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Mao Zedong
(Mao Tsé-tung) dirigió el movimiento comunista chino
durante las décadas de 1930 y 1940. Máximo dirigente
chino desde 1949 hasta su muerte en 1976.
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Presidente
de China desde 1993 y principal figura política de ese
Estado desde febrero de 1997, Jiang Zemin
representa a la nueva imagen de los dirigentes chinos.
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China se adentra en la primera
década del siglo XXI con un nuevo liderazgo. Hu Jintao, un hombre
joven, ganó relieve durante el último Congreso del Partido
Comunista (PCCh), al sustituir como Secretario General al veterano líder
Jiang Zemin. El evento cumbre de esta organización en la que
militan 66 millones de personas, procedió también a la
renovación del Buró Político y el Comité
Central -órganos de poder donde pululaban los dirigentes septuagenarios-
y abrió sus puertas a figuras impensables en otros tiempos. ¿Quién
iba a imaginar que los cánones ideológicos se tornarían
tan flexibles como para permitir la incorporación de los millonarios
a la vanguardia de la sociedad china?
Señales así han dado pie para que los sinólogos
emitan incontables opiniones y augurios. No faltan aquellos que ven
en la nueva cúpula (cuya cuota de poder crecerá paulatinamente),
el motor de las reformas políticas que se han venido postergando
hasta hoy y que son el complemento de las transformaciones económicas
verificadas en las últimas décadas. Un juicio osado, pues
los que así creen se empeñan en interpretar la problemática
china con patrones de pensamiento típicamente occidentales, muy
poco oportunos cuando se trata de una civilización milenaria
que ha desafiado más de una vez nuestra racionalidad
La
tierra de Confucio sigue siendo un gran enigma.
Decir que el régimen chino sufrirá modificaciones profundas
en el futuro cercano es una especulación arriesgada. Ante todo,
porque aquel inmenso país tiene su propio ritmo, su propia manera
de concebir y de hacer la historia; da la impresión de que allá
los acontecimientos no se suceden con la misma rapidez que en nuestras
sociedades, donde el reloj histórico camina de prisa. Además,
las autoridades de Pekín suelen proclamar a los cuatro vientos
que el Partido Comunista no tiene planes de compartir el poder, o sea,
que la apertura económica que tanto impresiona e ilusiona al
mundo no desembocará en una liberalización democrática
de corte occidental. Jiang Zemin, personaje imprescindible de estos
últimos 13 años, reafirmó que el propósito
es construir en todos los sentidos una sociedad modestamente acomodada
y abrir nuevas perspectivas para la causa del socialismo con peculiaridades
chinas.
Aún reconociendo lo anterior, tampoco es sensato aferrarse a
la idea de que el esquema político actual será inmune
a los cambios. Por muy hermética que resulte China, es difícil
suponer que no se cumplirá allí la clásica aseveración
de que la política es la expresión concentrada de
la economía. De manera que si las cosas se mueven en el
plano económico, más temprano que tarde lo harán
también en el orden político. Todo es cuestión
de tiempo.
Si de algo no hay dudas es de que la China de hace 20 años ni
se parece a la de hoy. Al menos en cuanto a prosperidad, pues la nación
empobrecida y desquiciada de la década del 70 traspasa los umbrales
del nuevo milenio con el vigor de un verdadero coloso. Los medios informativos
de Cuba acostumbran a publicar abundantes noticias sobre el país
asiático, centradas casi todas en los descomunales indicadores
macroeconómicos que sitúan a los chinos entre las economías
más fuertes y prometedoras del planeta. Es comprensible esa visión
halagüeña que encontramos en nuestros periódicos
y noticieros, la cual contrasta con los tintes sombríos que emplean
esos mismos espacios para dibujar el mundo de hoy. La explicación
está en que a Pekín se le ve como a un aliado ideológico,
un régimen que continúa fiel a su rótulo socialista
aún después del derrumbe del Muro de Berlín. Lo
que no siempre se aclara es que detrás del despegue económico
hay fórmulas que nada tienen que ver con los preceptos del marxismo.
Para entender los cambios que ha venido experimentando el país
es preciso aludir a la obra de un hombre: Deng Xiaoping. Antes de que
sus reformas comenzaran, China vivió casi 30 años bajo
la égida de una de las personalidades más influyentes
del último siglo: Mao Zedong, un maestro de escuela que saltó
a la política para no abandonarla jamás. Fue fundador
del Partido Comunista, dirigente en la lucha antijaponesa, actor protagónico
durante la guerra civil que enfrentó a comunistas y nacionalistas,
pero sobre todo, líder indiscutible de la República Popular
proclamada el 1ro. de octubre de 1949. Desde esa fecha y hasta el 9
de septiembre de 1976, día en que murió ya octogenario,
se las ingenió para lograr lo que no consiguieron muchos de sus
predecesores imperiales: mantener unida en un puño aquella vasta
nación.
