Ingenuidades y demagogias son los virus más
abundantes. Buena fe, ignorancia, populismo: el
coctel sigue siendo efectivo. El consenso es obvio: Podría leerse mejor, podría leerse más. Lo mismo en New York que en Tokio, en Madrid que en Moscú. Y hay conciencia del fenómeno. Y hay palos de ciego.
Deslindo la pregunta: Formar lectores de obras de arte literario. Entiéndase de Muerte sin fin y de Pedro Páramo. Canon. Chatarra al basurero. Burla de modas y publicidades. Canon: detector de calidad, elección inteligente que la sensibilidad potencia. El añejo asunto de modelar el gusto literario a partir de las aptitudes, con p de ADN.
Enuncio lugares comunes, casi todos machacados «academizados» hasta el cansancio: Brutales desigualdades económicas a nivel mundial y regional y aun dentro de un mismo país, globalización electrónica y trivialización mediática, fin de la Galaxia Gutenberg, oferta abrumadora de libros versus tiempo que fuga, pragmatismo pedagógico hacia la hiperespecialización (saber más de menos), escuelas del resentimiento, sujetos volátiles, reducciones del espacio privado y lo lúdico, subordinaciones de la estética a disciplinas concomitantes pero exógenas, fragmentación relativista, vídeo games, homolenguajes, vanity press, semióticas crípticas, teleclases...
Las ironías resultan simpáticas, aunque aderecen con unas goticas de pesimismo las encrespadas soluciones a mediano y largo plazo, ya que las instantáneas huelen a mentiritas de especialistas hirsutos. Refiero cuatro para pensar, es decir, a discutir sin premisas anquilosadas ni intereses creados por organismos internacionales o dependencias locales, por centros especializados o personalidades y bibliografías dueñas de la verdad.
Cuando trabajé en Cuba como Asesor Nacional de Literatura y Español en el Viceministerio de Educación de Adultos, se crearon los Seminarios Literarios en las Facultades Obreras y Campesinas y Cursos Secundarios. La idea era romper con los clásicos programas historiográficos y favorecer la adquisición de habilidades vinculadas a la lectura, además de democratizar programas y textos. Pretendíamos, plural de participación, incentivar la creatividad de los profesores, romper rutinas. Cada grupo de alumnos eligió libremente una novela a estudiar durante todo un semestre, la evaluación consistió en presentar trabajos por equipos sobre aspectos esenciales: estilo, argumento, caracterización de personajes, contextos y, desde luego, sobre el autor, su poética y las intertextualidades de la obra elegida. Las clases, tipo seminario, brindaron conocimientos instrumentales: técnicas del comentario de texto, uso de bibliografía, tomar notas indexadas, así como otros conocimientos instrumentales vinculados al análisis literario, con nociones de Teoría, Crítica e Historia de la Literatura en función de la obra elegida...
Junto a la dinámica de grupos y a principios didácticos conductistas se tuvo como objetivo central se trataba, en definitiva, de una enseñanza remedial¯ la lectura del texto escogido. El semestre siguiente volvió a aplicarse. Publicamos un libro homólogo y la revista trimestral El placer de leer, con una tirada de ochenta mil ejemplares, que se distribuía gratuitamente. La base material de estudio estaba garantizada. Seminarios de superación para el personal docente, en cada capital provincial, intentaron resolver los desniveles y carencias entre los profesores. Hasta se organizaron concursos para elegir los mejores seminarios.
Al final, cuando las vacaciones de fin de curso precipitaron la evaluación de la novedosa experiencia pedagógica, resultó que la mayoría de los profesores exigieron volver a los programas tradicionales, a ganarse el pan de cada día con las tarjeticas preparadas cuando se graduaron. Usándolas pensaban jubilarse, aunque estuvieran amarillentas, carcomidas, obsoletas. Hubo que autorizar opciones. Pocos Seminarios sobrevivieron. A la vuelta de un lustro eran un hermoso recuerdo.
