Revista Vitral No. 65 * año XI * enero-febrero de 2005


PATRIMONIO CULTURAL

 

PEQUEÑA HISTORIA DE AMOR
PALABRAS EN EL HOMENAJE A ELISEO DIEGO CON MOTIVO
DEL DÉCIMO ANIVERSARIO DE SU MUERTE

JOSEFINA DE DIEGO

 

 

 

 

Todo comenzó una calurosa tarde del año 1962. Mi familia vivía en «Villa Berta» , una finca en las afueras de la capital, en un pueblito sin grandes atractivos, pero que a mí me parecía y todavía me parece el lugar más hermoso del mundo: Arroyo Naranjo. Mis hermanos y yo (que teníamos 10 y 12 años) estábamos en el jardín cuando vimos llegar a dos “personas mayores”, que saludaron a mis padres y se sentaron a conversar con ellos en el portal. Enseguida nos llamaron e hicieron las presentaciones de rigor: “Estos son nuestros tres hijos: Rapi, Fefé y Lichi”; entonces nos dijeron a nosotros: “Ellos son dos amigos españoles que viven en México, Jomí García Ascot y María Luisa Elío”. Era muy natural que llegaran visitantes a todas horas, así que regresamos al jardín y dejamos a nuestros padres conversando con sus nuevos amigos.
Jomí y María Luisa marcharon pronto a México pero como por obra de un encantamiento jamás sentimos su ausencia. Sus nombres se mencionaban a menudo, se hablaba de ellos con una familiaridad, ahora que lo pienso, extraña. Los sentíamos tan cerca que no parecía que se hubieran ido nunca, que vivieran en otro país, que estuvieran tan lejos. Sabíamos de ellos por sus cartas y fotos. Cuando irrumpíamos en tropel en el portal, donde “las personas mayores” conversaban, no era raro escuchar sus nombres, al vuelo. Y nos acostumbramos a tenerlos en casa.
Pasó el tiempo. Un buen día del año 1978 (ya nos habíamos mudado al barrio de El Vedado), papá nos anunció que pronto conoceríamos al hijo de Jomí y María Luisa, que en aquella época tendría unos quince años. Había que irlo a buscar al aeropuerto porque, para humillación de nuestro joven y futuro amigo, por ser menor de edad, la aeromoza tenía la obligación de entregarlo, de la mano, a un adulto que se haría responsable de su estancia en La Habana. Y así llegó Dieguito. Después supimos que a él le había ocurrido lo mismo que a nosotros: sus padres le habían hablado tanto de los míos y de Cuba, que se sabía toda la historia de la familia, conocía la revista Orígenes y a todos los escritores, pintores y músicos que en ella colaboraron. A partir de ese día, la espiral de amigos mexicanos, o residentes en México, no dejó de crecer. Los nombres de María Luisa y Jomí, pronunciados por alguien al tocar la puerta de casa, eran como un “ábrete Sésamo” que nos ponía en contacto con personas maravillosas que, con el tiempo, se convertirían en verdaderos hermanos. “Soy amigo de Jomí y María Luisa”, fueron las palabras que Gabriel García Márquez escogió para presentarse, en 1975, cuando nos visitó por primera vez. Hacía mucho rato ya que era el escritor más conocido, leído y admirado del mundo, pero él quiso entrar amparado por los nombres de nuestros amigos comunes, a quienes había dedicado su extraordinaria novela Cien años de soledad (mi madre la tenía entre sus libros preferidos, y la recitaba de memoria, junto con los versos de En la Calzada de Jesús del Monte, lo que ponía algo celoso a papá). “Tengo la impresión, –dijo esa noche Gabriel– que regresaré muchas veces a esta casa”. Y así fue, y conocimos a Mercedes y a sus dos hijos, Rodrigo y Gonzalo.