Hubo épocas en las que el poder de Mao fue firme. Hubo otras
en las que se tambaleó
Especialmente durante los turbulentos
años 60, cuando el Gran Salto que había propuesto para
sacar a China de la pobreza fracasó de forma espectacular y la
economía se hundió. Para colmo de males, se abrió
un abismo ideológico entre Pekín y Moscú, ya que
Mao Zedong vio con muy malos ojos la política de coexistencia
pacífica que ensayaba la Unión Soviética y no vaciló
en tildarla de traición a la causa del socialismo. En medio de
aquella situación en la que se conjugaban la crisis económica
interna y el aislamiento internacional, muchas personalidades del Partido
y el Estado apostaron por un rumbo más inteligente. Las posiciones
moderadas ganaron terreno dentro de las estructuras gubernamentales
y socavaron el poder absoluto de Mao, hasta entonces Gran Timonel de
la cuestión china.
Pero el Gran Timonel no tenía un pelo de tonto. Era en realidad
un hombre astuto, y cuando comprendió que las cosas se le iban
de las manos desató una auténtica cacería de brujas
contra sus enemigos. Ese es el Mao que mucha gente recuerda, el de la
Revolución Cultural que se inició en 1966. Él y
sus vociferantes seguidores presentaron aquella Revolución como
un movimiento dirigido a erradicar los rezagos burgueses del pasado
-incluidas costumbres y tradiciones-, y ni cortos ni perezosos arremetieron
contra todos los que pretendían restaurar el capitalismo.
Bajo esa fachada, los fanáticos maoístas realizaron una
purga de grandes proporciones que privó a cientos de miles de
chinos de sus cargos, de la libertad e inclusive de la propia vida.
Como epílogo del bochornoso episodio, Mao Zedong restableció
su poder y se dispuso a gobernar como un monarca absoluto.
Sus últimos años fueron similares a los de cualquier gobernante
senil. Quiso llenar con su presencia cada rincón de la vida china
y se autotituló inspirador de aquel pueblo. Un pueblo al cual
el régimen le había inflamado el orgullo después
de siglos de humillaciones, pero que continuaba sumido en la miseria
y privado de los derechos fundamentales. El anciano líder también
se esforzó por seducir al Tercer Mundo exportando una visión
rural de los fenómenos sociales, que entró en pugna con
los postulados del marxismo clásico, pero que aún así
encontró eco en ciertos ambientes de izquierda y animó
las acciones de grupos terroristas como Sendero Luminoso, en Perú.
Lo curioso es que el hombre que durante largo tiempo se cansó
de proclamar que la revolución era el único medio para
poner fin al capitalismo, fue el mismo que recibió radiante en
1972 al Presidente norteamericano Richard M. Nixon e impulsó
el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con Norteamérica
y Japón.
La muerte de Mao permitió que se produjese una paulatina transferencia
del poder hasta quedar en manos de Deng Xiaoping, una antigua víctima
de la Revolución Cultural que sería la primera figura
del escenario chino en los años 80 y 90. Artífice del
boom que el país ha venido experimentando desde entonces, sus
reformas hicieron posible el comienzo de una transición económica
que transformó el rostro de China.
Deng heredó una nación agobiada por las locuras que se
cometieron en vida de Mao Zedong; una nación con una economía
calamitosa que era imperioso reanimar. Él y sus colaboradores
no lo pensaron dos veces y prefirieron una fórmula nada marxista
para sacar a sus compatriotas de la postración: la economía
de mercado. Sobre esa base impulsaron un conjunto de cambios radicales
en la agricultura, la industria y el comercio, sectores en los que empezó
a señorear la propiedad privada. El estímulo del mercado
hizo muy pronto que la producción agrícola se multiplicase,
mientras que en la industria se auspició un proceso de modernización
dando autonomía a las empresas del Estado y permitiendo la instalación
de empresas privadas.
Tal vez lo que más asombró al mundo fue la apertura de
China hacia el exterior. Las áreas costeras del Este resultaron
las grandes vencedoras, con el establecimiento de zonas económicas
especiales en las que se instalaron industrias financiadas con capital
extranjero, junto a la creación de puertos libres donde las firmas
nacionales podían negociar sin trabas con el exterior. La moneda
fuerte comenzó a fluir y el gigante asiático reactivó
sus entumecidos miembros. Como símbolo de la liberalización
financiera, la ciudad de Shanghai inauguró su Bolsa de Valores.
El comercio exterior, que alcanzaba apenas los 38 mil millones de dólares
cuando Deng Xiaoping tomó el mando, saltó a 196 mil millones
en 1994. Y se calcula que en los años 90 llegaron a China más
de 300 billones en inversiones foráneas.
