Revista Vitral No. 55 * año X* mayo-junio 2003


SUELTO

 

HA MUERTO MONS. ADOLFO:
LAS PALABRAS NO BASTAN CUANDO LA REALIDAD A LA QUE ESTÁN LLAMADAS A APUNTAR,
LAS DESBORDAN

ENRIQUE RODRÍGUEZ GUTIÉRREZ

 

 

Mons. Adolfo Rodríguez

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cuando los amigos de Vitral me invitaron a escribir una “crónica” sobre Mons. Adolfo, tuve dos reparos. Uno, que lo único que podría aportar era el Adolfo que he percibido, es decir, que probablemente sería poco objetivo; que tal vez cuando otro leyera el escrito diría que ese no es el Adolfo que el conoció. Rápidamente caí en la cuenta de que la objetividad pura es inalcanzable, precisamente porque una de las dimensiones del conocimiento es la relación, en este caso entre dos sujetos. A Jesús lo conocemos en cuanto conocido por sus contemporáneos, en cuanto creído por sus seguidores. Y ese Jesús conocido y creído es el que llega a nosotros y es, cómo no, verdadero Jesús.
El otro reparo, más bien dificultad, era el temor de que aquello conocido, por su misma densidad, no pudiera expresarlo en palabras, o lo expresara mal. Cuando tienes que escribir sobre algo, acerca de una cosa, las palabras dominan, y la realidad se rinde y queda atrapada por la gramática. Es la primera vez que escribo sobre una persona, es decir, que hago antropología. Y hacer antropología de la humanidad, del hombre abstracto, es menos difícil que hacerla del hombre concreto que no te deja mentir, que te corrige y que se escapa de los conceptos. Escribir sobre el hombre, misterio para sí mismo, es una temeridad. Y hacerlo del hombre Adolfo es un desafío. Parece que las palabras no bastan, que pierden la capacidad simbólica cuando la realidad a la que están llamadas a apuntar es grande, es símbolo ella misma de una realidad mayor. Pero, por otra parte, la historia de salvación ha confiado en la palabra, y en palabras humanas tenemos la revelación del misterio de Dios, en palabras Jesús nos habló del Padre, en palabras se traduce muchas veces la obra del Espíritu en la Iglesia y en el mundo.
Por tanto, desde mi experiencia personal y en palabras, trataré de recorrer la personalidad de Mons. Adolfo, es decir, aquello que le hace igual y diferente a la vez de los demás hombres, lo que le da consistencia y peso específico a su vida.
A Mons. Adolfo no le conocí con otro nombre. Cierto que su madre le llama Adolfito, y que algunos, mayores, los de su primera parroquia de Vertientes, todavía le recuerdan como el Padre Adolfo. De esos nombres solo tengo noticias. De su niñez poco conozco. El mismo se ha referido a estas coordenadas, por ser tan sencillas y comunes, como “el mundo desconocido del que vengo”. No solía hablar mucho de ella, al menos conmigo. Sé que su padre murió cuando era muy joven y que tenía un maestro que era toda una institución en su pueblo natal de Minas.
Del Padre Adolfo las noticias son más frescas y abundantes para mi. Trabajé tres años en Vertientes y aunque habían pasado ya treinta desde que el Padre Adolfo no vivía allí, la memoria del corazón seguía funcionando en muchos de los que ahora visitaban la clínica estomatológica.
Treinta años pueden borrar datos numéricos, apellidos, rostros, pero poco pueden hacer contra quien dedicó alma, vida y corazón a ese pueblo. Cuando el obispo anterior llamó al Padre Adolfo para encomendarle el cuidado pastoral de aquella parroquia no le dio más que un manojo de llaves. Y cuando llegó al pueblo, sólo había una capilla en mal estado, sin casa, sin un cuarto, sin servicio ni baño y con una comunidad exigua. Quien llegaba era un sacerdote joven, con los estudios de teología recién terminados en la Universidad Pontificia de Comillas, en el norte cantábrico español. Después de escuchar lo que él mismo contaba de esta etapa de su vida y oír los recuerdos de la gente del pueblo de Vertientes no es desatinado concluir que este fue el taller donde se forjó la fe, el carácter, el espíritu, la filosofía personal de Mons. Adolfo.
