Revista Vitral No. 56 * año X * julio-agosto 2003


OPINIÓN

 

LA TRANSICIÓN SILENCIOSA

YOEL PRADO RODRÍGUEZ

 

 

Mao Zedong (Mao Tsé-tung) dirigió el movimiento comunista chino durante las décadas de 1930 y 1940. Máximo dirigente chino desde 1949 hasta su muerte en 1976.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Presidente de China desde 1993 y principal figura política de ese Estado desde febrero de 1997, Jiang Zemin
representa a la nueva imagen de los dirigentes chinos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

China se adentra en la primera década del siglo XXI con un nuevo liderazgo. Hu Jintao, un hombre joven, ganó relieve durante el último Congreso del Partido Comunista (PCCh), al sustituir como Secretario General al veterano líder Jiang Zemin. El evento cumbre de esta organización en la que militan 66 millones de personas, procedió también a la renovación del Buró Político y el Comité Central -órganos de poder donde pululaban los dirigentes septuagenarios- y abrió sus puertas a figuras impensables en otros tiempos. ¿Quién iba a imaginar que los cánones ideológicos se tornarían tan flexibles como para permitir la incorporación de los millonarios a la vanguardia de la sociedad china?
Señales así han dado pie para que los sinólogos emitan incontables opiniones y augurios. No faltan aquellos que ven en la nueva cúpula (cuya cuota de poder crecerá paulatinamente), el motor de las reformas políticas que se han venido postergando hasta hoy y que son el complemento de las transformaciones económicas verificadas en las últimas décadas. Un juicio osado, pues los que así creen se empeñan en interpretar la problemática china con patrones de pensamiento típicamente occidentales, muy poco oportunos cuando se trata de una civilización milenaria que ha desafiado más de una vez nuestra racionalidad… La tierra de Confucio sigue siendo un gran enigma.
Decir que el régimen chino sufrirá modificaciones profundas en el futuro cercano es una especulación arriesgada. Ante todo, porque aquel inmenso país tiene su propio ritmo, su propia manera de concebir y de hacer la historia; da la impresión de que allá los acontecimientos no se suceden con la misma rapidez que en nuestras sociedades, donde el reloj histórico camina de prisa. Además, las autoridades de Pekín suelen proclamar a los cuatro vientos que el Partido Comunista no tiene planes de compartir el poder, o sea, que la apertura económica que tanto impresiona e ilusiona al mundo no desembocará en una liberalización democrática de corte occidental. Jiang Zemin, personaje imprescindible de estos últimos 13 años, reafirmó que el propósito es “construir en todos los sentidos una sociedad modestamente acomodada y abrir nuevas perspectivas para la causa del socialismo con peculiaridades chinas”.
Aún reconociendo lo anterior, tampoco es sensato aferrarse a la idea de que el esquema político actual será inmune a los cambios. Por muy hermética que resulte China, es difícil suponer que no se cumplirá allí la clásica aseveración de que “la política es la expresión concentrada de la economía”. De manera que si las cosas se mueven en el plano económico, más temprano que tarde lo harán también en el orden político. Todo es cuestión de tiempo.
Si de algo no hay dudas es de que la China de hace 20 años ni se parece a la de hoy. Al menos en cuanto a prosperidad, pues la nación empobrecida y desquiciada de la década del 70 traspasa los umbrales del nuevo milenio con el vigor de un verdadero coloso. Los medios informativos de Cuba acostumbran a publicar abundantes noticias sobre el país asiático, centradas casi todas en los descomunales indicadores macroeconómicos que sitúan a los chinos entre las economías más fuertes y prometedoras del planeta. Es comprensible esa visión halagüeña que encontramos en nuestros periódicos y noticieros, la cual contrasta con los tintes sombríos que emplean esos mismos espacios para dibujar el mundo de hoy. La explicación está en que a Pekín se le ve como a un aliado ideológico, un régimen que continúa fiel a su rótulo socialista aún después del derrumbe del Muro de Berlín. Lo que no siempre se aclara es que detrás del despegue económico hay fórmulas que nada tienen que ver con los preceptos del marxismo.
Para entender los cambios que ha venido experimentando el país es preciso aludir a la obra de un hombre: Deng Xiaoping. Antes de que sus reformas comenzaran, China vivió casi 30 años bajo la égida de una de las personalidades más influyentes del último siglo: Mao Zedong, un maestro de escuela que saltó a la política para no abandonarla jamás. Fue fundador del Partido Comunista, dirigente en la lucha antijaponesa, actor protagónico durante la guerra civil que enfrentó a comunistas y nacionalistas, pero sobre todo, líder indiscutible de la República Popular proclamada el 1ro. de octubre de 1949. Desde esa fecha y hasta el 9 de septiembre de 1976, día en que murió ya octogenario, se las ingenió para lograr lo que no consiguieron muchos de sus predecesores imperiales: mantener unida en un puño aquella vasta nación.
