“Como la de cada persona, el alma de los pueblos se salva o se condena”. Así le escuche decir, pletórico de fe y confianza a un sacerdote cubano, maestro durante décadas llegó a ser Ministro de Educación de nuestro país y fue inspirador de la Comisión de Historia que preparó el encuentro Nacional Eclesial Cubano (ENEC,1986). Me refiero al Padre Pastor González, religioso escolapio y cubano de pura cepa.
Entonces pude comprender cabalmente dos realidades que han marcado mi vida.
La primera: que los ciudadanos, los miembros de una nación y todas sus instituciones, deben empeñarse a fondo por cuidar, promover, cultivar y fecundar el alma, el espíritu de ese pueblo, su ethos, su cultura, su subjetividad, en una palabra, su espiritualidad. Es el primer deber cívico y patriótico.
Está en juego no sólo la esencia misma de ese pueblo, sino también su propia salvación, su redención, su perennidad. Si se daña el ethos, si fenece el espíritu de un país, si no se pone “el alma de raíz”, se seca su espiritualidad, se arrastra su cuerpo nacional por los bajos caminos de las miserias humanas, se desintegra como comunidad, pierde el rumbo y el sentido de existir como pueblo… hasta llegar a desaparecer como nación.
Es por ello que educar para la libertad y la responsabilidad, poner manos a la obra de la formación cívica de un pueblo, cultivar su ethos, fecundar su cultura, promover su creatividad, es siempre una labor espiritual, una misión trascendente, una tarea redentora. Sea quien sea el que la realice y piense y crea como estime el que la promueva.
El que siembra espiritualidad, abre a la trascendencia… y salva el alma de su pueblo, toda persona de buena voluntad que, aún sin “saberlo” muy bien conscientemente, se dedica a rescatar la memoria histórica, los mejores criterios de juicio de sus predecesores, los modelos de vida de sus patricios, la subjetividad de cualquier bueno y sencillo ciudadano… eso es cultivar la entereza de un pueblo y salvarlo para la vida futura.
La segunda: que la misión evangelizadora de la Iglesia, su esencia misionera, no se reduce, ni mucho menos, a un tipo de labor proselitista, de “propaganda fidei”, de testimonianza personal, de extensión geográfica, de visitas a vecindarios, poblados, bateyes y nuevas comunidades. Ser misionero en la Iglesia es también, “alcanzar y transformar, con la fuerza del Evangelio: los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad” (E.N. 19)
De modo que al inaugurar el Año de la Misión en Cuba, convocado por nuestros Obispos, con esta Asamblea de Misión de la Diócesis de Pinar del Río, no es un despropósito, ni una extrañeza comenzar este Encuentro con la presentación de un libro. Lo inauguramos con un acto cultural. La inculturación del Evangelio y la evangelización de la cultura, son los dos polos de una única y multiforme dinámica de la misión de la Iglesia. La evangelización de los ambientes, el rescate de la memoria histórica, el cultivo de la forma de ser, de las tradiciones, de la herencia cultural de los pueblos, es otra forma, aún mayor en profundidad, de misión. Precisamente el Papa Juan Pablo II, al inaugurar el Tercer Milenio del Cristianismo lanzó esta invitación a todos los cristianos: “DUC IN ALTUM”, “Rema hacia la profundidad del mar de este mundo”, adentrémonos en lo más hondo de la existencia de las personas y de la sociedad, y allí echemos las redes.
Remar hacia la profundidad de una persona es pasar de la visita a su casa a la amistad de su corazón, es pasar del anuncio doctrinal del Evangelio a la transformación de sus criterios personales. Es pasar de la invitación a visitar la Iglesia a la invitación a hacer de su persona un templo de Dios. Es pasar de acogerlo en nuestras reuniones religiosas y en nuestras celebraciones litúrgicas a formarlos para que sus relaciones humanas y sus actitudes ante cualquier suceso y más allá de su vida sea un culto permanente y agradable a Dios. Es pasar de prepararlos para recibir los sacramentos a prepararlos para que toda su vida, su testimonio, sus actuaciones, sus obras sean un “sacramento”, es decir, un signo sensible y visible de la salvación de Dios para las personas que lo rodean.
