Revista Vitral No. 61 * año XI * mayo-junio de 2004


ECLESIALES

 

P. DAMIAN DE VEUSTER:
UN ÁNGEL EN EL INFIERNO
DE MOLOKAY


P. JOAQUÍN GAIGA

Padre. José Damián de Veuster(1840-1889),

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Era el 4 de mayo de 1873 y Mons. Maigret, vica-rio apostólico de las ocho islas de Hawai aca-baba de inaugurar una nueva iglesia construida en Maui, una de estas islas. Cuando se sentó a la mesa con los siete misioneros de la congregación de los Sagrados Corazones de Jesús y de María sintió satisfacción al ver reunidos a todos sus sacerdotes después de largo tiempo de aislamiento.
Pero tenía algo muy serio que comunicarles y, no sin cierta angustia y trepidación por la posible respuesta, buscaba el momento y las palabras más oportunas para abrirse a ellos. Finalmente les preguntó: “¿Quién de ustedes se ofrece para ir y quedarse en Molokay al servicio de los leprosos?”
Aunque sabía de su abnegación, se quedó positivamente sorprendido de que los cuatro más jóvenes misioneros se declaraban disponibles
La suerte de ser el primero y después, por un conjunto de circunstancias, el único y permanente hasta la muerte, le tocó al P. Damián, que tenía entonces apenas 33 años. Jóvenes de más de una generación han conocido a través de la película Molokay o la lectura de algún libro la conmovedora historia de este misionero sintiéndose más empujados a donarse a Dios y a su prójimo. Pero quizás para muchos otros él sea un desconocido y les sirva un informe más ordenado y documentado, aunque breve, de su vida.
Damián era su nombre religioso. Nacido en la Bélgica flamenca, en el pueblo de Tremelo, en la provincia de Lovaina el 3 de enero de 1840, había sido bautizado el mismo día con el nombre de José de Veuster (Jef). Era el último de los 7 hijos de Frans de Veuster y Ana Catalina.
Su padre poseía una pequeña granja de 4 hectáreas donde producía y comerciaba granos, permitiendo a la familia vivir con relativa holgura. Una familia impregnada de fe y valores cristianos en la cual los momentos principales de la jornada eran marcados por la oración y el domingo iban a la iglesia dos veces: en la mañana para la Misa y en la tarde a Vísperas.
Dicen que la vocación de un hijo nace primero en el corazón de la madre. En tal sentido el corazón de mamá Ana Catalina fue muy fecundo porque fueron 4 las vocaciones religiosas que brotaron en sus 7 hijos. Además de José, su hermano Augusto y sus hermanas Eugenia y Paulina habían tomado este camino antes.
Pronto el pequeño Jef se manifestó niño de corazón sensible y generoso. Frecuentó la escuela primaria de Westeher, al terminarla se dedicó al trabajo agrícola en la granja paterna creciendo robusto, activo y emprendedor hasta el punto que su padre pensaba en él como su relevo y, para que se preparara a conducir con más profesionalidad la granja, le alentó a frecuentar la escuela media de Braine le Conte y allí se consagró con todas sus energías al estudio.
Pero al mismo tiempo daba siempre más claros signos de que el señor lo llamaba a seguir las huellas de su hermano Augusto quien el día de su profesión religiosa en la Congregación de los Sagrados Corazones, había asumido el nuevo nombre de Pánfilo. Esta Congregación había sido fundada por el P. Coudrín en 1800 en París, en la Francia post-revolucionaria.
Precisamente en la Navidad de 1858 Jef entraba en el colegio que esta Congregación tenía en Lovaina ya desde 1840. Por su atraso en el estudio con respecto a sus coetáneos, sus superiores querían destinarlo a ser simple hermano coadjutor, pero intervino su hermano Pánfilo para alentarlos a tener confianza en la perspicacia, inteligencia y aguda memoria de Jef, además en la solidez de su vida interior y su carácter muy amable y sociable. Así que fue incluido entre los jóvenes que habían emprendido los estudios y la preparación al sacerdocio.