Hubo épocas en las que el poder de Mao fue firme. Hubo otras en las que se tambaleó… Especialmente durante los turbulentos años 60, cuando el Gran Salto que había propuesto para sacar a China de la pobreza fracasó de forma espectacular y la economía se hundió. Para colmo de males, se abrió un abismo ideológico entre Pekín y Moscú, ya que Mao Zedong vio con muy malos ojos la política de coexistencia pacífica que ensayaba la Unión Soviética y no vaciló en tildarla de traición a la causa del socialismo. En medio de aquella situación en la que se conjugaban la crisis económica interna y el aislamiento internacional, muchas personalidades del Partido y el Estado apostaron por un rumbo más inteligente. Las posiciones moderadas ganaron terreno dentro de las estructuras gubernamentales y socavaron el poder absoluto de Mao, hasta entonces Gran Timonel de la cuestión china.
Pero el Gran Timonel no tenía un pelo de tonto. Era en realidad un hombre astuto, y cuando comprendió que las cosas se le iban de las manos desató una auténtica cacería de brujas contra sus enemigos. Ese es el Mao que mucha gente recuerda, el de la Revolución Cultural que se inició en 1966. Él y sus vociferantes seguidores presentaron aquella Revolución como un movimiento dirigido a erradicar los “rezagos burgueses del pasado” -incluidas costumbres y tradiciones-, y ni cortos ni perezosos arremetieron contra todos los que pretendían “restaurar el capitalismo”. Bajo esa fachada, los fanáticos maoístas realizaron una purga de grandes proporciones que privó a cientos de miles de chinos de sus cargos, de la libertad e inclusive de la propia vida. Como epílogo del bochornoso episodio, Mao Zedong restableció su poder y se dispuso a gobernar como un monarca absoluto.
Sus últimos años fueron similares a los de cualquier gobernante senil. Quiso llenar con su presencia cada rincón de la vida china y se autotituló inspirador de aquel pueblo. Un pueblo al cual el régimen le había inflamado el orgullo después de siglos de humillaciones, pero que continuaba sumido en la miseria y privado de los derechos fundamentales. El anciano líder también se esforzó por seducir al Tercer Mundo exportando una visión rural de los fenómenos sociales, que entró en pugna con los postulados del marxismo clásico, pero que aún así encontró eco en ciertos ambientes de izquierda y animó las acciones de grupos terroristas como Sendero Luminoso, en Perú. Lo curioso es que el hombre que durante largo tiempo se cansó de proclamar que la revolución era el único medio para poner fin al capitalismo, fue el mismo que recibió radiante en 1972 al Presidente norteamericano Richard M. Nixon e impulsó el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con Norteamérica y Japón.
La muerte de Mao permitió que se produjese una paulatina transferencia del poder hasta quedar en manos de Deng Xiaoping, una antigua víctima de la Revolución Cultural que sería la primera figura del escenario chino en los años 80 y 90. Artífice del boom que el país ha venido experimentando desde entonces, sus reformas hicieron posible el comienzo de una transición económica que transformó el rostro de China.
Deng heredó una nación agobiada por las locuras que se cometieron en vida de Mao Zedong; una nación con una economía calamitosa que era imperioso reanimar. Él y sus colaboradores no lo pensaron dos veces y prefirieron una fórmula nada marxista para sacar a sus compatriotas de la postración: la economía de mercado. Sobre esa base impulsaron un conjunto de cambios radicales en la agricultura, la industria y el comercio, sectores en los que empezó a señorear la propiedad privada. El estímulo del mercado hizo muy pronto que la producción agrícola se multiplicase, mientras que en la industria se auspició un proceso de modernización dando autonomía a las empresas del Estado y permitiendo la instalación de empresas privadas.
Tal vez lo que más asombró al mundo fue la apertura de China hacia el exterior. Las áreas costeras del Este resultaron las grandes vencedoras, con el establecimiento de zonas económicas especiales en las que se instalaron industrias financiadas con capital extranjero, junto a la creación de puertos libres donde las firmas nacionales podían negociar sin trabas con el exterior. La moneda fuerte comenzó a fluir y el gigante asiático reactivó sus entumecidos miembros. Como símbolo de la liberalización financiera, la ciudad de Shanghai inauguró su Bolsa de Valores. El comercio exterior, que alcanzaba apenas los 38 mil millones de dólares cuando Deng Xiaoping tomó el mando, saltó a 196 mil millones en 1994. Y se calcula que en los años 90 llegaron a China más de 300 billones en inversiones foráneas.
