Revista Vitral No. 56 * año X * julio-agosto 2003


NARRATIVA

 

APRENDIZ DE PAYASO

GLEYVIS CORO MONTANET

 



¿Qué más puede hacer esa gente que teatro?
¿Les queda alguna otra posibilidad?
K.


El teatro quedaba en mitad del pueblo. Allí Roberto Mendieta y su grupo de variedades escenificaban las obras de Juan Bautista Moliere.
Muchos no sabían que Moliere había muerto y hablaban de él como del presidente, pero fuera de ahí las Preciosas ridículas, el Burgués gentilhombre, el Médico a palos y el Tartufo, eran el más grande patrimonio de Kade.
Con sus imitaciones de clowns, Roberto ganó fama desde niño. Quiso trabajar en el circo hasta que conoció a Clara Espina, natural de Monte Blanco, que vino a pasar las vacaciones con sus tíos para ver el estreno de Lo que el viento se llevó, una producción de la MGM de norteamérica.
Como actriz dramática, Clara se sentía cual la viva encarnación de Scarlet O’Hara; pero se casó con un aprendiz de payaso: póstuma desobediencia a Margaret Mitchell y alivio de las familias de los desposados, que no imaginaron mejor casorio para unos jóvenes tan raros.
Por silogismo o porque ningún hombre puede separarse del cosmos que envuelve a su mujer, Roberto conoció el teatro y gracias a eso adoptó una sobriedad casi trágica que le permitió formar la Compañía de Actores.
Dicen los horóscopos que las personalidades melodramáticas suelen realizar con éxito las actividades rectoras y es sabido que los astros les sonríen a quienes son capaces de dirigir a otros. Pero Roberto puso los ojos en el talento de Clara y nunca se detuvo a considerar sus propias facultades, que buena guerra hubieran dado a los artistas de renombre, tan fieles a los horóscopos.
Cuando Joaquín nació, Clara vio cumplida su parte de mujer que existe para algo mejor que ser esposa, subió en el tren que lleva a la capital y dejó a Roberto con el hijo, los vecinos y la Compañía de Actores.
Joaquín, de tan dado a las neumonías y diarreas, en invierno no podía respirar por la nariz y en verano asfixiaba al padre con su olor a niño falta de friega. Así creció detrás de los bastidores, viendo la magia de las luces encendidas y del telón cuando cae. Los tramoyistas lo encaminaron en el trato con las mujeres, el padre le habló de Apollinaire y lo separó de su propia familia con tal de que los resquemores de los parientes no aturdieran a su muchacho.
Pero su muchacho lo defraudó; fungía como actor insuficiente, espiritual, sí, lo que el ángel del talento, que se da por obra y gracia de los dioses, no había nacido con él.
(Yo adoro la mediocridad del hombre que tiene todo para ser un genio y no lo es. La intrascendencia del lechero que reparte, tácito, el fluido de la vaca, sin importarle el mecanismo inflante del cristal o el proceso esterilizador de los líquidos, me dice que si el mundo tiene algo de equilibrio, se lo debe a la mediocridad. Sólo ella es capaz de superarse a sí misma, de distinguir sin celos el trabajo loable. La desprejuiciada, agnóstica y libre mediocridad, es el primero de mis ideales.)
Cuando el escándalo del Sótano, las relaciones entre los dos Mendieta estaban en las últimas. El Sótano era una sala de teatro que los habitantes de provincia conocían por referencia. El escándalo lo hizo una actriz que corrió desnuda en el escenario, pidiendo la amnistía para los presos políticos. Era la figura principal, se llamaba Clara y los habitantes de provincia sólo la recordaban por hechos parecidos.
Por eso, al leer la noticia, el abogado del pueblo no pudo menos que decir: «Está loca». Y cuando los esposos Espina lo supieron -el uno mientras entregaba el pan a domicilio, la otra tras saldar las deudas con el cobrador de impuestos-, no pudieron menos que decir: «Está loca».
Si las expresiones se hubieran hecho corresponder en tiempo, un coro inmenso afirmaría sin eufemismos: «Está loca». Pero cuando Roberto Mendieta vio la crónica en el periódico, recordó el cuerpo hermoso de Clara, la imaginó en el tablado, leal a su femenina conciencia y sin el menor recato, soñó con ella en la noche.
Días después era sorprendido por la imagen alterada de su esposa. En aquel momento los dos estuvieron felices, si no se tocaron fue por un rencor demasiado viejo y por el asombro mutuo de que el tiempo había empezado a deshacer sus rostros.
—Ya ves, Roberto, uno cree que los años pasan para uno, pero pasan también para los demás.
—Jorge Luis Borges —acotó él.
Ella sonrió, no supo enmendar el plagio y se fue a dormir sin ocuparse de las maletas. A la mañana siguiente se encontró con Joaquín.
—¿Qué lees? —le preguntó mirando el bulto que llevaba debajo del chaleco.
—Cumbres Borrascosas.
—Es bueno que andes con un libro, pero debes tener medida, porque hasta con el arte lucran los señores de este país.
—¿Le molesta Emily Brönte? —preguntó Joaquín al cabo.
—Me molestan los somníferos. Es muy cómodo editar literatura de ese tipo para que los muchachos de tu edad anden con los pies en las nubes.
—No debería decir esas cosas.
—¿Por qué?
—Porque nos compromete... Además, este no es el peor lugar del mundo. Si hubiéramos nacido en otro...
Clara se incomodó.
—No me interesan las probabilidades —respondió a voces.
A Joaquín se le humedecieron los ojos y su mutismo se debió más a la timidez que a la falta de respuesta.
Ella, actriz que era, aprovechó el instante y fue quizás más tierna:
—¿No ves lo hastiados que vivimos?
Y habría prolongado el rosario de sus impresiones, que no eran propiamente suyas, sino de autores varios, pero el hijo salió de la casa.
En el teatro esperaba el padre:
—¿La viste?
Joaquín sintió que el brazo de Roberto, tan poco dado a excursiones extraordinarias, se tendía por encima de sus hombros.
—¿Ella está enferma? —preguntó el hijo.
—No.
—Es que habla tan raro.
Empezaron a caminar hacia el entarimado y la baja luz o acaso la intimidad, propiciaron la pregunta.
—¿Por qué la recogiste?
Roberto sintió que se le secaba la garganta y la respuesta salió quebrada.
—Es tu madre.
Joaquín se desprendió de su lado: «Todavía te gusta esa mujer», le dijo como en ofensa y subió a las tablas convencido de que su padre, después de tanta literatura, no pasaba de ser un sanaco.
En la noche los tres comieron en la misma mesa. Sólo Clara se encargó de decir algo: criticó la rutina culinaria de Kade sin levantar la vista del charco que había en su plato: «No se cansan de comer lentejas», dijo. Luego, con el estómago lleno, salió a dar un paseo.
Joaquín dejó a medias su ración y salió también, para sentarse en el portal. Estuvo allí hasta pasadas las doce, cuando Clara, que regresaba húmeda, lo encontró cabeceando en el taburete de piel de chivo.
—Muchacho, despierta.
El volvió en sí con una mueca. Vio la figura que se le encimaba y creyó que había muerto. El bombillo del techo, con su luz ocre, quedó detrás de la cabeza de Clara y esta contraposición le daba un carácter mágico. Joaquín se incorporó al verla. Al principio pensó que él y su padre se habían convertido en la misma persona; después imaginó estar delante de una mujer vencedora del tiempo. Todo tan confuso que se quedó fascinado.
A la otra mañana, cuando Clara fue a la cocina, le sorprendió encontrar a Roberto con la cabeza recostada en la mesa. Lo tocó por la espalda para despertarlo, caminó hacia un lado y vio a su esposo con el rostro hundido hasta la sien en el plato de lentejas.


