Un nuevo vástago le ha
nacido a la pintura pinareña. Una criatura polémica en
torno a la cual se ha suscitado una discreta pero creciente discusión.
Es uno de esos cuadros que agrada a la gente, delante del cual se detiene
casi todo el mundo, que hace pensar al más distraído y
que cualquiera quisiera colgar en su casa porque es decorativamente
bello. Un cuadro material y temáticamente valioso. Una obra de
arte...
Contemporáneo, iba a escribir en lugar de los puntos suspensivos,
pero recordé que uno de los pecados de que se acusa a esta hermosa
e inteligente criatura es el de haber venido al mundo con un lenguaje
y un estilo extemporáneos. Obsoleto, iba a decir, porque para
cierta crítica todo lo que no es neo o post
es caduco. Y esta pintura es figurativa, realista. La figura humana
está ahí tal cual es, pecaminosamente semejante a sí
misma, sin necesidad de exorcismos intelectuales ni de decodificadores
de iniciados para percatarse de que se está ante seres humanos...
Fotografiados, ironizó alguien. Imposible, pensé. La fotografía
no es capaz de producir un cuadro como Grupo, que así
le llama a la criatura su demiurgo. Un fotógrafo capta rostros
individuales, espejos del alma dados. El pintor da el alma al materializar
esencias. Aquél encuentra individuos, éste busca tipos.
La foto muestra a un ansioso, el pintor describe la ansiedad. No se
puede reproducir a Grupo en base a un colagge de rostros
fotografiados. Si se intentase, se lograría un conjunto de caras
específicas, particulares, pertenecientes a personas parecidas
pero nunca iguales a las creadas por el pintor, porque las caras de
Grupo no existen, son rostros-concepto, caras genéricas,
sintéticas, simbólicas. El fotógrafo mostraría
al sufriente, el pintor muestra el sufrimiento.
¿Por qué grupo? Juan Miguel Suárez Rodríguez
(1976), pintor y diseñador pinareño que se sabe heredero
de Magritte y de Modigliani; que siente devoción por Miguel Ángel
y Rembrandt, que admira a Cosme Proenza y tiene especial aprecio por
la obra de Romañach y por la de Carlos Enríquez; y que,
no por supuesto, también admira a Juan Suárez Blanco,
ha querido, aunque no lo menciona entre sus preferidos, dedicarle una
obra a Marcelo Pogolotti en su centenario. Y tomó el nombre de
una obra de éste para nominar la suya: Grupo.
El Grupo de Pogolotti no tiene rostros individuales. Es
la imagen de una masa obrera presionada desde afuera. La agresión
viene del exterior y parece física y tangible. Semeja un solo
cuerpo doblado, exponiendo el lomo al castigo... un animal que huye,
que escapa del combate. Esa masa puede ser perseguida, apaleada, disuelta
y encarcelada, pero nada sabemos de los individuos: son cuerpos sin
rostros.
El Grupo de Suárez muestra el miedo, la angustia
y la desesperación de individuos. La agresión es invisible,
se aprecia indirectamente en las expresiones de los rostros. Algo agrede
a estas personas, pero no sabemos lo que es: son rostros sin cuerpos.
Pogolotti denunció un problema social sin indagar ( o dándolos
por supuestos) los efectos sobre los individuos. Suárez denuncia
efectos de no se sabe qué causas. Sus rostros pregonan miedo,
dolor, angustia, compulsión, casi locura. Pero no sugiere las
causas. Éstas quedan como retos para la imaginación o
como presas para la detracción. De todas maneras, ninguno de
los dos Grupos es inocente. Ambos se crean en un mundo real,
en circunstancias históricas concretas, por artistas insertos
en sus respectivas realidades. Ambos son arte comprometido con la vida.
El cuadro de Juan Miguel, equilibrado, de gran expresividad, parece
haber sido compuesto bajo el principio del horror vacuo: no hay fondo,
las figuras son absolutamente hegemónicas en la superficie pictórica.
Pero ello favorece un clima de asfixia, de desesperación kafkiana,
de angustia existencial, que quizás sean los ingredientes del
leit motiv del autor.
Pero parece haber sido hecho bajo otro principio obsesivo : la perfección
técnica. Tiene un acabado meticuloso, profesional, virtuoso,
raro para su edad y escaso en nuestro medio. Puesto en la platina, lo
acerque usted o lo aleje, notará el afán perfeccionista
del creador insatisfecho, del buscador de la belleza sin máculas
formales. La finura laboriosa que revela un curioso close up
da fe de que sobre la tela se derramó amoroso talento, sudor
de verdadero artista.
Diecisiete rostros ( o semirostros) colocados en cuatro filas irregulares
tapian herméticamente el área del cuadro, como para alcanzar
la mayor densidad de angustia posible o como para hacer imposible que
ninguna otra cosa que no sean los sentimientos negativos que expresan
las caras tengan acceso al microcosmos de dolor creado por el artista.
