La aparición
de Antología poética de Cintio Vitier (FCE, Col. Tierra
Firme, México, 2002) suscita múltiples recepciones. Añado
la mía bajo la certeza de que comento una de las obras cuya visión
hoy puede resultar muy extemporánea precisamente por lo que tiene
de estrictamente imprescindible. Aunque la aparente paradoja se deshace
al leer los poemas, intento fundamentar tal afirmación desde
el título: Si un autor contemporáneo hace pertinente una
cita de José Martí es Cintio Vitier. Rompo la promesa
de evitar mención, referencia o alusión—aprensiones
contra las descontextualizaciones manipuladoras— porque nadie
mejor para interiorizar una de las frases esenciales que el único
cubano imprescindible colocó a la entrada de Versos libres: “Pero
la poesía tiene su honradez y yo he querido siempre ser honrado”.
La coherencia entre acto creador y palabras que lo hacen tangible es
el mejor signo para sugerir el ánima de sus poemas, a partir
aquí del polémico —por suscitante— prólogo
y de la magnífica—por abarcadora— selección
realizados por uno de nuestros críticos de más honduras
y sapiencias: Enrique Saínz.
La honradez como búsqueda ontológica deja un silencio
tras las tentaciones de la palabra. La tensa armonía entre pensamiento
y lenguaje a la vez abarca la existente entre lo que se dice y lo que
se cree. Los tópicos de para qué se escribe —hoy
más depredados que nunca antes, gracias a la globalización
desidentificadora y trivializante — alcanzan asideros a través
de lo que Guiuseppe Ungaretti consideró como finalidad, cuando
tal vez a sí mismo se dijo que “ha poblado de nombres el
silencio”. Un silencio abismo y desgarradura ante las contingencias
huracanadas de la vida y ante los absurdos afectivos y racionales del
cotidiano avance hacia la muerte, pero como meditación que rehuye
el vacío existencial y las falsas poéticas de la desesperanza,
la moda posmoderna que confunde el fin de Hegel —y de las construcciones
de sus discípulos— con el de la historia ; que además
suele regalar o vender la oportunista genuflexión ante la rapidez
internáutica, ante la dispersión y vacuidad que Rilke
presagiara.
Un silencio que Cintio Vitier puebla de nombres: “ese gran trabajador
que es el silencio” —como dice en “Prosa para mi nacimiento”—,
con un sentido que no es necesario compartir para admirar sus texturas
versales, sus marcas al granito de la siempre tensa comunicación.
Un silencio que Octavio Paz intentó sugerir, no encarcelar, cuando
aseveró: “...lo más digno es el silencio. Pero hay
que merecerlo. Para callar es necesario haberse arriesgado a decir.
El silencio se apoya en la palabra y por ella se vuelve significación
—una significación que las palabras no pueden ya decir.
El poeta no tiene más remedio que escribir con los ojos fijos
en el silencio”.
En “El rostro de Vallejo” —poema en prosa a Raúl
Hernández Novás, tras su trágico suicidio—
le dice al poeta tan vallejiano como él: “Cuando íbamos
a decir, cuando decíamos, su silencio no estaba a nuestro alcance,
ni siquiera al suyo. Nos quedábamos buscando su silencio por
una playa desierta, como ahora encontramos la sonrisa y la risa y el
sabor del vino compartido y la centella del flamenco hablado en el persistente
coro de Julio Vélez”. Merecedor de las reflexiones —éticas
y estéticas— consustanciales al silencio, sobre todo las
que en su ontología conducen a la muerte y a la resurrección,
al Espíritu Santo, Cintio Vitier es el poeta de la Galaxia Orígenes
que junto a Lezama más silencios —enigmas a la intemperie—
ha dedicado a la poesía, para compartir con las otras voces vigorosas
del grupo —Fina García Marruz, Eliseo Diego, Gastón
Baquero y Virgilio Piñera— los asedios al poema.
Al leer la antología —convertida casi hasta el final en
relectura crítica— disfruté desde luego la certeza
intertextual de que también me hallo ante el Cintio ensayista,
cuya generosidad no ha excluido nunca la sana, higiénica distancia
—silencio martiano— ante los hormigueros que anteponen razones
exógenas al disfrute artístico. Libre de los prejuicios
que algunos prejuiciados le han querido endilgar —ahí está,
para citar uno entre muchos ejemplos de su pluralismo, la traducción
de Illuminations y el ensayo sobre Rimbaud realizados hace más
de medio siglo—, Cintio Vitier muestra una rara coherencia filosófica
cuya urdimbre —estudio riguroso, complejidad crítica, reflexiones
estratégicas— le hace defender con incorruptible limpieza
su modo de pensar, pero que nunca ha sido débil, nunca ha excluido
la visión ecuménica basada en el Sí, el diálogo
socrático que sabe de la existencia del No, aunque haya preguntas
cuya respuestas rebasan el binarismo, se abran hacia La conversación
infinita que el recién fallecido Maurice Blanchot quería.
