Revista Vitral No. 56 * año X * julio-agosto 2003


RELIGIÓN

 

OBISPOS Y SACERDOTES
DE LA DIÓCESIS DE PI NAR DEL RÍO EN ESTA CENTURIA

CONFERENCIA DICTADA POR EL P. ANTONIO RODRÍGUEZ,
EL 19 DE FEBRERO DE 2003, DURANTE EL CICLO DE CONFERENCIAS
CON MOTIVO DEL CENTENARIO DE LA DIÓCESIS DE PINAR DEL RÍO

 

 

Padre Antonio Rodríguez.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Palabras de Mons. José Siro al final de la conferencia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En esta conferencia trataré sobre los obispos diocesanos desde el 28 de Octubre de 1903 hasta el 16 de Mayo de 1982, y no trataré el episcopado de Monseñor Siro. La razón de ello es de metodología histórica. Pido prestadas a Monseñor Eduardo Boza Masvidal sus palabras en el prólogo del libro “Episcopologio” del sacerdote cubano, historiador de la Iglesia, Reiniero Lebroc, residente en Venezuela, para adaptarlas a mi caso, y explicarme: es difícil: “... juzgar los acontecimientos presentes, cuando aún falta la perspectiva histórica, cuando el mismo historiador ha intervenido en los acontecimientos y aún viven muchos de los que actuaron y actúan” (hasta aquí la cita). Respecto a los sacerdotes, seguiré la misma lógica, y solamente me referiré a los ya fallecidos.
El 20 de Febrero de 1903, el Papa León XIII creó las diócesis de Pinar del Río y Cienfuegos. La primera era separada del territorio de la Diócesis de La Habana, a la cual había pertenecido desde la creación de esta última en 1787, pues antes había formado parte de la única diócesis, la de Cuba, que tenía como capital a Santiago de Cuba. Ahora, en 1903, como nueva diócesis, Pinar del Río, formaría parte de la Arquidiócesis de Santiago de Cuba hasta 1925 cuando pasaría a integrar, junto con la Diócesis de Matanzas, la Arquidiócesis de La Habana, al ser creada ésta en dicha fecha. Éstas, pues, son nuestras raíces eclesiales cubanas.
“Actum preclare a divina Providencia cum Cubana Insula...” (“Hecho muy notable de la Divina Providencia con la Isla de Cuba”). Así comenzaba el Breve Apostólico por el cual se creaban las Diócesis de Pinar del Río y Cienfuegos. A partir de ese momento la provincia cubana de Pinar del Río, que desde 1878 ya lo era, con los límites desde el Cabo de San Antonio, por el oeste, hasta Mariel, Guanajay y Artemisa, por el este, entraba en la Curia Vaticana, con el sonoro nombre en latín –idioma oficial de la Iglesia-, de “Pinetus ad Flumen” (Pinar junto al Río) y los pinareños seriamos llamados “pinetensis ad flumen”. Ya teníamos, pues, ciudadanía propia en la Curia Romana.
Nuestro primer obispo fue el habanero Braulio Orúe Vivanco, nacido en 1843, Licenciado en Filosofía (1861) y en Teología (1868), ordenado sacerdote en 1867. Era párroco del “Santo Ángel Custodio” en La Habana, cuando fue preconizado Obispo de Pinar del Río en 1903, y ordenado como tal, en la Catedral de La Habana el 28 de Octubre del mismo año. En la misma celebración fue ordenado obispo de La Habana, Pedro González Estrada, y su auxiliar, el norteamericano Buenaventura Broderick. Monseñor Orúe tomó posesión de la nueva diócesis el 18 de Noviembre, pero falleció a los 11 meses, el 21 de Octubre de 1904. Sus restos reposan en la Santa Iglesia Catedral. Como consecuencia, la Sede Pinareña estuvo vacante durante casi tres años, hasta el 11 de Junio de 1907, cuando es ordenado obispo diocesano, Monseñor José Manuel Ruiz Rodríguez, natural de Corralillo, en la antigua provincia de Las Villas. Había nacido en 1874 y fue ordenado sacerdote en 1897.
