Revista Vitral No. 53 * año IX* enero-febrero 2003


PATRIMONIO CULTURAL

 

LA HUELLA DE LA ESCUELA TERESIANO-SANJUANISTA EN LOS POETAS CREYENTES DE ORÍGENES (II PARTE)

AMAURI FRANCISCO GUTIÉRREZ COTO

 

 

 

 

Un texto marcado por la fiebre sanjuanista que alentó la revista literaria Nadie Parecía de 1942 a 1944 lo es, sin dudas, «Experiencia de la poesía» de Cintio Vitier. Este último autor establece algunas distinciones substanciales para establecer los límites del poeta en relación con el místico. El propósito de esta reflexión es delimitar lo que le aporta España a la ‘sustancia’ de la poesía. Para ello, establece una comparación entre el místico y lo que él llama hombre tosco u hombre popular. Por el primero, entiende a aquel para el que la nostalgia por la eternidad se convierte en un frenesí y quien ve a la muerte como una posibilidad de llegar a Dios. Por el otro, entiende a «esa criatura que es la abstracción y el fruto rico de la especie»1 y que ve en la muerte una «añoranza por las cosas pasadas»2 , se trata de una «forma doméstica de la nostalgia»3 . Al artista, al poeta, lo intenta ubicar en un punto intermedio entre los dos. La cuestión reside en que esa especificidad del creador de la obra de arte no puede ser expresada por él con claridad, no existe ahí una taxonomía nítida como la que se pretende acotar. Se refiere al artista como un hombre que se queda en esa hambre de Dios, ese «aferrarse a ella», ese «hundirse con ella». De acuerdo con estas afirmaciones de Vitier, el poeta estaría más próximo al místico que al hombre popular.
Más adelante, en su afán por precisar lo específico del poeta y del místico, introduce una nueva taxonomía: los santos que son los soldados de Dios, los místicos que son los vigías de Dios y, por último, los mártires que son los poetas de Dios. La relación entre el martirio y la poesía se puede avistar por diferentes caminos. San Juan de la Cruz, por ser religioso y carmelita descalzo, comparte la doble condición de místico y poeta que raras veces aparece junta según el autor al que comentamos.
Detengámonos un poco en desarrollar la anterior afirmación que en ambientes extraeclesiales puede sonar a disparate. La espiritualidad del martirio creó el substrato donde mucho después aparecería la vida religiosa como respuesta a una inquietud de las comunidades cristianas primitivas de buscar la perfección cristiana, lo cual equivale a decir la santidad. La persecución que llevaba a los cristianos al martirio, los mantuvo en tensión y en fidelidad constante. Durante los primeros siglos del cristianismo, por la persecución, se impuso un prototipo de cristiano: el mártir. Cualquiera podía convertirse en mártir el día menos pensado.
Unos textos clásicos y representativos del sentido del martirio son el célebre fragmento de San Ignacio de Antioquia4 y los fundamentos neotestamentarios del martirio como plenitud de la vida cristiana (Ap. 13; 6,10-11; 12; 13, 2-4), (Hch. 7, 55-60), (Hch. 12, 2).
San Juan en su Evangelio emplea constantemente la palabra griega martyrion que significa testimonio, para designar la proclamación dada por los cristianos a favor de Cristo mediante el derramamiento de su sangre que es imagen de la muerte misma de Cristo. De ahí procede la acepción del vocablo de origen griego en el español actual.
Sobre la función de la ascesis como paso previo al martirio, la literatura cristiana abunda en referencias, por ejemplo San Cipriano decía al respecto:
“...no puede ser soldado apto para la guerra el que antes no se hubiere ejercitado en el campamento. Y el que aspira a la corona en los juegos olímpicos, no será coronado en el estadio, si antes no se adiestra y ejercita sus fuerzas.”5
El ascetismo no solo preparará el martirio, también lo suplirá llegado el momento. Orígenes, es un caso representativo, era hijo de un mártir y no pudo llegar al martirio nunca por falta de oportunidad. Esta coyuntura personal lo llevó a preguntarse por la utilidad de prepararse para el martirio con la ascesis si este no llegaba. Frente a esta interrogante se responde que la ascesis ya equivale al martirio mismo.
