Revista Vitral No. 53 * año IX* enero-febrero 2003


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¿OTRO «GRUPO»
O HISTORIAS REALES?

JOSÉ ANTONIO QUINTANA DE LA CRUZ

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Un nuevo vástago le ha nacido a la pintura pinareña. Una criatura polémica en torno a la cual se ha suscitado una discreta pero creciente discusión. Es uno de esos cuadros que agrada a la gente, delante del cual se detiene casi todo el mundo, que hace pensar al más distraído y que cualquiera quisiera colgar en su casa porque es decorativamente bello. Un cuadro material y temáticamente valioso. Una obra de arte...
Contemporáneo, iba a escribir en lugar de los puntos suspensivos, pero recordé que uno de los pecados de que se acusa a esta hermosa e inteligente criatura es el de haber venido al mundo con un lenguaje y un estilo extemporáneos. Obsoleto, iba a decir, porque para cierta crítica todo lo que no es “neo” o “post” es caduco. Y esta pintura es figurativa, realista. La figura humana está ahí tal cual es, pecaminosamente semejante a sí misma, sin necesidad de exorcismos intelectuales ni de decodificadores de iniciados para percatarse de que se está ante seres humanos...
Fotografiados, ironizó alguien. Imposible, pensé. La fotografía no es capaz de producir un cuadro como “Grupo”, que así le llama a la criatura su demiurgo. Un fotógrafo capta rostros individuales, espejos del alma dados. El pintor da el alma al materializar esencias. Aquél encuentra individuos, éste busca tipos. La foto muestra a un ansioso, el pintor describe la ansiedad. No se puede reproducir a “Grupo” en base a un colagge de rostros fotografiados. Si se intentase, se lograría un conjunto de caras específicas, particulares, pertenecientes a personas parecidas pero nunca iguales a las creadas por el pintor, porque las caras de “Grupo” no existen, son rostros-concepto, caras genéricas, sintéticas, simbólicas. El fotógrafo mostraría al sufriente, el pintor muestra el sufrimiento.
¿Por qué grupo? Juan Miguel Suárez Rodríguez (1976), pintor y diseñador pinareño que se sabe heredero de Magritte y de Modigliani; que siente devoción por Miguel Ángel y Rembrandt, que admira a Cosme Proenza y tiene especial aprecio por la obra de Romañach y por la de Carlos Enríquez; y que, no por supuesto, también admira a Juan Suárez Blanco, ha querido, aunque no lo menciona entre sus preferidos, dedicarle una obra a Marcelo Pogolotti en su centenario. Y tomó el nombre de una obra de éste para nominar la suya: “Grupo”.
El “Grupo” de Pogolotti no tiene rostros individuales. Es la imagen de una masa obrera presionada desde afuera. La agresión viene del exterior y parece física y tangible. Semeja un solo cuerpo doblado, exponiendo el lomo al castigo... un animal que huye, que escapa del combate. Esa masa puede ser perseguida, apaleada, disuelta y encarcelada, pero nada sabemos de los individuos: son cuerpos sin rostros.
El “Grupo” de Suárez muestra el miedo, la angustia y la desesperación de individuos. La agresión es invisible, se aprecia indirectamente en las expresiones de los rostros. Algo agrede a estas personas, pero no sabemos lo que es: son rostros sin cuerpos.
Pogolotti denunció un problema social sin indagar ( o dándolos por supuestos) los efectos sobre los individuos. Suárez denuncia efectos de no se sabe qué causas. Sus rostros pregonan miedo, dolor, angustia, compulsión, casi locura. Pero no sugiere las causas. Éstas quedan como retos para la imaginación o como presas para la detracción. De todas maneras, ninguno de los dos “Grupos” es inocente. Ambos se crean en un mundo real, en circunstancias históricas concretas, por artistas insertos en sus respectivas realidades. Ambos son arte comprometido con la vida.
El cuadro de Juan Miguel, equilibrado, de gran expresividad, parece haber sido compuesto bajo el principio del horror vacuo: no hay fondo, las figuras son absolutamente hegemónicas en la superficie pictórica. Pero ello favorece un clima de asfixia, de desesperación kafkiana, de angustia existencial, que quizás sean los ingredientes del leit motiv del autor.
Pero parece haber sido hecho bajo otro principio obsesivo : la perfección técnica. Tiene un acabado meticuloso, profesional, virtuoso, raro para su edad y escaso en nuestro medio. Puesto en la platina, lo acerque usted o lo aleje, notará el afán perfeccionista del creador insatisfecho, del buscador de la belleza sin máculas formales. La finura laboriosa que revela un curioso “close up” da fe de que sobre la tela se derramó amoroso talento, sudor de verdadero artista.