Tenía 32 años cuando lo ordenaron obispo. Era prácticamente un niño, tanto fue así, que San Pío X, cuando lo recibió en Roma, exclamó: “Vescovo Bambino” (obispo niño). A lo cual él respondió, con el estilo espontáneo que poseía: “usted fue el que me nombró”.
Delgado y pequeño de estatura; de temperamento nervioso y carácter fuerte; simpático y jocoso; poeta y orador sagrado de alto vuelo; llegó Monseñor Ruiz a Pinar del Río para desarrollar la capacidad ejecutiva que poseía. De los obispos de esta diócesis es el que más ha hecho. Se puede decir que con él comenzó prácticamente la vida diocesana, debido al corto episcopado de su antecesor y a los casi tres años de Sede vacante. Para ello, trae a los franciscanos a Candelaria, Mariel y San Cristóbal. Los Escolapios abren su magnífico colegio en Pinar del Río. Las Hermanitas de los Ancianos Desamparados fundan su asilo en Artemisa; y las Madres Escolapias abren sus colegios en Guanajay y Artemisa. También vendrán las Hijas del Calvario para atender el Hogar de Ancianos de la capital provincial.
Encomienda, además, una esmerada obra misionera, al estilo de la época, a dos Padres Jesuitas, cuyos nombres no pueden quedar omitidos en este jubileo diocesano: Saturnino Ibarguren y José Rivera, los que, en etapas sucesivas, recorrieron pueblos y campos, manteniendo la diócesis en un estado permanente de ininterrumpida misión. Al final de cada misión acudía Monseñor Ruiz para practicar la visita pastoral, predicar y administrar el Sacramento de la Confirmación.
También Monseñor Ruiz remozó la Catedral, la cual dotó de cinco hermosos altares de madera, construidos en Cienfuegos, de donde fueron traídos en barco hasta el puerto de La Coloma. El actual retablo mayor de La Catedral ostenta en lo alto el escudo episcopal de este prelado. Asimismo construyó en 1912 el actual edificio del obispado e inauguró en 1923 el templo pinareño dedicado a la Virgen de la Caridad.
En 1925 fue trasladado a La Habana, la que fue elevada a Arquidiócesis, siendo con ello el primer Arzobispo de La Habana. Durante los últimos años de su vida sustituyó el estilo grandilocuente de su oratoria, por una predicación centrada en la Cruz de Cristo, la cual hacía con una Biblia en su mano. Monseñor Ruiz dejó casi la totalidad de las estructuras pastorales con las que vivió la Diócesis durante cincuenta años.
Cuando se le promueve al Arzobispado habanero, es nombrado Administrador Apostólico de Pinar del Río. Como residía en La Habana, venía una vez al mes a Pinar, y, para atenderla pastoralmente, nombró Gobernador Eclesiástico al Cura Párroco de Consolación del Sur, Monseñor José María Reigadas y Antigua, consolareño, que murió en la misma habitación y cama donde nació. Se dice que en una ocasión le ofrecieron ser Obispo de Pinar del Río, a lo cual respondió: “Si trasladan el Obispado a Consolación, entonces acepto”. Si fue verdad, no se podía negar que era un consolareño de pura cepa, como los que todavía yo conocí en mis años mozos. Monseñor Ruiz murió en La Habana, el 2 de Enero de 1940.
El 2 de Marzo de 1942, fue consagrado como nuevo obispo, un pinareño, natural de San Cristóbal, el hasta ese momento Vice Rector del Seminario “San Carlos y San Ambrosio”, Monseñor Evelio Díaz Cía, nacido en 1902, y sacerdote desde 1926. Llegaba con fama de buen orador, cualidad que supo aprovechar para ponerla al servicio de la evangelización, y para hacer presente a la Iglesia en los actos civiles, cuando su buen decir era reclamado.