El monacato tiene su origen después de la paz concedida por Constantino a la Iglesia. Entran en la Iglesia personas que no estaban preparadas ni psicológicamente ni moralmente para el bautismo. Se descuida la preparación de los catecúmenos. En cambio, durante la persecución, solo se bautizaban los cristianizados y, a partir de ese momento, la Iglesia tuvo que cristianizar a los bautizados.
La fuga mundi apareció ya en la literatura de los escritores clásicos de la espiritualidad martirial. Orígenes, por ejemplo, decía que hay que dejar el mundo si queremos seguir al Señor. Debemos dejarlo, digo, no como lugar, sino como modo de pensar; no huyendo por los caminos, sino avanzando por la fe. El giro novedoso de la espiritualidad monacal en este aspecto fue que la fuga no ocurrió solamente en cuanto al modo de pensar, como propone Orígenes, sino también en cuanto a dejar el mundo como lugar. El desierto vino a ser este espacio propicio para esa fuga. Es decir trazar una distancia geográfica y sociológica entre los hombres en busca de la perfección y sus semejantes. Los motivos para la fuga eran: disminuir las ocasiones de pecar, dedicarse por completo al recuerdo de Dios y prestar más atención al mundo interior. Luego entonces esa fuga y la ascesis preparatoria del martirio se convirtieron en vida religiosa.
Hecha esta aparente digresión, quedan claros los nexos de la vida religiosa con la espiritualidad precedente del martirio a raíz de los cambios en la Iglesia postconstantiniana. Vida religiosa y martirio desde entonces han andado siempre de la mano aunque el martirio en la acepción cristiana del término aparece despojado de cualquier connotación seudomasoquista, como generalmente se le percibe cuando se le ve fuera del marco estricto del seguimiento de Jesús. Esta doble condición de mártir y místico es lo que, según piensan algunos, distingue la obra de San Juan de la Cruz y nada hay más erróneo que esto pues, si eso fuera cierto, cada religioso consagrado ya por esa sola condición sería mártir. Otra es, sin dudas, la causa que explica la especificidad sanjuanista dentro la literatura mística.
Frente a esta nueva distinción, la historia literaria le ofrece una nueva dificultad, existe un místico que fue un excelente poeta, a pesar de ello se atreve a objetar:
«Porque no hay que olvidar que la poesía es todo lo contrario de una comunicación. La circunstancia de existir unos pocos textos aisladísimos que se han llamado, quizás absurdamente, ‘poesía mística’, pone profunda confusión al asunto.»6
Es decir, no existe un conjunto de místicos poetas considerable numéricamente para hablar de este tipo de poesía y, de acuerdo con ello, San Juan de la Cruz entonces debe ser el autor de esos pocos textos aisladísimos. Si el místico ‘comunica’ aquello que conoce de Dios a través de una actitud contemplativa, no es posible que lo conocido sea expresado en poesía porque ella no ‘comunica’. De acuerdo con lo anterior, si el fraile de Fontiveros es místico y además sus versos dan a conocer cierta visión de Dios entonces él no es un poeta, solo alcanza a ser un hábil versificador. Evidentemente, resulta descabellado afirmar que el Santo solo sea un versificador y Vitier está muy lejos de caer en la ingenuidad de hacer tal afirmación pero, a la hora de establecer los límites que existen entre la poesía y la mística, el carmelita resulta una objeción contundente. El autor de Peña Pobre se enfrenta irremediablemente con ella. Recuérdese que hacia 1944 los poetas creyentes del grupo vivían la fiebre sanjuanista que propusieron como utopía de escritura Lezama y Gaztelu a través de Nadie Parecía. Este empeño de distinción de Vitier debe verse como una reacción a la luz de los intentos programáticos de los directores de esta publicación seriada.