En apenas cuatro años había experimentado el P. Adolfo la verdadera grandeza de lo humano, el sabor del éxito personal y lo relativo de ese éxito. Si al comenzar la década de los sesenta Vertientes tenía una iglesia con su torre y campanario, casa parroquial, tres colegios, un dispensario, y una comunidad cristiana floreciente, al salir el P. Adolfo de allí para el entonces Obispado de Camagüey, todo aquello había sido probado y purificado por la política atea del gobierno revolucionario, y muchas de esas obras ya estaban en otras manos. Y lo que dejaba no era muy distinto a lo que encontraba: un edificio episcopal vacío, desordenado por los varios registros e incautaciones a que fue sometido, y una diócesis sin clero, sin religiosas, sin obras sociales, con iglesias clausuradas, acusada en los medios de comunicación de quinta columnista del imperialismo yanqui y de connivencia con el régimen dictatorial anterior. No puedo dejar de relacionar una de sus frases en la última carta recibida de él: “el camino que lleva a la bienaventurada eternidad está empedrado de polvo y piedras, a veces grandes, a veces pequeñas, que nos exigen no vivir de lo pequeño... el misterio se alcanza al precio de renunciar a lo superfluo, muchas veces sensible, y todo lo esencial no es sensible; el Señor no se ve y es esencial; lo demás es relativo.”
Los trazos de Mons. Adolfo, el hombre que conocemos, hay que encontrarlos tejiéndose en estos años.
A quien yo conocí, entonces, fue a Mons. Adolfo. Habían pasado ocho años desde su nombramiento y ordenación episcopal cuando yo nacía de un matrimonio muy joven de la parroquia de Santa Ana, en la ciudad de Camagüey. La implicación activa de mis padres en la vida de la comunidad, la cercanía de los curas a la vida familiar, así como el trabajo pastoral con los jóvenes, tanto en la parroquia como luego en el Secretariado Diocesano, fueron puentes entre mi vida y la vida de Mons. Adolfo, entre mi fe y mi experiencia religiosa y la fe y el testimonio del Obispo de Camagüey.
Quizás la experiencia primera que tuve de Mons. Adolfo fue la de quien cuida. Y cuidar es lo propio del padre. Mons. Adolfo nos cuidaba, es decir, había aprendido el arte de estar presente, disponible, sin imponerse. Es ese “estar cerca” sin violentar la libertad. Y esto es una gracia, porque es la manera que tiene Dios de ser y de estar. Nos cuidaba cuando en la escuela recibíamos amenazas por causa de nuestra fe; también con sus visitas a la casa. Cuidaba con sus preguntas acerca de lo que pensábamos, de lo que opinábamos, de cómo nos iba en la escuela o en el grupo de la parroquia. También nos examinaba sobre lo aprendido en el catecismo. No olvido cuando Padilla, su chofer, trajo varias veces a la casa algo de comer cuando por la hepatitis tuve que hacer una dieta rigurosa.
Sin embargo, Mons. Adolfo tenía dos formas de cuidar muy peculiares. Una era rezando por ti. De él aprendí que es falsa esa expresión que se dice cuando no se puede hacer nada material por alguien: “lo único que puedo hacer es rezar por ti”. Hoy tengo que confesar que a su oración debo mucho, que saber que mi nombre está escrito en el “papelito” que ponía debajo del sagrario de la capilla del Obispado ha producido confianza en momentos difíciles. Y cuidaba con su extrema reserva. No recuerdo haber escuchado de Mons. Adolfo alusiones directas a defectos de persona alguna. Cierto que de tus defectos te hablaba, aunque por su delicadeza sólo te dabas cuenta cuando habían pasado unas horas de la conversación. Creo que el truco era que los personalizaba: al hablar de los defectos suyos te hablaba de los tuyos. Sí le oías alabar las cualidades de los otros; sobre los defectos, silencio. Esta combinación era elocuente para hacerte crecer.