Emitía sus votos de pobreza, castidad y obediencia el 7 de octubre de 1860 postrado bajo un paño mortuorio, detalle que a menudo le recordará el programa de su vida religiosa: morir por Cristo a fin de resucitar a nueva vida, ser trigo echado aparentemente a podrir en la tierra pero para hacer brotar nuevas espigas.
Ya en 1825 la Santa Sede había confiado a la Congregación de los Sagrados Corazones la tarea de la Evangelización de las Islas Hawai y en 1840 tuvo lugar el envío de los primeros misioneros precedidos, y en cierta manera obstaculizados, por los protestantes.
Ya estaba a punto la lista del segundo envío por el año 1863 que incluía también al hermano de Damián, el P. Pánfilo, pero se enfermó de tifus y se quedó en recuperación para la fecha de la partida. Damián se ofreció a partir en su lugar y los superiores lo aceptaron.
Tenía apenas 23 años, sin haber terminado los estudios y no había recibido la consagración sacerdotal. Sus padres y sus hermanos lo saludaron con el presentimiento que jamás volverían a verlo. Él mismo escribirá: “El día de nuestra separación en esta tierra fue bien penoso para mí, jamás olvidaré lo que pasó en mi corazón...”
Se embarcaba en el puerto de Brema el 30 de octubre de 1863 junto al P. Crétien W., otros 3 hermanos estudiantes, dos hermanos coadjutores y diez hermanas religiosas. El navío R.W. Wod zarpaba hacia las Hawai el 9 de noviembre, por ser a vela y los vientos sólo en aquella fecha se mostraron más favorables.
Para llegar al archipiélago de las Hawai, descubierto en 1778 por el capitán Cook, distante 4.000 kilómetros de la costa oeste de Estados Unidos, de una parte, y mucho más de Japón y China de la otra, había que atravesar el Atlántico desde el noroeste y alcanzar el Pacífico costeando el extremo sur de América.
Al fin, después de 140 días de navegación, el R.W. Wod entraba en la rada de Honolulu el 19 de marzo de 1864. Honolulu ya a comienzos del siglo XIX se había convertido en capital y escala importante en medio del Pacífico para el comercio entre China y América. En 1898 las Hawai fueron anexadas a Estados Unidos.
A su llegada Damián se quedó encantado por el sol de los trópicos, los exuberantes paisajes y el clima de “eterna primavera”. Les acogió Mons. Maigret, un francés de Poitiers, quien ordenó sacerdotes a Damián y los demás religiosos estudiantes en mayo de aquel mismo año, después de una última y acelerada preparación.
El primer encargo pastoral del P. Damián fue en el distrito de Puna, en la propia Hawai. El año siguiente asumió la responsabilidad de un distrito más grande: el de Kohala, donde desarrolló una intensa actividad pastoral a lo largo de 9 años dirigiendo y animando, entre otros, la construcción de 9 iglesias.
En enero de 1869, en una carta que escribía a sus padres, aludía a la enfermedad de la lepra que azotaba a la población de aquellas islas, alimentada por la pobreza, la suciedad y los tabúes. Ya en 1850 el gobierno hawaiano había creado un Comité de Higiene que logró pocos resultados positivos, así que en 1865 el rey Kamehameha II tomaba drásticas decisiones: aislar a los enfermos de lepra de las demás 7 islas en la pequeña isla de Molokai que se encontraba más o menos en el centro del Archipiélago. Molokai está formada por un gigantesco derrumbamiento de picos atormentados y áridos acantilados, la misma palabra Molokai en hawaiano significa “la tierra de los precipicios”.
Se organizó en las 7 islas una verdadera caza al leproso y el 6 de enero de 1866 desembarcaba en Kalaupapa, pequeño puerto de la isla, el primer contingente de leprosos. En 1873 ya habían sido segregados en Molokai 797.
El drama de aquellos miserables, entregados a la soledad y desesperación, atormentaba la conciencia de los católicos y del obispo Maigret en particular. En su socorro había enviado de cuando en cuando, por algunos días, a un padre de la vecina isla de Maui. Pero auspiciaba una presencia más permanente junto a órganos de prensa como la Gazette d‘Hawai: “Lo que los leprosos necesitan ahora es un fiel ministro del Evangelio y un médico que quieran sacrificarse por el bien de esta desgraciada comunidad”.