Retomemos las contradicciones del fragmento que comentamos, por un lado nos dice que lo propio del poeta es un hambre de Dios y por otra que lo «verdaderamente poético es amar el polvo en cuanto polvo»7 y utiliza el polvo en el sentido de representación de las realidades terrenas. Alguien puede objetar que entre lo terreno y lo divino no existe una real dicotomía, lo cual es verdaderamente cierto por la relación que existe entre el Creador y las criaturas; recuérdese que él dignifica a estas últimas. Este principio fue percibido como ya hemos dicho por Lezama en Verbum pero lo cierto es que Vitier manifiesta una polaridad entre lo terreno y lo divino. Si el hambre de Dios es una sed común al místico y al poeta, no entendemos por qué lo reconoce como propio de este último. Tal parece que con estas páginas el autor de Lo cubano en la poesía quiere ganar terreno en identidad para poeta en detrimento del espacio que pertenece al místico porque esta distinción ha sido confundida. Por un lado, proclama que la poesía para llegar a su esplendor no tiene que ser necesariamente una búsqueda ascética; por el otro, habla de una diferencia que quizás no comprende con claridad pero está consciente de la eficacia que tendrá su texto aunque sea un esbozo crítico sobre el problema. No se trata aquí de cometer el viejo error de muchos que buscan respuestas a toda costa y sin límites. Si no es posible delimitar la mística de la poesía, no es posible y basta. Sabemos que se trata de dos realidades distintas pero convergentes en muchas ocasiones como ocurrió en la obra de San Juan de la Cruz. Sobre este tema, Juan Bautista Metz nos dice:
“Quizás nosotros, los cristianos, damos demasiadas veces la impresión de que nuestra religión vive de un exceso de respuestas y de que, por lo mismo, sufre carencia de preguntas apasionantes”8
***
Esta valoración de Vitier sobre San Juan de la Cruz su autor la continuó casi medio siglo después, no es hasta 1991, un par de días antes del IV Centenario de la partida del Santo carmelitano a la casa del Padre que pronunció en la Parroquia de Nuestra Señora del Carmen en La Habana unas palabras cuyo contenido consideraremos aquí. Allí cita su ensayo Experiencia de la poesía de 1944, lo cual nos hace pensar que sus ideas no han variado mucho desde entonces a pesar de que ahora su reflexión adquiere un nuevo resplandor.
La ambigüedad que aparecía en la distinción entre el místico y el poeta cobra otra claridad insospechada. Sin dejar de moverse en un plano de intuiciones el autor logra formular una diferencia que no despoja al poeta de ese deseo y esa ansia de participar de aquello que para el místico es una sorpresa. No obstante, aparecen en este nuevo texto otras ideas que nos pueden resultar extrañas, tal y como aparecen planteadas. Afirma que, en San Juan de la Cruz, existe una dualidad (poeta y místico) pero, por otro lado, nos dice que esto no reduce la «imantación» de su poesía. ¿Por qué la atracción de sus poemas debiera disminuir por su doble condición? ¿Acaso su doble condición es una limitante que el autor salva magistralmente? Esta última idea es la que nos parece que el autor de Peña Pobre quiere señalar. A pesar de ello, no puede dejar de reconocer que el lírico castellano es: «el más alto poeta de la lengua española»9 .