Es por ello que hoy la Iglesia diocesana no sólo convoca a la misión a todos los visitadores, ministros de la Palabra, equipos misioneros, sino que también convoca a catequistas, animadores de la formación cívica, animadores de la Comisión Católica para la Cultura, grupos de educadores, grupos de mujeres y amas de casa, grupos de trabajadores de la salud y de la economía, animadores del MCAS y de la consultoría jurídica, sicológica y familiar, a los agentes de Cáritas, a los que forman líderes de comunidades sociales, a los que forman artistas en las aulas de música o técnicos en las aulas de computación, a los que forman a los niños en las guarderías y a los que restauran templos e imágenes para restaurar el alma y la mística de nuestros pueblos y bateyes. Este año de misión convoca a los que animan el ambiente de los jóvenes y a los que animan a los matrimonios y familias, a los que animan el ambiente de la tercera edad o a los que atienden niños con síndrome de Down; este año de misión convoca igual a los que animan el Rosario perpetuo y a los que viven en la ofrenda permanente de sus vidas en el trabajo cotidiano en cada taller, hospital, surco o almacén; este año de misión convoca al mismo tiempo a los que fomentan la adoración perpetua de la Eucaristía y a los que ofrecen la hostia viva de su trabajo a favor de los presos y sus familiares; este año de misión convoca al mismo tiempo a los que escriben libros como este y poemas como otros, a los que trabajan en publicaciones como Vitral, El Pensador o Meñique y a los que hacen de su vida un libro abierto visitando enfermos en los hospitales, atendiendo a los que padecen el Sida o acogiendo a los visitantes, migrantes por razones de estudio, trabajo o turismo y también a los llamados “palestinos”. Y así en la vida de los servicios de la Iglesia…Todo es misión.
Y lo digo con la convicción del que “se cayó del caballo”, por la gracia de Dios, a temprana edad, en una Iglesia misionera como la de Pinar del Río y en una época de la historia de Cuba en que se hacía casi martirial ser o no ser cristiano: Mientras los aspirantes a apóstoles de Cristo, que somos todos, no aprendamos a que la misión es todo eso y cuanto inspire al Espíritu para renovar la faz de la tierra, nuestra misión se quedará manca, o sorda, o ciega, o hemipléjica…
Si queremos responder a la convocatoria de un Año de Misión, comencemos por comprender y vivir bien su más amplio concepto. Misión de las personas y de los pueblos. Misión geográfica y misión de los ambientes. Misión de los corazones y de las estructuras. Misión de inculturación del Evangelio y misión de evangelización de la cultura. Misión de la Palabra y de la Eucaristía, que es decir misión del anuncio verbal y de la entrega martirial de la vida.
Eso hizo, sencilla y heroicamente, que es casi siempre lo mismo, un hombre de nuestro pueblo, un hombre de la raza negra, aquella que no fue suficientemente evangelizada en la colonia y que ha sido y es discrimada y segregada en la República y hoy, quizá más sutil y solapadamente que nunca. Eso logró hacer, con las iniciativas más variadas y creativas, este misionero que fue Justo Figueroa Pérez.
Él supo qué era ser un misionero: lo comprendió y lo ejercitó, lo asumió y lo inventó. Lo escuchó al mismo tiempo de la Palabra de la Biblia y de la adoración de la Eucaristía. Es más, Justo hizo de su propia existencia cotidiana, una palabra constante y una hostia viva al entregarse a los demás. Eso es ser plenamente ministro de la Palabra y de la Eucaristía. No como quien repite un recado de otro sino como el que comunica una experiencia de su propia vida, no como el que acarrea el Pan consagrado sin coherencia con su vida cotidiana, sino el que al llevar la Eucaristía y repartirla, entra en íntima comunión con el Cristo encarnado, crucificado y resucitado que lo inunda por dentro y lo desborda y, para no desperdiciar tan sublime experiencia, siente la necesidad perentoria y apremiante de repartirlo y de compartirlo con todo el que lo busque con sincero corazón.
