Ventura Jackson era
un buen pescador -hijo de antiguos pescadores de larga experiencia,
sabios del mar conocidos en su comunidad porteña- siendo especialmente
diestro en la captura de langostas con trampas artesanales confeccionadas
con sus manos, así como las redes que tejía para pescar,
de las que se jactaba que eran las más fuertes y mejor tejidas
para atrapar gran cantidad de peces sin romperse.
Ventura era un marinero robusto y noble de mirada triste, en la que
denotaba soledad y sufrimiento producidos por el fallecimiento prematuro
de su querida esposa Miriam, quien había fallecido un año
atrás a consecuencias de fiebres malignas de malaria, dejando
en la horfandad a su pequeña hija Marina de 7 años de
edad.
Marina era una niña de frágil contextura y bien podía
pasar desapercibida entre las otras niñas de la comunidad, a
no ser porque en su carita morena y ovalada, enmarcada por su ensortijado
cabello negro se destacaban cual dos mecheros de fuego sus ojos grandes
y brillantes de intenso color miel. Al verlos, parecía como si
el astro rey que se oculta diariamente en el horizonte del mar al caer
la tarde, se hubiera detenido fijamente en ellos. En tan límpido
espejo se podía percibir también la pureza de su espíritu
y una profunda vivacidad que se desbordaba cada vez que abría
sus ojos al nuevo día.
La mayoría de las veces Ventura salía en su bote pesquero
a su diaria faena en el mar sin ningún acompañante, dejando
a su hija en tierra firme a cargo de su suegra Carmela, buena mujer
que la amaba y cuidaba con esmero, pues Marina era el único descendiente
de su hija fallecida.
Ventura arribaba al embarcadero del Puerto casi siempre a las 11 de
la mañana en pleno sol caribeño. Y cuando la pesca era
más intensa llegaba a las 5 de la tarde, cuando el sol se ocultaba
a sus espaldas, produciéndole con su tenue calor un cosquilleo
en sus musculosos brazos y en la nuca, refrescando su respiración
con la brisa del mar.
La mayoría de las veces llegaba con el bote cargado de peces
de todos los tamaños, los que eran esperados por los lugareños
para comprarlos. Pero lo que más le gustaba a Ventura era que
su pequeña hija corría sobre el embarcadero a recibirlo
con grandes muestras de alegría, y cuando llegaba cerca, se refugiaba
en sus fuertes brazos estampándole un sonoro beso en la cara.
En otras ocasiones y cuando la soledad arreciaba en su cuerpo, a Ventura
le ardía la sangre, y su brillante mirada se posaba en el lejano
mar con pasión, deseando adentrarse en sus profundas aguas para
experimentar el estallido de la adrenalina en sus venas ante la proximidad
del peligro de una pesca mayor, como la del tiburón.
Otras veces no se arriesgaba tanto, pues desde la cubierta del bote,
por lo general, lanzaba hacia el mar los desperdicios sangrantes de
peces pequeños en abundancia para cebar a los escualos y atraerlos
con el olor de la sangre fresca. Era entonces que los escualos se agolpaban
muy cerca de la embarcación, ocasión que Ventura aprovechaba
para arponear a la presa más grande. Y cuando de tortuga Carey
se trataba, prefería las de mayor peso, para lo cual se hacía
acompañar en la travesía con su amigo Henry Hodgson, pescador
de experiencia. Henry era quien se quedaba en cubierta haciéndose
cargo de los aperos de pesca y de la polea para subir las presas, pues
su fuerza era muy grande y ese trabajo era cosa fácil para él.
Para la pesca mayor del día Ventura comenzó a equiparse
con la mascarilla especial para buceo profundo, fuertes aletas y suficiente
oxígeno en el tanque sujeto a sus espaldas. En la pantorrilla
izquierda se fajaba siempre un filoso cuchillo en su funda y en la cintura
una resistente soga que era el cordón umbilical que lo unía
a la polea en la cubierta del bote. En su mano derecha esgrimía
un arpón grande, especial para pesca mayor. El ceremonioso equipamiento
era críticamente examinado por su amigo Henry, quien constataba
minuciosamente cada detalle del equipo antes de que Ventura descendiera
al mar.