Muy pequeño de estatura, podía haberse confundido con un monaguillo, si no es que el solideo lo distinguía como obispo. De temperamento sereno y de una gran bondad, no poseía las dotes ejecutivas de su antecesor. Durante los 18 años de su gobierno episcopal, la diócesis continúa prácticamente con las mismas estructuras pastorales con que las dejó Monseñor Ruiz. Fundó la Acción Católica Diocesana en 1946 y los Círculos Campesinos, a cargo del laico Pablo Urquiaga. Edificó los templos de Candelaria y Los Pinos. En su período episcopal se construyó el Colegio de las Religiosas del Corazón de María en San Juan y Martínez y llegaron a la diócesis las Hijas de la Caridad, llamadas éstas últimas a desempeñar un hermoso papel de presencia religiosa en la etapa posterior a 1961.
De carácter sencillo se movía a pie por las calles de la ciudad, y en tren u ómnibus cuando iba a los pueblos. No tuvo automóvil hasta 1952, cuando la Acción Católica Pinareña le regaló uno, en ocasión de sus Bodas de Plata Sacerdotales.
Al final de su episcopado pinareño, le tocó vivir la dictadura de Batista. Confeccionó la Oración por la Paz, la cual se rezó en toda Cuba. El 25 de Febrero de 1958 firmaba, con el resto de los obispos cubanos, la Exhortación del Episcopado Cubano por el establecimiento de la unidad nacional, a fin de preparar el retorno de Cuba a la vida política normal.
El 21 de Marzo de 1959, Monseñor Evelio Díaz era nombrado Obispo Auxiliar de La Habana y Administrador Apostólico del mismo lugar. En Noviembre era promovido como Arzobispo Coadjutor de La Habana. Ahora le tocaba una doble tarea para la cual no estaba preparado, porque tampoco se la imaginaba: la revolución marxista leninista y el Concilio Vaticano II. De ahí que su episcopado comenzó a tornarse cada vez más, una cruz, la cual viviría, entre otras cosas, añorando sus 17 años pinareños. En Enero de 1970 era aceptada, por motivos de salud, su renuncia a la Sede habanera. Murió el 21 de Julio de 1984. Sus últimas palabras fueron: “Queridos hijos de Pinar del Río, vuestro prelado muere, pero yo les doy la paz, al P. Cayetano y a Monseñor Siro, buenos amigos, hemos compartido alegrías y penas”.
La vacante episcopal dejada por el traslado de Monseñor Evelio a La Habana fue cubierta por Monseñor Manuel Rodríguez Rozas, sacerdote habanero, párroco de El Cano y Rector del Santuario Nacional de Jesús Nazareno, en Arroyo Arenas. Había nacido en 1911, y se había distinguido por ser un cura de pueblo y activo párroco. Todo Marianao conocía al P. Rozas. Colaboró con el Movimiento 26 de Julio con el fin de restablecer las libertades civiles, aplastadas por el gobierno de Batista. La designación del P. Rozas para ocupar la Sede Episcopal Pinareña, fue una muestra de la buena voluntad de la Iglesia para el Gobierno Revolucionario en su segundo año. Ya habían sucedido las primeras desavenencias entre la Iglesia y el Gobierno, que en ese momento eran pocas y superficiales, por lo cual la Santa Sede pensó, como vía de solución, nombrar obispo a un excelente sacerdote, que también simpatizaba con el proceso revolucionario. Su nombramiento ocurrió el 16 de Enero de 1960 y la ordenación el 27 de Marzo del mismo año en la Catedral de La Habana. La toma de posesión fue una semana después, cuando acababa de cumplir las Bodas de Plata Sacerdotales.
