutiérrez Coto, “Sobre la origenología pontiana”, Vitral, Pinar del Río, mayo-junio de 2005, año XII, no. 67. Todas las citas de este autor pertenecen a este artículo.
(2) Arcadio Díaz Quiñones, “Conversaciones con Cintio Vitier. 1979-1980”, en Arcadio Díaz Quiñones y Cintio Vitier, La memoria integradora, Editorial Sin Nombre, San Juan, Puerto Rico, 1987, pg. 125.
(3) Araceli García Carranza, Bibliografía de José Lezama Lima, Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1998.
(4) Cintio Vitier, “La Patria cada día”, La Gaceta de Cuba, La Habana, no. 4, 1995.
(5) Arcadio Díaz Quiñones, Idem.