Justo supo ser un laico misionero: lo hizo a su estilo seglar, en medio del pueblo, en su mundo, que es el lugar teológico de la misión de los laicos; es decir, el lugar donde encontrar a Dios, de anunciarlo, de convivir con él en la fraternidad con los demás hombres y mujeres de su tierra. Lo hizo fundando comunidades y asumiendo un estilo de vida austero y alegre. Lo hizo inculturando el mensaje cristiano en décimas campesinas, en letrillas de pregones cubanos, en obras de teatro que llamaba “comedias” sin saber, o quizá intuyendo, que trataba los mismos problemas de la “comedia de la vida”. Lo hizo organizando al mismo tiempo y con un corazón indiviso, los Rosarios vivientes y las campañas de alfabetización; es decir, uniendo en la misma y única misión de la Iglesia, la multiforme educación cívica y religiosa, ética y cristiana, cubana y campesina. He aquí las notas distintivas de su misión que es la Misión de su único Maestro y Amigo, de su Salvador e Inspirador: Jesús de Nazaret.
Justo Figueroa es una de esas figuras paradigmáticas de la tradición laical y misionera de esta Iglesia de Pinar del Río. Su vida forma parte de ese anuncio viviente del Evangelio en esta Diócesis y provincia más occidental de Cuba. Su palabra, sus capillas de yagua y guano, sus “autos sacramentales” escenificados y memorizados por el pueblo, sus canciones y sus refranes, sus campañas de alfabetización y su modo informal de asistencia social, forman parte de esa herencia de apostolado seglar que ha distinguido, por la gracias de Dios, a esta porción del pueblo de Dios en Cuba.
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Dagoberto Valdés (derecha) en el momento que daba lectura a las palabras de
presentación del libro sobre la Vida y obras de Justo Figueroa, misionero en Pinar del Río. En la foto de izquierda a derecha, Belisario Carlos Pi Lago, Monseñor José Siro González Bacallao y el P. Iván Bergerón. |
Todavía guardo en mi memoria aquella tarde de fiesta de la Virgen del Rosario, patrona de La Palma, en que siendo un joven acompañante del entonces Obispo de Pinar del Río, Monseñor Manuel Rodríguez Rozas, conocí a Justo el misionero, allí en el patio del fondo de la casa parroquial: el Obispo sentado tomando un café, Justo de pie a su lado, sin zapatos, palo rústico en forma de cayado, pantalones a media pierna amarrados con ariques de yagua. El pastor preguntando por las ermitas y las necesidades de las gentes y el misionero tratando de comunicar el dolor de los sufrientes, el fervor de los creyentes y la esperanza de todos en que la noche oscura pasará. Justo anunciando que el amanecer siempre llega, “que siempre que llueve...escampa”... Él era y es el misionero de la luz.
Hombres y mujeres salidos del seno de nuestro pueblo han acompañado a lo largo de los siglos a misioneros como Justo, el religioso. Recordemos, entre otros cientos, a Doña Panchita Barrios, aquella campesina de la época de nuestra guerras de independencia que vivió en las lomas de Guillén, en Sábalo, en Guane. Allí predicó, sanó a los enfermos, animó a los desalentados, asistió a las parturientas y salvó la Eucaristía guardada en el Sagrario y a las imágenes sagradas del templo de Sábalo rogando al Ejército Libertador, al mando de Antonio Maceo, que no prendiera fuego a la Iglesia de ese poblado y luego trasladando, ella misma en una carreta tirada de bueyes, el Sagrario con el santísimo Sacramento dentro y las imágenes del templo de Sábalo hasta la Catedral de Pinar del Río en lo que quizá fuera la primera y más larga y azarosa procesión eucarística de la historia de nuestra Iglesia diocesana realizada, audaz y premonitoriamente, por una mujer laica que no tuvo miedo a las autoridades civiles y militares.
Recordemos también a los misioneros, sacerdotes religiosos jesuitas: Padre Saturnino Ibarguren y P. Jesús Rivera, quienes viniendo de La Habana, traspasando los límites geográficos y eclesiásticos y aprovechando los tiempos de seca, recorrían nuestros campos y caseríos, quedándose en ocasiones en las casas de tabaco o escogidas, o en las casas de los guajiros que los acogían.