Finalmente el pescador se lanzó al océano. El contacto
con el agua enfrió su piel acostumbrada al calor. A medida que
descendía en total calma las azules aguas se iban tornando frías
y la luz del sol se iba quedando atrás como un círculo
luminoso o una boca de fuego encima de su cabeza.
El sitio le era conocido como de mediana profundidad, y como un niño
en busca de un premio de juguetería descendió en total
silencio hacia las profundidades, apreciando la espectral serenidad
del jardín marino que a sus ojos le presentaba la exhuberancia
de su belleza y que nunca se cansaba de admirar. Buscó las grandes
rocas cubiertas de coral, anémonas y peces exóticos muy
pequeños, así como de erizos que parecían piñas
negras llenas de espinas pegadas a la roca en donde había extraído
ostras y esponjas en otras ocasiones, o arponeado peces de mediano peso.
En ese mismo lugar una serpiente Morena que vivía en las hendiduras
del montículo rocoso lo había asustado terriblemente con
sus filosos dientes.
Finalmente se ocultó ante la presencia de una solitaria tortuga
verde (de esas que emigran hacia nuestras costas caribeñas a
desovar para perpetuar la especie), pero como la vio muy pequeña,
la dejó ir.
Continuó acechando hasta ver acercarse a una Carey grande que
nadaba muy tranquila. Ventura se preparó para la embestida del
animal con el afilado arpón automático en sus manos, el
que disparó diestramente. La lucha había comenzado. El
estilete penetró profundo perforando de lado a lado el cuello
del quelonio. La Carey estaba herida de muerte, pero aún herida
nadó algunas yardas pegada del arpón, intentando zafarse
en vano entre sus estertores de muerte. Ventura nadó la distancia
que lo separaba de la Carey que había caído al lecho marino
y tiró fuertemente de la soga que llevaba enrollada en su cintura,
para que al tirón de la cuerda se alertara Henry en la cubierta
del bote en la superficie, a fin de que los izara con la polea cuanto
antes, para evadir a los chacales del mar que al olor de la sangre fresca
los atacarían.
El rescate transcurrió en forma eficiente y al caer la tarde
se enrumbaron hacia el Puerto con su carga, que era esperada ansiosamente
por los pobladores de la comunidad, los que venían acercándose
a ver y a participar en el destace de la gran tortuga para llevarse
una porción de carne a sus hogares.
Era un sábado del mes de agosto y último día de
pesca de la semana para Ventura. El día convidaba con su radiante
sol a salir al mar y recorrerlo para aspirar el salitre marino y sentir
estallar sobre la cara la espuma de las olas, que como pelusa de hielo
lo salpicaban.
En esa ocasión contrató nuevamente a su amigo Henry para
que se hiciera cargo de la navegación del bote hacia alta mar
para estar libre de obligaciones y dedicar toda su atención a
su hija Marina, a quien había invitado a acompañarlos.
De todos modos no tenía pensado pescar ese día. Más
bién sería espléndido el paseo para la niña,
quien brincaba de alegría con el hecho de estar cerca de su padre
y navegando hacia alta mar junto a él.
En mar adentro suceden cosas insólitas como la de ese día.
Sorpresivamente y ante la vista de los seres que estaban en el bote
pesquero, una tortuga Carey muy grande se arrimó a la quilla
de la embarcación. Curiosamente la Carey estaba siendo protegida
por dos delfines que giraban continuamente a su alrededor para evitar
seguramente el ataque de los tiburones, ya que venía sangrando
fuertemente de una de sus aletas. A simple vista la tortuga parecía
muy cansada y a punto de fenecer. Casi suplicaba con sus ojos por un
poco de pescado para alimentarse y agarrar fuerzas para seguir navegando
hacia alguna playa donde pudieran cicatrizarse sus heridas.
Los marinos y la niña se quedaron viéndola asombrados.
En el pensamiento de los hombres rayó únicamente la emoción
de una pesca fácil y la ambición de una buena venta de
carne y de carey en el Puerto.
Para la niña fue terrible verla en tales condiciones, y una transmisión
invisible de pensamientos –incomprensible para los humanos- se
cruzó entre ella y la Carey. La niña percibió el
mensaje y suplicaba a su padre para que no le hiciera daño; le
pidió que tuvieran misericordia de la Carey, que estaba mal herida
y con hambre; así mismo les relató que la Carey “le
había hablado”, pidiéndole ayuda para que la dejaran
descansar un poco junto a la quilla del bote, antes de continuar su
nado.
