Los biólogos acostumbran
a enseñarnos que todos los seres vivos tenemos un ciclo inexorable
de vida. Se nace, se crece, se reproduce, se muere,...se desaparece...
o se transforma. Volvemos a ser polvo y los restos de todos los seres
vivos, vuelven a incorporarse a la Tierra y ésta a su vez nutre
la creación entera, que continúa este ciclo.
Nosotros los cristianos católicos sabemos que esto es verdad,
pero también creemos en la resurrección de Cristo, en
la vida eterna por sobre todo, y creemos en la comunión de los
santos. Creemos en una comunidad de bienes espirituales en la que todos
nos beneficiamos. No son bienes de este mundo, no nos referimos a bienes
materiales, culturales o artísticos. Es una comunidad de bienes
que no son perecederos, que no se destruyen, y con los que podemos prestarnos
una ayuda que a veces nosotros mismos, no somos capaces de calcular
y apreciar.
Cuando en nuestro vivir, ofrecemos al Señor nuestro trabajo,
nuestra oración, nuestra alegría, nuestro dolor y dificultades,
podemos hacer mucho bien a personas que están apartadas de nosotros,
muy lejos, y a la iglesia entera.
Algún día al final de los tiempos, nos será dado
conocer las repercusiones y resonancias que han tenido en la historia
del mundo y en nuestras historias personales, las palabras, las acciones
de un santo. También nos enteraremos de como nos han ayudado
estas aportaciones en momentos difíciles, a mantener nuestra
fe, a vencer los escollos de la vida, a seguir adelante, también
podremos contemplar lo eficaces que fueron nuestras oraciones y sacrificios
en otras personas. Todos los que creemos en Cristo y estamos unidos
a Él, los santos del cielo, las almas que no han llegado a la
gloria plena de Dios y los que aún vivimos en esta tierra, debemos
tener conciencia de nuestra fe, que permite que la gracia santificante
de Dios fluya entre nosotros. Esto es la comunión de los santos.
Los que aún vivimos en esta tierra, sabemos que la muerte cuando
nos enfrentamos a ella, cuando la vemos tronchar y arrancar inmisericorde,
diríamos que es absurda, si no somos capaces de entenderla.
Porque es ruptura y salto en la noche.
El animal, nace, vive y muere sin saberlo y por lo tanto sin saber para
qué, por qué, por quién... nosotros para ser capaces
de entender, tenemos que contestarnos estas interrogantes.
Esto, claro está, no mitigará nuestro dolor. Las lágrimas
no cesarán. No se trata de no llorar la muerte de los que amamos,
tal vez son nuestra última y sincera ofrenda. Si nos interesa
que nuestras lágrimas no se pierdan, que no sean una reacción
o una respuesta fisiológica y emocional. Si son ofrecidas cada
una de las lágrimas derramadas pueden hacer crecer la vida con
y en Jesucristo. Deben ser lágrimas de un resucitado que cree
en la resurrección.
Así queremos ofrecer las lágrimas nuestras, nuestro dolor
y el dolor y las lágrimas de todos en su arquidiócesis
camagüeyana, en sus comunidades, su clero, religiosos y religiosas,
diáconos, sus laicos, la Iglesia que está en Cuba.
El sufrimiento que el vacío de su partida provoca no puede ser
estéril, nos hace recordar que al mundo no lo salva el sacrificio
de Cristo. Lo que salva al mundo, y a todos nosotros ha sido el amor
con que Él ha cargado y ofrecido este sufrimiento y este sacrificio.
Tengamos presente, que como dijo alguien una vez: No es el leño
muerto el que ilumina y calienta, sino el fuego que consume al leño.
A las 10 y 30 p.m. aproximadamente, del viernes 9 de mayo, ya consumada
su misión viviendo su Pascua, pasó al Padre. Sus 79 años
de edad, fueron dedicados casi todos a preparar este momento, esperado
y anhelado de estar en el Padre, tantos años para sólo
en unos instantes ver la gloria que cada día aprendiera y enseñó
a ir viviendo.