Vitier aclara las pretensiones de San Juan de la Cruz con su poesía y mostrado así, tal parece que persigue un didactismo primario o busca explorar las posibilidades del método teológico:
«...lo que nos proponía no es saber más de Dios según la razón filosófica e incluso teológica, sino menos según ella, un indecible más, un poquitín alusivo más, según la razón poética o analógica...»10
Más que una cuestión de cantidad de uso de cierto método de gnosis de Dios, tal parece proponer una nueva vivencia que no difiere para nada de aquella que se conoce a través de la filosofía y la teología. Como sería una contradicción plantear de manera absoluta que comprende más por la poesía que por la filosofía y la teología, ya que el trasfondo tomista de su obra es innegable; entonces soluciona esa intuición suya con una exquisita contradicción. «Un indecible más» que al mismo tiempo se vuelve «un poquitín alusivo más». También nos llama la atención la equivalencia que establece entre la analogía y la poética, esta igualdad no es tan visible para aquellos que se especializan en las cuestiones teológicas o filosóficas. Estos últimos estudiosos se preocupan por distinguir bien la analogía poética de la que usan los teólogos y los filósofos.
Sin pretender extendernos en el tema de la analogía, conviene hacer algunas precisiones antes de continuar el comentario del texto de Vitier. En un breve recuento de los diversos sentidos que tuvo la analogía dentro de la filosofía, no puede faltar, por supuesto, Aristóteles:
«El ser se entiende de muchas maneras, pero estos diferentes sentidos se refieren a una sola cosa, a una misma naturaleza, no habiendo entre ellos sólo comunidad de nombre; mas así como por sano se entiende todo aquello que se refiere a la salud, lo que la conserva, lo que la produce, aquello de que es ella señal y aquello que la recibe; y así como por medicinal puede entenderse todo lo que se relaciona con la medicina, y significar ya aquello que posee el arte de la medicina, o bien lo que es propio de ella, o finalmente lo que es obra suya, como acontece con la mayor parte de las cosas; en igual forma el ser tiene muchas significaciones, pero todas se refieren a un principio único».11
Este autor sienta las bases de la ontología medieval. Más tarde Santo Tomás de Aquino frente a la necesidad de darle al cristianismo un cuerpo teórico que sustentara los estudios teológicos, le echó mano a las nociones del Estagirita y añadió a esta noción un carácter analógico con un Absoluto trascendente que para él, como cristiano, era nuestro Señor Jesús. Sobre la analogía y la posibilidad de llegar a conocer de Dios a través de ella, dijo el Aquinate:
«Es imposible que algo se predique unívocamente de la criatura y de Dios; pues en todas las cosas unívocas el concepto significado por el nombre es común a todo aquello de que se predica unívocamente. [...]
No puede decirse sin embargo que todo lo que se dice de Dios y de la criatura se predique de modo totalmente equívoco, porque si no se diese alguna conveniencia real de la criatura a Dios, la esencia divina no sería a semejanza de las criaturas; y así Dios conociendo su esencia no conocería a las criaturas. Igualmente tampoco nosotros no podríamos alcanzar al conocimiento de Dios a partir de las cosas creadas; ni habría por qué decir de Dios más un nombre que otro de los que convienen a las criaturas... Por lo cual se ha de decir que el nombre de ‘ciencia’ se predica de la ciencia divina y de la nuestra, ni unívocamente, ni equívocamente, sino según analogía, lo que no es decir otra cosa sino según proporción».12
La analogía, etimológicamente, procede del griego y allí significa ‘correspondencia’ o ‘proporción’. Es el parecido que se establece entre términos, conceptos o realidades que se comparan. A través de la analogía, en ocasiones entendida como metáfora, pueden reunirse diferentes conjuntos de realidades de los que se predica un rasgo común por semejanza. Todo término, por tanto, ha de analizarse desde una perspectiva analógica: ha de afirmarse en un sentido y negarse en otro; los sujetos y los predicados, cuando no son solo abstracciones, por lo general se aplican propiamente a algún referente originario, mientras que los restantes se aplican en un sentido figurado e, incluso, podríamos decir que hasta metafórico. Por todo lo anterior, se puede concluir que el ser en sentido estricto únicamente debe ser predicado de Dios, de acuerdo con lo que expone el Aquinate.
