Cuando los amigos de Vitral me
invitaron a escribir una crónica sobre Mons. Adolfo,
tuve dos reparos. Uno, que lo único que podría aportar
era el Adolfo que he percibido, es decir, que probablemente sería
poco objetivo; que tal vez cuando otro leyera el escrito diría
que ese no es el Adolfo que el conoció. Rápidamente caí
en la cuenta de que la objetividad pura es inalcanzable, precisamente
porque una de las dimensiones del conocimiento es la relación,
en este caso entre dos sujetos. A Jesús lo conocemos en cuanto
conocido por sus contemporáneos, en cuanto creído por
sus seguidores. Y ese Jesús conocido y creído es el que
llega a nosotros y es, cómo no, verdadero Jesús.
El otro reparo, más bien dificultad, era el temor de que aquello
conocido, por su misma densidad, no pudiera expresarlo en palabras,
o lo expresara mal. Cuando tienes que escribir sobre algo, acerca de
una cosa, las palabras dominan, y la realidad se rinde y queda atrapada
por la gramática. Es la primera vez que escribo sobre una persona,
es decir, que hago antropología. Y hacer antropología
de la humanidad, del hombre abstracto, es menos difícil que hacerla
del hombre concreto que no te deja mentir, que te corrige y que se escapa
de los conceptos. Escribir sobre el hombre, misterio para sí
mismo, es una temeridad. Y hacerlo del hombre Adolfo es un desafío.
Parece que las palabras no bastan, que pierden la capacidad simbólica
cuando la realidad a la que están llamadas a apuntar es grande,
es símbolo ella misma de una realidad mayor. Pero, por otra parte,
la historia de salvación ha confiado en la palabra, y en palabras
humanas tenemos la revelación del misterio de Dios, en palabras
Jesús nos habló del Padre, en palabras se traduce muchas
veces la obra del Espíritu en la Iglesia y en el mundo.
Por tanto, desde mi experiencia personal y en palabras, trataré
de recorrer la personalidad de Mons. Adolfo, es decir, aquello que le
hace igual y diferente a la vez de los demás hombres, lo que
le da consistencia y peso específico a su vida.
A Mons. Adolfo no le conocí con otro nombre. Cierto que su madre
le llama Adolfito, y que algunos, mayores, los de su primera parroquia
de Vertientes, todavía le recuerdan como el Padre Adolfo. De
esos nombres solo tengo noticias. De su niñez poco conozco. El
mismo se ha referido a estas coordenadas, por ser tan sencillas y comunes,
como el mundo desconocido del que vengo. No solía
hablar mucho de ella, al menos conmigo. Sé que su padre murió
cuando era muy joven y que tenía un maestro que era toda una
institución en su pueblo natal de Minas.
Del Padre Adolfo las noticias son más frescas y abundantes para
mi. Trabajé tres años en Vertientes y aunque habían
pasado ya treinta desde que el Padre Adolfo no vivía allí,
la memoria del corazón seguía funcionando en muchos de
los que ahora visitaban la clínica estomatológica.
Treinta años pueden borrar datos numéricos, apellidos,
rostros, pero poco pueden hacer contra quien dedicó alma, vida
y corazón a ese pueblo. Cuando el obispo anterior llamó
al Padre Adolfo para encomendarle el cuidado pastoral de aquella parroquia
no le dio más que un manojo de llaves. Y cuando llegó
al pueblo, sólo había una capilla en mal estado, sin casa,
sin un cuarto, sin servicio ni baño y con una comunidad exigua.
Quien llegaba era un sacerdote joven, con los estudios de teología
recién terminados en la Universidad Pontificia de Comillas, en
el norte cantábrico español. Después de escuchar
lo que él mismo contaba de esta etapa de su vida y oír
los recuerdos de la gente del pueblo de Vertientes no es desatinado
concluir que este fue el taller donde se forjó la fe, el carácter,
el espíritu, la filosofía personal de Mons. Adolfo.