Sin hacer caso de las súplicas infantiles, los pescadores lanzaron
ruidosas carcajadas que rompieron con su eco el silencio. Continuaron
riéndose y burlándose y Marina pudo ver como su propio
padre a quien tanto amaba, la tildaba entre risas dañinas de
niña estúpida y sensiblera.
Los pescadores prepararon el arpón mecánico y lo lanzaron
certeramente contra la tortuga herida. Un bramido chirriante de dolor
rompió el ambiente. Marina temblaba asustada por los hechos que
se venían desencadenando uno tras otro, y más aún,
al ver el rostro de su padre descompuesto por la insidia de matar a
un ser indefenso.
La niña se tapó los oídos con sus pequeñas
manos para no escucharlos. Al ver esto Ventura la zarandeó por
los hombros y la mandó a sentar en la pequeña cabina del
bote para que no viera la matanza. Pero Marina estaba enloquecida de
dolor por lo que sabía que le iba a pasar a la Carey.
El cielo y las aguas se sublevaron contra tanta maldad. Las olas formaron
elevados picos en sus crestas hasta llegar al punto de ladear al bote
peligrosamente, a punto de sucumbir. En tal angustia, sólo se
escuchaban los gritos asombrados de los marinos quienes buscaban como
agarrarse de lo que podían para no morir. En medio del trance
Ventura gritaba a su hija para que se agarrara de la puerta de la cabina,
pero no la vio por ningún lado.
Marina había sido arrastrada hacia el mar, así como la
tortuga desangrada sobre la cubierta del bote. El pescador sintió
que la situación se había escapado de sus manos al no
prever la seguridad de la niña, lanzando gritos de dolor y frustración
en medio de la tormenta.
Minutos más tarde, que parecieron siglos, el mar volvió
a la calma y el sol se abrió paso entre los negros nubarrones.
La angustia oprimía el corazón de Ventura cuando constató
que su hija no estaba dentro del bote y se dispuso a tirarse al mar
para buscarla. Los fuertes brazos de Henry lo detuvieron en vilo, pues
había visto que en las ahora quietas aguas los tiburones acechaban.
Los hombres estaban desesperados; la tormenta los había alejado
del sitio en donde suponían había caído la niña.
Las horas fueron pasando y con gran dolor tuvieron que darla finalmente
por perdida en el mar, en medio de un espeso silencio que era más
intenso que sus propios latidos.
Al amanecer del día domingo, los tristes hombres regresaron al
Puerto y Ventura no tenía ánimos para seguir viviendo.
Los años fueron pasando lentamente y con ellos las esperanzas
de ver aparecer a la niña. Desde ese aciago día él
no regresó más al mar. Su suegra Carmela, horrorizada
por la tragedia, falleció meses después.
Como ya no le quedaba ningún asidero en este mundo para continuar
viviendo (hasta de Dios había renegado). Ventura mal vendió
su bote pesquero y dejó de ser el buen hombre que todos conocían,
dedicándose a beber y beber licor interminablemente, hasta rodar
al suelo en medio de la suciedad que él mismo expelía.
Dilapidó hasta el último centavo que le quedaba de la
venta del bote y pasó a sobrevivir de la caridad de los pescadores,
hasta el día de su muerte.
Al día de hoy, las tortugas Carey continúan luchado por
sobrevivir a las grandes matanzas de los pescadores, quienes sin ningún
remordimiento desobedecen la prohibición de tiempos de veda y
cada vez más están desapareciendo de nuestros mares por
el exterminio del hombre.
Cuentan los viejos pescadores que una gigantesca Carey de grandes ojos
brillantes color miel reina en el mar, y se hace acompañar de
dos delfines de aguas profundas. Algunos pescadores atraídos
por el misterio la han visto pasar muy cerca de sus botes y la han perseguido
por muchas horas. Y cuando consideran que finalmente está a su
alcance, lanzan sus arpones que se pierden en el mar, pues la Carey
y los delfines desaparecen inexplicablemente en el aire. Con todo esto
no se dan por vencidos y han continuado rastreándola con el sonar
de sus embarcaciones, localizándola nadando serenamente a muchas
millas marinas, sobre aguas profundas y fuera del alcance de su maldad.
14 de agosto de 2002