Conferencia pronunciada por el Padre José Conrado Rodríguez Alegre, profesor del Seminario San Basilio Magno de Santiago de Cuba en el Encuentro Anual con ocasión del XII Aniversario del Centro de Formación Cívica y Religiosa de Pinar del Río, el 28 de enero de 2005.
La historia nace del eterno diálogo del presente
con el pasado, diálogo entre un presente siempre
nuestro” y un pasado asumido como tal, en la medida en que nos sentimos deudores de él, o al menos “emparentados” con él. Pero la clave última de ese diálogo que es la Historia quizá la constituya el “futuro” como tiempo de las responsabilidades a que nos aboca el hoy sentido como tarea ética.
Buscar en Martí para descubrir lo que nos tiene que decir desde su ayer a nuestro hoy, tal como este “hoy” se nos presenta, es descubrir al Apóstol bajo la luz de una historia de la que él fue coronación y cumplimiento, en aquella frase que viene a sintetizar su esencial aporte a lo cubano: el hombre acumulado y sumo, que nos resume lo mejor de la nación y del pueblo, de nuestra vocación y de nuestros sueños. Por eso, “para leer a Martí” y comprenderlo, tenemos que considerar la tradición en la que se crió y que le dio forma, leído desde el hoy que padecemos más que hacemos, pero teniendo como horizonte tematizador ese futuro que sentimos y presentimos como “la gran tarea” , ese futuro que se nos presenta como vocación y reto. Al tomar como horizonte temático y crítico el futuro, no hacemos más que rendirle homenaje a nuestra propia idiosincrasia como pueblo, pues como ya descubriera en su momento nuestro Lezama, y cito:
“Pudiéramos decir que la más firme tradición cubana es la tradición del porvenir... Pudiéramos decir que el cubano tiene sus catedrales y sus grandes mitos construidos en el porvenir. Yo prefiero ver lo cubano como posibilidad, como ensoñación, como fiebre porvenirista”.
Hay en nuestra identidad como pueblo una referencia muy clara a la pedagogía. Como nación nacimos en un “colegio”: el Colegio-Seminario San Carlos y San Ambrosio de La Habana. Y fue una pléyade de “maestros” la que formó la conciencia nacional y dio origen al “proyecto” que pudiéramos llamar “Cuba”. Se ha dicho que la Historia de Cuba empezó a partir de la “Toma de La Habana por los ingleses”. Lo cual, además de exagerado, es incierto. Pero en cambio, sí podríamos hablar del nacimiento de la cultura cubana, del surgimiento de una conciencia nacional y de que la cuna de todo ese proceso está en el Colegio-Seminario de San Carlos y San Ambrosio y en la confluencia de factores, sucesos y personas que desde el último tercio del siglo XVIII y el primer tercio del XIX, van a posibilitar y potenciar este intenso proceso, que alcanza su máxima expresión en el magisterio filosófico, político ético y espiritual del presbítero Félix Varela. Como ha dicho Don Medardo Vitier:
“No creo que haya en nuestra historia otro espacio de tiempo de tanta fecundidad para la educación cubana como el decenio en que el presbítero Félix Varela enseñó en el Seminario San Carlos, Filosofía primero y después Derecho Político en la llamada cátedra de Constitución”.
Martí es deudor de ese proceso, forma parte de él y lo corona como ya dijimos. Pero no podemos entender a Martí sin situarlo en ese contexto que le sirve de cauce y hasta cierto punto de causa.
El Padre José Agustín Caballero
El primero de los grandes maestros de Seminario fue aquel a quien el mismo Martí llamó “padre de los pobres y de nuestra filosofía”, el Padre José Agustín Caballero. Profesor de Varela en el Seminario, Caballero será el precursor de la obra vareliana: desde las páginas del Papel Periódico, desde las aulas del Seminario, del que fue rector además de profesor, desde su labor incansable en la Sociedad Patriótica de Amigos del País, en favor de la educación de los niños pobres, Caballero se nos presenta, junto con el obispo Espada, como el iniciador e inspirador de muchas de las tareas que culminará luego Varela.
En Caballero encontramos esbozadas ya las luchas y los temas que en Varela y los discípulos de ambos tomarán cuerpo y categoría de programa: la reforma de la enseñanza, empezando por el destierro del latín como lengua a emplear en las clases; la introducción de las nuevas disciplinas y de la experimentación científica, la atención a los problemas sociales y políticos: pero sobre todo, la valoración ética de inspiración evangélica de todos los ámbitos de la existencia.
El Padre Félix Varela:
el que primero nos enseñó a pensar...
Si Caballero fue precursor, anuncio de lo que después vendría, en Varela ya encontramos, en plenitud abarcadora, un pensamiento maduro, la claridad cenital de un proyecto sociopolítico nacional de largo alcance.
Su pensamiento filosófico: (1811 1821)
En una hermosa y sencilla remembranza de su propia evolución cuenta el padre cómo, a una sugerencia del obispo Espada, comenzó a podar y cortar de la mezcolanza en que había caído la escolástica decadente de la época para llegar a un método simple y directo de enseñanza, que Don José de la Luz, su más brillante discípulo, pudo sintetizar en una sola frase, cuando se refirió a Varela diciendo de él: “fue el que primero nos enseñó a pensar”.
Varela, como pensador, fue sobretodo un “escogedor”, un ecléctico en el más puro sentido de la palabra: sin atarse a escuela alguna, nuestro Sócrates cubano sirvió, como el griego, de partero del intelecto, descubridor de horizontes, orientador de las ciencias y de la conciencia de sus discípulos. Su meta fue educar y esto significaba para él: liberar a los hombres de la mentira y el error, primer y necesario escalón para entender la realidad y empezar a transformarla.