Todo gobierno ejerce una forma de tortura, ya sea física o psicológica. La una a través de palizas, la otra, más sutil, por medio de palabras: en esto pensaba Clara mientras veía descender el ataúd y pensaba también en lo trascendente que resultan las pasiones duraderas. Todo Kade estaba en el cementerio y ella, que desde su sitio miraba a las mujeres con niños en brazos, debajo del calcinante sol del mediodía, reconoció la virtud de Roberto, que le había dado la mejor de las guerras posibles a la tortura psicológica del país. A partir de entonces todas las acciones vertebradas por la oposición le parecieron demasiado aparatosas y al final inútiles.
Después del entierro volvió a la casa; en la cocina Joaquín calentaba las sobras de la noche anterior.
—No sé si tendré fuerzas para volver a comer lentejas —dijo él cuando oyó que se acercaban.
Luego sintió que unos brazos de mujer le rodeaban la cintura.
—¿Eres mi niño, verdad?
Joaquín intentó zafarse, pero quedó atrapado entre la meseta y su madre que, cuando lo tuvo de frente, lo besó en los labios.
—Soy tuya —habló sin dejar de acariciarlo.
Paseó las manos por el cuerpo del hijo, lo tomó por los muslos y lo atrajo hacía sí como las muchachas de Kade no habían tenido el valor de hacerlo. «Es loca», pensó, pero volvió a besarla y estuvo con ella hasta que salió rumbo al teatro.
Pasó la noche arrodillado entre las hileras de butacas. «¿Señor, me estoy enamorando de mi madre?», les preguntó a los canelones del techo. Estos no respondieron, pero él se quedó convencido de que los amores tan pecaminosos siempre terminan en imposibles. Juró no volver a verla y se durmió.