Pero el nuevo líder dejó claro que las reformas eran sólo económicas y no se extenderían al escabroso terreno de la política. El Partido Comunista Chino no contempló la posibilidad de abandonar el monopolio del poder, como hicieron sus homólogos de Europa del Este. Por eso, a las autoridades de Pekín no les tembló el pulso en 1989, cuando se intensificaron las manifestaciones en favor de una apertura democrática al estilo de la soviética. Precisamente por aquellos días Mijaíl Gorbachov estaba de visita, y Deng, con esa paciencia desconcertante que sólo los asiáticos saben mostrar, esperó a que se marchara el artífice de la perestroika para aplastar la incipiente rebelión en la Plaza Tiananmen. El mundo se horrorizó al ver las imágenes de los tanques ahogando el grito estudiantil que desafió al régimen.
De entonces a la fecha, y aunque Deng Xiaoping ya no está (murió en 1997 debido al Mal de Parkinson), el PCCh ha conservado el control de la situación sin dar marcha atrás a las reformas que hicieron de China un sólido baluarte económico y sin ceder un ápice de sus privilegios políticos. Lo que se preguntan los estudiosos es cuánto tiempo más será posible evitar las grietas en el monopolio del poder, principalmente porque el boom económico de las últimas décadas ha minado la unidad del país.
La patria de Mao es hoy una nación entre cuyas regiones median abismos. Al Este, las prósperas provincias costeras, verdadero imán para los inversionistas extranjeros en virtud de su excelente ubicación geográfica, sus recursos y sus bien preparados habitantes, los cuales disfrutan de un ingreso per cápita 75% superior al del resto de los chinos y viven al estilo de Japón, Europa o EE.UU. La costa, repleta de empresas manufactureras y con una actividad comercial intensísima, es el corazón económico del país y sus ciudades se han llenado de rascacielos y de boutiques. La prosperidad, que ya de por sí era impresionante, se acentuó en los últimos años con la entrada de China en la Organización Mundial del Comercio (OMC)… Sin hablar del destacado papel que han desempeñado en este despegue los chinos de la Diáspora con su dinero y sus conexiones internacionales.
El resto del país es otro mundo. En realidad, un Tercer Mundo. Las llanuras del interior son pobladas por cientos de millones de campesinos que se hunden en la pobreza debido a los altos impuestos y, sobre todo, porque desde que China entró en la OMC, los granos y las frutas occidentales -mucho más competitivos- inundan el país arruinando a la agricultura local. Hacia el noreste, lo que en otros tiempos se vislumbró como el corazón industrial de la nación, es hoy una zona llena de chatarra oxidada donde miles de obreros carecen de lo elemental: un trabajo que les permita sobrevivir honradamente. Más allá, en los bordes de la geografía china, hogar de las minorías étnicas nacionales, los cuantiosos recursos prodigados por la naturaleza fluyen hacia la costa, mientras sus habitantes se debaten en la pobreza, el analfabetismo y las aspiraciones independentistas.
He ahí un fenómeno que coexiste con el de la bonanza económica y al que hay que atender, pues si continúan profundizándose las diferencias entre la costa y el resto de las provincias del país, las tensiones se multiplicarán y el desenlace no será nada grato. Pekín ha tomado ya nota del asunto, porque lo que está en juego es el poder central. Como ha tomado nota también de otras realidades indeseables asociadas a la modernización, entre ellas la corrupción, el incremento de la actividad criminal, el imperio de las mafias locales, el auge del consumo de drogas y de la prostitución, junto a la alarmante proliferación del SIDA.
En el ámbito político, el futuro es incierto. Hay quienes piensan que la democracia no es una prioridad para el pueblo chino, tan habituado durante miles de años a los regímenes de fuerza; creen que sólo así, con mano dura, es posible gobernar un territorio tan vasto y heterogéneo. Olvidan, quizás, que el hombre tiene derechos inalienables independientemente de la cultura a la que pertenece. Y pierden de vista que, si las cosas siguen como van, con una economía capitalista en expansión, en época no muy lejana podrían surgir grupos económicamente fuertes con aspiraciones políticas, dispuestos a disputar el poder a los actuales gobernantes. El propio Partido Comunista Chino ha hecho malabares para responder a los nuevos tiempos y ha proclamado como brújula una mescolanza ideológica en la que se fusionan el marxismo, el pensamiento de Mao Zedong y las teorías de Deng Xiaoping.
Sin embargo, Pekín no necesitará tanto de teorías como de soluciones prácticas para enfrentar los retos de hoy. En el campo económico, los chinos actuaron sabia y oportunamente. Ahora la gran pregunta es: ¿actuarán también con sabiduría para solucionar sus desafíos sociopolíticos? Ojalá que sí, pues está en juego la suerte del país más poblado de la Tierra.

 

Revista Vitral No. 56 * año X * julio-agosto 2003
Yoel Prado Rodríguez
(Placetas, 1971)
Lic. en Periodismo y en Historia. Miembro del Consejo de Redacción de la revista “Amanecer”. Diócesis de Santa Clara.