Educar fue para él, en un segundo momento, descubrir la realidad misma de su tiempo: fue descubrir, que la única manera de ser verdaderamente hombre era siendo libre uno mismo y luchando por hacer libres a los demás. Por eso, y como ha resaltado su más reciente biógrafo, el aporte de Varela como filósofo a la formación de la conciencia nacional, hay que buscarlo en la autoctonía de ese pensamiento y en su medular concepto de la libertad. La autoctonía del pensamiento vareliano le permitió asimilar los aportes de la filosofía de su época, “desde y para” Cuba:
“Si la filosofía vareliana expresa lo autóctono en forma auténtica, su validez no está dada sólo en la capacidad de ese pensamiento para interpretar y expresar su realidad, sino que va más allá: intenta actuar sobre ella. Esto se deriva del compromiso del pensador con su realidad; de su comprensión y convicción de que el pensamiento tiene una función social y que la producción teórica debe aplicarse a la realidad...”.
Es en este sentido es como hay que comprender el eclecticismo que él propugna y encarna, en profunda y no casual convergencia, con el pensamiento latinoamericano. Para Varela el eclecticismo, además de permitirle romper con la “tiranía de las autoridades”, típica de la escolástica decadente, de moda en su época, y reflejo de la opresión social y política que imponía el dominio colonial, le permitiría afirmar la libertad de pensamiento, primer y necesario escalón para lograr las otras libertades:
“No hay duda que lo que Varela está entendiendo por eclecticismo no es la unión mecánica de sistemas, ideas, conceptos, sino la ponderación de la capacidad del hombre y del derecho que tiene a juzgar por sí mismo, con plena libertad; es decir, el derecho de todo hombre a elegir lo que conduce a la verdad... El mérito extraordinario de Varela estuvo en la comprensión de que lo necesario no era la recepción de sistemas sino el desarrollo de una nueva actitud reflexiva, sin adhesión a escuelas filosóficas o pensador alguno, la cual permite hallar los elementos que conjugados entre sí, crearán un método científico de interpretación de la realidad cubana y, a la vez, de penetración en los secretos de las Ciencias Naturales”.
Dentro de su pensamiento filosófico Varela insistirá en ese “concepto clave” del patriotismo. Este es para Varela no sólo el vínculo afectivo con la tierra que nos vio nacer o las personas con las que compartimos esa suerte, sino el compromiso con los proyectos que le permitan a esa tierra y a esas personas ser felices, lo que sólo es posible desde la libertad y la justicia.
Su pensamiento político: (1821-1826)
El mismo P. Varela nos ha dejado testimonio de su repugnancia a tomar el camino de analista político primero y de diputado a Cortes luego. Sabemos bien que fue llevado por la obediencia a su Obispo como llegará a los derroteros de la política: se trataba de formar las conciencias para la libertad, como él mismo lo intuyó desde la cátedra de Constitución, concitadora de tanta atención entre los jóvenes cubanos. Su papel como diputado en las Cortes españolas le permitirá presentar un proyecto de ley para la gradual liberación de los esclavos y otro de gobierno autonómico para la Isla, que van de la mano en su doble propósito de lograr la libertad civil del negro y la libertad política de todos los cubanos, negros y blancos.
La etapa del destierro nos descubre una nueva faceta de Varela: se enfrenta al poder extraño y extrañante que sojuzga a los suyos, y dice claramente lo que muchos quizá pensaban, pero pocos se atrevían a decir: Cuba nada tiene que esperar de España, pero tampoco del vecino poderoso del norte o de las hermanas naciones de la América recién nacidas a la libertad: “tan Isla en lo político como lo es en lo geográfico”.
Desde las páginas de El habanero concitará a la lucha. Para esto tendrá que responder a las objeciones que estaban paralizando la acción de los cubanos de entonces y fustigar las actitudes conformistas, egoístas e indiferentes de la mayoría: señalará como en Cuba no había ideas políticas, sino intereses económicos, pues cada cual busca sus propios intereses, sin tener en cuanta el bien común. El le sale al paso a aquellos que por apatía dejaban que las cosas siguieran su curso sin intervenir en ellas. ¿Cuál era la propuesta de Varela?: la unidad. La acción, madurada por la reflexión y llevada adelante por los hombres de bien, “los verdaderos patriotas”, los que anteponen el bien común a los intereses del momento, que son criminales cuando lo que está en juego es la salvación o la condenación de todo un pueblo.
Su pensamiento ético. (1826-1837)
Desde 1826, cuando ve la luz el último de los 7 números que se publicaron de El Habanero, hasta 1835, Varela, no pierde ocasión para aconsejar, guiar, inspirar iniciativas e incluso atemperar caracteres exaltados. El Padre, que se mantenía muy al tanto de las cosas cubanas, sabía que muchos de sus discípulos, aquellos jóvenes generosos y llenos de buenas intenciones, se habían convertido con el tiempo en los arribistas de siempre, en “conserva duros”, más que conservadores e incluso servidores y beneficiarios del despotismo y la opresión coloniales. O se cruzaban de brazos, resolviendo ocuparse sólo de sus intereses económicos. Sólo Saco, Luz y unos pocos más seguían fieles al legado del Padre.
Y es que Varela comprendía el peso que las circunstancias concretas de la Isla tenían en esa actitud (la persecución y el sistema de delaciones y vigilancia; la división, propiciada y cultivada desde el poder; el miedo a perder bienes de fortuna, libertad o la vida misma, el temor a la ingobernabilidad de la Isla por la presencia de tantos esclavos...etc.); sabía, y muy bien, que su nombre no resultaba desconocido para los jóvenes cubanos y para los que ya no eran tan jóvenes. Y, aunque desviados del buen camino, sus antiguos alumno seguían amándolo y admirándolo. Por eso se decide a iluminar esas conciencias, acechadas por tantos peligros y dificultades. Para eso escribe sus Cartas a Elpidio.