Llegaba a Vueltabajo un obispo jocoso, cuentista en el mejor sentido de la palabra y profundamente sacerdotal. Defensor de sus sacerdotes hasta lo último. Padre Conciliar en las cuatro sesiones del Concilio Vaticano II, pero que, como el resto del Episcopado Cubano de la época, no estuvo preparado para el cambio político más brusco, rápido y profundo de toda la historia de Cuba: la revolución marxista leninista. Aquel Episcopado es digno de todo el respeto de las generaciones posteriores. Aquellos obispos supieron sostener la fe y la vida de la Iglesia, ante un gobierno que la despojaba velozmente de la casi totalidad de sus instituciones, organizaciones y personal pastoral. Ellos eran los primeros que se sentían indefensos. La emigración comenzaba, y con ello, el vacío en los templos, provocado por la ausencia de muchos miembros muy bien calificados, a lo cual se añadía el abandono de las comunidades de muchos católicos, debido a que se incorporaban al nuevo proceso político, o por el miedo producido por el aumento de las presiones estatales. Los obispos de los sesenta y de los setenta fueron profetas de consolación, cuando ya la política de un estado centralista con una filosofía atea, les imposibilitaba ser profetas de denuncia. Vivieron y sufrieron, desde el silencio, el silencio. Y Rozas fue uno de esos obispos. Cansado y agobiado por la nueva situación, viviendo con una austeridad ejemplar, su salud se fue deteriorando hasta que, anticipadamente, presentó su renuncia en 1978.
De su gobierno pastoral quedan los ministros de la palabra, fundados en 1977, como respuesta a los templos poco atendidos, debido a la escasez de sacerdotes. También los padres canadienses de las Misiones Extranjeras y las Misioneras de la Inmaculada Concepción (M.I.C.) Dios, por otra parte, le dio el consuelo de un presbiterio hermosísimo, propuesto a los seminaristas como modelo de unidad y fraternidad en más de una ocasión, por el inolvidable P. Miyares, mi Rector del Seminario.
Monseñor Rozas murió en el “Asilo Santovenia” el 28 de Marzo de 1982, atendido por su anciana madre y un amigo comunista ateo, que decía: “yo no creo en Dios, creo en ese hombre que está en la cama, y que me salvó la vida en 1958”.
El 14 de Enero de 1979 fue ordenado obispo en la Catedral de Matanzas, el hoy Cardenal Jaime Ortega Alamino. Sacerdote joven, preparado teológicamente y con fama de haber sido un excelente pastor de jóvenes. El nombramiento fue recibido con alegría y esperanza, porque el nuevo obispo venía a poner una inyección de dinamismo a una diócesis que, en algunos aspectos de la vida pastoral, vivía cierta inercia. Venía este matancero a una provincia que, para quien les habla es, físicamente, la región de Cuba más hermosa que mis ojos hayan visto; llegaba, también, a una preciosa Iglesia Diocesana.
Un nuevo estilo, más acorde con los cambios conciliares, y con el despertar por esos años de las diezmadas comunidades católicas en Cuba, vino, Monseñor Jaime, a imprimir en la Diócesis. Para ello contó con el formidable presbiterio pinareño del cual he hablado, y que lo recibió con un cariño y respeto palpables. A lo anterior se sumó, el laicado de aquel entonces, constituido en su mayoría por hombres y mujeres a toda prueba, jóvenes muchos de ellos, que venían trabajando por la Iglesia con grandes cuotas de sacrificio. Ellos daban a la Iglesia su tiempo, sus capacidades, su entregado trabajo y su dinero. En mi ya larga vida eclesial no he encontrado nada igual. El modelo pinareño no era exclusivo, también en las otras diócesis lo encontrábamos de igual forma. Como ejemplo de ese laicado, no puedo dejar de citar en esta noche a alguien, que pudiera ser la muestra de todos los demás laicos, me refiero a María Josefa Díaz Cruz, fallecida en 1994. Fefita fue el ejemplo de la fidelidad obediente y sacrificada a la Iglesia.
Pues bien, el nuevo obispo, su presbiterio y ese laicado modélico, formaron una comunidad de agentes pastorales, que comenzaron a vivir una nueva situación eclesial, diferente a la de los años anteriores: la Iglesia comenzaba a tomar conciencia –hecho que se concretó posteriormente con la REC y el ENEC-, que en medio de la realidad política del socialismo, debía trabajar y hacer presente la fe cristiana; por lo que se empezaba a pasar de una concepción de conservar y mantener las exiguas comunidades católicas a una concepción de iglesia misionera, deseosa de hacerse presente en los diferentes ambientes.