Las autoridades clausuraron el teatro y la compañía de actores se dispersó. Joaquín tomó el oficio de dulcero que alternaba con la teneduría de libros en la oficina de comercio.
—¿Sabes que no eres mi hijo? —le dijo Clara una tarde.
Él se levantó como si la piel de chivo hubiera cogido candela, pero decidió calmarse cuando notó su propio desatino:
—Hasta ayer no tuve madre —contestó—. Así que poco importa seguir de huérfano.
—Imaginé que dirías algo parecido. Por eso me atreví a contártelo.
Sentía un vapor insoportable en las orejas y no volvió a hacer cálculo con sus palabras.
—Es mentira —le gritó.
Clara caminó hacia él y se le arrodilló delante.
—No eres mi hijo, estoy segura.
—¿Por qué estás segura?
—Mi niño tenía los ojos verdes.
—El color de los ojos cambia con el tiempo.
—Siempre me pareció que te habían confundido en la Maternidad.
Él lo hubiera creído; el amor sólo necesita una luciérnaga para imaginar que ha visto un faro entre los arrecifes, pero el de Joaquín era un amor... marxista, esencialmente dialéctico.
—¿Por qué no lo dijiste antes?
—Tenía otros asuntos —explicó ella.
Él comenzó a reír hipócritamente. Clara, que había permanecido en el suelo, como una mujer que está por debajo del nivel del tiempo, se puso en pie y le dijo:
—Estoy enamorada de ti.
Joaquín dejó de reírse. «Esto es absurdo», pensó mientras desabrochaba el primer botón de su camisa.
Clara se acercó de nuevo:
—Abrázame —pidió en voz baja.
Él cerró los ojos y la abrazó.


Si comenzaron el montaje de la obra, fue porque Clara prometió que se iría luego de terminarla. Joaquín trabajó con el delirio de quien hace las cosas por última vez, organizó su vida hasta el día de la puesta y todo lo demás dejó de importarle.
Había crecido entre personas que viven al margen del futuro, ya que los teatristas son los que más fácilmente barre el viento. Del leñador queda el bosque, del carpintero la silla, pero los artistas de teatro trabajan sobre el éter de una puesta que dura acaso una semana. ¿Y qué significa una semana en los trascendentales milenios de la historia?
Juntos hicieron la tarima. Joaquín soldó unas rejas de cabilla corrugada y las transportó para el medio de la plaza. «Teatro al aire libre», rezaba el cartel que por más de tres días estuvo anunciando el espectáculo.
Todo Kade fue a verlo. Joaquín apareció en el segundo acto. Miraba los balaustres y sus manos se alzaban en el periplo de la actuación.
JOAQUÍN. (Vuelto hacia la ventana.) Maldito soy porque no te asomas.
CLARA. (Aparece por el ángulo derecho.) ¿Qué pretendes con tus voces?
JOAQUÍN. Loco estoy desde que el favor de mi adorada se convirtió en ojeriza.
CLARA. Buen motivo tendrá vuestra muchacha.
JOAQUÍN. Rotundas figuraciones. Repite que del brazo de la Oliva me vio anclado en la alameda y le juro por mi piel, comadre, que jamás tamaña historia ha sucedido. Llevo treinta y nueve días debajo de la ventana, con mi dolor tiemblan los forasteros y al paisano se le enhebran las junturas, pero mi dueña no acude, lo que hace suponer que es algo sorda.
CLARA. Pues en fe de buen empleo, te ayudaré a llamarla.
JOAQUÍN. Mi prometida luce encantador ropaje y para mucha gloria su nombre es Libertad.
CLARA. (Gritando.) ¡Libertad!
JOAQUÍN. (Gritando.) ¡Libertad!
La palabra libertad surcó unánime la noche. Los soldados salieron por detrás del escenario y el ventanal de hierro se vino abajo con el tumulto. Joaquín y Clara se quedaron solos encima de las tablas. Entonces él la vio sonreír. La luz caía enteramente en sus cuerpos y la noche, con su humo, los protegía.
Un hilo de sangre comenzó a bajar desde el hombro derecho de Joaquín, y Clara pensó que era una cinta roja. A tientas llegó hasta él y le rodeó el cuello con sus brazos. Mientras repetía temblorosa: «Venceremos, venceremos», allá abajo, en el suelo real, la gente se enfrentaba a golpes con la policía.

 


 

 

Revista Vitral No. 56 * año X * julio-agosto 2003
Gleyvis Coro Montanet
(Pinar del Río 1974)
Graduada de Estomatología, 1997, en la Facultad de Medicina de Pinar del Río.
Escritora. Poetisa.