A las madres de mis hijos por los tesoros que compartimos.
El profesor entró al aula
y después de saludar con respeto pero desenfadadamente al alumnado,
escribió en la vieja y descolorida pizarra, el nombre de la asignatura,
así como el título y el contenido del nuevo tema de estudio.
Estadística Descriptiva.
Concluida esa parte y para dar tiempo a que los alumnos copiaran de
la pizarra pasó lentamente asistencia; al terminar la lista enunció,
pausadamente, los objetivos fundamentales del tema y en particular,
los de esa conferencia.
Luego, cambiando el tono de voz y haciendo uso de la arcaica pero aún
eficiente técnica de las placas de acetato y del proyector de
vista fija (odiaba la computación), mostró directamente
en la descascarada pared, manchada indeleblemente con tres vergonzantes
sombras de color sanguíneo, una larga y desordenada lista de
números, casi todos de dos dígitos, que representaban
ficticiamente las supuestas edades de sendas personas involucradas en
determinado experimento social.
Con posterioridad mostró esa misma lista de 75 números
pero ahora, ordenada de menor a mayor:
6, 10, 12, 12, 13, 13, 14, 14, 14, 15, 15, 15, 15, 15, 15, 15, 15, 15,
15, 15, 16, 18, 18, 18, 18, 18, 18, 18, 18, 20, 20, 20, 20, 20, 20,
20, 20, 20, 20, 20, 20, 20, 20, 20, 20, 20, 20, 20, 20, 20, 20, 20,
20, 20, 21, 24, 25, 25, 25, 25, 25, 25, 25, 25, 25, 25, 25, 25, 25,
26, 26, 26, 27, 28.
El profesor, apelando a la maestría tras largos años de
ejercicio docente, se auxilió de esa lista para construir e introducir
los diferentes conceptos estadísticos que debía formular
en esa actividad; mostró, por ejemplo, que la medida aritmética
o promedio de esas edades era 19.4 años y que la mediana y la
moda eran manifiestamente de exactamente 20 años, pues la muy
significativa abundancia del número 20 en la ordenada relación
lo gritaba a ojos vista. Se acordó de Gardel y de su tango y
pensó en lo equivocado que estaba el rioplatense: para una nación
20 años es un breve paréntesis de su existencia, para
una persona es mucho tiempo.
Subsiguientemente, y para introducir la necesidad de estudiar las Medidas
de Dispersión, mostró las insuficiencias de las antes
mencionadas Medidas de Tendencia Central para describir por sí
solas, ni siquiera aproximadamente, las características o comportamiento
general de los datos iniciales o primarios. Comenzó definiendo
la más simple de las medidas de dispersión; el rango,
la cual definió como la diferencia entre el mayor de los datos
y el menor de ellos, para que no hubiese la menor duda ejemplificó
y explicó en la larga lista inicial, el rango era de 22 años.
Consecutivamente, y dividiendo la pizarra en tres secciones mediante
el trazo de líneas verticales, abordó en la primera sección,
mediante sencillos ejemplos numéricos, las limitaciones del rango
como medida de dispersión; expuestas esas limitaciones, escribió
en la segunda sección el procedimiento racional para eliminarlas,
procedimiento que finalmente fue escrito matemáticamente en la
tercera sección. Utilizando la misma metodología construyó
las expresiones matemáticas de los otros conceptos correspondientes
a las Medidas de Dispersión: Desviación Media, Desviación
Típica y Coeficiente de Variación, dejando de tarea para
la clase práctica, el cálculo de esas medidas de dispersión
para la lista de 75 números expuesta al inicio de la clase, pero
no sin antes exponerles un algoritmo para organizar y calcularlos más
cómodamente; les sugirió que en el Laboratorio de Computación
confeccionaran un sencillo software general, basado en dicho algoritmo,
para calcular el valor de todos los conceptos o parámetros estadísticos
dados en esa conferencia para una lista cualquiera de datos. Finalmente
les dio el resultado de las Medidas de Dispersión para la lista
de los 75 números con el objetivo de que comprobaran, por ellos
mismos, la correcta aplicación del algoritmo y pusieran a punto
el sugerido software; los resultados escritos en la pizarra fueron:
Desviación Media = 3.5 años: Desviación Típica
= 4.5 años y Coeficiente de Variación = 23%, los cuales,
comentó, reflejaban una dispersión moderada, cercana a
baja, de los datos con respecto al valor promedio de 19.4 años.
Agotados los contenidos y justo a tiempo, pasó a realizar las
conclusiones de la conferencia, las cuales hizo sin violar ninguno de
los pasos metodológicamente exigidos. Al terminar la conferencia,
el profesor y los profesores que inspeccionaban la clase se dirigieron
al Departamento para hacer la discusión de la misma; la conferencia
fue evaluada con la máxima calificación, aunque con el
señalamiento crítico de que omitió la fecha del
día.
Finalizada la discusión el profesor se despidió y salió
del Departamento; con su andar característico se dirigió
hacia las escaleras ensimismado en sus pensamientos. No se sentía
satisfecho consigo mismo: le había mentido a todos. Los datos
primarios habían sido desgraciadamente extraídos de la
realidad: tenían nombre y apellidos, familia y amigos. Las cifras
ciertamente correspondían a años, pero no a edades, y
pensó que algunos por sus patologías y por sus actuales
condiciones de vida no alcanzarían, ni remotamente, a satisfacer
las cifras asignadas. No conocía a muchos de ellos, pero a los
que conocía no los asociaba con los epítetos que pública
y muy reiteradamente se dijeron hasta que llegó el manto de la
muerte incruenta del silencio que los sepultó en el cementerio
del ostracismo a donde tantos vivos y difuntos han ido a parar, aunque
últimamente en ese camposanto se había producido el milagro
de la resurrección en algunos bien muertos que jamás repetirían
que solamente podían decir que tenían miedo, mucho miedo,
y en muy contados vivos que no habían resistido la tentación
del plato de lentejas que cada cierto tiempo se les ofrecía.
