Conferencia magistral pronuncia por Su Excelencia el arzobispo Giampaolo Crepaldi, secretario del Pontificio Consejo Justicia y Paz en la inauguración de la IX Semana Social Católica de Cuba, celebrada en la Casa Diocesana de Camagüey del 17 al 21 de noviembre de 2004. Vitral publicará, Dios mediante, en sucesivos números, todas las ponencias, criterios de pensamiento y sugerencias operativas emanadas de este importante evento eclesial. |
Agradezco profundamente a los Responsables de las Semanas Sociales de los Católicos Cubanos por la invitación que me dirigieron para participar y compartir algunas reflexiones sobre el tema: Misión de la Iglesia en la solución de conflictos. Deseo también congratularme por esta IX Semana Social que hace honor a la Iglesia de Cuba y a los católicos cubanos comprometidos, con su reflexión, en dar una contribución a la promoción cultural y social de su amada Nación.
La superación de los conflictos
No parezca una provocación gratuita, ni un inútil juego de palabras, pero me parece que la primera contribución que la Iglesia da a la superación de los conflictos es recordar de manera realista al hombre que los conflictos no se pueden superar de manera definitiva.
La palabra “conflicto” aparece inmediatamente como negativa, y, en parte, lo es. El conflicto evoca agresividad y violencia, odio y contraposición. La “superación” de los conflictos aparece, por tanto, no sólo deseable sino necesaria. En efecto, esta evoca de inmediato a la mente una situación de concordia y de solidaridad, de justicia y de paz.
Sin embargo, al profundizar el análisis nos damos cuenta que los conflictos no siempre son negativos; efectivamente existen también conflictos legítimos de intereses, conflictos para limitar o eliminar la opresión del hombre por el hombre, conflictos para reivindicar derechos conculcados, conflictos entre propuestas políticas lícitamente diversas. Profundizando todavía más el análisis, nos damos cuenta también que, con frecuencia, la pretensión de superar totalmente los conflictos comporta costos onerosos para el hombre y para la sociedad. El orden y la concordia nacional pueden ser pagados a costa de la libertad y de la justicia. La voluntad utópica de eliminar todos los conflictos puede ser la matriz de nuevos e inenarrables conflictos: de ella, en efecto, han nacido muchas formas de despotismo, en ocasiones muy cruento y hasta inhumano. Es necesario entonces discernir, para que la retórica de la superación de los conflictos no se vuelva contra el bien del hombre.
La Rerum novarum, con la que el Papa León XIII inició la historia moderna de la doctrina social de la Iglesia, describía una situación social enormemente conflictiva, típica de aquella fase del capitalismo, pero no menos parecida a la situación actual. Frente a los conflictos de entonces, la encíclica, como es sabido, valora críticamente las propuestas de solución presentadas por las ideologías del tiempo e ilustra las de la Iglesia, inspiradas en el Evangelio, sin conceder nada al espíritu utópico y maximalista –que también ampliamente presente a finales del siglo XIX en diversas formas de mesianismo laico de fondo social– de quien querría superar definitivamente los conflictos. En un pasaje memorable, la Rerum novarum pone en guardia contra los peligros de querer construir un paraíso en la tierra: «el fin de las… adversidades no se dará en la tierra, porque los males consiguientes al pecado son ásperos, duros y difíciles de soportar y es preciso que acompañen al hombre hasta el último instante de su vida. Así, pues, sufrir y padecer es cosa humana, y para los hombres que lo experimenten todo y lo intenten todo, no habrá fuerza ni ingenio capaz de desterrar por completo estas incomodidades de la sociedad humana. Si algunos alardean de que pueden lograrlo, si prometen a las clases humildes una vida exenta de dolor y calamidades, llena de constantes placeres, ésos engañan indudablemente al pueblo y cometen un fraude que tarde o temprano acabará produciendo males mayores que los presentes» (n. 14).