Pero el nuevo líder dejó claro que las reformas eran sólo
económicas y no se extenderían al escabroso terreno de
la política. El Partido Comunista Chino no contempló la
posibilidad de abandonar el monopolio del poder, como hicieron sus homólogos
de Europa del Este. Por eso, a las autoridades de Pekín no les
tembló el pulso en 1989, cuando se intensificaron las manifestaciones
en favor de una apertura democrática al estilo de la soviética.
Precisamente por aquellos días Mijaíl Gorbachov estaba
de visita, y Deng, con esa paciencia desconcertante que sólo
los asiáticos saben mostrar, esperó a que se marchara
el artífice de la perestroika para aplastar la incipiente rebelión
en la Plaza Tiananmen. El mundo se horrorizó al ver las imágenes
de los tanques ahogando el grito estudiantil que desafió al régimen.
De entonces a la fecha, y aunque Deng Xiaoping ya no está (murió
en 1997 debido al Mal de Parkinson), el PCCh ha conservado el control
de la situación sin dar marcha atrás a las reformas que
hicieron de China un sólido baluarte económico y sin ceder
un ápice de sus privilegios políticos. Lo que se preguntan
los estudiosos es cuánto tiempo más será posible
evitar las grietas en el monopolio del poder, principalmente porque
el boom económico de las últimas décadas ha minado
la unidad del país.
La patria de Mao es hoy una nación entre cuyas regiones median
abismos. Al Este, las prósperas provincias costeras, verdadero
imán para los inversionistas extranjeros en virtud de su excelente
ubicación geográfica, sus recursos y sus bien preparados
habitantes, los cuales disfrutan de un ingreso per cápita 75%
superior al del resto de los chinos y viven al estilo de Japón,
Europa o EE.UU. La costa, repleta de empresas manufactureras y con una
actividad comercial intensísima, es el corazón económico
del país y sus ciudades se han llenado de rascacielos y de boutiques.
La prosperidad, que ya de por sí era impresionante, se acentuó
en los últimos años con la entrada de China en la Organización
Mundial del Comercio (OMC)
Sin hablar del destacado papel que
han desempeñado en este despegue los chinos de la Diáspora
con su dinero y sus conexiones internacionales.
El resto del país es otro mundo. En realidad, un Tercer Mundo.
Las llanuras del interior son pobladas por cientos de millones de campesinos
que se hunden en la pobreza debido a los altos impuestos y, sobre todo,
porque desde que China entró en la OMC, los granos y las frutas
occidentales -mucho más competitivos- inundan el país
arruinando a la agricultura local. Hacia el noreste, lo que en otros
tiempos se vislumbró como el corazón industrial de la
nación, es hoy una zona llena de chatarra oxidada donde miles
de obreros carecen de lo elemental: un trabajo que les permita sobrevivir
honradamente. Más allá, en los bordes de la geografía
china, hogar de las minorías étnicas nacionales, los cuantiosos
recursos prodigados por la naturaleza fluyen hacia la costa, mientras
sus habitantes se debaten en la pobreza, el analfabetismo y las aspiraciones
independentistas.
He ahí un fenómeno que coexiste con el de la bonanza económica
y al que hay que atender, pues si continúan profundizándose
las diferencias entre la costa y el resto de las provincias del país,
las tensiones se multiplicarán y el desenlace no será
nada grato. Pekín ha tomado ya nota del asunto, porque lo que
está en juego es el poder central. Como ha tomado nota también
de otras realidades indeseables asociadas a la modernización,
entre ellas la corrupción, el incremento de la actividad criminal,
el imperio de las mafias locales, el auge del consumo de drogas y de
la prostitución, junto a la alarmante proliferación del
SIDA.
En el ámbito político, el futuro es incierto. Hay quienes
piensan que la democracia no es una prioridad para el pueblo chino,
tan habituado durante miles de años a los regímenes de
fuerza; creen que sólo así, con mano dura, es posible
gobernar un territorio tan vasto y heterogéneo. Olvidan, quizás,
que el hombre tiene derechos inalienables independientemente de la cultura
a la que pertenece. Y pierden de vista que, si las cosas siguen como
van, con una economía capitalista en expansión, en época
no muy lejana podrían surgir grupos económicamente fuertes
con aspiraciones políticas, dispuestos a disputar el poder a
los actuales gobernantes. El propio Partido Comunista Chino ha hecho
malabares para responder a los nuevos tiempos y ha proclamado como brújula
una mescolanza ideológica en la que se fusionan el marxismo,
el pensamiento de Mao Zedong y las teorías de Deng Xiaoping.
Sin embargo, Pekín no necesitará tanto de teorías
como de soluciones prácticas para enfrentar los retos de hoy.
En el campo económico, los chinos actuaron sabia y oportunamente.
Ahora la gran pregunta es: ¿actuarán también con
sabiduría para solucionar sus desafíos sociopolíticos?
Ojalá que sí, pues está en juego la suerte del
país más poblado de la Tierra.
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