Este anhelo se cumplía, como recordábamos al inicio, gracias al sí del P. Damián y sus compañeros, pronunciado a su obispo aquel 4 de mayo de 1873. Con lágrimas en los ojos el P. Damián se despedía de su querida cristiandad de Kohala pocos días después, el 10 de mayo, y acompañado por el obispo, a bordo del vapor Klauea, navegaba rumbo a Molokai. A bordo iban también 50 leprosos, fruto de la última cacería de enfermos, que hacía superior a los 800 el número de los segregados en la isla maldita.
El diario Advertiser daba noticia del acontecimiento. Mons. Maigret se quedó dos días en Molokai. Después el P. Damián se encontró solo entre aquellos miserables sin otro equipaje que su breviario y su rosario y sin otro alojamiento que un refugio de follaje en el cementerio junto a la iglesia de Santa Filomena.
En un primer tiempo el obispo se ilusionó que el P. Damián pudiera ser reemplazado por otros y que le fuera permitido cada cierto tiempo salir para atender sobre todo a sus necesidades espirituales, como por ejemplo la Confesión. Pero una sucesiva disposición de ley prohibió severamente la salida de cualquier segregado de la isla de Molokai. Sólo de vez en vez otro padre podía acercarse al puerto de Kalaupapa y recibir la Confesión del P. Damián en voz alta desde su barca y darle la absolución desde la borda del vapor.
Enseguida el P. Damián emprendió su incansable tarea de visitar enfermos, vendar llagas, consolar, hacerse instrumento de la compasión de Jesús hacia los más semejantes al Siervo, figura de Cristo: “Leproso ante el cual se oculta el rostro”. (Is. 53)
Los primeros contactos no fueron fáciles. El domingo la iglesita de Santa Filomena se llenaba hasta el tope pero a veces el hedor de las llagas le llevaba al punto de dejar el altar para salir a respirar un poco de aire puro. Además el decaimiento físico lleva a veces al saneamiento moral pero a veces a una peor depravación de las costumbres y, era lo que pasaba en muchos casos en Molokai.
Poco a poco el P. Damián se fue acostumbrando y ganando confianza: “Estos pobres desdichados y proscritos de la sociedad ofrecen un aspecto horrible, pero tienen un alma rescatada al precio de la sangre de nuestro Salvador”. Y para ellos el P. Damián, además de sacerdote, se improvisó también como enfermero y mucho más.
Gracias al empuje de generosidad suscitado por su llegada a Molokai, la cabaña parroquial que finalmente se había construido, se había transformado en farmacia. El gobierno enviaba periódicamente ayudas alimentarias, medicinas, ropa y el P. Damián cuidaba que la distribución se efectuara de la forma más justa posible. Animaba a los leprosos a mejorar sus condiciones de vida, sus casitas. No sólo les acompañaba espiritualmente hacia una buena muerte, porque no había entonces remedios eficaces contra la lepra, sino que trabajaba para asegurar dignas exequias a los más desheredados, llegando algunas veces a construir él mismo el ataúd y excavar la fosa. Animaba la realización de un acueducto para el abastecimiento de agua potable y de un camino que permitiera la comunicación entre las aldeas de Kalaupapa y Kalawoo. Solicitaba y obtenía el envío de ropa más adecuada para los períodos de viento y de lluvia. Alentaba a los leprosos que todavía podían trabajar en el cultivo de la tierra, a abastecer mejor de alimentos la leprosería. Pero a cuantos les admiraban por este fervor de obras y querían apoyarlo sobre todo en eso les recordaba: “Únicamente Dios y la salvación de las almas son lo que me retiene aquí”.