El color, que tiene un papel protagónico en la expresión
de la angustia y del asombro, de la enajenación de todos los
personajes, es responsable así mismo, paradójicamente,
de una belleza no exenta de alegría. El negro, los verdes y los
grises, contrapuntean con los matices rosados sin impedirle marcar la
atmósfera general con tintes menos psicóticos. Esto, junto
a la perfección de los dibujos y al mosaico de variaciones sobre
el tema del dolor espiritual que es el cuadro, lo hacen, además
de inductor de reflexiones, decorativo.
Si como dije antes, Suárez no indica las causas del sufrimiento
que pinta, por lo menos sugiere cuáles no lo son. La pobreza
y el hambre obviamente no lo son. Sus personajes no se parecen a los
depauperados y tísicos de Ponce, ni a los torturados de Beckmann,
ni a los maltrechos de Viani o los preteridos de Goya o Carlos Enríquez.
Se trata de gente de clase media, bien nutrida, de piel cuidada y peinados
correctos. No ostentan cardenales ni heridas como blasones de martirio.
Tampoco puede afirmarse que sean cubanos. Algunos parecen nórdicos
o asiáticos. Pueden ser de cualquier lugar del mundo. De lo que
no hay duda es de que quince de ellos sufren. ¿Por qué?
El análisis individual de los rostros me ha sugerido clasificarlos
en tres subgrupos: un sádico, un simulador y 15 sufrientes con
diferentes grados de dolor.
Comenzando de arriba hacia abajo y de izquierda a derecha, aparece un
bello rostro de género neutro, de sensualidad no apagada por
el dolor; sufre crónicamente, de ahí la resignación
con que mira su suerte. Al lado, ojos de acechanza, vengativos. No hay
un átomo de perdón en esos ojos. Odio después,
y asombro cobarde en el negro de la extrema derecha.
La segunda fila comienza con un ojo curioso; ceja enarcada; un velo
verde-gris es la materia plástica del dolor. Como este rostro
trunco hay otros que parecen querer entrar al cuadro para hacer pública
su pena... entrar a la escena de la tragedia para representarse a sí
mismos y para aumentar la masa de dolor del grupo. Al lado, máxima
desesperación en tono rosa neutro; cara deformada por uno de
esos golpes que un poeta definiríacomo del odio de Dios.
El pintor no necesitó, como Munch, deformar (verlo a su manera)
un rostro para expresar el grito aterrador. Le bastó copiar la
obra del dolor en un rostro real-marginado; fue suficiente mirarlo,
escudriñando el alma propia en una introspección que debió
ser desgarradora. El sufrimiento es un artista de suyo expresionista.
Inmediatamente aparece el orante apoyado en un rostro de mujer cuyas
plegarias parecen tranquilizarla. El orante, en el centro geométrico
del cuadro, debió ser la prueba de la resistencia dada por el
ejercicio de la fe, de la concentración a despecho del dolor...
pero no es convincente; su paz es mimética. Parece alguien representando
algo. Al final, medio rostro con la tristeza entera.
La tercera fila comienza con la angustia de una cara que se me antoja
rusa, Enseguida, la misma angustia en un humilde rostro africano. ¡Qué
rostros! Impecables. Luego viene la tristeza dulcificada del más
bello de los rostros. El dolor le apagó la sensualidad. No es
posible desearla a pesar de la ternura de sus ojos y el atrayente encanto
de su boca. No es una hembra humana; es sólo un ser que sufre.
A su lado, uno de los intrusos.
La cuarta fila se inicia con un satisfecho doctor, un sádico,
alguien que parece disfrutar del padecimiento de los dieciséis
restantes grupistas. Ojos sonrientes; sonrisa giocondesca; doctas gafas.
No, este personaje no pertenece a la comunidad de Grupo.
Quizá sea la pista conducente a las causas secretas del dolor
colectivo.
La cuarta es la fila de los rostros truncados: junto al doctor nada
permanece íntegro. Una frente, sólo una frente, elocuentísima:
el dolor hace un discurso hórrido: hay matices de la muerte,
de la agonía y del martirio de la carne. En el ángulo
inferior derecho, un semirostro colérico parece a punto de convertirse
en detonante. Sí, toda masa crítica de sufrimiento genera
rebelión, pacífica o violenta, pero rebelión al
cabo.
Termino. Como sucede siempre, la frondosa polisemia de la pintura permite
variadas interpretaciones. Surgen significados que el pintor no imaginó.
Así, pierde la hegemonía sobre el cuadro, que pasa a ser
propiedad de la imaginación y la subjetividad de los espectadores.
Yo soy uno de ellos. Esta es mi versión de Grupo.
Invito a disfrutar la obra como yo lo he hecho, y a expresarse acerca
de la misma.