La filosofía tomista introduce la noción teológica de un ‘primer ser subsistente’ porque el que propiamente es, en el pensamiento cristiano no puede ser sino Dios mismo; de modo que Él es realmente el primer ser de por sí.
La analogía teológica y filosófica es entendida por los cristianos como una manera de conocer a Dios y en este aspecto difiere de la poesía en la cual la analogía se comprende como un modo de conocer a secas. Para los poetas creyentes origenistas, la analogía poética lleva irremediablemente al escritor por los mismos caminos del teólogo y del filósofo cristianos. La diferencia reside en que muchos no llegan a ese punto del conocimiento.
No faltará quien se pregunte qué tienen que ver estos temas con las reflexiones vitierianas acerca de la poesía a partir del catolicismo. Frente a este nexo que nos resulta evidente no podemos hacer otra cosa que no sea citar a Karl Rahner:
«Pero si la palabra poética evoca y hace presente tras las realidades decibles y en sus abismos más hondos el misterio de lo eterno, si es una palabra que o llega al corazón o no es palabra poética, si en su decir conjura lo inefable, si fascina o libera, si no habla sobre algo, sino que al decir funda lo que evoca, ¿podrá un hombre ser radicalmente insensible, muerto a tal palabra y ser, sin embargo, cristiano?»13
De acuerdo con esta propuesta, no se puede ser cristiano sin tener una sensibilidad poética. Vivir el misterio de la Iglesia, supone vivir también la poesía en la que se expresa, entendida esta como lenguaje, como ocurre en la liturgia que renueva la presencia de Jesucristo en la historia.
No se trata de afirmar aquí una equivalencia entre poesía y cristianismo. Se puede ser poeta y no tener una pizca de seguidor del Nazareno, lo que sí es impensable es no tener interés por la poesía y ser cristiano. Es lógico que nos referimos a la poesía no como pura versificación sino a eso que es el «siempre el resurgimiento del verbo»14. La poesía es una predisposición para recibir el mensaje del Verbo Encarnado, es decir, lo que para los católicos es la verdad alcanzada en sentido estricto.
El problema queda planteado así: la analogía como método teológico del conocimiento de Dios, que fue propuesta por Santo Tomás de Aquino y otros, está muy cerca de la usada en la creación artística. La diferencia está en que la primera trata de conocer la realidad divina y la segunda pretende conocer una realidad determinada pero también es posible recrear, para algunos ficcionar, alejándose ambos tipos de analogía, al menos en apariencia.
El punto donde ellas se tocan está en que el poeta que recrea o ficciona, en ocasiones, se separa de la realidad misma y trata de acercarse a Dios imitándolo al intentar crear como Él. Recrear es un esfuerzo del poeta por darle al hombre esa dignidad perdida, es un intento de regreso al hombre adámico, cercano a Dios. La poesía y el poeta son ese afán por llegar al paraíso recobrado. Los poetas creyentes origenistas, muchas veces, no saben si esa ansia de crear a imagen del Creador viene de ese consejo de la serpiente a Adán cuando le afirma que si come de la fruta prohibida «será como los dioses» o si viene de esa invitación mesiánica que los evangelistas ponen en boca de María cuando nos insta a «hacer lo que Él nos diga». Hay algo de caída y de resurrecto en cada poeta. El poeta creyente origenista no está seguro siempre de que sus actos no sean una rebeldía frente a Dios, un modo muy peculiar de pecado, o una reverencia cuyas raíces se pueden hallar en la más clara antropología neotestamentaria. Esta relación entre el recrear y las fuentes bíblicas explica el interés de los poetas que aquí estudiamos en el Génesis y los escritos del Nuevo Testamento.
Para los poetas creyentes la función del artista está en llegar a Dios a través de la imagen de la realidad, al igual que la teodicea o la teología, y está también en recrear para parecerse a Él, para ser su imagen. De acuerdo con esto, el poeta vendría a ser una pequeña metáfora de Dios en la historia, trataría de recordar con su imitación la presencia del Absoluto que para ellos, al ser cristianos, es Jesús.