En 1879 creaba dos orfelinatos para acoger en él, uno a jóvenes leprosas y en el otro a chicos leprosos huérfanos. De Europa solicitaba y obtenía el envío de instrumentos musicales. Otros los fabricaba con sus propias manos formando así una banda que alegraba y solemnizaba, según los casos, los grandes momentos de la vida de la leprosería.
La felicidad propia de los que se entregan es contagiosa y le conquistó siempre más el corazón de los leprosos, al punto que cuando la dura ley de la segregación se hizo más flexible hasta no prohibirle la salida de Molokai, ellos le dieron a entender que nadie podía reemplazarlo, que no podían quedarse sin él.
Así su presencia permanente, afectuosa, su sonrisa, su dinamismo consiguió siempre reavivar la llama de la esperanza y del amor en una comunidad antes entregada al ocio, al vicio y al dolor de la más repugnante de las enfermedades.
Al aflojarse la ley se permitió a cada rato la visita de algún extranjero que quería ver con sus propios ojos al valiente misionero, cuya fama, no sin preocuparlo por la humildad y sencillez que deseaba caracterizaran su testimonio, había pasado las lejanías de las pequeñas islas perdidas en el vasto océano.
De varias naciones y de varias Iglesias empezaron a afluir ayudas al P. Damián y a sus leprosos. Hasta un pastor protestante de la iglesia anglicana en Londres se transformó en uno de sus mayores admiradores y defensores y a sus colegas que le criticaban, les replicaba. “Sólo un sacerdote católico ha penetrado en este infierno de los leprosos”. Lacónica pero eficaz también la invitación de un periodista protestante de Berlín: “Viajeros de todas las naciones que pasen ante el peñón de Molokai ¡Saluden!”.
En 1881 llegó a Molokai el pintor inglés Eward Clifford que permaneció allí 15 días y nos dejó el retrato más famoso del P. Damián ya devorado por la lepra que le llevaría a la muerte el año siguiente. Pues, a pesar de todas las precauciones que tomaba y no renunciando sin embargo a estar cerca y compartir lo más posible con sus leprosos, ya a comienzos de 1885 había empezado a sospechar la presencia en sí mismo de los síntomas del terrible morbo. Diagnosticado por el doctor Arning de Honolulu lo había encontrado positivo.
Enseguida escribió a su hermano el P. Pánfilo y a su superior general: “No hay duda respecto a mí, estoy leproso ¡Qué el Señor sea bendito!” Hacía años le dolía el pie izquierdo pero ahora caminaba arrastrando la pierna entre dolores muy agudos. Se le caían los párpados y unas llagas iban progresivamente deteriorando su rostro y sus manos. Sin embargo en 1886 escribía. “Dios sabe que esta enfermedad es mejor para mi satisfacción”.
En una situación física que se iba deteriorando de día en día, la soledad le pesaba aún más, a la cual se añadían algunas tensiones con sus superiores. Pero, como antes, la presencia de la Eucaristía no le hacía sentir solo y asustado. Dedica a la adoración del Santísimo sobre todo la madrugada, despertándose muy temprano. Allí delante del Tabernáculo se ofrece al Padre, allí recibe fuerza para encontrarse después con los cadáveres vivientes, con el Cristo cubierto de úlceras dolorosas a quien él mismo se va siempre conformando. “Sin el Santísimo sacramento una posición como la mía sería insostenible. Pero teniendo a nuestro Señor a mi lado, estoy siempre contento y trabajo con celo por el bien de mis pobres leprosos”.
“Soy el misionero más feliz del mundo” –declaraba después que al período de melancolía, debido a las tensiones con algún cohermano, sucedía un tiempo de serenidad que, desde la ruina física en que se encontraba, podía explicarse sólo a la luz de las palabras del apóstol: “Mientras nuestro exterior se va destruyendo, nuestro hombre interior se va renovando día a día. La prueba ligera y que pronto pasa, nos prepara para la eternidad una riqueza de gloria tan grande que no se puede comparar”. (II Cor. 4, 13 – 14).