En apenas cuatro años había experimentado el P. Adolfo
la verdadera grandeza de lo humano, el sabor del éxito personal
y lo relativo de ese éxito. Si al comenzar la década de
los sesenta Vertientes tenía una iglesia con su torre y campanario,
casa parroquial, tres colegios, un dispensario, y una comunidad cristiana
floreciente, al salir el P. Adolfo de allí para el entonces Obispado
de Camagüey, todo aquello había sido probado y purificado
por la política atea del gobierno revolucionario, y muchas de
esas obras ya estaban en otras manos. Y lo que dejaba no era muy distinto
a lo que encontraba: un edificio episcopal vacío, desordenado
por los varios registros e incautaciones a que fue sometido, y una diócesis
sin clero, sin religiosas, sin obras sociales, con iglesias clausuradas,
acusada en los medios de comunicación de quinta columnista del
imperialismo yanqui y de connivencia con el régimen dictatorial
anterior. No puedo dejar de relacionar una de sus frases en la última
carta recibida de él: el camino que lleva a la bienaventurada
eternidad está empedrado de polvo y piedras, a veces grandes,
a veces pequeñas, que nos exigen no vivir de lo pequeño...
el misterio se alcanza al precio de renunciar a lo superfluo, muchas
veces sensible, y todo lo esencial no es sensible; el Señor no
se ve y es esencial; lo demás es relativo.
Los trazos de Mons. Adolfo, el hombre que conocemos, hay que encontrarlos
tejiéndose en estos años.
A quien yo conocí, entonces, fue a Mons. Adolfo. Habían
pasado ocho años desde su nombramiento y ordenación episcopal
cuando yo nacía de un matrimonio muy joven de la parroquia de
Santa Ana, en la ciudad de Camagüey. La implicación activa
de mis padres en la vida de la comunidad, la cercanía de los
curas a la vida familiar, así como el trabajo pastoral con los
jóvenes, tanto en la parroquia como luego en el Secretariado
Diocesano, fueron puentes entre mi vida y la vida de Mons. Adolfo, entre
mi fe y mi experiencia religiosa y la fe y el testimonio del Obispo
de Camagüey.
Quizás la experiencia primera que tuve de Mons. Adolfo fue la
de quien cuida. Y cuidar es lo propio del padre. Mons. Adolfo nos cuidaba,
es decir, había aprendido el arte de estar presente, disponible,
sin imponerse. Es ese estar cerca sin violentar la libertad.
Y esto es una gracia, porque es la manera que tiene Dios de ser y de
estar. Nos cuidaba cuando en la escuela recibíamos amenazas por
causa de nuestra fe; también con sus visitas a la casa. Cuidaba
con sus preguntas acerca de lo que pensábamos, de lo que opinábamos,
de cómo nos iba en la escuela o en el grupo de la parroquia.
También nos examinaba sobre lo aprendido en el catecismo. No
olvido cuando Padilla, su chofer, trajo varias veces a la casa algo
de comer cuando por la hepatitis tuve que hacer una dieta rigurosa.
Sin embargo, Mons. Adolfo tenía dos formas de cuidar muy peculiares.
Una era rezando por ti. De él aprendí que es falsa esa
expresión que se dice cuando no se puede hacer nada material
por alguien: lo único que puedo hacer es rezar por ti.
Hoy tengo que confesar que a su oración debo mucho, que saber
que mi nombre está escrito en el papelito que ponía
debajo del sagrario de la capilla del Obispado ha producido confianza
en momentos difíciles. Y cuidaba con su extrema reserva. No recuerdo
haber escuchado de Mons. Adolfo alusiones directas a defectos de persona
alguna. Cierto que de tus defectos te hablaba, aunque por su delicadeza
sólo te dabas cuenta cuando habían pasado unas horas de
la conversación. Creo que el truco era que los personalizaba:
al hablar de los defectos suyos te hablaba de los tuyos. Sí le
oías alabar las cualidades de los otros; sobre los defectos,
silencio. Esta combinación era elocuente para hacerte crecer.
Otro de los atractivos que siempre tiene un adulto para un adolescente
es si aquel enseña, y sobre todo si sabe enseñar. Mons.
Adolfo era un maestro. Ya lo había sido en los colegios de Vertientes.
Y aunque le quitaron los colegios, no pudieron quitarle el carisma.
Todo el contexto era apasionante. Subías las grandes escaleras
que llevan del primero al segundo piso del Obispado, mirabas los asientos
y la mesa del gran salón que me siempre me recordaba alguno de
los escenarios del programa infantil Las aventuras y entrabas
a la oficina del Obispo. Para un muchacho las dimensiones son diferentes.
Un gran escritorio se convierte en un inmenso escritorio, y así
los balances, las puertas, los libros, y el Obispo. Cada encuentro con
él era esperado con ansiedad y cada despedida una nostalgia.