Tal y cómo vemos la analogía poética en un escritor creyente tiene un vínculo con la analogía teológica, no se trata de una mera confusión de conceptos, se trata del descubrimiento de la afinidad de dos métodos, a partir de los cuales el artista se propone comprender su misión en la historia. Cometido este que, en el caso de los poetas creyentes origenistas, es formar parte activa dentro del plan de salvación. La figura de San Juan de la Cruz es un paradigma de poeta que comprendió esta realidad antropológica del artista. Mirar al Santo carmelitano es develar también estas cuestiones.
Otro aspecto de interés en el comentario vitieriano es el lugar que, para San Juan de la Cruz, tiene el tomismo. No parece que la obra del Aquinate sea para el carmelita solo «un lenguaje de época». Se trata de un marco de verdades compartidas y de la certeza de que la poesía puede ser auxiliada de un comentario adecuado el cual incluso la dota de ciertas precisiones dogmáticas. La alteridad tomista le garantiza al Fraile de Fontiveros una comunión eclesial que muchos de sus contemporáneos pusieron en duda, le ofrece un rigor en sus formulaciones que otro poeta no comprometido o no militante no debe preocuparse en tener. Muestra de la cercanía de esa relación entre ambos frailes mendicantes está en las numerosas tesis de teología dogmática que ha inspirado el místico carmelita. Los místicos están siempre cercanos al peligro de la herejía, ya sea por que se aferran a ideas lejanas de la ortodoxia católica o porque no han sido bien interpretados en su época por ser hombres y mujeres de los tiempos nuevos. Un hombre envuelto en una reforma religiosa como lo fue San Juan de la Cruz no podía correr ningún peligro de herejía. Es lógico pues que él tratara de acercarse a un discurso legitimado, no solo por conveniencia sino por profunda convicción militante. No es posible creer que el místico se sometiera «a la ascesis filosófica y teológica por amor a los hombres», más bien por aceptación de una verdad y por seguridad para su reforma.
Estos vínculos del tomismo con el paradigma de poeta creyente no fueron vistos con claridad por todos los origenistas. Resulta imprescindible profundizar en este tema más adelante para descubrir nuevos aspectos de la antropología del artista de los poetas creyentes. San Juan de la Cruz es el camino de llegada de Santo Tomás de Aquino a la reflexión sobre el arte de este grupo de creadores. Lo anterior supone una mediatización de la aparición de la espiritualidad y la filosofía dominicana por la carmelitana reformada. Este suceso puede resultar más interesante si se lo interpreta a la luz de los discursos estéticos que trazaron nuestra identidad nacional pero, en este aspecto, no nos detendremos aquí. Nos sirve este enfoque también para esclarecer la problemática de la supuesta doble influencia de dos destacadas tradiciones de pensamiento (la tomista y la mística medieval) en la obra de estos poetas.
Además, el Fraile de Fontiveros rompe con la dicotomía entre creación artística y lenguaje teológico15 porque en él se reúne el ejercicio del ministerio sacerdotal y el profundo estudio teológico con la frescura de una lírica exquisita. En el poeta común, no aparecen estas dos condiciones. Desde nuestro modo de ver, en lugar del místico o del poeta, del teólogo o del místico, del que habla el lenguaje directo de Dios o del que habla el lenguaje metafórico de Dios; se podría establecer esta otra distinción: el que es capaz de hablar el lenguaje directo de Dios al mismo tiempo que el metafórico de Dios y aquellos que solo podemos hablar este último tipo. Estas dicotomías nos explican el interés que tuvo la mística teresiano-sanjuanista para los poetas creyentes origenistas en su inquietud por definir su identidad a través de las coincidencias o semejanzas halladas con los reformadores del Carmelo.