Luz, en la reseña que publicó del libro, va a dar justo en la diana, sobre la intención y propósitos del santo sacerdote:
“Este libro, que el autor tiene la modestia de dirigir a la juventud de su patria, va encaminado a cuantos blasonan de pensadores y patriotas... en él se hace sentir de extremo a extremo, la indispensable necesidad de los vínculos interiores para conseguir la felicidad eterna y aún la temporal; en él reluce la sublimidad del Evangelio, eclipsando con su divino resplandor a cuantos sistemas de moral inventó la humana sabiduría: en él se trata de formar hombres de conciencia en lugar de farsantes de sociedad, hombres que no sean soberbios con los débiles ni débiles con los poderosos... aquí se trata de hacernos a todos, gobernantes y gobernados, cristianos consecuentes y no cristianos contradictorios”.
El mismo Varela nos ofrece la mejor síntesis de su mensaje cuando le ruega a Elpidio que en su nombre haga saber a los jóvenes: “que ellos son la dulce esperanza de la patria, y que no hay patria sin virtud, ni virtud con impiedad”. Patria, virtud y piedad. He ahí la síntesis de su proyecto. Sin piedad no hay virtud, sin virtud no habrá patria. En los dos tomos publicados, (sobre la impiedad y la superstición) Varela nos hace descubrir cómo la verdadera religión, el cristianismo auténtico de los hombre limpios de corazón, es el mayor antídoto contra la tiranía y la opresión, la fuerza que permite buscar no el propio interés egoísta, sino el desinteresado bien de los demás.
Para una clase social afincada en la opresión de sus semejantes por la ominosa esclavitud negra, para aquellos jóvenes patricios, sus alumnos de San Carlos, la conquista de la libertad y la justicia tenía que nacer de una conciencia acrisolada por el amor, del sacrificio total de la fortuna y de la vida. De descubrir la silenciosa complicidad que suponía, con las visibles lacras de la colonia, la existencia de la injusta esclavitud. Eran ellos los llamados, por posición y fortuna, por educación y conciencia, por fe cristiana, a romper las cadenas que de manera tan terrible aherrojaba a unos a la esclavitud y a otros a la injusticia. Justicia y libertad iban de la mano. Pero para logra ambas era necesaria la dura verdad. Mirar a los ojos de la esfinge, a pesar del terrible fuego que brotaba de ellos.
José Antonio Saco: “un patriota leal y a toda prueba”
En su antológico libro Ese sol del mundo moral, Cintio Vitier nos ha dejado una semblanza certera y apretada de este extraordinario pensador y patriota, aun a pesar de las limitaciones de sus concepciones y la estrechez de sus miras:
“...Aunque pasó toda una larga y batallosa vida criticando al sistema colonial español, denunciando los vicios de la sociedad cubana, reclamando reformas y gobierno autonómico, combatiendo el tráfico negrero y oponiéndose a la corriente anexionista, Saco no logró modificar ni la realidad ni la imaginación de sus contemporáneos”.
¿Cuáles eran las características del pensamiento de Saco? Don Medardo Vitier lo califica así:
“...su mentalidad era de las más realistas que ha dado Cuba. No escribía ni clamaba, envuelto en aureola de novísima fe civil o poseído de profético aliento, sino armado de cifras, de datos, de pruebas, que hacían irrefragable su dialéctica”.
Tres temas lo resumen: la esclavitud, la anexión y la reforma política colonial. De una vasta cultura, Saco nos dejará sobre la primera su monumental Historia de la esclavitud, el más formidable y completo estudio sobre el tema hecho hasta ese momento, en el mundo. Sobre la anexión nos dejó sus folletos dirigidos al gran público, y sus cartas personales, en especial las intercambiadas con su gran amigo y contrincante político, Gaspar Betancourt Cisneros, “El Lugareño”. En cuanto a la reforma de la política colonial, nos dejó lo que Cintio Vitier ha nombrado como “pesados memoriales”: todo un caudal de información crítica sobre la Cuba colonial, su economía, cultura, estado social. Saco fue el primer “cubanólogo” de nuestra historia.
¿Cuál era la postura de Saco sobre los problemas cubanos? Representante por antonomasia del reformismo, Saco no aceptaba el estado de cosas generado por el dominio colonial. Pero, como nadie de su tiempo, comprendió la trampa en que estaba Cuba. Por una parte, la ominosa esclavitud, con la presencia de un ejército no asimilado, (y para él, no asimilable) de población “extraña”, sin derechos ni hábitos “civilizados”, y por su mismo estado de explotación indiscriminada, siempre dispuesta a rebelarse... ¡con la posibilidad de convertir a Cuba en un nuevo Haití! Por otro, la metrópoli ciega, incapaz de comprender las ansias de libertad política del cubano blanco, que Saco creía posible alcanzar dentro del esquema español, mediante la autonomía y el autogobierno. Por otra parte, Saco veía el peligro de la anexión a Estados Unidos, proyecto impulsado por no pocos cubanos de su tiempo, sus amigos de cuna y clase, que esperaban lograr así sus derechos civiles y políticos, aunque a costa de la nacionalidad. Esta amenaza la veía él como el mayor de los peligros.
Anexionistas y reformistas estaban en realidad atrapados en la misma trampa: su falta de fe en el pueblo, su incapacidad para descubrir que todos, negros, blancos y mulatos eran ya cubanos, a pesar del abismo entre la riqueza y la cultura de algunos y de la pobreza e incultura de las mayorías oprimidas. De ahí su horror a la independencia, que Saco creía imposible: “La revolución política va necesariamente acompañada de la revolución social y la revolución social es la ruina de la raza blanca”.
Don José de la Luz y Caballero: maestro de la Patria
Cuando Narciso López consultó con Don José de la Luz y Caballero sus propósitos insurreccionales, cuenta Manuel de la Cruz, que el general venezolano recibió de Don Pepe esta advertencia:
“Si Ud. se lanza recibirá un desengaño; el pueblo lo abandonará. Cuba no está preparada para gozar de la independencia: para que lo esté soy yo maestro de escuela”.