«Males mayores que los presentes»: ¿Cuántos de estos males han sido producidos por mesianismos políticos que han pretendido “replasmar” la naturaleza humana para conducir la historia hacia una sociedad sin conflictos? Uno de éstos ha sido sin duda el comunismo, como ha escrito el militante sui generis que fue (León Trotski): «El hombre se fijará como meta volverse dueño de sus sentimientos, elevar sus instintos al nivel de la conciencia, hacerlos claros y transparentes, avanzar con su voluntad hasta las profundidades más escondidas de su inconsciente y elevarse así hasta crear un tipo biológico-social superior y, si se quiere, el superhombre»1.
“Replasmar” la naturaleza humana para llegar al paraíso en la tierra es posible sólo si se sostiene que el hombre pueda constituirse como tal con sus solas fuerzas. Sólo si el hombre está totalmente en poder de si mismo estará también en grado de “replasmarse”. En efecto, Karl Marx escribe en sus Manuscritos: «Dado que para el hombre socialista toda la así llamada historia del mundo no es otra cosa que la generación del hombre mediante el trabajo humano, ninguna otra cosa que el devenir de la naturaleza por el hombre, él tiene la prueba evidente, irresistible, de su nacimiento a través de sí mismo»2.
La presunción de resolver definitivamente todos los conflictos y de acceder a una fase final de la historia dentro de la misma historia, se funda sobre la conjetura que el hombre esté totalmente en poder de sí mismo y que por tanto pueda imponer un nuevo tipo de hombre y una sociedad nueva en la que no exista más la necesidad de hombres buenos, porque todos los conflictos encuentran pacificación automática o, mejor dicho, se extinguen. No se trata sólo del comunismo, sino de cualquier otra ideología fuera de la realidad que busque “garantías definitivas” e inmanentes.
Por esto estoy convencido, como decía al inicio, que la primera forma de contribución que la Iglesia Católica da para la superación de los conflictos, es la de recordar continuamente que los conflictos no son (completamente) superables y que las injusticias, las molestias, el desprecio de los derechos humanos, continuarán mientras durará el acontecer de este mundo, porque «mientras tanto, la lucha entre el bien y el mal continúa incluso en el corazón del hombre» (Centesimus annus, 25). Como dice la Rerum novarum, esto puede servir para impedir cosas peores y más graves dado que, con la pretensión de eliminar para siempre todos los conflictos, se termina por imponer remedios que son peores que los males que se busca eliminar. A cien años de distancia le hace eco la Centesimus annus: «Cuando los hombres se creen en posesión del secreto de una organización social perfecta que haga imposible el mal, piensan también que pueden usar todos los medios, incluso la violencia o la mentira, para realizarla» (Centesimus annus, 25).
Esto no significa que los conflictos como tales deban ser tolerados acrítica y pasivamente, ni que se haga apología del conflicto. En efecto, quien pretende eliminar todos los conflictos olvida que actuando así elimina también los conflictos por la justicia.
Reconociendo que los conflictos no serán jamás eliminados completamente, el cristianismo reconoce también lo positivo de ellos, entendidos como las luchas por la justicia y por el respeto de la persona. Los conflictos no sólo no son completamente eliminables –en sentido negativo– porque el hombre es pecador, como dice la Rerum novarum, sino también –en sentido positivo– porque él es bueno y lucha por la justicia sin resignarse a que sus hermanos no sean respetados en su dignidad. Una situación final ausente de conflictos no tendría más necesidad de hombres buenos y la vida social, económica y política no sería ya una vida moral.
La Iglesia nos recuerda que el hombre es justo y pecador a la vez, y que, por tanto, siempre existirán conflictos originados por su pecado y luchas por la justicia originadas por su buena voluntad y por su capacidad de indignarse, siempre habrá lugar para una auténtica «praxis de liberación» (Centesimus annus, 26). La plenitud no es cosa de este mundo, hasta la paz requiere “lucha”, esfuerzo, conflicto, comenzando por el conflicto con nosotros mismos.