Todo hablaba en Mons. Adolfo: sus manos, sus ojos, los gestos, la mirada.
Y su palabra. No he encontrado a nadie que cuente historias como él.
Hacía un retrato plástico de las escenas de tal manera
que te metías junto con él y las vivías con él,
y aprendías de ellas y de él.
Aunque yo fui creciendo, siguió siendo maestro. Ha sido maestro
para todos, para niños y ancianos, para matrimonios y jóvenes,
para ateos y para cristianos, para laicos y para sacerdotes. El nuncio
anterior, Mons. Stella, me comentó que cada vez que pasaba por
Camagüey, llegaba para aprender de Mons. Adolfo, a quien llamó
mi hermano y amigo Adolfo, paradigma sabio, sereno y culto de
la figura sacerdotal, del ministro de Cristo, roble firme, inhiesto
e hidalgo. Su sabiduría no venía esencialmente de
Comillas, ni de las frecuentes lecturas. Creo que aprendió de
dos fuentes que siempre tienen algo que ofrecer: el Evangelio de Jesús
y la vida humana.
Mons. Adolfo creyó firmemente que Jesús era la vida, y
a él iba una y otra vez, ya por su palabra, ya por la oración,
o por la Eucaristía. Nunca olvidaré aquella historia que
hacía, y que disfrutaba tanto haciéndola, sobre el día
en el que los hombres fueron reunidos en un gran salón y un presentador
anunciaba la llegada de los más grandes personajes históricos.
Cuando cada personaje entraba al salón, todos se ponían
de pie. Al final, el nombre que pronunció el presentador fue
el de Jesucristo, y en este momento, después del silencio que
hacía Mons. Adolfo en la narración para crear expectativa,
decía: y entonces todos se pusieron de rodillas.
Y con ello comenzaba su catequesis sobre Jesucristo. Me impresiona una
de sus confesiones de fe en Jesús: Jesús vive, vive
su persona, vive su obra, vive su palabra.
Su otra fuente: la vida humana. La vida vivida no saltando de una experiencia
nueva a otra, multiplicando encuentros superficiales, sino viviendo
la experiencia que toca en cada momento, optada o como consecuencia
de una opción, en toda su radicalidad. Cuando se llega a la raíz
de lo humano a través de una experiencia humana concreta, se
encuentra que esa experiencia es común a todo hombre; es la coincidencia
en lo esencial. Por ello, desde su vida, pudo iluminar. Fue su manera
de acercarse y sumergirse en el misterio del hombre y en el misterio
de Dios.
Al releer en estos días sus cartas, las de los dos últimos
años, me asombro de la nitidez con que se perciben sus sentimientos.
Mons. Adolfo era un hombre espontáneo, lo que no puede traducirse
por variable. Había en él un centro sereno, firme, acogedor,
alegre, optimista que configuraba y era el soporte de todo lo accidental.
Pero le encontrabas siempre afectivo, unas veces preocupado, otras cansado.
En estas cartas se siente algo destartalado, capaz de cogerse
lucha si no sabe con frecuencia de nosotros, con la duda de
si podrá vernos ordenados sacerdotes de Jesucristo, conocedor
de su paciencia, admirado ante una celebración eucarística.
Creo que la elegancia de este hombre, consciente de la limitación
humana y de la grandeza de su vocación, hace que sean sus escritos
los que tengan más carga emocional. Mons. Adolfo no era un hombre
seco, como decimos los cubanos. Me dice, al conocer a un sacerdote amigo
que le visitaba El Padre es una persona entusiasmante en todos
los aspectos. Como yo quisiera haber sido y ser. Más adelante
confiesa que no sabía que los quería tanto, y cuando
lo supe ya yo me despedía. Delante de los miles de personas
que agolpaban la catedral camagüeyana para celebrar el cambio de
Arzobispo, se expresó así: me siento contento y
a la vez apenado... tendría que llevar un ladrillo en el corazón
si fuera capaz de darme lo mismo una cosa que otra. La buena cabeza
de Mons. Adolfo no limitó que viviera también desde su
gran corazón.