Estas palabras de Luz, más que ninguna otra, definen el talento y la grandeza de este egregio cubano. Maestro para la libertad, educador de niños, para hacer de ellos el futuro de la patria. Forjador de conciencias. Eso fue el maestro de El Salvador. Este hombre, de quien pudo decirse que “era el maestro que enseñaba todas las ciencias”, y “el cubano más culto de su siglo”, fue grande, no por la filosofía que sabía y enseñaba como ninguno de sus contemporáneos, sino por su fibra moral, por su calidad humana. Citamos de nuevo a Don Medardo Vitier:
“Pero más que por su saber y sus ideas propias en filosofía, influyó por sus cualidades personales, por su comprensión de todo, por su reacción piadosa ante las imperfecciones del medio, por su fibra evangélica, en suma. En los testimonios existentes se advierte que fue la vibración humana, la contextura moral, no la cultura enciclopédica, lo que dejó huella profunda en quienes se le acercaron y estuvieron en contacto con su persona”.
O estas palabras de uno de sus más preclaros discípulos y uno de sus mejores biógrafos, Manuel Sanguily:
“En presencia de la profunda y universal desmoralización de la Isla creyó encontrar un medio eficaz de combatir los males públicos, en la educación de la niñez y en la cultura del pueblo y así arrastrado por su natural vocación y su patriotismo inteligente y generoso, desde aquel momento se propuso, en unión de sus colegas de la Sociedad formada por un grupo de varones desinteresados, sacudir el marasmo de los espíritus y levantar el abatido nivel moral”
Por eso, su obra como maestro de escuela, primero en el colegio San Cristobal, de Carraguao y luego, desde 1848 hasta 1862, año de su muerte, en el colegio por él fundado, El Salvador, le va a permitir a Luz dar al pueblo de Cuba su más alta herencia espiritual: el legado de Varela y Caballero, el legado del Seminario de San Carlos y San Ambrosio. Nadie lo ha expresado en síntesis mejor que Cintio Vitier en este párrafo:
“Luz comprendió que todos los problemas de Cuba convergían en uno solo: la esclavitud; que éste era, esencialmente, un problema ético, un pecado colectivo, un cáncer social; y que para atacarlo de raíz sólo había, por el momento, una terapia efectiva: la educación moral de la clase privilegiada, a la que él mismo pertenecía. No se trataba ya, como en Caballero o Varela, de la cátedra filosófica y política, ni siquiera de los trabajos filantrópicos de la Sociedad Económica de Amigos del País... Se trataba, mucho más humilde y hondamente, de la enseñanza primaria y secundaria concebida, no como mera información, sino como “formación” humana de la minoría beneficiaria de la esclavitud, destinada a cobrar conciencia de su terrible responsabilidad individual y colectiva y a configurar de un modo u otro, contra la corriente podrida del sistema colonial, los destinos de la patria”.
José Martí: la militancia del amor
Si hemos de mirar a Martí como parte de un proceso que generó cultura, y fue deudor de un proceso educativo asumido por los mejores hombres de esta tierra, en ese verdadero semillero que fue el Seminario San Carlos en aquellos primeros años del siglo XIX, lo vamos a descubrir, desde la herencia que él mismo recibe a través de Mendive, como aquel que mejor comprendió el objetivo que perseguían los padres fundadores, y el que lo llevó a su más acrisolada plenitud. En Martí hay “recogimiento y recuperación” de todo lo anterior, y elevación de los planos y las perspectivas.
Como vimos, en San Carlos descubrieron los próceres aquel sentido último de la pedagogía que en la historia de la humanidad fue la conquista y el aporte de los griegos, como nos ha mostrado W. Jaeger en su Paideia: la formación del alma humana en el pleno desarrollo de la virtud, con el fin de crear un hombre que responda al modelo de una vida justa y libre, en posesión de sí mismo, para poder servir a su comunidad. Lo que supone el esfuerzo consciente del conocimiento y de la voluntad, en la asunción del legado espiritual, formado por los conocimientos y los valores que han inspirado e impulsan a la propia sociedad. Este proceso, en Grecia, coincidió y coadyuvó al surgimiento de la democracia y al establecimiento seminal de eso que hoy llamamos “los derechos humanos”.
“Frente a la exaltación oriental de los hombres-dioses, solitarios sobre toda la medida natural, en la cual se expresa una concepción metafísica totalmente extraña a nosotros, y la opresión de la masa de los hombres, sin la cual sería incomprensible la exaltación de los soberanos y su significación religiosa, aparece el comienzo de la historia griega como el principio de una nueva estimación del hombre que no se aleja mucho de la idea difundida por el cristianismo sobre el valor infinito del alma individual humana ni del ideal de la autonomía espiritual del individuo proclamado a partir del Renacimiento. ¿Y cómo hubiera sido posible la aspiración del individuo al más alto valor y su reconocimiento por los tiempos modernos sin el sentimiento griego de la dignidad humana?” (Paideia, pág. 8)
Martí asumió este sentido progresivo y formativo de la educación que ya los hombres de San Carlos habían descubierto como “punto de Arquímedes” para poder remover, más que mover, el universo injusto de la sociedad colonial en que vivían. Para esto era necesario “reconquistarse”, como dijo en su medular y programático artículo sobre el “Poema del Niágara” de Pérez Bonalde. Martí ve al hombre en el empeño mayor de “hallarse a sí mismo”: para esto tiene que deshacerse de los obstáculos que le levantan su propia naturaleza y las ideas convencionales con que lo han precedido con sus “lecciones, legados y ordenanzas”, que “so pretexto de completar el ser humano lo interrumpen”. Martí aspira a una vida verdadera, no embridada, libre de las convenciones creadas, que recargan “la inteligencia con un caudal pernicioso, ajeno, frío y falso”. “Ni la originalidad literaria cabe, ni la libertad política subsiste, –nos dirá–, mientras no se asegure la libertad espiritual. El primer trabajo del hombre es reconquistarse”. Para concluir con este formidable clamor:
“¡Asesino alevoso, ingrato a Dios y enemigo de los hombres, es el que so pretexto de dirigir a las generaciones nuevas, les enseña un cúmulo aislado y absoluto de doctrinas, y les predica al oído antes que la dulce plática del amor, el evangelio bárbaro del odio! ¡Reo es de traición a la naturaleza el que impide en una vía u otra, y en cualquier vía, el libre uso, la aplicación directa y el espontáneo empleo de las facultades magníficas del hombre”.
