Revista Vitral No. 53 * año IX* enero-febrero 2003


EDITORIAL

 

¿HACIA DÓNDE VA

LA IGLESIA EN PINAR DEL RÍO?

 

 

La Iglesia, salida del costado abierto de Cristo, y abierta de par en par al mundo, con la efusión del Espíritu Santo cincuenta días después de la Resurrección de Jesús, existe hace dos mil años. Existe así, como su Fundador, sufriendo en la Cruz y anunciando Vida.
Existe así, como su Maestro, compartiendo la vida de los hombres y al mismo tiempo anunciando la Vida plena de Dios.
Esa Iglesia viene anunciando esa Vida plena desde hace 20 siglos, sin desfallecer. Por ese anuncio, metido en la historia humana y trascendiendo esa historia, la Iglesia llegó hace más de 500 años a nuestra América empezando por la isla de Santo Domingo, seguida de Cuba y luego hasta tierra firme.
En ese itinerario de anuncio del Evangelio de Cristo, se inscribe la vida de la Iglesia en Cuba que, desde 1492, esparce la semilla de la Vida en los campos de esta Isla. Esa semilla de Cristo cayó en tierra buena de Vueltabajo y ha dado sus frutos desde hace más de 300 años. Misioneros, sacerdotes, religiosos y laicos, han cumplido durante siglos su misión evangelizadora. Así fue creciendo la Iglesia en Pinar del Río, la misma Iglesia fundada por Cristo hace dos mil años, y como toda Iglesia local, encarnada en su propio contexto histórico, social y cultural, nació y creció con su propio perfil, con rasgos y señas que la han caracterizado a lo largo del tiempo.
Cuando la Iglesia, que es por definición Universal, eso quiere decir “católica”, logra asentarse en un lugar y llega a crecer y madurar como comunidad cristiana, formando sus propios agentes pastorales, consolidando sus instituciones y asumiendo proyectos que estén al servicio de la sociedad en medio de la cual vive; entonces ha llegado el momento de erigir allí una porción de la Iglesia Universal con gobierno, territorio y estructuras propios, sin perder la comunión con la Iglesia Madre. Esa porción de la Iglesia en un territorio determinado se llama diócesis. Cada diócesis tiene todas las estructuras y servicios esenciales a la Iglesia: por eso tiene un Pastor que es el Obispo, un Presbiterio que son los sacerdotes que lo ayudan en su triple misión de enseñar, santificar y dirigir al Pueblo de Dios. Una diócesis cuenta con religiosas y religiosos, hombres y mujeres consagrados exclusivamente a la construcción del Reino de Dios en ese territorio y cuenta con un laicado, es decir, con cristianos bautizados y comprometidos con la misión de Cristo en la Iglesia y más concretamente en el mundo donde viven, trabajan y transforman la realidad.
El 20 de Febrero de 1903, a sólo nueve meses del nacimiento de la República de Cuba, el Papa León XIII crea la Diócesis de Pinar del Río mediante un documento llamado Breve Apostólico “Actum Praeclare”. No es esa la fecha que fija el inicio de la presencia de la Iglesia en Pinar del Río. Existen documentos que atestiguan su misión en estas tierras desde el siglo XVII. Es el momento que marca su erección como Iglesia diocesana. Hasta entonces sólo existían las Diócesis de Santiago de Cuba y de La Habana, a la que pertenecían las parroquias de nuestra región vueltabajera. Por ese mismo mandato apostólico del Papa se crea el Obispado de Pinar del Río y se eleva la ya existente Parroquial mayor de San Rosendo a la categoría de Santa Madre Iglesia Catedral de Pinar del Río, donde radica la cátedra del Obispo y desde donde preside, enseña y dirige a la porción de la Iglesia que se le ha encomendado.
La Diócesis de Pinar del Río cumple, por tanto, su primer Centenario en este año 2003. La Iglesia local ha convocado a todos sus miembros y a toda persona de buena voluntad que la quiera acompañar, a celebrar en profundidad este importante acontecimiento.
Por eso estamos todos llamados a reflexionar sobre nuestra vocación y misión como Iglesia en Pinar del Río, Diócesis que quiere seguir caminando hacia un perfil de Iglesia cada vez más encarnada y profética en fidelidad a su Señor.
En efecto, Jesucristo, como lo creemos los cristianos, es el Hijo de Dios hecho hombre. En Jesucristo, Dios mismo se ha revelado en la historia humana, con toda su plenitud. Esa plenitud de Dios es origen, fuente y destino de la plenitud de toda persona humana, creada a su imagen y semejanza.
Por la encarnación de Jesucristo se ha hecho realidad en la historia, aquella verdad presentada por San Ireneo: “La gloria de Dios es el hombre viviente”. El mismo Cristo definió su misión en este mundo de la misma manera: “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”(Jn. 10,10)
En todas las demás religiones de la humanidad es el hombre quien intenta elevarse al Ser Supremo, alcanzar la visión del Absoluto, desprenderse de su propia humanidad para acceder al Trascendente, vaciarse de sí mismo para dejarse inundar del Totalmente Otro. En estas religiones el movimiento de la relación entre los hombres y Dios es siempre en un solo sentido: Dios inaccesible y en lo más alto de lo que llamamos Cielo; y los hombres, desde la tierra, intentando “subir” hasta su Divinidad inconmovible.