La conflictualidad no es originaria
Las corrientes de pensamiento social y político que pretenderían superar en la historia todos los conflictos y acceder a una situación post – conflictual, parten de la convicción de que el conflicto sea originario y que el hombre sea naturalmente conflictivo. Por este motivo ellos se ven forzados a prever la posibilidad de cambiar la naturaleza del hombre. La doctrina social de la Iglesia, por el contrario, piensa que el hombre no sea originaria y estructuralmente conflictivo, sino social y originariamente perteneciente a una comunidad de hermanos, a la comunidad de todo el género humano. El Compendio de la doctrina social de la Iglesia, recientemente publicado por el Pontificio Consejo «Justicia y Paz», dice por ejemplo que:«La persona es constitutivamente un ser social, porque así la ha querido Dios que la ha creado. La naturaleza del hombre se manifiesta, en efecto, como naturaleza de un ser que responde a sus propias necesidades sobre la base de una subjetividad relacional, es decir, como un ser libre y responsable, que reconoce la necesidad de integrarse y de colaborar con sus semejantes y que es capaz de comunión con ellos en el orden del conocimiento y del amor» (n. 149). Quien conoce la enseñanza social de la Iglesia, sabe que el Magisterio siempre ha sostenido este punto estratégico y el Concilio Vaticano II, en la Constitución Pastoral Gaudium et spes afirma que «el hombre, por su íntima naturaleza, es un ser social, y no puede vivir ni desplegar sus cualidades, sin relacionarse con los demás» (n. 12).
Los conflictos existen, pero no representan una situación natural originaria, más bien se inscriben en lo positivo de la relación comunitaria entre los hombres. Decía León XIII que «es mal capital… suponer que una clase social sea espontáneamente enemiga de la otra, como si la naturaleza hubiera dispuesto a los ricos y a los pobres para combatirse mutuamente en un perpetuo duelo. Es esto tan ajeno a la razón y a la verdad» (Rerum novarum,.14). La así llamada “lucha de clases” ha sido por muchos decenios la situación más típica del conflicto, cargada además de múltiples valencias políticas e ideológicas. Es muy significativo, entonces que León XIII ciertamente no lo niegue, pero sí rechaze que su carácter sea natural y por tanto “estructural”, por adoptar una palabra en boga a finales del siglo XIX. Si el conflicto no es natural es posible corregirlo y llevarlo a un equilibrio, sin tener todavía la pretensión de superar todo conflicto en cuanto tal. Sólo reconociéndolo como un hecho humano, es decir como un hecho moral, el conflicto es superable –aunque no del todo–, puede ser canalizado al interno de la legítima reivindicación, puede convertirse en oportunidad para la solidaridad recíproca y, hasta, de innovación y mejoría de la sociedad. La paz social y la consecución del bien común no contradicen la dialéctica social y política. No son la quietud de la muerte, sino la dinámica de la vida y se logran con la confrontación entre los intereses legítimos y las diversas visiones a propósito de los caminos que hay que recorrer para alcanzar el bien.
Estamos en presencia ya de una segunda importante contribución que la Iglesia da para la superación de los conflictos. La Iglesia es portadora de un mensaje que pertenece a una común “familia humana” fundada sobre la Paternidad de Dios y esto constituye el contexto donde colocar también los conflictos legítimos –a fin que encuentren orientación ética constante y universal– para que puedan ser moderados y realísticamente superados.
Los conflictos y la “religión civil”
He querido alargarme en el subrayar el realismo cristiano ante los conflictos, porque quisiera que se evitase entender la religión cristiana sólo como un antídoto para los conflictos, una especie de “amortiguador” de los conflictos sociales, una fuente dispensadora de “buenos sentimientos” muy útiles para atar juntos a los ciudadanos. Existe siempre el peligro que la sociedad entienda ( y entienda mal) el anuncio de la paz y de la justicia de Cristo como un somnífero para las tensiones sociales y como un adhesivo capaz de tener unidos a los ciudadanos desde el interno cuando el poder no lo lograse desde el externo.
Sabemos que el pensador político que más que ningún otro ha teorizado sobre la “religión civil” ha sido Jean Jacques Rousseau, según el cual: “Los horribles disensos y los infinitos desórdenes que este peligroso poder portaría consigo, muestran más que cualquier otra cosa cómo los gobiernos humanos tengan necesidad de una base más sólida que no la simple razón, y cómo fuese necesario para la paz pública que la voluntad divina interviniera para dar a la autoridad soberana un carácter sagrado e inviolable que quitase a los súbditos el funesto derecho de disponer de ella. Si la religión no hubiese hecho otro bien a los hombres, esto ya sería suficiente»3.