Este texto nos revela dos modos, bien determinados, de enseñanza: el “cúmulo aislado y absoluto de doctrinas” hace referencia a un tipo de enseñanza ideologizada, que pretende imponerse desde arriba, con la intención de dirigir a las nuevas generaciones. A ese tipo de “enseñanza” corresponde un discurso monológico, totalitario, impositivo. El monólogo de esta “Ciencia” (con mayúscula y con comillas) es impuesto desde el poder, sin posibilidad de alternativas, de discusión o disidencia. Pero además, éste adoctrinamiento lleva aparejada la enseñanza del odio, el excluyente y bárbaro evangelio de la negación del otro. Este modelo de “enseñanza” tiene su máximo exponente en el sistema totalitario, que mediante el control absoluto del poder económico, político y cultural impone su discurso holista y acalla a un tiempo, la diferencia y al diferente. A este, se le enfrenta otro tipo de enseñanza: aquella que respeta en el hombre su libertad, su naturaleza más profunda y esencial -el libre uso, la aplicación directa y el espontáneo empleo de las facultades magníficas del hombre-esto es: educación en libertad y para la libertad.
En Martí vamos a encontrar esa identificación con lo americano que lo emparenta con Varela, en un empeño de autoctonía que está íntimamente vinculado con el ansia libertaria que caracteriza, para ambos, el alma americana. Al tema de la educación se une el tema de la libertad, ese otro tema clave en el pensamiento cubano del XIX. “La libertad es el derecho que tiene todo hombre a ser honrado y a pensar y a hablar sin hipocresía”. La virtud, el decoro, la honradez, son la condición sin la cual no hay Patria. “Ni virtud con impiedad” como dijo Varela, o, dicho con palabras de Martí: “el mejor modo de servir a Dios es ser hombre libre y cuidar de que no se menoscabe la libertad”.
En su tesis doctoral, la profesora cubano americana Lucrecia Artalejo, ha definido la identidad nacional cubana a partir de dos imágenes, la máscara y el marañón, para referirse a dos rasgos que nos han caracterizado desde la época colonial: la influencia de las fuerzas externas y la inautenticidad. Quiero resaltar la coincidencia entre los planteamientos de la doctora Artalejo, fruto de su estudio de tres autores de nuestras letras y del análisis de nuestra historia, con estos dos temas tan reiterados entre los próceres del XIX: la autoctonía y la libertad. Ambas se constituyen en respuesta a estos rasgos negativos de nuestra identidad nacional.
Cuando Martí les define a los niños la libertad “como el derecho que todo hombre tiene a ser honrado y a pensar y a hablar sin hipocresía”, está respondiendo a un hecho social que, si lo analizamos más profundamente, es fruto del miedo provocado por la represión y la violencia institucionalizada por el poder. Pero es precisamente esta situación la que va a provocar una respuesta ética en Caballero, en Varela, en Luz, en Martí. El proyecto ético, nervio y columna vertebral en el pensamiento cubano del XIX, nace como respuesta a una situación dada, que desgraciadamente al prolongarse en la época republicana, y en la revolucionaria de nuestra historia más reciente, ha convertido a estos dos rasgos negativos en un reto permanente para nuestra identidad.
Y es que la ausencia de libertad no sólo destruye toda fibra ética en el hombre, al hacerlo conformadizo con la injusticia y flojo ante la maldad. Luz lo había comprendido al decir: “antes quisiera, no digo yo que se desplomaran las instituciones de los hombres –reyes y emperadores- los astros mismos del firmamento, que ver caer del pecho humano el sentimiento de la justicia, ese sol del mundo moral”. Pero nada genera más sentimiento negativo, resentimiento, y con él la ira, el odio, la violencia y toda forma de maldad, que la opresión. Por eso, la conquista de la libertad requería la victoria sobre el mal, el perdón y la predicación apostólica de aquellos que habían hecho de la virtud y la verdad el centro de sus vidas. Martí dirá: “otros amen la ira y la tiranía. El cubano es capaz del amor, que hace perdurable la libertad”. Y Martí, como intuyó Don Medardo Vitier, hizo del amor la piedra miliar de su conducta y de su pedagogía:
Todo el secreto de Martí en lo que concierne a sus relaciones con los hombres, consistió en descubrirle a cada uno su mejor naturaleza. ¿Lo insultaban? No reaccionaba con la violencia... En su concepto de la educación eso es lo que enseña... El martiano por excelencia será siempre quien posea esa capacidad simpatizante para reaccionar como hermano ante aquel que nos trate como enemigo. No vale fatigarse buscándole a Martí otros resortes síquicos. Por ahí domina y seduce. Por ese camino desconcertó a muchos, y lo que es más, por ese medio, tan profundamente cristiano, sintió crecer su pureza y su fe en el sentido ético de la existencia. Sostengo por lo tanto, que sus ideas educacionales se derivan de una filosofía vital”
Martí, que ejerció el magisterio de manera intermitente a lo largo de su vida, lo mismo en México, Centroamérica, Venezuela y Estados Unidos, fue, como lo percibió Rubén Darío, un auténtico “Maestro”. Su Magisterio, con mayúsculas, lo acerca a Luz, con quien tanto se identificó y a quien tanto admiró, como lo ponen en evidencia las hermosas semblanzas que le dedicó. Maestro en el sentido que el mismo Luz había indicado cuando dijo que “enseñar puede cualquiera, educar sólo quien sea un evangelio vivo”. ¿Cuál es la esencia de ese magisterio martiano, “su concepto de educación” al que se refería Don Medardo? Quizá quien lo ha entrevisto más claramente es el biógrafo argentino de Martí, Ezequiel Martínez Estrada cuando señala que en Martí:
“Lo épico se convierte en heroico, y a la concepción de la salvación de la patria por las armas la remplaza la concepción de la sociedad cubana redimida por el sacrificio y la abnegación... El patriotismo de Martí, desde este momento, no el de los militares y de los que combaten con armas de odio, sino el de los inermes e indefensos. El presidio Político en Cuba anticipa el credo de Gandhi del poder inmenso del amor. Es posible que la visión del poder de la no resistencia al mal de Gandhi, apareciera por vez primera en la mente de Martí configurada como una doctrina de acción. Su ímpetu guerrero se ha convertido en una estrategia laboriosa, lenta y razonada de amor, en un ajedrez más que un combate”. (Martí revolucionario, 88-89)
Como ya lo había señalado Gabriela Mistral, Martí se convierte en el precursor de Gandhi, en el iniciador de la no-violencia, aunque no lleve hasta las últimas consecuencias la doctrina, puesto que él, como nadie, preparó e hizo posible la “Guerra del 95”, aquella guerra que el llamara “necesaria”, y de la que escribió en el Manifiesto de Montecristi:
“Ni del desorden, ajeno a la moderación probada del espíritu de Cuba, será cuna la guerra; ni de la tiranía. –Los que la fomentaron, y pueden aún llevar su voz, declaran en nombre de ella, ante la patria, su limpieza de todo odio, su indulgencia fraternal para con los cubanos tímidos equivocados, su radical respeto al decoro del hombre, nervio del combate y cimiento de la república”.