Otro de los atractivos que siempre tiene un adulto para un adolescente es si aquel enseña, y sobre todo si sabe enseñar. Mons. Adolfo era un maestro. Ya lo había sido en los colegios de Vertientes. Y aunque le quitaron los colegios, no pudieron quitarle el carisma. Todo el contexto era apasionante. Subías las grandes escaleras que llevan del primero al segundo piso del Obispado, mirabas los asientos y la mesa del gran salón que me siempre me recordaba alguno de los escenarios del programa infantil “Las aventuras” y entrabas a la oficina del Obispo. Para un muchacho las dimensiones son diferentes. Un gran escritorio se convierte en un inmenso escritorio, y así los balances, las puertas, los libros, y el Obispo. Cada encuentro con él era esperado con ansiedad y cada despedida una nostalgia. Todo hablaba en Mons. Adolfo: sus manos, sus ojos, los gestos, la mirada. Y su palabra. No he encontrado a nadie que cuente historias como él. Hacía un retrato plástico de las escenas de tal manera que te metías junto con él y las vivías con él, y aprendías de ellas y de él.
Aunque yo fui creciendo, siguió siendo maestro. Ha sido maestro para todos, para niños y ancianos, para matrimonios y jóvenes, para ateos y para cristianos, para laicos y para sacerdotes. El nuncio anterior, Mons. Stella, me comentó que cada vez que pasaba por Camagüey, llegaba para aprender de Mons. Adolfo, a quien llamó “mi hermano y amigo Adolfo, paradigma sabio, sereno y culto de la figura sacerdotal, del ministro de Cristo, roble firme, inhiesto e hidalgo”. Su sabiduría no venía esencialmente de Comillas, ni de las frecuentes lecturas. Creo que aprendió de dos fuentes que siempre tienen algo que ofrecer: el Evangelio de Jesús y la vida humana.
Mons. Adolfo creyó firmemente que Jesús era la vida, y a él iba una y otra vez, ya por su palabra, ya por la oración, o por la Eucaristía. Nunca olvidaré aquella historia que hacía, y que disfrutaba tanto haciéndola, sobre el día en el que los hombres fueron reunidos en un gran salón y un presentador anunciaba la llegada de los más grandes personajes históricos. Cuando cada personaje entraba al salón, todos se ponían de pie. Al final, el nombre que pronunció el presentador fue el de Jesucristo, y en este momento, después del silencio que hacía Mons. Adolfo en la narración para crear expectativa, decía: “y entonces todos se pusieron de rodillas”. Y con ello comenzaba su catequesis sobre Jesucristo. Me impresiona una de sus confesiones de fe en Jesús: “Jesús vive, vive su persona, vive su obra, vive su palabra”.
Su otra fuente: la vida humana. La vida vivida no saltando de una experiencia nueva a otra, multiplicando encuentros superficiales, sino viviendo la experiencia que toca en cada momento, optada o como consecuencia de una opción, en toda su radicalidad. Cuando se llega a la raíz de lo humano a través de una experiencia humana concreta, se encuentra que esa experiencia es común a todo hombre; es la coincidencia en lo esencial. Por ello, desde su vida, pudo iluminar. Fue su manera de acercarse y sumergirse en el misterio del hombre y en el misterio de Dios.