Ellos, los venales, habían elegido, como le gustaba decir a uno
de ellos, el vivir al borde del camino, en los misterios de las cunetas,
pero siempre añadía que pese a esa incómoda situación,
habían encontrado un tipo especial de felicidad en la búsqueda
que habían emprendido a pesar de los miedos que causaban los
aullidos en el horizonte.
Sin darse cuenta llegó al parqueo donde lo esperaba su transportation,
un inestable vehículo con cuya conducción estaba familiarizado
desde su ya muy lejana infancia. Nunca pudo, y sabía que nunca
podría, ni siquiera mejorar la rodante inestabilidad de su transportación
con la adquisición de un nuevo tipo de transporte física
y geométricamente más estable, pues desde hacía
muchos años le habían dado la mota negra,
al decir de los piratas de Robert L. Stevenson, como resultado de su
actitud librepensadora y heterodoxa; actitud que era compatible con
su mentalidad científica y que él sabía que reafirmaba,
una vez más, y salvando las distancias, lo expresado por el premio
Nobel, Piotr Kapitsa, en su carta a Yuri Andropov ( en aquel entonces
jefe de la KGB) a favor del encarcelado académico, y también
Premio Nobel, Andrei Dimitrievich Sájarov, la misma mente heterodoxa
que abrió nuevos caminos en la Física, que llenó
de orgullo a la URSS, era la que impulsaba los cuestionamientos políticos
y sociales de Sájarov.
El profesor recordó como esa actitud librepensadora, y la de
otros pocos, fue, y era, etiquetada con diferentes nombres, según
lo expresara en ese momento la última y rígida partitura
que servía de inequívoca e inobjetable guía a la
monocorde sinfonía social. En su vida había tenido que
renunciar a muchos, sencillos y hasta necesarios sueños, pero
a su edad, y dadas las difíciles condiciones de existencia, debía
ocupar su mente en lo más apremiante para subsistir, aunque él
supiera que esa ocupación satisfacía los objetivos de
una vieja y eficaz estrategia neutralizadora de acciones e ideas; una
de las urgencias, era asegurar el diario y miserable yantar y para ello
era necesario encontrar la manera de que su aporreada próstata
pudiera aguantar esos inestables viajes que diariamente tenía
que hacer para dirigirse a su centro laboral hasta que llegara la edad
que le permitiría la ansiada y temida carta de libertad
de la jubilación, que por una parte lo liberaría de los
dolorosos viajes, el reloj laboral y de los cada vez más abiertamente
forzados compromisos y firmas, pero que lo sumiría, aún
más, dada la precariedad de la pensión y del enorme costo
de la vida, en la perentoriedad de un agonizante existir no exento de
los controles de la siempre presente telaraña.
Ya en su casa, y aprovechando que se encontraba solo, se tiró
en la cama sin quitar la sobrecama y se puso a recordar nuevamente lo
ocurrido esa mañana en la clase; los, hasta ahora, incontrolables
pensamientos lo llevaron a recordar a un fallecido amigo suyo, coautor
de un premiado libro de testimonio, nunca publicado pese a décadas
de espera, que junto a otro amigo común en un atardecer de carnaval
descargó, sentados a una mesa, su pesada carga; les habló
de lo duro que era su trabajo ejercido durante años y cuestionó
su derecho a tomar decisiones que definían y decidían
vidas. El profesor recordó que en ese momento, respetando la
seriedad de la situación producida por la confidencia, se limitó
a pensar que la división social de la represión no siempre
suprime conciencias ni petrifica corazones; que la legalidad y justicia
no siempre van juntas y que impartir justicia no es lo mismo que ser
justo; que la clave de la conciliación de estos conceptos se
encuentra en la legitimidad de las leyes con relación a los derechos
naturales e inalienables del hombre, los cuales para los cristianos
le fueron dados al hombre por Dios. El profesor recordó que no
le había sorprendido tanto la inesperada confesión como
el hecho de que su amigo la había llevado a cabo cuando apenas
llevaban unas pocas cervezas consumidas. Se acordó que tiempo
después mientras caminaba lentamente lo vio, fugazmente y por
última vez, sentado en la parte trasera del asiento de una moto
que rauda se desplazaba cuesta abajo por una de las calles de la ciudad
sin mar; el profesor no lo había visto pasar, pero al oír
el grito con su nombre, volteó la cabeza y lo reconoció:
se veía feliz con su cabeza rapada y vendada, a sabiendas que
la reciente operación le prolongaría un poco, casi nada,
la vida. Lo vio alegre, aliviado y, en resumidas cuentas, transfigurado
con respecto a aquel atardecer en que se desembarazó del pesado
y torturante fardo que llevaba entre pecho y espalda. Fue tan fuerte
y revelador ese recuento que, aquella noche, en sus oraciones no pidió
solamente por los inmerecidos dueños de aquellas cifras, sino
por todos aquellos que de una forma u otra contribuyeron a que esa asignación
ocurriese. Se quedó dormido pensando: un día Dios nos
preguntará a todos por el uso que hicimos de sus talentos.
Referencias
* Título en homenaje a la novela breve, de corte autobiográfico
Un día en la vida de Ivan Denisovich, del matemático ruso
Alexander I. Solzhenitsin, Premio Nobel de Literatura, 1970.