Era tanta la pasión de Diego por la literatura, pasión heredada de sus padres, escritores los dos, que decidió, años después, junto con Rodrigo y Gonzalo, crear Ediciones del Equilibrista, nombre tomado de un poema de papá, aunque unos años antes ya se había iniciado como editor y había publicado Una antología de poesía cubana1 y Entre la dicha y la tiniebla2. Diego hizo libros preciosos, de papá y de autores sugeridos, en su mayoría, por mi padre, por Álvaro Mutis y Gabriel, a quienes complacía con títulos extraños y fabulosos: era como un juego. Y con la aparición de esos libros, empezaron las visitas de papá a México, invitado por la UNAM, por diferentes instituciones y editoriales mexicanas, a congresos y eventos literarios de todo tipo: su nombre se hizo habitual en las secciones culturales de los periódicos. Comenzó a conocerse en México como en ningún otro país, aparte de Cuba, donde siempre se le ha querido y respetado mucho. Ir a México era, un poco, como “estar en casa”. Al mismo tiempo, seguían arribando mexicanos a La Habana que, al invocar el “ábrete Sésamo” mágico “somos amigos de María Luisa y Jomí”, se iban quedando ya, para siempre, en el corazón de mi familia. Así llegaron Carlos Pellicer y Julia, Vicente Gandía y Andrea, Javier García Galiano, “El Pulgas”. Y aquí conoció a muchos otros, verdaderos hermanos, imposibles de mencionar, porque sería una lista interminable. En México lo “apapachaban” palabra que a mi madre le encanta igual que en Cuba: los jóvenes escritores mexicanos lo visitaban con la misma confianza conque lo hacían los cubanos, jugaban con él, lo trataban con un cariño y un respeto que conmovía.
Mi padre, él lo ha contado en numerosas entrevistas pasó por períodos de grandes depresiones, desde su temprana juventud (“estoy en el ‘pozo negro de Calcuta”, decía, cuando todavía le quedaban restos de su fino sentido del humor). En julio de 1993, durante un verano de un calor despiadado, se encontraba en uno de esos períodos de profunda melancolía a los que entraba, cada vez con mayor frecuencia, y que le impedían leer, escribir o, simplemente, vivir. La noticia de que se le había concedido el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe «Juan Rulfo», le proporcionó una de las alegrías más grandes de su vida, “sólo comparable”, me confesó poco después, “al día en que conocí a tu madre y al que nacieron ustedes”. Fue como un inesperado desbordamiento de la felicidad, y así lo dijo en Guadalajara:
“Hacia el crepúsculo de nuestras vidas comienzan a acompañarnos los recuerdos, como breves ráfagas consoladoras, soplos de dicha quizás. A veces son amargos, y nos reprochan desde el fondo de los años. Aun así, la distancia los amansa un poco, y todo queda como en sordina. Pero de pronto irrumpe algo que nos desgarra la costumbre de vivir. Puede ser una explosión de la dicha, como me ha ocurrido a mí. Bienvenida sea, digo yo, porque ha roto mi costra de viejo. Sólo los jóvenes tienen el coraje de enfrentarse a la dicha”.
Puedo asegurarles –y mis hermanos y mi madre estarán de acuerdo conmigo– que durante los meses posteriores al premio fue un hombre absolutamente feliz, que este reconocimiento le dio nuevas fuerzas e ilusiones y le prolongó su existencia, a pesar de que los médicos cubanos ya nos habían advertido, en diciembre de 1992, que nuestro padre tenía “un pronóstico de vida corto”.
En México viven tres de las personas que más quiero en este mundo: mis dos hermanos y mi sobrina María José quien, por cierto, no deja de sorprenderme siempre, cada vez que la escucho hablar con ese fuerte acento mexicano, tan diferente al nuestro y, al mismo tiempo, tan entrañable para mí; en esta ciudad viven personas maravillosas que me confortan y acompañan y de las que ya no podré, nunca, prescindir; el flujo de amigos mexicanos se ha incrementado, a través de mis amigos cubanos que viven aquí y que ya son muchos. Guardo de este país recuerdos muy queridos, que conservo junto a mis tesoros más preciados. Y en México ocurrió algo muy triste: murió papá.
Este homenaje que hoy le brindan, con motivo del décimo aniversario de su muerte, es una prueba más de que esa amistad que unió a mi padre con México a partir de su bellísimo encuentro habanero con María Luisa y Jomí ha crecido y se ha hecho más sólida. Quiso el destino que viviera aquí momentos de gran ventura y, también, que le sorprendiera en esta tierra que tanto amó, rodeado de sus amigos mexicanos, de su esposa, sus tres hijos y su nietecita el día más solitario de su vida, “el día de los otros”, como dijera en uno de los tantos poemas que dedicó a la Temible Señora.
Quiero aprovechar esta oportunidad para agradecer, en nombre de mi familia, vuestro infinito cariño y vuestra constante y amorosa compañía.

Josefina de Diego
Ciudad de México, 6 de noviembre del 2004

Notas
1 Editorial Oasis, Colección Percance, 1984.
2 Fondo de Cultura Económica, Colección Tierra Firme, 1986.

 

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