Al releer en estos días sus cartas, las de los dos últimos años, me asombro de la nitidez con que se perciben sus sentimientos. Mons. Adolfo era un hombre espontáneo, lo que no puede traducirse por variable. Había en él un centro sereno, firme, acogedor, alegre, optimista que configuraba y era el soporte de todo lo accidental. Pero le encontrabas siempre afectivo, unas veces preocupado, otras cansado. En estas cartas se siente “algo destartalado”, capaz de “cogerse lucha” si no sabe con frecuencia de nosotros, con la duda “de si podrá vernos ordenados sacerdotes de Jesucristo”, “conocedor de su paciencia”, admirado ante una celebración eucarística. Creo que la elegancia de este hombre, consciente de la limitación humana y de la grandeza de su vocación, hace que sean sus escritos los que tengan más carga emocional. Mons. Adolfo no era un hombre seco, como decimos los cubanos. Me dice, al conocer a un sacerdote amigo que le visitaba “El Padre es una persona entusiasmante en todos los aspectos. Como yo quisiera haber sido y ser.” Más adelante confiesa que “no sabía que los quería tanto, y cuando lo supe ya yo me despedía”. Delante de los miles de personas que agolpaban la catedral camagüeyana para celebrar el cambio de Arzobispo, se expresó así: “me siento contento y a la vez apenado... tendría que llevar un ladrillo en el corazón si fuera capaz de darme lo mismo una cosa que otra”. La buena cabeza de Mons. Adolfo no limitó que viviera también desde su gran corazón.
Esa elegancia y afectividad, ese carisma magisterial, le hacía un conversador nato. Una frase que oímos seguramente todos los que por una u otra razón nos encontrábamos con él y eran ya pasadas las 11 de la noche, fue: “bueno, por mi podemos seguir conversando, porque hasta las 6 de la mañana no tengo nada que hacer”. Mons. Adolfo era el hombre del encuentro. Disfrutaba encontrándose. Y se encontraba con todos. En una ocasión el párroco de un pueblo de la diócesis sufrió un accidente y Mons. Adolfo le sustituyó. Yo tuve la suerte de ir de chofer suyo y acompañarle. Como era Navidad, a las celebraciones venía gente de la comunidad y otros como visitantes. Entre éstos estaba un grupo de jóvenes, amigos del cura accidentado, que más bien eran “los malos del pueblo”. Mons. Adolfo se quedó hablando con ellos después de despedir a todos. Esta dinámica no puede venir sino de quien se sabe orientado hacia los demás: “estoy consciente de que hemos sido elegidos, bendecidos, rotos para ser entregados a los demás”. Encontrarse con los otros para encontrarse a sí mismo, perderse para hallarse.
No creo que sea ajeno a esto su apuesta por el diálogo. Un diálogo que en su caso estaba cimentado en ese diálogo peculiar que puede establecer un hombre con los demás hombres cuando, antes y después, dialoga con Dios.
Cuando íbamos con algún problema, sobre todo problemas en las relaciones interpersonales, su consejo era hablar, porque “los cubanos hablando se entienden”. El diálogo fue una de sus herramientas para construir nuestra familia diocesana, para hacer crecer las vocaciones, para acompañar a matrimonios y sacerdotes. El diálogo fue su propuesta y apuesta en las relaciones con el Estado, con los cubanos de dentro y de fuera. La unidad del que siempre fue paladín solo se construía por el diálogo. Las soluciones serían el fruto maduro de un diálogo maduro, en el que “una parte no sabe de antemano lo que le va a responder a la otra”.
Otro de los logros de Mons. Adolfo fue el equilibrio entre tradición y renovación. No podemos olvidar que el joven obispo Adolfo fue padre conciliar del Vaticano II. Este evento del espíritu que marcó profundamente la Iglesia de la segunda mitad del siglo XX marcará la teología, y sobre todo, la eclesiología de Mons. Adolfo. Tanto en sus escritos como en sus homilías aparecen con frecuencia citas de los Padres de la Iglesia, en el latín original que seguidamente traducía. De éstos hay un nombre y una obra que tenía lugar preferente en la espiritualidad de Mons. Adolfo: San Agustín. Por otra parte, parafraseaba la Sagrada Escritura con mucha facilidad y constantemente brotaban de sus labios frases ya sea de los evangelios como del antiguo testamento. Un lugar preferente lo tiene San Pablo y sus escritos.