Así el P. Damián presentía más cercanos los umbrales del Cielo. Mientras tanto, después de varias visitas de paso y permanencias más prolongadas de algún otro misionero que lo había ayudado y que le había creado también algún problema, al acercarse el final de su calvario, le confrortaba el envío a Molokai, donde el número de leprosos había aumentado, de tres sacerdotes, tres religiosas y auxiliares seglares. El relevo estaba asegurado y abundante, podía disponerse al encuentro con el Señor.
Permaneció activo hasta el 23 de mayo de 1889. Después tuvo que quedarse en cama extenuado por las fatigas y penas de la enfermedad. Conmovedoras fueron las palabras que pronunció en su larga agonía. Pudo pronunciar su “consumatum est” (todo está cumplido) y entregarse dulcemente a su Maestro el 15 de junio de 1889.
Tenía apenas 49 años, 25 de los cuales vividos como misionero sin nunca volver a ver su familia y a su patria y, de estos, 16 transcurridos como ángel del alivio y de la esperanza en aquel infierno de los horrores del cual en tiempos más recientes, Raul Follereau, otro grande apóstol de los leprosos, hablaba como de un jardín, de un lugar paradisíaco donde los leprosos, que finalmente pueden ser sanados, se curan, trabajan y cantan.
Había muerto de verdad el buen pastor capaz de dar la vida por sus ovejas, por siglos las más repugnantes y malditas de la tierra pero tan queridas por el Señor. Fue sepultado bajo un árbol de cuya sombra había disfrutado en los momentos de más fatiga y sudor.
Quince días después se celebraba un solemne funeral en Honululu, presente mucha gente, las autoridades de la capital, los sacerdotes y el Obispo que definía al P. Damián como “héroe y mártir de la caridad cristiana”. El Times de Londres escribía: “Su interpretación valiente del Evangelio de su Maestro hará así que se venere eternamente su recuerdo”.
Cincuenta años después de su muerte, el 12 de enero de 1935, el rey de Bélgica, Leopoldo III, solicitaba al Presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosvelt la autorización para trasladar los restos del P. Damián a su tierra natal donde llegaban en mayo de aquel mismo año acogidos como los de un héroe nacional.
En 1967, a instancia de Raul Follereau, se recogían 32.864 firmas de leprosos de todo el mundo, la mayoría no católicos, que pedían al Papa Pablo VI que se abriera el proceso de Beatificación del P. Damián.
En 1969 se instaló en el Capitolio de Washington, en la Sala de las Estatuas, una maciza imagen del P. Damián.
En 1995 llegaban a su fin las largas y minuciosas investigaciones y se cumplían todas las demás condiciones para poder proclamar oficialmente la heroicidad de las virtudes y conformidad al Evangelio de la vida del P. Damián de quien se podía entonces proceder a la beatificación.
La solemne ceremonia la presidió el Papa Juan Pablo II, en ocasión de su segundo viaje a Bélgica, el 4 de junio de 1995, día de Pentecostés. La celebró en Bruselas ante la majestuosa basílica del Sagrado Corazón de Koekelberg, estuvo presente una gran multitud que tuvo que desafiar y soportar la lluvia, presentes los reyes de Bélgica, todo el episcopado de la nación, los religiosos y religiosas de la Congregación de los Sagrados Corazones de Jesús y María y varias delegaciones extranjeras. Entre ellas una proveniente de la isla de Molokai a la cual le fue entregada una reliquia del heroico misionero capaz de suscitar la admiración de otros grandes benefactores de la humanidad como Madre Teresa de Calcuta y el mismo Gandhi, quien escribió: “El mundo de la política y de la prensa puede ofrecer pocos héroes comparables al padre Damián de Molokai, valdría la pena buscar la fuente de tal heroísmo”.
Esta fuente para el P. Damián de Molokai había sido el amor misericordioso de Dios revelado en Jesús: “Sin la presencia de nuestro divino Maestro en mi pobre capilla, jamás hubiera podido mantener unida mi suerte a la de los leprosos de Molokai”.

 

 

Revista Vitral No. 61 * año XI * mayo-junio de 2004
P. Joaquín Gaiga
Párroco de San Luis.