Soy consciente que el concepto de “religión civil” tiene también una acepción positiva. Ella significa también la capacidad que la religión cristiana posee de animar la cultura y la historia, de traducirse –pero sin por ello confundirse– en ideales sociales y políticos, en costumbres y formas de convivencia comunitaria. En este sentido la “religión civil” se debe a la natural fecundidad histórica del cristianismo, capaz de animar los diversos ideales históricos concretos.
Sin embargo, la “religión civil” tiene también una versión negativa, significa la religión privada de su dimensión propiamente trascendente y reducida a ética social y escuela de buenas costumbres. Una religión domesticada y privada de su capacidad de ser levadura y profecía, de anunciar y denunciar. Es fácil, en estos casos, que el Estado mismo se construya una religión por sí mismo, como ha sucedido con frecuencia en el pasado, dado que una religión reducida a buenas maneras no sirve a nadie, mucho menos al poder que la quería usar como instrumentum regni.
Ciertamente la religión cristiana sana los conflictos y predica el perdón, que tiene también una clara valencia social y política, como escribe el Santo Padre Juan Pablo II en el Mensaje para la Jornada de la Paz del 1° de enero de 2002: «La capacidad de perdonar es básica en cualquier proyecto de una sociedad futura más justa y solidaria» (n.9). Es cierto también que esta promueve la comprensión recíproca y la paz social. Pero esto lo hace a partir de la Resurrección de Cristo, es decir de un mensaje de renovación y conversión que va más allá de los preceptos de la ley.
La fe cristiana de nuestras comunidades aporta su contribución específica a la superación de los conflictos entre los hombres, los grupos, las etnias, las clases, no cuando se reduce a un fármaco social, sino cuando anuncia la justicia y la paz del Señor, no cuando es utilizada para esconder los conflictos en una especie de falsa y aparente concordia, sino cuando mueve las conciencias para superarlos en la justicia.
La libertad religiosa y la función pública de la religión
La religión puede expresar toda su contribución a la libertad del hombre y a la justicia, es decir a la superación de los conflictos negativos y a las contraposiciones violentas, cuando permanece auténtica, sin reducirse a religión civil. Un ejemplo de esta función es constituido por la influencia que el cristianismo ha tenido en los hechos de 1989 en Europa Oriental. Como sabemos, el Santo Padre Juan Pablo II reflexionó teológicamente sobre esta función, tanto en la encíclica Centesimus annus, como en los anuales Discursos al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede de aquellos años4. Animados también por el cristianismo, «pueblos enteros han tomado la palabra […] para demostrar que no es posible sofocar las libertades fundamentales que dan sentido a la vida del hombre» y que «no puede existir una sociedad digna sin el respeto de los valores trascendentes» (Discurso al Cuerpo Diplomático 1990, 7). En las sociedades de Europa Oriental, la religión cristiana ha dado prueba de haber sido el factor principal de liberación, por los múltiples reflejos, incluso sociales y políticos, no porque haya desarrollado directamente una tarea política, ni porque se haya propuesto como una simple ética para la contención social en tiempos difíciles y conflictivos, sino porque ha sido coherente con su propia misión religiosa. Indicando una vocación trascendente, el cristianismo atestigua cada día, en todo lugar, que todo hombre tiene una eminente dignidad trascendente. Refiriéndose a Aquel de quien todo procede y al que este mundo retorna, se opone a que el hombre sea reducido a esclavitud. Hablando de un Dios “encarnado”, dando visibilidad al amor de Dios por todos los hombres, el cristianismo –y en particular el catolicismo– no puede dejar de desarrollar también una función pública. La Gaudium et spes afirma que «el cristiano que falta a sus obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo; falta, sobre todo, a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación» (n. 43). El catolicismo no es una secta, está dentro de la historia para encontrar a todos. No es un asunto privado, sino una presencia comunitaria que ama todos los aspectos del hombre y los quiere redimir todos. No es un fenómeno individual y no puede renunciar a ser “religión de pueblo”, no obstante las muchas formas de íntimismo particular y privado inducidas por la secularización. «Se tiene a veces la impresión –leemos en el Discurso al Cuerpo Diplomático de 1993, n. 7– de una voluntad, por parte de algunos, de relegar la religión a la esferea de lo privado, bajo el pretexto de que las convicciones y las normas de comportamiento de los creyentes serían sinónimas de regresión o de atentado contra la libertad». Pero «la Iglesia católica y la Santa Sede –precisa el Santo Padre– no pretenden en modo alguno imponer juicios y preceptos, sino solamente dar el testimonio de su concepción del hombre y de la historia, sabiendo que dicha concepción procede de una Revelación divina».