En Martí se unen la fiereza y la ternura como en muy pocos hombres de la historia. Pero hay que distinguirlas bien si queremos entender la enseñanza que de este maestro se desprende, más que por el prurito de enseñar, por la irradiación, como del sol sale la luz. Y es que Martí, el más realista al tiempo que el más idealista de nuestros patriotas, veía con horror, porque se lo tenía bien conocido, el vínculo que une al hombre con el bien y con el mal, y las funestas consecuencias de la obra que no nacía de corazón claro y limpio. Quizá en ningún momento deja más claro su pundonor, su delicadeza que en el incidente que en octubre del 84 lo va a enfrentar a Maceo y Gómez, reflejado en las cartas que con fecha 20 de ese mismo año y mes le escribe a Gómez, y en la otra, que hay que leer en paralelo, que le escribe a su amigo mexicano Manuel Mercado, del 13 de septiembre de 1885.
En esas cartas Martí deja constancia clara de lo que a él le pareció afán desmedido de poder por parte de Gómez y Maceo, lo que le hará preguntarse: “¿Ni a qué echar abajo la tiranía ajena, para poner en su lugar la propia?” Y más adelante exclama: “¡A mí mismo, el único que los acompañaba con ardor y los protegía con el respeto que inspiro, llegaron, apenas se creyeron seguros de mí, a tratarme con desdeñosa insolencia!”. El peligro era grande y los riesgos mayores. El apoyo de Martí (como le dijo a Gómez: “valga mi apoyo lo que valga”) les fue retirado. En la carta a Mercado dirá, lo que antes había dicho a Gómez, aun con todas las posibilidades de éxito de la campaña, y con todo lo que le interesaba ver a Cuba libre de España, en esas condiciones, él no podía participar: “No podía bastar en mí, que nada sé hacer contra mi concepto de lo justo, para entrar en una campaña incompleta, y funesta si no cambia de espíritu”.
Para Martí no bastaba la independencia nacional. Era necesaria la democracia política, la libertad, que él vinculaba a la cultura, al cultivo espiritual de la persona, a la “libertad espiritual”: por eso su conocido pensamiento, “ser cultos para ser libres”, hace valedero y verdadero que hay que “ser libres para ser cultos”. Verdad y libertad van vinculadas al más exigente compromiso ético de la persona: “nada sé hacer contra mi concepto de lo justo”, esto es, “el derecho que tiene todo hombre a ser honrado, a pensar y hablar sin hipocresía”, en lo que consiste la verdadera libertad. Así lo comprendió Don Ezequiel Martínez Estrada, a quien cito.
Con el conocimiento cabal de las causas reales de los pueblos colonizados a mansalva, de su pobreza e ignorancia, que son una sola calamidad endémica, tuvo la noción exacta de que los estigmas que la opresión dejaba en las almas eran tan indelebles, si no más, que los del cepo y la marca a fuego en la carne de los esclavos. El deber esencial para Martí es el de la libertad... su temor, su constante preocupación, ha sido que la libertad no condujera a la injusticia y a la indignidad, sobre todo en su aspecto más común, el abuso de poder... El verdadero mensaje de Martí es su enseñanza, con la práctica y el ejemplo, de cómo ser libres con dignidad en la obediencia y el acatamiento de las leyes justas.
Despotismo y arbitrariedad, caudillismo y opresión. He ahí el enemigo ¿Cuál fue la respuesta adecuada a este peligro? De manera especial en Varela y en Martí, lo que pudiéramos llamar su apostolado amoroso y unitivo. El empeño de Varela por convencer a sus contemporáneos a tomar parte activa en los destinos del país (¡Ah, el bien común!) aquel amor que le daba, como decía Luz, “tanta valentía y tanta modestia en reprender, tanto calor y tan sostenida unción en persuadir”, suponía, más que una estrategia, una convicción, una dimensión esencial del pensamiento ético cubano: el diálogo, la aceptación del otro como distinto y diferente. El camino para lograrlo era la educación, no como imposición de doctrinas recalentadas o prejuicios ancestralmente heredados, sino como asunción de sí mismo, de su tiempo, para servir a los demás. “Educar es depositar en cada hombre toda la obra humana que le ha precedido... es hacer de cada hombre resumen del mundo viviente; es preparar al hombre para la vida”, que diría Martí. Vida en comunión con los demás. Lo que suponía la profunda interrelación del pensamiento, la ética, la política y la pedagogía.