Recordemos también a otros laicos misioneros como César Balbín, oriental de guayabera blanca y sombrero de yarey, que siendo rico y quedando viudo, vendió todo lo que tenía y lo dedicó a comprar objetos religiosos para repartir en sus misiones y para trasladarse y sostenerse en su largo recorrido por todas las provincias de Oriente a Occidente por las que fue predicando, alfabetizando, cuidando enfermos, animando a los sufrientes y desvalidos, hasta que, sin nada ya de su propiedad, llegó a Pinar del Río y enamorado de sus campos, de sus gentes y de su auténtica religiosidad, decide quedarse aquí, viviendo sólo en las casas de tabaco y escogidas, no mirando día ni noche, época del año, ni distinción de personas, hasta que la edad y la enfermedad lo vencieron y se retiró a un hogar de ancianos de la Iglesia en La Habana, donde, rezando y recordando a Pinar del Río, pasó serenamente a la Casa de Dios Padre.
Otras dos mujeres no pueden dejar de ser mencionadas en la pléyade de misioneros de esta Diócesis. Recuerdo a Paulita Castillo y María Josefa Díaz, “Fefita”; la primera, madre de una extensa familia y de una gran comunidad en la zona de la Virgen de la Palma, la carretera de Luis Lazo, el Cangre, la Guabina, el Guayabo y también en el Reparto Vélez, al final de su vida. La otra, una seglar que se consagró por su bautismo y confirmación a la Iglesia y dedicó su soltería y todas sus fuerzas a la Acción Católica primero, al testimonio silencioso y martirial después y al infatigable ministerio de la Palabra y la Catequesis cuando las circunstancias históricas y su Iglesia lo necesitaron, hasta que entregó su último aliento un Domingo de Resurrección, como fue su vida toda.
Espero que un día nuestra Diócesis, toda la Iglesia cubana y el resto de nuestro pueblo, pueda contar con el testimonio fehaciente de las vidas de estos y otros cristianos que entregaron toda su vida al servicio de la misión. Para Ediciones Vitral será un verdadero honor, un deber y una alegría grande poder publicar las vidas ejemplares de estos compatriotas para que las nuevas generaciones puedan beber en estos pozos de santidad y de cubanía.
Una palabra aparte merece la obra del autor, Belisario Carlos Pi Lago, ganador de varios reconocimientos en concursos literarios e hijo de la misma tierra donde trabajó Justo Figueroa.
Soy testigo de la profesionalidad con que Belisario ha escudriñado cada archivo, ha indagado con cada testimoniante, se ha comunicado, solicitando información, con cada probable fuente. Ha querido ser fiel a la verdad que se escondía bajo el velo del olvido, de la desinformación, del mito que se teje alrededor de cada persona insigne. Soy testigo también de su vehemente interés en que fuera conservada, con la misma coherencia y fidelidad, tanto los detalles de la vida de este laico misionero, como la mística que lo aupó desde dentro.
Quien lea esta exquisita investigación histórica encontrará la minuciosa indagación, pero no podrá quedarse en el dato, en la ubicación geográfica, en el documento probatorio. No es posible entretenerse en la aún escasa datación porque el autor continuamente interpreta, crea vínculos entre hechos y actitudes, busca en los testimonios la líneas inspiradoras, destaca la espiritualidad inasible, trasciende el verbo y busca el mensaje inefable que quiso transmitir. En fin, creo que el autor no pudo tampoco mantenerse neutral frente a una vida excepcional. Su dubitativo sí del principio se fue tornando, poco a poco, como la mayoría de las verdaderas conversiones, en una pasión por definir cada huella del misionero con fama de santo, por encontrar el eco de cada palabra pronunciada al viento de aquellas serranías... pero el autor y nosotros, los aspirantes a cristianos, sabemos que “si el Señor no construye la casa, en vano se afanan los arquitectos” (Salmo 127).
Belisario y cada lector iniciado, saben que redescubrir la huella, encontrar las resonancias de su predicación y revivir su existencia no es posible para el autor, ni para nadie, sin creer que por las mismas serranías de La Palma, en los mismos umbrosos valles de aquella reserva natural, anda, descalzo y brioso, el Justo resucitado.
(Palabras pronunciadas en la presentación de un libro de Ediciones Vitral sobre la Vida y obras de Justo Figueroa, misionero en Pinar del Río, 10 de enero de 2005)