Revista Vitral No. 56 * año X * julio-agosto 2003


ÚLTIMA HORA

 

UN CORRIDO DE AMOR
PARA UNA DIOSA NEGRA

ELISEO ALBERTO

Celia Cruz.
Foto: www.celiacruz.com

 

 

 

 

 

 

Más de cien mil personas pasaron
ante los restos expuestos de Celia Cruz.
Ella había pedido que frente a su féretro se colocara la imagen de la Virgen de la Caridad que siempre la acompañó. Foto: Nuevo Herald

 

 

La vida es un carnaval. ‘’Los muertos que uno ama no se mueren’’, me dijo en sueños un amigo muerto. Ayer fue un día raro en la Ciudad de México. Muy raro. Con vibra. Acá le llaman vibra a ese «nosequé» que de pronto nos posee de adentro hacia fuera, debilitándonos y al mismo tiempo fortaleciéndonos. Luz y progreso. Corría la brisa de escalofrío en escalofrío. Al doblar una esquina, por ejemplo, una ráfaga tibia te palmeaba la cara, en gesto de cariño; el aire decía: ``Ya pasó, mi niño. Tranquilo, corazón, candela al jarro’’.
Una nube se estacionó en el cielo, al despuntar la mañana. Una nube carnosa. Luego, avanzado el día, se partió en dos: una mitad tenía forma de caimán, como la isla de Cuba; la otra, recordaba un péndulo: la península de la Florida. Se fundieron al atardecer, y entonces el nuevo cúmulo parecía una peluca que Dios hubiera colgado del gancho de la luna. Una peluca anaranjada, celicruzana. La noche se podía tocar con la mano.
Una habanera que sabe de estos asuntos me explicó el misterio con un argumento que nos puso a los dos la piel de gallina: los santos difuntos estaban de pie. Desatados. Sueltos. Tenía razón. Celia Cruz nunca había cantado tanto como este primer jueves de su eternidad. Era el acabose. Su voz invadía la calle. La acompañaban en la serenata (no me pregunten cómo) Beny Moré, Daniel Santos, Compay Segundo, Bola de Nieve, Barbarito Diez, Pedro Infante, José Antonio Méndez, Elena Bourke, Dámaso Pérez Prado, José Alfredo Jiménez, Rita Montaner, Carlos Gardel, Cantinflas, Pedro Vargas, Chano Pozo, Candela!. Hasta María Félix, ronca pero decidida, decía «Pachito Eché» con cierta gracia.
En los mercados populares, las vendedoras de piñatas tarareaban sones viejos, a coro con los gordos de los puestos de frutas, que hacían malabares con jícamas y toronjas. Yerberito, el yerberito llegó. El chamán de las raíces curativas bailaba (fuera de ritmo) con la señora de los cachivaches, a la entrada de la tiendita de antigüedades donde un viejo tocadiscos milagrosamente hacía sonar un acetato de la Fania All Stars. Todos los radios de contrabando, todas las grabadoras chuecas, todos los timbres de los teléfonos celulares, voceaban la misma guarachita. Los taxis recorrían las avenidas en zigzag, de aquí pa’llá. Que le den candela. Lejos de lo que podía temerse, la comparsa de los coches no complicó el movimiento de la ciudad. Los agentes de la policía, siempre tan malencarados, organizaban el tráfico con un sospechoso tumbaíto de cadera, en verdad impropio de la autoridad que representan: químbara quimbara.
Para los mexicanos, la muerte no es más que una forma distinta de estar vivos. Por eso Celia rumbeaba en los vagones del metro, en los restaurantes japoneses (los comensales marcaban la clave con los palitos), en las cantinas de tequilas adulterados y en las fondas de mala muerte (donde jamás se habían vendido tantas tortas cubanas o arroz a la habanera; un platillo intragable). La negra con tumbao rumbeaba y rumbeaba sin dar ni pedir tregua, en franco desafío a las leyes de la lógica y a los mandamientos de la física.
México se negaba a despedirse de la cubana más querida entre tantos cubanos que aquí adoran. Los amigos de Celia fueron invitados a los noticieros estelares y no hubo uno solo que no sonriera al evocar su majestuosa sencillez, su calibre de oro puro, sus graciosas pelucas, sus puntadas. «Esa mulata era tremenda». «La reina de las reinas». «La mejor». «Santa mujer». Los hombres declararon en público y sin recato cuánto la amaron desde la primera vez que la escucharon cantar, híjole, ni modo, ándele, y las mujeres le lanzaron al noble Pedro Knight un alud de besos, papacito, para así abrigarlo en su viudo desconsuelo. En los partes del tiempo se dijo que una onda triste enlutaba la ciudad, por lo cual se esperaban diluvios de lágrimas en Veracruz y Yucatán.
Este viernes me levanté a las cinco en punto para escribir esta descarga. Mi homenaje. Colé café. De repente, desde alguna parte, oí bajito la voz de Celia. Cuando salí de Cuba... Me consoló pensar que alguna pareja desvelada estaría haciendo el amor a esa hora. ‘’El mañanero’’, le dicen aquí a esos duelos madrugadores. Cuerpo a cuerpo. El inesperado canto de un gallo me vino a recordar que la patria se lleva adentro o no se merece. En el Distrito Federal, sin embargo, no cantan gallos. Pero yo lo escuché, se los juro, mezclado el cantío al rumor de un mar tan lejano como imposible. La voz de Celia se fue apagando entre los murmullos. Debe ser que Dios le dio un abrazo. Alabao!

Tomado de El Nuevo Herald.
19 de julio de 2003

 

Revista Vitral No. 56 * año X * julio-agosto 2003