Según Juan Pablo II, es precisamente la fe religiosa que constituye el antídoto principal contra la esclavitud de las ideologías y sus conflictos: en efecto, «cuando el hombre se convierte en la medida exclusiva de todo, sin referencia a Aquel de quien todo viene y hacia el que este mundo retorna, rápidamente se convierte en esclavo de su propia finitud» (1990, 8). No siendo una ideología, el cristianismo valora todas las porciones de verdad difundidas por doquier, todo lo examina a la luz de la Verdad absoluta y no manipulable, y nada impone con la violencia o por la fuerza. La verdad ideológica se impone a cualquier costo porque se trata de una verdad instrumentalizada y que, por tanto, genera conflictos por reacción, mientras que el “yugo” de Cristo es suave, y el cristiano, como su Maestro, es “manso y humilde de corazón” porque la Verdad es la Persona del Verbo Encarnado. Reivindicando a la fe cristiana una radical naturaleza no ideológica, el Santo Padre puede reivindicarle también su función pública, que no debe ser vista con temor sino como una riqueza, como un impulso para mirar en alto, para relativizar el poder y orientarlo hacia el Bien y la Verdad trascendentes.
¿Conflictos entre religiones?
Pero es precisamente a esta nueva función pública de las religiones que hoy una cierta opinión pública atribuye la causa de los principales conflictos de nuestros días. Sobre este punto es necesario detenerse con atención.
Hasta hace algunos años, aparecía muy aventajada la idea de un espacio público internacional “neutro” con respecto a las religiones, confiado casi exclusivamente a los Estados y, en particular, a las dos super potencias. Parecía que en el mundo occidental la valencia pública de la religión fuera inhibida por la laicidad de la vida política, cuando no por el laicismo y el proceso de secularización que tendía a relegar la religión a lo privado. En el mundo comunista, a excepción del caso polaco, parecía que las religiones estuvieran somnolientas bajo la dictadura o que hubieran sido fuertemente debilitadas por la propaganda atea y por la persecución. En ambos hemisferios políticos parecía que la ideología hubiera sacado definitivamente ventaja sobre la religión.
Inesperadamente, por el contrario, después de la caída del Muro y el fin de los bloques, también las religiones quedaron libres. En Occidente se ha aprendido así que bajo la apariencia de un secularismo rampante, viven fuertes tensiones religiosas. Los Estados Unidos, por ejemplo, considerados a la vanguardia de la secularización en Occidente, han descubierto sus propias raíces religiosas, al punto que algún observador habla de creciente diferenciación, precisamente sobre este punto, entre Estados Unidos y Europa. En Oriente, de la disgregación del imperio soviético emergieron múltiples pertenencias religiosas que en algunos casos, por desgracia, han llegado incluso a estallar en forma de conflictos virulentos.
Las migraciones globales han puesto además a las religiones una al lado de la otra y la escena política mundial, con sus conocidas vicisitudes, ha conducido a la notoriedad de la crónica y de la política la religión islámica.