La segunda ironía fue en la Universidad de Heidelberg. La hispanista Frauke Gewecke me había invitado a dictar una conferencia sobre tres novelas cubanas decisivas: El siglo de las luces, Paradiso y Tres tristes tigres. Intenté motivarlos a la lectura a través de pasajes de las obras y un anecdotario sobre sus recepciones en la Cuba de los 80, bajo las siberianas ventiscas del Partido Comunista. Exalté mi orgullo porque tres voces tan disímiles y fuertes como Alejo Carpentier, Lezama Lima y Cabrera Infante publicaran esas novelas en menos de cinco años. Se abrió un diálogo donde el tema del boom desplazó la atención. De pronto una alumna muy alemana, con la certeza que cierto tipo de ignorancia imprime en la curva de entonación, me preguntó acerca de la influencia de Isabel Allende en Cien años de soledad. Me limité a contestarle que García Márquez se había puesto muy triste cuando la chilena no obtuvo el Premio Rómulo Gallegos, porque le pareció que le habían ofendido a él.
La tercera anécdota fue en Mérida de los Andes, Venezuela, con un público que en las Jornadas Internacionales Mariano Picón Salas asistía a la lectura de dos o tres cuentos inéditos, motivados por la difusión de mi novela Mariel. Recuerdo la nariz quevediana del gocho que me lanzó la pregunta olímpica: ¿Cómo a usted le alcanza el tiempo para leer y para escribir? Recuerdo las risas de los más avezados, mi respuesta deliberadamente matemática: La proporción es de 10 a 1. Cada hora de escritura implica por lo menos diez de lectura, y aún parece trozar el proceso.
La cuarta es de hace unos meses. En las Sesiones Pound que ofrezco cada lunes en la Casa del Escritor de Puebla, individuales y confidenciales, para cualquier escritor que desee oír mis indicaciones sobre sus originales se me presentó un poeta que tras mis sugerencias me juró por sus seres más queridos que cada uno de los poemas estaba inspirado en un hecho real. La sinceridad era su fuerte. No poco trabajo me costó hacerle comprender que “El canto del Usumacinta” de Carlos Pellicer era un poema y no el río que hace un vado después de Zapata en Tabasco, que el único paisaje era verbal, espiritual: el estado de ánimo proyectado en sus sensualistas versos, en las metáforas impresionistas.
Resumo las cuatro anécdotas irónicas: haraganería docente, analfabetismo funcional, guirigay neófito y logoterapia psicoanalítica. Muchas otras “peculiaridades” del lector podría enunciar, de las que carnavalean el siempre azaroso circuito autor-obra-lector. Cualquiera suscitaría más de una polémica. Baste la muestra como punta visible del iceberg.
Lo terrible, sin embargo, es una evidencia que nos avergüenza, que a un nivel menos trágico acompaña las escalofriantes estadísticas planetarias sobre la miseria, el fanatismo o la corrupción. Los gobiernos, las organizaciones y fundaciones educacionales, han comprobado que solo alrededor del 20% de los que terminan la enseñanza básica de 10 grados posee el hábito de lectura. Las encuestas muestran cifras alarmantes hasta en los egresados universitarios de especialidades científico-técnicas. La lista de los 100 libros más vendidos en los Estados Unidos durante el 2004 agrega otra triste evidencia: apenas cinco pueden considerarse obras de arte literario.
Formar lectores... Quizás lo primero que debemos hacer es no edulcorar el problema, para eso es mejor leer Madame Bovary. Tampoco idealizar las soluciones, para utopías parece más sensato aguardar por el Juicio Final. Lo que desde luego no implica cruzarse de brazos sobre una calenda griega, porque los griegos no tenían calendas. Ni transferir culpas de la familia a la escuela y viceversa, de la enseñanza elemental a la media y viceversa, y más viceversa de telenovela a fútbol, de revistas basureros a thrillers, que por cierto los hay excelentes.
Identificar el fenómeno con un mínimo de rigor científico, mediante equipos interdisciplinarios que incluyan escritores de ficción y sin concesiones a nada ni nadie, daría paso, tras conocer las causas objetivas, a proyectos nada espectaculares y nada precipitados, cuyos resultados comenzaríamos a ver en el 2020. Sencillo y complicado. Aptitud y actitud. Homenaje a Cervantes en el 400 aniversario de la primera parte del Quijote. Libro en brazo.