Esa elegancia y afectividad, ese carisma magisterial, le hacía
un conversador nato. Una frase que oímos seguramente todos los
que por una u otra razón nos encontrábamos con él
y eran ya pasadas las 11 de la noche, fue: bueno, por mi podemos
seguir conversando, porque hasta las 6 de la mañana no tengo
nada que hacer. Mons. Adolfo era el hombre del encuentro. Disfrutaba
encontrándose. Y se encontraba con todos. En una ocasión
el párroco de un pueblo de la diócesis sufrió un
accidente y Mons. Adolfo le sustituyó. Yo tuve la suerte de ir
de chofer suyo y acompañarle. Como era Navidad, a las celebraciones
venía gente de la comunidad y otros como visitantes. Entre éstos
estaba un grupo de jóvenes, amigos del cura accidentado, que
más bien eran los malos del pueblo. Mons. Adolfo
se quedó hablando con ellos después de despedir a todos.
Esta dinámica no puede venir sino de quien se sabe orientado
hacia los demás: estoy consciente de que hemos sido elegidos,
bendecidos, rotos para ser entregados a los demás. Encontrarse
con los otros para encontrarse a sí mismo, perderse para hallarse.
No creo que sea ajeno a esto su apuesta por el diálogo. Un diálogo
que en su caso estaba cimentado en ese diálogo peculiar que puede
establecer un hombre con los demás hombres cuando, antes y después,
dialoga con Dios.
Cuando íbamos con algún problema, sobre todo problemas
en las relaciones interpersonales, su consejo era hablar, porque los
cubanos hablando se entienden. El diálogo fue una de sus
herramientas para construir nuestra familia diocesana, para hacer crecer
las vocaciones, para acompañar a matrimonios y sacerdotes. El
diálogo fue su propuesta y apuesta en las relaciones con el Estado,
con los cubanos de dentro y de fuera. La unidad del que siempre fue
paladín solo se construía por el diálogo. Las soluciones
serían el fruto maduro de un diálogo maduro, en el que
una parte no sabe de antemano lo que le va a responder a la otra.
Otro de los logros de Mons. Adolfo fue el equilibrio entre tradición
y renovación. No podemos olvidar que el joven obispo Adolfo fue
padre conciliar del Vaticano II. Este evento del espíritu que
marcó profundamente la Iglesia de la segunda mitad del siglo
XX marcará la teología, y sobre todo, la eclesiología
de Mons. Adolfo. Tanto en sus escritos como en sus homilías aparecen
con frecuencia citas de los Padres de la Iglesia, en el latín
original que seguidamente traducía. De éstos hay un nombre
y una obra que tenía lugar preferente en la espiritualidad de
Mons. Adolfo: San Agustín. Por otra parte, parafraseaba la Sagrada
Escritura con mucha facilidad y constantemente brotaban de sus labios
frases ya sea de los evangelios como del antiguo testamento. Un lugar
preferente lo tiene San Pablo y sus escritos.
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Multitudinaria
procesión acompañó
al féretro de Monseñor Adolfo.
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Este anclaje en la tradición, en lo sustancial y más evangélico
de ella, acompañaba y enriquecía la apertura de Mons.
Adolfo a lo nuevo, sobre todo en lo pastoral: no podemos echar
vino nuevo en odres viejos. Una preocupación que no lo
abandonaba y que lo ocupaba era la de encontrar la forma de aplicar
hoy, aquí, el Evangelio, tanto en la dimensión personal
como en la comunitaria y social.
No podemos decir, al menos desde mi perspectiva personal, que Mons.
Adolfo fue el hombre de las muchas iniciativas personales, al menos
como Obispo. Lo que sí es evidente para los que trabajamos a
su lado en la Pastoral Diocesana es que fue el hombre acogedor de cuanta
iniciativa pastoral seria se le proponía. Cuando fui a presentarle
el proyecto, hecho por varios, de una publicación que aglutinara
las varias hojitas que circulaban en la Diócesis,
el Boletín Diocesano, lo único que me dijo fue: comiencen
y de aquí a quince años veremos si este proyecto es bueno.
Esta era su verdadera riqueza: potenciar la riqueza de todos. Muchos
pudimos comentar con amigos que se nos había ocurrido tal cosa
y que Mons. Adolfo nos dijo que sí y nos va a ayudar.