Multitudinaria procesión acompañó
al féretro de Monseñor Adolfo.


Este anclaje en la tradición, en lo sustancial y más evangélico de ella, acompañaba y enriquecía la apertura de Mons. Adolfo a lo nuevo, sobre todo en lo pastoral: “no podemos echar vino nuevo en odres viejos”. Una preocupación que no lo abandonaba y que lo ocupaba era la de encontrar “la forma de aplicar hoy, aquí, el Evangelio, tanto en la dimensión personal como en la comunitaria y social”.
No podemos decir, al menos desde mi perspectiva personal, que Mons. Adolfo fue el hombre de las muchas iniciativas personales, al menos como Obispo. Lo que sí es evidente para los que trabajamos a su lado en la Pastoral Diocesana es que fue el hombre acogedor de cuanta iniciativa pastoral seria se le proponía. Cuando fui a presentarle el proyecto, hecho por varios, de una publicación que aglutinara las varias “hojitas” que circulaban en la Diócesis, el Boletín Diocesano, lo único que me dijo fue: “comiencen y de aquí a quince años veremos si este proyecto es bueno”. Esta era su verdadera riqueza: potenciar la riqueza de todos. Muchos pudimos comentar con amigos que se nos había ocurrido tal cosa y que “Mons. Adolfo nos dijo que sí y nos va a ayudar”.
La eclesiología de Mons. Adolfo no podía ser ajena a la fraguada en el Concilio Vaticano II. Tuvo la oportunidad, y aprovechada, de poder construir su diócesis casi desde cero, desde la comunión, clave eclesiológica del Concilio. La manera en que Mons. Adolfo se refería a los demás protagonistas de la comunidad eclesial muestra esa teología hecha vida en su ministerio episcopal. Para el Obispo de Camagüey, los sacerdotes religiosos y diocesanos son “dos maneras de ser la misma cosa”; sacerdotes y laicos están recíprocamente ordenados, y la pastoral “no se puede estructurar en torno al sacerdote, esto por principio teológico, pero menos en la Iglesia de Cuba que tiene poquísimos sacerdotes y muchísimos laicos”. Esta era su eclesiología y desde ella amaba profundamente a la Iglesia, porque solo amándola se cree en ella. Comunión y Pueblo de Dios fueron dos categorías teológicas profusamente usadas en sus homilías y documentos, en las conversaciones que día a día iban, como agua, regando “la tierra buena del Evangelio”, como definía él a la tierra cubana.
Si alguien lee las circunstancias en las que Mons. Adolfo desarrolló su ministerio sacerdotal y episcopal, le costaría creer que en medio de todo ello fuera un hombre profunda y seriamente optimista. Creo que a veces creía más que nosotros en las propuestas que le hacíamos. Para él un signo de la vejez espiritual era precisamente el momento en que “se sustituyen las ilusiones por las lamentaciones, los sueños por las quejas, el optimismo por el pesimismo”. En una de sus últimas cartas se expresaba así: “la última ilusión que brilla en la cabeza y en el corazón son el Seminario de Camaguey, el Hogar de Ancianos de Florida y la reconstrucción de la iglesia de Cascorro”. En la inauguración de uno de los Juegos Deportivos de la Vicaría nos recordaba a los jóvenes la importancia de soñar “porque toda realidad empieza por ser un sueño”. Este optimismo tan suyo puede tener dos sustentos: el apreciar y valorar los pequeños pasos y la fe. Ante los pequeños pasos reconocía “que la vida se teje de pasos, a menudo esporádicos, improvisados” y esos pequeños pasos, pequeños logros son “las pequeñas riquezas con las que la Iglesia cubana ha podido hacer el milagro de las manos vacías que son las manos capaces de dar lo que no tienen”.
Un hombre de fe. Si sólo me permitiesen referirme a una de las dimensiones existenciales de Mons. Adolfo no dudaría en hacerlo de la fe, de su fe. Una fe indivisible en el hombre y en Dios.
En una tanda de ejercicios ignacianos caí en la cuenta de que yo era el resultado de una historia de fe y de perdón de todos los que de una u otra manera han sido co-protagonistas de mi historia. Que estaba donde estaba y había hecho lo que había hecho porque mucha gente había perdonado y había vuelto a confiar. Una de esas personas ha sido Mons. Adolfo. Y hoy, cuando miro atrás y alrededor, puedo descubrir que no soy un caso aislado. No pocas veces criticamos tal o cual oportunidad dada por Mons. Adolfo a quien desde toda lógica humana era un “caso perdido”, sin imaginar que nosotros habíamos pasado también por ser ese estado, delante suyo y delante de otros.
Esta fe en el hombre no puede ser otra que la que brota de la fe en Dios. Desde su testimonio he aprendido que quien dice que tiene fe en Dios y no tiene fe en lo que Dios puede hacer en el hombre, miente. Así encarnó en su persona y en su práctica pastoral la afirmación de la primera carta de Juan: quien dice que ama a Dios y no ama a su hermano, miente. Mons. Adolfo ha vivido creyendo que este mundo, a pesar de todos los signos de muerte, va hacia la vida; ha vivido creyendo que todo hombre puede volver a comenzar de nuevo; ha vivido creyendo que en Cuba las cosas cambian y que “el presente no es igual al pasado, ni el futuro lo será con respecto al presente”.