Esa necesidad de ponerse en relación con el paradigma de poeta-místico en su larga carrera en busca de su identidad como artista creyente expone un par de comparaciones o distinciones nuevas en este ensayo de Vitier del que nos ocupamos aquí. Lo que hace coincidir a los místicos y los no místicos, creyentes claro está, es en ver a Dios misterio inefable. Lo que los diferencia es que los primeros conocen algo de Dios que no saben como decir y los segundos están en una completa ignorancia. Por otro lado, lo que une a los místicos y a los poetas es que ambos tienen que hablar el lenguaje de los hombres. Como bien afirma el autor de Vísperas: «...no resulta fácil aceptar o entender ese nexo entre mística y poesía»16 . En estas relaciones descubiertas, no hallamos nada que resulte muy útil de acuerdo con la finalidad con la que fueron formuladas.
Más interesante lo es, sin dudas, la aparente contradicción que nos muestra entre doctrina y vida de San Juan de la Cruz. Si las nadas sanjuanistas suponen un abandono de los gustos terrenos, no es coherente con esto que el místico muestre un gozo tan marcado por la creación artística, es decir, por la belleza. Cintio Vitier no propone ninguna solución a esta contradicción que tal parece que percibe como una realidad aceptada. ¿Fue una incoherencia o una falsa relación? Nos resulta muy delicado hablar sobre este aspecto sin caer en la trampa de la pasión personal. No podemos aceptar la idea de que el Fraile de Fontiveros diga una cosa y haga otra. Vamos a intentar ir más allá. Dentro de la propia reflexión vitieriana hallamos una solución que nos parece útil después que se le hagan algunos retoques. En el ensayo «Santa Teresa, de la pluma a los altares», el autor de Nupcias se apropia de una reflexión linguoliteraria de Dámaso Alonso acerca de la Santa de Ávila y concluye que en ella la escritura es vista como una oportunidad de ascesis religiosa a través de cierta voluntad de estilo. No obstante nos parece que también en el Santo es posible ver la escritura como ascesis aunque no sea al modo de Santa Teresa.
La escritura es un proceso de reconstrucción de la imagen beatífica con la cual regresa el místico-poeta de su contemplación que de seguro no estuvo exento de la angustia de un incansable ejercicio por hallar la perfección del verso. La escritura no vista como un fin en sí misma sino como medio para alcanzar la perfección cristiana, tanto del autor como de sus lectores. A lo anterior, se le debe añadir el cuidado de lograr mantener evidente una adecuada comunión eclesial; dada la peculiaridad de la poesía. La escritura lleva el peso de una misión transfiguradora que busca hacer del cosmos visible un rostro del Dei Verbum. Se trata en definitiva de una escritura que tiene la certeza de que predicar de las cosas es hacerlo de Dios y lleva en sí esta verdad feroz. La escritura se vuelve una sacralizadora de lo profano, ahí radica una de las principales utopías sanjuanistas. Ese ejercicio es el que lo separa del proselitismo o el didactismo. La escritura viene a ser el signo de «resurrección del místico a la vida de este mundo»17 . ¿Acaso ese retorno puede ser apacible cuando se tiene la garganta repleta de cosas por decir que se agolpan en un silencio?
Vitier introduce dos tópicos de enorme relevancia de la mano de la filósofa española María Zambrano tan cercana a los poetas creyentes de Orígenes durante sus años de exilio habanero e incluso después a través de un constante intercambio de libros y cartas con sus amigos de la Isla. Ambos textos pertenecen al ensayo «San Juan de la Cruz de la noche oscura a la más clara mística» de 1939; tratan acerca de la dimensión escatológica de la obra del Santo y la distinción entre el amor-deseo en función de explicar su obra. Estamos frente a uno de los textos que sin dudas contribuyó a conformar la visión de los poetas creyentes sobre muchos de los temas imprescindibles para delinear una comprensión teológica de la función del artista en la historia. Se trata, sin dudas, de una lectura común. Quizás se podría llegar a afirmar que a través de María Zambrano les llegó San Juan de la Cruz al igual que Miguel de Molinos les llegó de la mano de Santa Teresa de Jesús.