La situación eclesial descrita anteriormente fue un momento eclesiológico importantísimo en la centuria que celebramos, al cual se debe mirar como ejemplo, de cara al presente y al futuro de esta Iglesia Diocesana. Monseñor Jaime fue promovido al Arzobispado de La Habana el 27 de Diciembre de 1981, quedando como Administrador Apostólico de Pinar del Río hasta la ordenación y toma de posesión del nuevo obispo.
El 16 de Mayo de 1982, Monseñor José Siro González Bacallao, sacerdote de aquel presbiterio pinareño al que me he referido, era ordenado como nuevo Obispo Pinetensis ad Flumen. Aceptaba el episcopado con un precioso curriculum vitae sacerdotal: párroco de campo, sencillo, hombre de pueblo, campesino, buen amigo, hombre de comunión eclesial, obediente y respetuoso de las normas de la Iglesia, piadoso, devoto de la Virgen, y acompañado de una alargada sonrisa, heredada de su madre, característica de los Bacallao. Así lo conocí al final de mi primer año de seminario, y, desde entonces constituyó un modelo de vida sacerdotal para mí.
¿Cómo no recordar también en esta noche a todos los sacerdotes que durante todo este siglo trabajaron por la evangelización de la diócesis, si tenemos en cuenta que, prácticamente en los primeros sesenta años todo el peso de la pastoral recayó sobre ellos?. ¿Cómo olvidar a los que en las difíciles décadas de los sesenta, setenta y ochenta animaron con su firmeza, su fe, su amor a la Iglesia y al pueblo, a nuestra gente dolorida y a unas comunidades cada vez más disminuidas?. Sufrieron la burla, el desprecio, la discriminación social, hasta de aquellos que, poco tiempo antes eran sus más cercanos colaboradores o comían de sus propias manos.
A vuelo de pájaro, recuerdo a los ya muertos como antes dije: Los primos Mokoroa, vascos, uno en Mantua y otro en La Palma, el Padre Ricardo Alfonso en Mantua primero y después en San Juan y Martínez, donde gastó su salud; el Padre Trini, poeta y abogado, catalán que se desempeñó en Guane y en Guanajay; el catalán Padre Miret, durante 43 años párroco de San Juan y Martínez, tan querido que, al comenzar Monseñor Evelio la oración fúnebre en sus exequias, y decir: “Ha muerto vuestro párroco”, se sintió un sollozo general en el templo; el también catalán Padre Feliú, en Pinar del Río; el Padre Couce, en Consolación del Sur, infatigable y austero apóstol; el Padre Martínez en San Luis, con sus aplastantes sentencias, llenas de sabiduría; el Padre Morejón en San Diego y los Franciscanos en San Cristóbal, Candelaria y Mariel, con el Padre Prieto a quien alcancé conocer; el Padre Pellón, en Mantua primero y después en Artemisa, defendiendo como un león los derechos de la Iglesia, el misionero jesuita P. Lombotz, que continuó la obra de los P.P. Ibarguren y Rivera hasta 1960. Son más, olvido y no cuento a muchos, que están en el recuerdo de sus fieles, y casi seguro en la presencia de nuestro buen Dios. Pero quedan cuatro que no puedo dejar de reseñar sus vidas, aunque sea muy someramente. Sus nombres: Cayetano, Manich, Ojea y Arocha.
El Padre Cayetano llegó con 11 años a Pinar del Río, procedente de León, España, en el año 1910 y aquí vivió hasta su muerte el día 5 de Febrero de 1986. Al día siguiente, su féretro fue llevado en hombros hasta el cementerio católico. Ejerció el sacerdocio en esta ciudad durante casi 63 años. Llegó a inculturarse de tal modo en la vida de ese pueblo, que en una ocasión, cuando Monseñor Evelio, pasaba por cierta calle, una niña refiriéndose a él exclamó: ¡Por ahí va el otro Padre Cayetano!. Refunfuñón en muchas ocasiones, ciertamente que al decir de Monseñor Siro esa era su cáscara, porque en el fondo era corazón. Sirvió con fidelidad a cinco de los seis obispos que ha tenido la Diócesis, de la que era su memoria histórica. Vivió y murió al pie del cañón como un fiel soldado de Jesucristo, cumplidor de su deber sagrado, hasta solo unos días antes de morir.