Fe y paciencia, fe y confianza. Siempre nos invitó a confiar. Desde su ordenación sacerdotal, con el lema “Sé en quien he confiado”, pasando por el lema de su ordenación episcopal “Es bueno confiar en el Señor”, hasta el consejo que se permite dar por el “permiso especial que le da el pasar de los 70: confiar en Dios”. Y nos puede invitar a la confianza porque él no se arrepiente “de haber repetido millares de veces, en las buenas y en las malas, en las horas fáciles y en las difíciles: Señor, en ti confío” constatando que siempre Dios le “dio la respuesta en el momento exacto”. Para Mons. Adolfo, la confianza hace milagros, el “verdadero milagro de que la voluntad de Dios se cumpla en mí, y no que la voluntad nuestra se cumpla en él.”
Confiamos en Mons. Adolfo porque sabíamos que su fe en Dios y en el hombre no era una fe alienada, ingenua, facilona. Porque toda fe es purificada por la cruz y la cruz fue la compañera de la fe de Mons. Adolfo. Cuando alguien pasaba por su despacho a decirle que había problemas en el seminario o en la comunidad, que deseaba cambiar de pareja porque había dificultades, se quejaba del trabajo que tenía, o le decía que ya no podía seguir viviendo en Cuba, había, antes de toda matización y personalización, una convicción que salía de su misma vida: “las cruces no se quitan, sino que se cambian; un sacerdote sin cruz es una cruz para la Iglesia y una Iglesia sin cruz no es Iglesia de Jesucristo”.
Debo terminar, sobre todo para no correr el riesgo de que el lector se canse. Y puede cansarse porque no es Mons. Adolfo el que habla, el que escucha, el que le mira. He intentado que sea él quien esté en estas páginas, pero como él mismo afirmaba cada uno “es alguien pensado, irrepetible, querido por alguien que nos trasciende”. Le traicionaría si no trajese, aunque fuera al final, una palabra suya sobre el tiempo. Es una meditación muy agustiniana que Mons. Adolfo hizo suya y que formaba parte de su espiritualidad más profunda. Cuando los tiempos son especialmente difíciles, nos preguntamos todos ¿por qué me ha tocado vivir este tiempo? ¿qué puedo hacer con el tiempo?
El tiempo es lugar y oportunidad para el optimismo, “no tenemos derecho a ser pesimistas... porque el presente y el futuro “están preparados por lo mejor del pasado”. Si algo rechazaba el Obispo era tratar de burlar el tiempo, los procesos, porque “el tiempo se venga de lo que se hace sin tiempo”. Cualquier tiempo es tiempo de revelación, y escudriñar los signos de los tiempos es una obligación, un imperativo para todo cristiano, así como que cualquier tiempo es objeto de la providencia de Dios: “hemos de caminar hoy el camino de hoy y mañana el camino de mañana, sin pretender ver el camino entero”. El tiempo es la oportunidad que tiene el hombre de encontrarse con lo fundamental, con lo esencial y orientar su vida, autodeterminarse eternamente hacia el Señor de la Vida: “el tiempo es la duración de la paciencia divina”.
En lo personal, era consciente del paso del tiempo, del peso del tiempo en su vida. Pide su dimisión “pensando realmente en la Diócesis... porque 41 años dirigiendo esta Diócesis... son bastantes años para que una Diócesis necesite ya sangre nueva... La edad posibilita muchas cosas, pero limita otras muchas”. Es el tiempo quien le permite convertirse “en actor y en espectador crítico, a la vez, de sí mismo”. Y el tiempo de cada uno, de cada persona, es ese espacio que Dios nos confía para que en él tenga lugar el milagro del amor.
Cada uno es marcado por su tiempo, pero cada uno cualifica el tiempo. Mons. Adolfo hizo que su tiempo y el nuestro fuera mejor. Sin él, el tiempo que nos ha tocado vivir no sería el que ha sido, y para bien. Hay un misterio que todavía me sobrecoge, y es el de la necesaria mediación humana de la gracia de Dios. De Mons. Adolfo dependía que esa gracia inundara al pueblo de Camagüey, a su Iglesia, y algo más allá de sus fronteras, porque un hombre en gracia es un hombre que va con el Espíritu que no conoce fronteras. Y esa gracia llegó. Por personas como Mons. Adolfo podemos seguir creyendo, a pesar de todo, que no somos meros objetos de la historia, partículas perdidas en las vueltas que da el mundo, puntos indiferentes en el tiempo. Él hizo experiencia humana, y yo tengo esa experiencia, de que “no nos debemos quejar de los tiempos, porque nosotros somos el tiempo; seamos mejores y los tiempos serán mejores”. Él ha hecho mejor 79 años de la historia de Cuba y ha hecho mejores a los cubanos.

 

 

Revista Vitral No. 55 * año X* mayo-junio de 2003
Enrique Rodríguez Gutiérrez
Camagüey. Estomatólogo. Estudiante de Teología en la Universidad de Comillas, España.