La eclesiología de Mons. Adolfo no podía ser ajena a la
fraguada en el Concilio Vaticano II. Tuvo la oportunidad, y aprovechada,
de poder construir su diócesis casi desde cero, desde la comunión,
clave eclesiológica del Concilio. La manera en que Mons. Adolfo
se refería a los demás protagonistas de la comunidad eclesial
muestra esa teología hecha vida en su ministerio episcopal. Para
el Obispo de Camagüey, los sacerdotes religiosos y diocesanos son
dos maneras de ser la misma cosa; sacerdotes y laicos están
recíprocamente ordenados, y la pastoral no se puede estructurar
en torno al sacerdote, esto por principio teológico, pero menos
en la Iglesia de Cuba que tiene poquísimos sacerdotes y muchísimos
laicos. Esta era su eclesiología y desde ella amaba profundamente
a la Iglesia, porque solo amándola se cree en ella. Comunión
y Pueblo de Dios fueron dos categorías teológicas profusamente
usadas en sus homilías y documentos, en las conversaciones que
día a día iban, como agua, regando la tierra buena
del Evangelio, como definía él a la tierra cubana.
Si alguien lee las circunstancias en las que Mons. Adolfo desarrolló
su ministerio sacerdotal y episcopal, le costaría creer que en
medio de todo ello fuera un hombre profunda y seriamente optimista.
Creo que a veces creía más que nosotros en las propuestas
que le hacíamos. Para él un signo de la vejez espiritual
era precisamente el momento en que se sustituyen las ilusiones
por las lamentaciones, los sueños por las quejas, el optimismo
por el pesimismo. En una de sus últimas cartas se expresaba
así: la última ilusión que brilla en la cabeza
y en el corazón son el Seminario de Camaguey, el Hogar de Ancianos
de Florida y la reconstrucción de la iglesia de Cascorro.
En la inauguración de uno de los Juegos Deportivos de la Vicaría
nos recordaba a los jóvenes la importancia de soñar porque
toda realidad empieza por ser un sueño. Este optimismo
tan suyo puede tener dos sustentos: el apreciar y valorar los pequeños
pasos y la fe. Ante los pequeños pasos reconocía que
la vida se teje de pasos, a menudo esporádicos, improvisados
y esos pequeños pasos, pequeños logros son las pequeñas
riquezas con las que la Iglesia cubana ha podido hacer el milagro de
las manos vacías que son las manos capaces de dar lo que no tienen.
Un hombre de fe. Si sólo me permitiesen referirme a una de las
dimensiones existenciales de Mons. Adolfo no dudaría en hacerlo
de la fe, de su fe. Una fe indivisible en el hombre y en Dios.
En una tanda de ejercicios ignacianos caí en la cuenta de que
yo era el resultado de una historia de fe y de perdón de todos
los que de una u otra manera han sido co-protagonistas de mi historia.
Que estaba donde estaba y había hecho lo que había hecho
porque mucha gente había perdonado y había vuelto a confiar.
Una de esas personas ha sido Mons. Adolfo. Y hoy, cuando miro atrás
y alrededor, puedo descubrir que no soy un caso aislado. No pocas veces
criticamos tal o cual oportunidad dada por Mons. Adolfo a quien desde
toda lógica humana era un caso perdido, sin imaginar
que nosotros habíamos pasado también por ser ese estado,
delante suyo y delante de otros.
Esta fe en el hombre no puede ser otra que la que brota de la fe en
Dios. Desde su testimonio he aprendido que quien dice que tiene fe en
Dios y no tiene fe en lo que Dios puede hacer en el hombre, miente.
Así encarnó en su persona y en su práctica pastoral
la afirmación de la primera carta de Juan: quien dice que ama
a Dios y no ama a su hermano, miente. Mons. Adolfo ha vivido creyendo
que este mundo, a pesar de todos los signos de muerte, va hacia la vida;
ha vivido creyendo que todo hombre puede volver a comenzar de nuevo;
ha vivido creyendo que en Cuba las cosas cambian y que el presente
no es igual al pasado, ni el futuro lo será con respecto al presente.
Fe y paciencia, fe y confianza. Siempre nos invitó a confiar.
Desde su ordenación sacerdotal, con el lema Sé en
quien he confiado, pasando por el lema de su ordenación
episcopal Es bueno confiar en el Señor, hasta el
consejo que se permite dar por el permiso especial que le da el
pasar de los 70: confiar en Dios. Y nos puede invitar a la confianza
porque él no se arrepiente de haber repetido millares de
veces, en las buenas y en las malas, en las horas fáciles y en
las difíciles: Señor, en ti confío constatando
que siempre Dios le dio la respuesta en el momento exacto.