Jaime Manich, catalán y escolapio con fibra de santo, vivió en esta ciudad como profesor del colegio, y cuando lo nacionalizaron se quedó, no para cuidar de cerca la propiedad, sino para servir a la Diócesis. La pregunta no es ¿Qué hizo el Padre Manich?, sino, ¿Qué no hizo en esta Diócesis el Padre Manich?. Hizo de todo: coadjutor, párroco, confesor, director espiritual, asesor de comisiones diocesanas, organista, operador de mimeógrafo, encuadernador y secretario, chofer y enfermero del Obispo. ¿Qué más?. Nadie ha hecho más y mejor que él en los 18 años que sirvió a tiempo completo a esta Diócesis. La disponibilidad y la sencillez fueron las notas de su vida entre nosotros. Murió en La Habana en 1990.
El Padre Claudio, marieleño, Licenciado en Derecho Canónico, por la Universidad Gregoriana de Roma, fue párroco de Los Palacios, San Luis y San Cristóbal. Alérgico a los protocolos y a las complejidades de la vida. Poseía una fina sensibilidad que lo llevaba a entrar en rápida y vibrante comunión con el dolor de los demás. Consejero de obispos y sacerdotes. Amigo. Su obra mayor y más hermosa, la hizo en San Luis. Allí reconstruyó y remozó el templo, dotándolo de una auténtica belleza de estilo colonial. Misionero en los campos y labores de aquel sano campesinado. En una moto recorría asiduamente los campos de su parroquia, la cual tenía una mayor población rural que urbana. Como pescador nato pudo introducirse en el ambiente pesquero de Punta de Cartas para evangelizarlo. Hizo la capilla de ese lugar, al igual que otras más en los campos sanluiseños. Murió el 20 de Octubre del 2000.
He dejado para el final al más grande de todos entre obispos y sacerdotes: Monseñor Guillermo González Arocha, párroco de Artemisa durante 37 años. No existe en toda la historia de la Iglesia Cubana, ningún sacerdote que haya hecho más o igual que él en el terreno social: miembro del Partido Revolucionario Cubano, Delegado de Maceo en la provincia pinareña durante la Guerra de Independencia, enlace de mensajes, medicinas y ropas, no de armas; constructor de albergues para los reconcentrados artemiseños, defensor de los desvalidos, perseguido y condenado a muerte por Weyler. En la República, Superintendente de Educación, único sacerdote que ocupó un sitial en el Congreso de la Nación, como Representante a la Cámara por la Provincia de Pinar del Río, durante la primera legislatura republicana, a donde llevó proyectos sociales y en defensa de la religión. Pedagogo, padre de los pobres, sacerdote ejemplar, propuesto para obispo por el presidente Estrada Palma, su vida rezumaba cubanía hasta la última gota de sangre. Murió siendo Rector del Seminario “San Carlos y San Ambrosio” en 1939. Su cuerpo fue llevado desde la Catedral habanera hasta el Cementerio de Colón en armón de artillería, con honores de Capitán del Ejército Libertador. Sacerdote y patriota; en él se fundieron sin confusiones el amor a la Iglesia y a la Patria.
Conclusión: ¡Qué hermoso es recordar nuestras raíces, sobre todo cuando son tan nobles!. Ellos, como expresa bellamente el Canon Romano, nos han precedido en el signo de la fe. Si hoy estamos aquí, es porque ellos estuvieron antes. Mañana, cuando celebremos el centenario de la Diócesis, ellos también estarán presentes en la gloriosa liturgia celestial; y nosotros por nuestra parte tendremos el gozo de ser el pueblo de Dios que camina en la construcción de su Reino aquí y ahora, iniciando el tercer milenio de la Era Cristiana y el segundo siglo de la Diócesis Pinetensis ad Flumen.

Revista Vitral No. 56 * año X * julio-agosto 2003
P. Antonio F. Rodríguez Díaz
(Güira de Melena, 1951)
Ordenado Sacerdote en 1979. Ex-Rector del Seminario San Carlos y San Ambrosio de La Habana. Cura Párroco de Artemisa.