En mi tesis de grado para la Licenciatura en Filosofía he tratado de descubrir lo que a mi entender es la propuesta esencial de la cultura cubana: la integración de los diversos, el diálogo inter-cultural, el sincretismo social. Pero para que pueda existir un auténtico diálogo, como ha resaltado el filósofo alemán Jurgen Habermas, es esencial la sinceridad: “pensar y hablar sin hipocresía”. Lo que un político utilizó en su tiempo como slogan electorero, (“la cubanidad es amor”) se convierte para mí en una revelación de las esencias, una epifanía de lo que estamos llamados a conseguir como pueblo, la vocación raigal del pueblo cubano. Ese futuro como tarea ética, al que me referí al comenzar estas reflexiones. Ese futuro pasa por el amor, que es aceptación del otro en tanto que distinto, (como en la parábola del “buen samaritano”) y que es entrega y servicio al más necesitado (...el esclavo, el pobre...).
Todo diálogo verdadero, como han señalado Apel y Habermas supone, postula (y a la larga, establece) la igualdad entre los participantes, la ausencia de temor o coacción, esto es la libertad, una voluntad de sinceridad y la búsqueda cooperativa de la verdad. Autoctonía, libertad y diálogo vienen a ser, como ha señalado Paulo Freire, los pilares de toda pedagogía liberadora. La contrapartida de “nadie libera a nadie, nadie se libera solo-los hombres se liberan en comunión”, viene a ser, “nadie educa a nadie, -nadie se educa a sí mismo- los hombres se educan entre sí mediatizados por el mundo” y conlleva al conocimiento por parte del hombre de la propia inconclusión y por lo tanto a un permanente movimiento tras la búsqueda del ser más. Como ha dicho Paulo Freire:
“Decir la palabra, referida al mundo que se ha de transformar, implica un encuentro de los hombres para esa transformación. El diálogo es el encuentro de los hombres, mediatizados por el mundo, para pronunciarlo no agotándose, por lo tanto, en la mera relación yo-tu”... “Es así que no hay diálogo, si no hay un profundo amor al mundo y a los hombres. No es posible la pronunciación del mundo, que es un acto de creación y recreación, si no existe amor que lo infunda. Siendo el amor fundamento del diálogo, es también diálogo. De ahí que sea tarea de sujetos y que no pueda verificarse en la relación de dominación”.
Detrás del pensamiento surgido en San Carlos y asumido y plenificado por Martí, encontramos un pensamiento ecuménico e integrador, profundamente amoroso, que esconde un proyecto de hombre, una ética (entendida como “el conjunto de principios y de reglas morales según las cuales se seleccionan las prácticas dignas de aprobación o rechazo” de un pueblo). En su hermoso trabajo “José Martí”, publicado por la Revista Cubana en 1949, dirá Jorge Mañach, refiriéndose al pensamiento del apóstol:
“La realidad tiene, así, un sentido y un destino moral. En definitiva, son las fuerzas morales las que gobiernan al mundo. La calidad de cada civilización se mide por el grado de esa presencia espiritual, por el estilo de hombre y de mujer que produce. La tarea esencial es, por tanto, mejorar este estilo humano: educar para el ejercicio de la plena dignidad espiritual”.
Encontramos en Martí otra de las constantes de los pensadores del XIX, la vertiente pedagógica de este pensamiento,(¡piénsese en Luz o en su tío, el P. Caballero!), que nos emparenta con la más rancia tradición filosófica griega: el concepto de La Paideia, piedra miliar de la cultura griega según W. Jaeger. Pero, como ha señalado el mismo Mañach:
“No menos que el ideario pedagógico, nace de esos postulados el ideario político de Martí. Tiene su pensamiento en ese aspecto dos direcciones fundamentales: una dirección ética y práctica, cuyo eje fue el desinterés, el espíritu de sacrificio, y otra doctrinal y política que arranca del sentido de la dignidad individual y tiene como fin la libertad... Pero ya se advertirá que esas dos direcciones coinciden en una sola. Para Martí, lo ético es la esencia de lo político, y viceversa. Porque el hombre es un ser de razón, sólo cobra su plena dignidad cuando puede elegir libremente su destino y asumir la responsabilidad de él. Para ello ha de dejar a un lado todo celo exclusivo de sí propio, a todo interés egoísta y menguado. La dignidad de uno va condicionada por la dignidad de todos. Por eso los pueblos, como los hombres, han de aspirar también a ser los dueños de su propio destino, ya que no se es hombre sino en pueblo libre”.
Martí ha integrado, en síntesis creadora, la dimensión individual y la social, sin negar ninguno de los dos polos. No se puede proclamar “país libre”, sin libertad de la persona. No se puede pretender llegar a ser persona libre sin patria libre. Aunque, puestos a escoger alternativas, Martí parecería inclinarse por la segunda: “Con patria, pero sin amo”... “Yo sé de un pesar profundo/ entre las penas sin nombre:/ la esclavitud de los hombres/ es la gran pena del mundo”.
En Martí, esta integración de lo personal y lo social, va acompañada de la integración de las dos dimensiones que caracterizan y definen al hombre: la razón y el corazón. Por la primera el hombre conoce el orden del mundo, y llega al control de sí mismo (“el genio de la moderación”) y logra ser justo. El segundo es, como ha señalado Cintio Vitier, “el amor comunicante, fraterno, unitivo, universal: el que nos lleva a identificarnos “con los pobres de la tierra” y a sentir en la propia mejilla el golpe que reciba “cualquier mejilla de hombre”, porque, hasta ese punto llega el ser moral en que el “hombre verdadero” consiste , “ver en calma un crimen es cometerlo”...”.
Por la integración de la razón y el corazón, alcanza el hombre la plenitud de sí mismo. Pero esto sólo es posible por la entrega de sí, por el sacrificio propio. Ningún patriota cubano ha estado más consciente de esto que José Martí. En el trabajo que presenté en la Catedral de Pinar del Río, con motivo del Centenario de la muerte del Apóstol, insistí de modo particular en este punto. Por el sacrificio desinteresado y “útil” de sí mismo, por la entrega generosa y fecunda, el hombre redime y se redime. Para salir de la situación absurda e inhumana generada por la Colonia, hacía falta la entrega de la vida en aras del amor: “...el que se da a los hombres es devorado por ellos, y él se dio entero. Pero es ley maravillosa de la naturaleza que sólo esté completo el que se da; y no se empieza a poseer la vida hasta que no vaciamos sin reparo y sin tasa, en bien de los demás, la nuestra”, como expresó Martí en su semblanza póstuma de Cecilio Acosta,
Conclusión
Al principio de estas reflexiones me referí al tema del futuro. La extensión misma del tema, y el temor de agotarlos con una charla excesiva, me impide ahora abundar en esta cuestión. Solo voy a señalar algunos puntos que considero de vital importancia.