Todo esto ha comportado, no sólo un renovado peso social y político de las religiones, sino sobre todo su reivindicación “de derecho” para una función pública. Si en ocasiones ello ha sido y es fuente de conflicto y de guerra, considero que pueda y deba convertirse, en un futuro no lejano, en elemento de paz. Sobre este terreno se jugará cada vez más en el futuro próximo la suerte de la paz en nuestro mundo, bajo una condición fundamental: que las religiones sepan evitar cada vez con mayor atención los dos extremos, el del espacio público neutro y el del fundamentalismo. Un espacio público neutro, deseado por fuerzas ideológicas y políticas, y por los Estados que se sirven de una concepción liberal e iluminista de la vida política entendida en sentido contractual, y no como compromiso en favor del “bien”, es imposible de realizar ya que es contradictorio. Para negar una visibilidad pública a la religión, el Estado neutro debería imponer un acto de fuerza igualmente “absoluto” que la absolutidad que se quiere impedir expresar a las religiones. En tal caso la posición “laica” se calificaría como “fundamentalismo laico”, o como “ideología laica”, es decir, algo bastante diverso del espacio público neutro. Para garantizar una presunta libertad del espacio público se impide al creyente manifestar libremente en la sociedad la pertenencia religiosa que da sentido a su vida. Este impedimento se califica como un acto soberano del Estado que, por tanto, se impone a la sociedad civil y a la persona, en vez de ponerse a su servicio. Semejantes posturas no pueden tener otro resultado que aumentar los conflictos religiosos, tanto entre los grupos religiosos, como entre éstos y el Estado. Al mismo tiempo, es necesario evitar el fundamentalismo religioso, es decir la ocupación directa del espacio público por parte de una religión.
Impidiendo la libertad religiosa, se desconoce un derecho fundamental del hombre y, por tanto, se ponen las bases para nuevos conflictos.
Como se ve, será cada vez más importante garantizar en el futuro la libertad religiosa, no sólo en los textos constitucionales, sino sobre todo en la práctica política concreta. La libertad religiosa no es causa de guerra, al contrario es la condición para evitar el fundamentalismo, tanto laico como religioso, que representan las formas principales de intolerancia religiosa en el mundo de hoy, las fuentes de los conflictos así llamados “religiosos”.
La construcción de la paz, sin utopías
Pero es sobre todo en el campo de la construcción de la paz donde la Iglesia puede expresar más adecuadamente su vocación de contribuir a la superación de los conflictos. Pero también aquí es necesario ser realistas y distinguir bien lo específico cristiano en vistas a la consecución de la paz. Lo haremos clarificando la distinción entre los términos pacífico, pacifista y pacificador.
La paz es ante todo un patrimonio de la persona, una de sus cualidades éticas y espirituales. Pacíficas no son primariamente las instituciones, los tratados internacionales, las relaciones entre las cancillerías. Pacífico es en primer lugar el hombre, cada una de las personas capaces, por don de Dios y por virtud propia, de vivir una relación no conflictiva con sí mismo y con los demás. La paz es la riqueza humana propia de los hombres de paz, de los “pacíficos” que nos habla Jesús en el discurso de la montaña: «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9). No tendremos jamás estructuras de paz sin hombres de paz, sin personas pacíficas. Con demasiada frecuencia, en el pasado, nos hemos ilusionado pensando que los mecanismos o los procesos estructurales nos garantizarían un mundo de paz sin más necesidad de hombres pacíficos.
El hombre de paz siembra la paz a su alrededor, por medio de él se expande en círculos concéntricos: a la familia, a las personas vecinas, a la sociedad, al ambiente de trabajo y poco a poco a todas las relaciones en que él está comprometido. El hombre de paz es pacífico siempre y en cualquier situación de la vida, ya que la paz pertenece a su ser, es un habitus que no abandona. Las posturas de paz le vienen espontáneas y vive con gran serenidad una moralidad de la paz tal que la lucha y la guerra no encuentran ni siquiera audiencia en su presencia.