Y ello está en sus mejores versos, los enriquece porque los aventura,
como sucede en “Plegaria”, en “La tregua” o
en “Casa de Lezama”.
Confieso ahora que realicé una lectura a la inversa, de los poemas
más recientes a los primeros que escribiera. Suscribí
la intención —como hizo Gastón Baquero en Magias
e invenciones— de minimizar en lo posible cualquier línea
férrea. El resultado ha sido una feraz espiral perceptiva que
rebasa con creces cualquier extrañamiento ante algún leivmotiv.
Y como “Etcétera es la única palabra que la hoja
abomina” —como nos recuerda en “La hoja”—
no quiero detenerme en almacenar detalles, aunque el ejemplo sirva para
enunciar una zona poco observada en su poesía: la del humor y
la sátira, la que es capaz de “Adivinanzas” tan jugosas
como esta que siento tan cerca de María Zambrano —la discípula
rebelde— respecto de José Ortega y Gasset: “Lo que
le dijo el maestro al alumno: / No me mires de ese modo.”
Sus timbres más peculiares pudieran tener una ilustración
nítida y apasionante en “Última sábana”,
poema esencial —por poco entro en la moda-Bloom de decir “canónico”.-
Las “Tantas sábanas en su vida” también son
las del poeta. Ternura frágil y frágil añoranza.
Cariño con que la memoria halla las palabras para que no se le
olvide no sólo su infancia sino su actitud infantil, no sólo
el Colegio Irene Tolland donde estudiara su madre, sino las disciplinas
amorosas que allí recibiera. Recuerdo que a través de
un símbolo se convierte en superposición a nivel de todo
el texto, en yuxtaposición temporal y espacial cuyo dinamismo
ascendente encabalga —como Fray Luis de León— y mitifica
a la vez las imágenes familiares.
“Última sábana” muestra muy bien cómo
la poesía de Cintio tiene un procedimiento ucrónico, una
distancia siempre necesaria, donde los motivos o detalles elegidos son
de inmediato volatilizados, llevados por sugerencia a planos afectivos
y al mismo tiempo racionales. Siempre rehuyendo castillos tropológicos
y grandilocuencias, y no para distanciarse de ningún otro poeta
coetáneo sino porque allí es donde actúa mejor,
donde sus estímulos de estirpe romántica, pero sin afán
de grandeza, tienen sus asideros más sugestivos. No sustituye
como los vanguardistas sino instituye como los ajenos a ismos creacionistas.
El procedimiento en “Última sábana” va como
un cuento que se medita a sí mismo, como una confesión
que necesita intercalar escenas más verídicas —artificio
bien difícil— a través de elementos mínimos,
porque constantemente asciende al embeleso, se recoge dentro del alma:
“Canasta del alma, que no sabe cómo / iba y venía
con el alma”.
Recomiendo en consecuencia una lectura sin etapas, es decir, sin señalar
divisiones basadas en circunstancias de las que se infieren con notorio
facilismo determinista consecuencias expresivas. Reto, por ejemplo,
a ponerle data a “Dama pobreza”, a que alguien sea capaz
de argumentar si pudo ser de los primeros o de los últimos poemas
que ha escrito. Y sin membretes, es decir, sin que términos muy
equívocos por ideologizados —trascendentalismo, realismo...—
puedan entorpecer la recepción. ¿Es realista “Modesta
solución” o trascendentalista “La Mancha”?
Por favor... ¿No es mejor extirpar las etapas y etiquetas que
empobrecen el azar de la lectura, seguir la misma fórmula que
Cintio reserva para la bondad en “Enero 1995”: “Hablo
de la bondad: sus formas / pertenecen a lo desconocido”?