Diecisiete rostros ( o semirostros) colocados en cuatro filas irregulares tapian herméticamente el área del cuadro, como para alcanzar la mayor densidad de angustia posible o como para hacer imposible que ninguna otra cosa que no sean los sentimientos negativos que expresan las caras tengan acceso al microcosmos de dolor creado por el artista. El color, que tiene un papel protagónico en la expresión de la angustia y del asombro, de la enajenación de todos los personajes, es responsable así mismo, paradójicamente, de una belleza no exenta de alegría. El negro, los verdes y los grises, contrapuntean con los matices rosados sin impedirle marcar la atmósfera general con tintes menos psicóticos. Esto, junto a la perfección de los dibujos y al mosaico de variaciones sobre el tema del dolor espiritual que es el cuadro, lo hacen, además de inductor de reflexiones, decorativo.
Si como dije antes, Suárez no indica las causas del sufrimiento que pinta, por lo menos sugiere cuáles no lo son. La pobreza y el hambre obviamente no lo son. Sus personajes no se parecen a los depauperados y tísicos de Ponce, ni a los torturados de Beckmann, ni a los maltrechos de Viani o los preteridos de Goya o Carlos Enríquez. Se trata de gente de clase media, bien nutrida, de piel cuidada y peinados correctos. No ostentan cardenales ni heridas como blasones de martirio. Tampoco puede afirmarse que sean cubanos. Algunos parecen nórdicos o asiáticos. Pueden ser de cualquier lugar del mundo. De lo que no hay duda es de que quince de ellos sufren. ¿Por qué?
El análisis individual de los rostros me ha sugerido clasificarlos en tres subgrupos: un sádico, un simulador y 15 sufrientes con diferentes grados de dolor.
Comenzando de arriba hacia abajo y de izquierda a derecha, aparece un bello rostro de género neutro, de sensualidad no apagada por el dolor; sufre crónicamente, de ahí la resignación con que mira su suerte. Al lado, ojos de acechanza, vengativos. No hay un átomo de perdón en esos ojos. Odio después, y asombro cobarde en el negro de la extrema derecha.
La segunda fila comienza con un ojo curioso; ceja enarcada; un velo verde-gris es la materia plástica del dolor. Como este rostro trunco hay otros que parecen querer entrar al cuadro para hacer pública su pena... entrar a la escena de la tragedia para representarse a sí mismos y para aumentar la masa de dolor del grupo. Al lado, máxima desesperación en tono rosa neutro; cara deformada por uno de esos golpes que un poeta definiría”como del odio de Dios”. El pintor no necesitó, como Munch, deformar (verlo a su manera) un rostro para expresar el grito aterrador. Le bastó copiar la obra del dolor en un rostro real-marginado; fue suficiente mirarlo, escudriñando el alma propia en una introspección que debió ser desgarradora. El sufrimiento es un artista de suyo expresionista. Inmediatamente aparece el orante apoyado en un rostro de mujer cuyas plegarias parecen tranquilizarla. El orante, en el centro geométrico del cuadro, debió ser la prueba de la resistencia dada por el ejercicio de la fe, de la concentración a despecho del dolor... pero no es convincente; su paz es mimética. Parece alguien representando algo. Al final, medio rostro con la tristeza entera.
La tercera fila comienza con la angustia de una cara que se me antoja rusa, Enseguida, la misma angustia en un humilde rostro africano. ¡Qué rostros! Impecables. Luego viene la tristeza dulcificada del más bello de los rostros. El dolor le apagó la sensualidad. No es posible desearla a pesar de la ternura de sus ojos y el atrayente encanto de su boca. No es una hembra humana; es sólo un ser que sufre. A su lado, uno de los intrusos.
La cuarta fila se inicia con un satisfecho doctor, un sádico, alguien que parece disfrutar del padecimiento de los dieciséis restantes grupistas. Ojos sonrientes; sonrisa giocondesca; doctas gafas. No, este personaje no pertenece a la comunidad de “Grupo”. Quizá sea la pista conducente a las causas secretas del dolor colectivo.
La cuarta es la fila de los rostros truncados: junto al doctor nada permanece íntegro. Una frente, sólo una frente, elocuentísima: el dolor hace un discurso hórrido: hay matices de la muerte, de la agonía y del martirio de la carne. En el ángulo inferior derecho, un semirostro colérico parece a punto de convertirse en detonante. Sí, toda masa crítica de sufrimiento genera rebelión, pacífica o violenta, pero rebelión al cabo.
Termino. Como sucede siempre, la frondosa polisemia de la pintura permite variadas interpretaciones. Surgen significados que el pintor no imaginó. Así, pierde la hegemonía sobre el cuadro, que pasa a ser propiedad de la imaginación y la subjetividad de los espectadores. Yo soy uno de ellos. Esta es mi versión de “Grupo”. Invito a disfrutar la obra como yo lo he hecho, y a expresarse acerca de la misma.

 

 

Revista Vitral No. 53 * año IX* enero-febrero 2003
José Antonio Quintana
Pinar del Río, 1944. Economista pinareño.
Ilustración:
Detalles del cuadro: «Grupo». Homenaje a Marcelo de Juan Miguel Suárez.