Hacía muchos años que nuestras campanas no se quejaban
con tanto dolor. No fue necesario que se cumpliera la referencia bíblica
herid al pastor y se dispersarán las ovejas...ya
sus ovejas estaban dispersas, muchas de ellas en lugares distantes del
mundo, por eso el llanto no será exclusividad de nosotros y representará
la universalidad de esa Iglesia que tanto amó, y de esa fe que
supo sembrar y luego fructificar, aún lejos de su pastor.
Los que tuvieron el privilegio de compartir a su lado cercanamente su
celo pastoral, y los que tuvimos la oportunidad de seguir su magisterio
desde algo lejos en la distancia geográfica, no de la comunión,
continuaremos oyendo su voz como cuando se alzó en el ENEC en
ese memorable, aleccionador y profético discurso, la declaración
de apoyo y confianza en el laicado, más hermosa de la Iglesia
que está en Cuba.
Tenemos confianza en Dios, pero también confianza en Uds.
Durante estos 27 años la Iglesia cubana ha puesto en las manos
de los laicos, las cosas más queridas y más santas; las
cosas a las que la Iglesia da la máxima importancia:
Les puso en las manos la Eucaristía, para que la llevaran a los
enfermos.
Les puso en las manos las Sagradas Escrituras, para que la leyeran en
la asamblea.
Les puso en las manos las celebraciones de la Palabra para que las presidiera.
Les puso en las manos la economía de las parroquias para que
la administraran.
Con la misma confianza la Iglesia cubana les pone en las manos
su futuro, segura de la responsabilidad y seriedad, de la severidad
y coherencia, de la obediencia y objetividad de ustedes.
No es necesario mover el incensario en todas direcciones, ni inventariar
sus virtudes, cosa que su modestia y su humildad rechazarían.
Pastores como éste pasan la vida esparciendo el incienso de alabanza
a Dios de su misma vida, sus gestos, sus palabras, sus acciones, son
las de los hombres santos que pasan dejando la huella de Cristo. No
necesitan altavoces, son la voz de Dios.
No sé por qué relaciono en mi mente su muerte con las
palabras que pronunció el Apóstol José Martí,
el 27 de noviembre de 1891, en el aniversario del fusilamiento de los
estudiantes de medicina en el Liceo de Tampa. Ese José Martí
sobre el que, en patriótico homenaje Monseñor Adolfo pronunció
su conferencia Martí y el amor en el Seminario de
San Carlos y San Ambrosio de La Hababa, donde traduce la admiración
y el respeto que siempre el Apóstol le inspiró.
Aquellas palabras fueron:
...rompió de pronto el sol sobre un claro del bosque y
allí, al centelleo de la luz súbita, vi sobre la hierba
amarillenta erguirse, en torno al tronco negro de los pinos caídos,
los racimos generosos de los pinos nuevos...
Y ahora caigo en cuenta, que era, para con permiso de nuestro José
Martí poder decir, ...esos son ustedes, los pinos nuevos....
Los 30 sacerdotes por él ordenados, los diáconos, los
cientos y hasta miles de bautizados, los catecúmenos y todos
a los que su palabra y ejemplo enseñó un camino y la forma
de andar en él.
No te has ido pastor y padre, hermano, amigo de todo un pueblo, ese
pueblo camagüeyano del que decías que no era regionalista
sino legendario, como lo eras tú en realidad...
Leyenda para un pueblo, cariño que rompió límites
provinciales, magisterio para el que no alcanzarán los tinajones
para encerrar. Acendrado amor por Cuba y lo cubano, no orgulloso de
su cubanía, sino pleno de serlo, cubano entero, camagüeyano
siempre, dialogando siempre, incansablemente...
No te decimos adiós, porque creemos en la Resurrección.
Volvemos a tus palabras en el discurso inaugural del ENEC, que a medida
que se releen parecen tu legado a todos y cada uno de nosotros hoy:
No tenemos ni la primera ni la última palabra de todo,
pero creemos que existe una primera y una última palabra de todo
y esperamos, en aquel que la tiene, el Señor.
En Él miramos con serena confianza el futuro siempre incierto,
porque sabemos que mañana, antes de que salga el sol, habrá
salido sobre Cuba y sobre el mundo entero, la providencia de Dios.
Referencias
Discurso inaugural del ENEC, pronunciado por Monseñor Adolfo
Rodríguez. La Habana, febrero de 1986.