Para Mons. Adolfo, la confianza hace milagros, el verdadero milagro
de que la voluntad de Dios se cumpla en mí, y no que la voluntad
nuestra se cumpla en él.
Confiamos en Mons. Adolfo porque sabíamos que su fe en Dios y
en el hombre no era una fe alienada, ingenua, facilona. Porque toda
fe es purificada por la cruz y la cruz fue la compañera de la
fe de Mons. Adolfo. Cuando alguien pasaba por su despacho a decirle
que había problemas en el seminario o en la comunidad, que deseaba
cambiar de pareja porque había dificultades, se quejaba del trabajo
que tenía, o le decía que ya no podía seguir viviendo
en Cuba, había, antes de toda matización y personalización,
una convicción que salía de su misma vida: las cruces
no se quitan, sino que se cambian; un sacerdote sin cruz es una cruz
para la Iglesia y una Iglesia sin cruz no es Iglesia de Jesucristo.
Debo terminar, sobre todo para no correr el riesgo de que el lector
se canse. Y puede cansarse porque no es Mons. Adolfo el que habla, el
que escucha, el que le mira. He intentado que sea él quien esté
en estas páginas, pero como él mismo afirmaba cada uno
es alguien pensado, irrepetible, querido por alguien que nos trasciende.
Le traicionaría si no trajese, aunque fuera al final, una palabra
suya sobre el tiempo. Es una meditación muy agustiniana que Mons.
Adolfo hizo suya y que formaba parte de su espiritualidad más
profunda. Cuando los tiempos son especialmente difíciles, nos
preguntamos todos ¿por qué me ha tocado vivir este tiempo?
¿qué puedo hacer con el tiempo?
El tiempo es lugar y oportunidad para el optimismo, no tenemos
derecho a ser pesimistas... porque el presente y el futuro están
preparados por lo mejor del pasado. Si algo rechazaba el Obispo
era tratar de burlar el tiempo, los procesos, porque el tiempo
se venga de lo que se hace sin tiempo. Cualquier tiempo es tiempo
de revelación, y escudriñar los signos de los tiempos
es una obligación, un imperativo para todo cristiano, así
como que cualquier tiempo es objeto de la providencia de Dios: hemos
de caminar hoy el camino de hoy y mañana el camino de mañana,
sin pretender ver el camino entero. El tiempo es la oportunidad
que tiene el hombre de encontrarse con lo fundamental, con lo esencial
y orientar su vida, autodeterminarse eternamente hacia el Señor
de la Vida: el tiempo es la duración de la paciencia divina.
En lo personal, era consciente del paso del tiempo, del peso del tiempo
en su vida. Pide su dimisión pensando realmente en la Diócesis...
porque 41 años dirigiendo esta Diócesis... son bastantes
años para que una Diócesis necesite ya sangre nueva...
La edad posibilita muchas cosas, pero limita otras muchas. Es
el tiempo quien le permite convertirse en actor y en espectador
crítico, a la vez, de sí mismo. Y el tiempo de cada
uno, de cada persona, es ese espacio que Dios nos confía para
que en él tenga lugar el milagro del amor.
Cada uno es marcado por su tiempo, pero cada uno cualifica el tiempo.
Mons. Adolfo hizo que su tiempo y el nuestro fuera mejor. Sin él,
el tiempo que nos ha tocado vivir no sería el que ha sido, y
para bien. Hay un misterio que todavía me sobrecoge, y es el
de la necesaria mediación humana de la gracia de Dios. De Mons.
Adolfo dependía que esa gracia inundara al pueblo de Camagüey,
a su Iglesia, y algo más allá de sus fronteras, porque
un hombre en gracia es un hombre que va con el Espíritu que no
conoce fronteras. Y esa gracia llegó. Por personas como Mons.
Adolfo podemos seguir creyendo, a pesar de todo, que no somos meros
objetos de la historia, partículas perdidas en las vueltas que
da el mundo, puntos indiferentes en el tiempo. Él hizo experiencia
humana, y yo tengo esa experiencia, de que no nos debemos quejar
de los tiempos, porque nosotros somos el tiempo; seamos mejores y los
tiempos serán mejores. Él ha hecho mejor 79 años
de la historia de Cuba y ha hecho mejores a los cubanos.