1. Nadie pondrá en duda que lo que somos y estamos llamados a ser los cubanos está como esbozado y seminalmente presente en los grandes pensadores y maestros del XIX. Si Cuba desea ser fiel a sí misma en el futuro no pude olvidar ni desechar estas raíces, cuyo fruto máximo es el pensamiento y la acción de José Martí, su magisterio ético, espiritual y político.
2. La profunda unidad de propósito, el vínculo profundo de la perspectiva común, el profundo sentimiento de amistad y de amor que unió a estos pensadores y maestros, la comunión del cariño que los caracterizó, ha quedado para nosotros como paradigma a tomar en cuenta para el futuro. El respeto que Martí sintió por sus predecesores, su empeño en recoger su herencia y asumirla, forma parte de nuestra identidad como pueblo, de esa cubanidad que es amor. Tenemos que aprender de nuestros mayores. De la devoción con que asumamos lo positivo de nuestro pasado, aprenderemos para poder afrontar las responsabilidades de nuestro porvenir.
3. La autoctonía del pensamiento, raíz profunda de la independencia política y expresión real de la libertad espiritual, se convierte en estos pensadores nuestros, en parte de un proceso y de un proyecto: “Ni la originalidad literaria cabe, ni la libertad política subsiste mientras no se asegure la libertad espiritual. El primer trabajo del hombre es reconquistarse. Urge devolver a los hombres a sí mismos...” que dijera Martí. Ese proceso y proyecto, esencialmente éticos, incluyen y precisan de la libertad personal y social, del compromiso ético del hombre y de su inserción en el proyecto colectivo de una patria justa y feliz. La única manera de trasmitir este legado es mediante una pedagogía liberadora que se asiente en el compromiso ético y político con el Bien Común.
4. La dimensión latinoamericanista y libertaria define al pensamiento cubano, desde Varela a Martí, y lo sitúa en la línea, y como predecesor, de la moderna filosofía y teología de la liberación. Pero esta libertad, que no se agota en el individuo, incluye, y se asienta, en la libertad de la persona. La raíz última de esta libertad hay que buscarla en la capacidad de entrega y donación de sí mismo en favor de los demás. Es este descubrir “la patria como ara y no como pedestal” la base del pensamiento y de la acción de los fundadores de la nación, tanto de los pensadores como de los héroes, que a través de la lucha armada, cuando no quedó otro camino, se “lanzaron a hacer la patria”. “Las redenciones han sido teóricas y formales: es necesario que sean efectivas y esenciales”, al decir martiano. Esta realidad nos remite a una verdadera “pedagogía para la libertad”, que supone la búsqueda cooperativa de la verdad, el reconocimiento del otro como diferente y la aceptación del diálogo como único camino que nos lleva a la libertad.
5. La redención efectiva y esencial nada tiene que ver con la imposición totalitaria que quita la libertad y hunde en la violencia represiva. El pensamiento cubano, en lo mejor de sí, es un pensamiento abierto al intercambio, que no descarta al diferente, sino que lo integra por el amor y el diálogo. Caballero, evidentemente crítico de la esclavitud, pero llamando a los esclavistas: “nobilísimos cosecheros de azúcar, señores amos de ingenios, mis predilectos paisanos”; Varela, que no rompe con sus antiguos discípulos, devenidos en autonomistas y en anexionistas; Saco, que mantiene la amistad con el Lugareño y el diálogo epistolar continuo; Luz, que entra en la polémica para defender la verdad e iluminar a los confundidos sin faltarles el respeto; Martí, que en Costa Rica propicia y logra el abrazo entre Maceo y Zambrano, y que proclama sin ambajes: “miente como un zascandil\ el que diga que me oyó,\por no pensar como yo\ llamar a un cubano, vil”. Todos ellos, ¿qué son sino el ejemplo de lo que estamos llamados a ser?
6. Por eso pienso que culpar a los pensadores del XIX del totalitarismo que padecemos hoy en la cultura y en la sociedad, es, no sólo flagrante acronía, sino injusticia manifiesta. Y no niego el derecho de hacer relecturas críticas de la historia y de los proyectos que han dado nacimiento a la nacionalidad (como el trabajo de Rafael Rojas “La relectura de la nación”, aparecido en el primer número de la revista Encuentro de la Cultura Cubana). Aceptando la posibilidad de una descendencia espúrea del proyecto nacional vareliano y martiano, y aun el peligro de una lectura lineal y acrítica, justificadora en el fondo de todos los errores y los horrores a que la facticidad nos tiene acostumbrados, no podemos olvidar ni obviar todo el caudal crítico que la obra misma de los fundadores encierra, tanto respecto de un individualismo reduccionista y esterilizante como de un colectivismo paralizante y destructivo. La eticidad, que surgió como respuesta de aquellos bravos e iluminados corazones sigue siendo un paradigma legítimo, frente a los peligros de un postmodernismo descomprometido y amoral, que tampoco es solución para los problemas que padecemos como personas y como pueblo. Con todo, hay que aceptar como saludable toda advertencia frente al peligro de convertir en posibles Molochs sangrientos y saturninos, lo mismo “a la Patria, que a la revolución, o al socialismo”, para decirlo con el slogan de moda. Patria, sí, pero si lo es en libertad y para que yo, como ella, sea también libre. Lo otro sería mentira y manipulación de la verdad. “Y a semejante empresa jamás daré yo mi apoyo- valga mi apoyo lo que valga” como dijo Martí.