La noche oscura sanjuanista, según la percibe la Zambrano, es una prueba y un signo de la existencia de una vida más allá de la muerte. Eso que, para muchos, no es más que un cierto estado psicológico, para ella es un suceso revelador. Le comunica la posibilidad de dejar este mundo sin morir realmente, es un viaje al Hado con regreso. Eso recuerda cierto hecho que marcó la civilización occidental: la resurrección de Jesucristo. La noche oscura por tanto es además una posibilidad de resurrección, de actualización de ese misterio e incluso de vivencia oblicua de esa realidad.

Bibliografía

1 Vitier, Cintio. Obras 1. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1997. pp. 34-35.
2 Vitier, Cintio. Obras 1. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1997. pp. 34-35.
3 Vitier, Cintio. Obras 1. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1997. pp. 34-35.
4 «Dejad que sea pasto de las fieras, ya que ello me hará posible alcanzar a Dios. Soy trigo de Dios y he de ser molido por los dientes de las fieras, para llegar a ser pan limpio de Cristo». Liturgia de las Horas, según el Rito Romano. Ed. Comisión Episcopal de Liturgia Española. Madrid, 1993. p. 268.
5 San Cipriano. «Prólogo». Ad Fortunatum. Ed. Térrea, Madrid, 1965. p. XI.
6 Vitier, Cintio. Obras 1. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1997. p. 35.
7 Vitier, Cintio. Obras 1. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1997. p. 36.
8 Metz, J. B. Invitación a la oración. Ed. S.T., Santander, 1979. p. 19.
9 Vitier, Cintio. Obras 1. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1997. p. 236.
10 Vitier, Cintio. Obras 1. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1997. p. 236.
11 Aristóteles. Metafísica IV, 1003 Ed. Espasa Calpe, Madrid, 1988. p. 102.
12 Santo Tomás de Aquino. Questiones disp., De veritate, q. 2, a.1. En F. Canals. Textos de los grandes filósofos, Edad Media. Ed. Herder, Barcelona, 1979. p. 122-123.
13 Rahner, Karl. Escritos de Teología. Ed. SSP, Madrid, 1992. p. 68.
14 Lezama Lima, José. «La dignidad de la poesía». Tratados en la Habana. Ed. Universidad Central de las Villas, Las Villas, 1958. p. 395.
15 Esta falsa dicotomía se mantiene en la obra de algunos que, en este mismo afán por diferenciar al poeta del místico, la reconocieron como cierta. Gastón Baquero, por ejemplo, nos dice en un ensayo imprescindible para delinear su poética pero lamentablemente ignorado por muchos: «a un lado los que hablan el lenguaje directo de Dios, los santos y los sacerdotes, bajo el idioma de la religión dogmática, es decir, confirmada por la Revelación; y del otro lado los que hablan el lenguaje metafórico de Dios bajo el signo de la Poesía.» Baquero, Gastón. «La poesía en Juan Ramón Jiménez». Boletín de la Academia Cubana de la Lengua. Tomo VII. Ene.-jun. No. 1-2. 1958. p. 30.
16 Vitier, Cintio. Obras 1. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1997. p. 242.
17 Vitier, Cintio. Obras 1. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1997. p. 242.

 

 

Revista Vitral No. 53 * año IX* enero-febrero 2003
Amauri Francisco Gutiérrez Coto
(1974)
Lic. en Letras Universidad de La Habana. Publicó «Acerca de lo negro y la Africanía en la lengua literaria de Motivos de Son» (Premio Ensayo, Concurso «Vitral»2001) y Gran Premio Concurso «Vitral 2002».