También difiero de quienes se han dejado apresar mecánicamente
por el acontecer político inmediato o por el rechazo en bloque
a su cosmovisión teleológica. El error —curiosa
paradoja en autores aún jóvenes que presumen de “estar
al día”— consiste en acercarse a su obra con un instrumental
de análisis viejo, neopositivista, bajo confrontaciones —contradicción
gnoseológica— del pasado siglo XX. Al re-sentir se convierten
en estatuas de sal, y así la apreciación termina por creer
que en arte se progresa, que una metáfora se supera. Tal yerro
se empantana mucho más respecto de su obra poética, como
si el estudio de Lo cubano en la poesía —una cumbre de
nuestra crítica literaria y en su última conferencia la
más vigorosa especulación sobre los sesgos que nos identifican—
dejara fuera al poeta Cintio Vitier de la visión que allí
compendia, deslinda, enuncia y sugiere. Observar con escepticismo la
idea de que “la poesía nos cura de la historia y nos permite
acercarnos a la sombra del umbral”, no debe conducir a sectarismos
empobrecedores.
Leer “Examen del maniqueo” puede ser un buen antídoto,
sobre todo cuando detrás puede leerse la “Respuesta al
examen del maniqueo”. Haz y envés de la misma hoja, el
poeta sabe observar desde varios ángulos. En la crítica,
en efecto, humilla su soberbia. En la resaca pasa a ser víctima
y no penitente. En uno es impotente, miserable, “un oscuro obrero
de la monstruosa construcción”. En la réplica la
reflexión rebasa cualquier forma inquisidora o totalitaria mediante
el amor —y aquí se argumenta también mi referencia
a José Martí. Allí, en la otra cara del examen,
cuando la respuesta extiende su ignorancia para saber mejor, objeta
cualquier mirada discriminante, afirma: “Pero el asunto es el
amor, / sobre el que no hay definiciones ni escrutinios, / el amor que
está viviendo en ti / (como en toda criatura) / una vida suficiente
y misteriosa”.
Quizás una similar reflexión moduló Enrique Saínz
al concluir —mejorándolo— su prólogo: “El
poeta seguirá dándonos, en sucesivas entregas, su sabiduría
y el extraordinario placer de dialogar con los otros, con nosotros mismos
y con las innumerables entidades que conforman la existencia”.
Obsérvese que el crítico usa el plural, que huye de la
entidad y de esa forma abre el espectro. Similar diálogo —Rimbaud
y la otredad— es signo en sus poemas de que le va la vida en ellos,
de que ellos viven precisamente porque no cierran el juego de instantes,
de percepciones disímiles. Desde sus innumerables entidades disfrutamos
mejor del memorioso cariño, ingrávido y grávido
—como él mismo indagara al construir nuestras tradiciones
poéticas— que dejan no fuera sino en la singularidad de
su tiempo la Luz ya sueño o La hoja y la palabra, la Sedienta
cita o el Cuaderno así...
Las décimas de “Sorpresas del resurrecto” creo que
desde el epígrafe de Paul Claudel sugieren las inumerables entidades,
los muchos Cintio Vitier que se debaten porque son auténticos
testimonios, rasgaduras y desasosiegos que no pierden el afán
de imposible. Una de las décimas es bien significativa: “...la
estrellita/ que pálidamente grita / contra el ventanón
oscuro / donde mis dogmas abjuro / a favor de la mañana, / jícara,
leche y jarana”. Poema incluido en Versos de la nueva casa (1991-2),
es vecino de “Todo el fragmento”, donde: “Esperar
es todo / —no se sabe qué— / infinito nuestro / patria
de existir”. Un poco antes, en Poemas de mayo y junio, en el autobiográfico
soneto “Doble herida”, afirma: “Este ir de la vida
a la escritura / y volver de la letra a tanta vida, / ha sido larga,
redoblada herida / que se ha tragado el tiempo en su abertura”.
Al participar de estas existencias —escritas con una engañosa
sencillez— no sólo entiendo mejor que se le haya otorgado
un premio como el Juan Rulfo, sino —en la intimidad del diálogo
con los poemas— su comunión con Thomas Merton, con el cristianismo.
Lezama lo dijo —claro que mejor— en “Cantos de Cintio
Vitier”. Después de afirmar que “malicia y rencor
no pueden ser buenos lectores de poesía”, avizora: “Cuando
exista entre nosotros (...) el paisaje lejano, que reconstruye por evocación,
las misteriosas tejedoras repasarán sus sílabas para penetrar
por transparencia o salvarse por conjuro”. En esa lejanía
mi lectura enfatiza la honradez como coherencia, como testimonio de
sus entidades. Porque transparencia y conjuro —cópula y
disyunción— son el reto que Cintio escribe, el temblor
que nos deja.
(En La Habana, marzo 2003)