Pacífista es, por el contrario, quien se moviliza por la paz y la hace un proyecto social y político. El pacifismo es algo bueno, pero puede también degenerar. Este trae sus frutos positivos sólo si es llevado adelante por hombres de paz. Se puede decir que el pacifismo depende del ser pacífico. El pacifismo sin protagonistas pacíficos corre incluso el riesgo de traicionar la meta de la paz. Puede volverse una ideología, maniquea en sus juicios y hasta intolerante. Insensible a la complejidad de las situaciones, a la responsabilidad en juego, a los tiempos que son requeridos a veces para que una perspectiva madure progresivamente. El pacifismo no se contenta con testimoniar, quiere convencer, adquirir consenso, traducirse en propuesta vencedora y, por tanto, también de poder. Se trata de expectativas y de procesos legítimos que, sin embargo, pueden hacer uso, para alcanzar los resultados, de la violencia de las palabras y de las posturas, de la exclusión y del juicio fácil, de la opción de parte absolutizada como la única expresión de un auténtico pacifismo. Por ello el pacifismo tiene neesidad de ser continuamente enmendado, reconducido a sus razones más profundas, es decir, a la paz que habita en los corazones de los hombres pacíficos. En efecto, al releer bien la historia del pacifismo, nos damos cuenta que éste ha tenido más éxito cuando más ha logrado encarnarse en hombres pacíficos. Ha logrado movilizar las conciencias y obtener también resultados políticos concretos, precisamente porque sus protagonistas han sabido guiar el movimiento pacifista mediante sus cualidades de hombres pacíficos, libres y disponibles a la llamada de la paz.
«El Papa no puede calificarse como un pacifista»5, escribe A. Riccardi de la Comunidad de San Egidio. Ante todo porque él siempre ha rendido homenaje a quien ha ofrecido la propia vida por la salvación de la patria; en segundo lugar proque jamás ha condenado en sentido único las guerras, sino siempre y sólo “la” guerra, frecuentemente el único en recordar también a la conciencia de la humanidad tantas guerras “olvidadas”; en tercer lugar porque ha estado también entre los primeros en imaginar formas adecuadas de intervención humanitaria y de interposición. Pero sobre todo él no puede ser enumerado entre los pacifistas por la sabiduría del realismo cristiano, según el cual el único modo de servir a la paz es no posesionarse de ella, sino, al contrario, dejarse por ella conquistar. En el pacifismo militante existe, en el fondo, una voluntad de poseer la paz e imponerla. No hay duda que ella deba ser también puesta y, dentro de ciertos límites, impuesta, pero es igualmente verdadadero que ella debe germinar y crecer. Se le puede cultivar, producirla es difícil. La sabiduría del realismo cristiano sabe bien que la paz es un don de Dios antes que una conquista humana.
Llegamos, finalmente, al pacificador. Él trae alimento de su ser hombre de paz para vincularse con los demás hombres de paz y, como tales, insertarse dentro de las situaciones histórias de conflicto para ofrecer palabras, actitudes y soluciones de paz. Tanto el pacifismo simplifica, juzga y a veces condena, cuanto la acción pacificadora quiere por el contrario entender la complejidad, ayudar a crecer, proponer soluciones que ayuden a mejorar, convertir a la paz convirtiéndose a ella. El pacificador entra de manera realista en los conflictos de la historia y se hace fermento. Si el pacifismo es guiado con frecuencia por la ideología y recorre un proyecto político, el pacificador o “el que trabaja por la paz”, es guiado primero que nada por el amor, porque como escribía San Agustín, «Tener la paz significa amar»6.
La Iglesia ayuda a superar los conflictos sobre todo formando hombres pacíficos y pacificadores.
Cuba, 17 de noviembre de 2004.
Notas
1 Lev Trockij, Literatur und Revolution, Berlin 1968, p. 212.
2 K. Marx, Manuscritos económico-filosóficos del ’44, de la trad. italiana de N. Bobbio, Einaudi, Torino 1968, p. 122.
3 J.J. Rosusseau, Origen de la desigualdad, Feltrinelli, Milano, pp. 97-98.
4 Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Juan Pablo II y la familia de los Pueblos. El Santo Padre al Cuerpo Diplomático (1978-2002).
Introducción de S.E. Mons. Giampaolo Crepaldi, Ciudad del Vaticano 2002.
5 A. Riccardi, Governo carismatico, 25 anni di pontificato,
Mondadori, Milano 2003, p. 165.
6 Sermo 357, 15: De laude pacis, 2; PL, XXXIX, 1582.