En el cristianismo la dinámica de relación entre Dios y los hombres es totalmente novedosa, incluso desconcertante para los que no comprenden ese movimiento interior. Dios no se queda en lo más alto del Cielo, Dios se mueve, se «abaja», se acerca, hasta el colmo de lo que se puede concebir para la condición divina: se hace un hombre, como otro cualquiera, menos en la maldad y el pecado que, en el principio, tampoco eran consustanciales con el hombre, sino que son fruto del mal manejo de su libertad.
De modo que en lugar de vaciar al hombre de su humanidad, Cristo eleva la condición humana a su más alta y plena dignidad y dimensión. De modo que, en lugar de huir del mundo y de intentar condenarlo para “purificarse” escapando de todo lo creado, los seguidores de Cristo, por mandato de su Maestro, no salen del mundo sino que trabajan, sufren y oran para que el mundo cambie, para que sea renovado por dentro y desde dentro, al estilo de la sal, del fermento, de la luz.
A esta dinámica de salvación desde dentro de la propia humanidad y desde el interior de las propias estructuras y realidades del mundo, es a lo que la Iglesia llama “encarnación”. Si Jesús, su Fundador, se metió en la carne humana y en la historia de este mundo, la Iglesia debe “encarnarse”, meterse dentro, inmiscuirse, relacionarse, permanecer, penetrar en cada ambiente, en cada realidad humana, social, económica, política, cultural, sin perder su propia identidad. Eso fue lo que hizo Cristo. Ese es y debe ser el camino de la Iglesia.
Ella no tiene vocación de secta que se separa del mundo, ni de puerta de escape para que los hombres y las mujeres se alienen de su realidad. La Iglesia no puede ser una “pecera” rodeada de cristales que la aislen del mundo exterior y que le creen un “mar” a su medida, un hábitat artificial, en el que va encerrando a los seres humanos que “pesca” en el mar tenebroso del mundo y que, “para salvarlos”, los saca de ese mar y los coloca en un “acuario” lleno de seguridades, pero alejado del mar donde transcurre la vida.
El Papa Juan Pablo II, recordando el mandato de Jesús, ha introducido a la Iglesia en el Tercer Milenio del Cristianismo exhortando a toda la comunidad eclesial a una mayor actitud de encarnación: “Duc in altum”, es decir, “Rema mar adentro”. Empéñate en profundidad. Eso quiere también en la fiesta de su Centenario, la Iglesia en Pinar del Río.
Tampoco se trata de que la Iglesia se diluya en ese “mar”, que se confunda con sus olas, que se deje arrastrar por el ambiente, que ella misma se vuelva “sal y agua”. La Iglesia, como Cristo, debe acompañar su encarnación en la historia y las realidades humanas, con una actitud de fidelidad a su vocación y a su misión de anunciar un mundo nuevo, una civilización nueva, donde reine el amor, la libertad, la justicia, la verdad, la solidaridad y la paz. Ese Reino es, al mismo tiempo, anuncio de algo nuevo y denuncia de todo lo viejo. Es anuncio de todo lo verdadero, de la vida en la verdad y denuncia de todo lo falso, de la vida en la mentira. Es el anuncio de todo lo bueno y lo bello que dignifica al hombre y al mismo tiempo la denuncia de todo lo malo que empobrece, humilla y esclaviza al hombre en la plenitud de su dignidad de hijo de Dios y en el respeto de sus derechos irrenunciables. A esta tarea de la Iglesia se la llama misión profética. En eso también quiere crecer la Iglesia en Pinar del Río en el Centenario de su Diócesis.
Encarnación y profetismo, dos dimensiones de la única misión de Cristo. Meterse en la realidad y no confundirse con ella. Vivir en medio del mundo que le ha tocado vivir y trabajar para mejorarlo. Implicarse en la historia de los pueblos, denunciar lo que en ellos disminuya la libertad, la dignidad y la felicidad de cada persona humana y, al mismo tiempo, anunciar y comenzar a construir una forma de convivencia social más justa y fraterna.
Encarnación y profetismo es acercarse y compartir los sufrimientos de la gente y, al mismo tiempo, empeñarse sin descanso en curar ese sufrimiento y, sobre todo, las causas y las estructuras que lo provocan.
Encarnación y profetismo es disfrutar y compartir las alegrías y esperanzas de la gente y, al mismo tiempo, empeñarse en anunciar que hay una alegría que no pasa y una esperanza que no desfallece, que es cultivar la dimensión espiritual de nuestra vida y poner nuestra confianza en Aquél que es nuestro Padre.
Una Iglesia encarnada y profética que no confunde su misión con la de los poderes de este mundo. Pero que no abandona la vida del mundo que la rodea, ni se desentiende de la vida de la gente pretextando que su misión es de orden “religioso”. Una Iglesia que no se acomoda a la situación, ni pacta con la injusticia. Que sabe y hace saber que “la misión propia que Cristo le confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social. El fin que le asignó es de orden religioso. Pero precisamente de esta misma misión religiosa derivan funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana...Más aún, donde sea necesario...la misión de la Iglesia puede crear, mejor dicho, debe crear, obras al servicio de todos, particularmente de los necesitados.” (Concilio Vaticano II. Constitución “Gaudium et Spes” no. 42)
Ese es el concepto de misión religiosa en la que quiere creer y quiere vivir la Diócesis de Pinar del Río, junto a todas las demás diócesis hermanas de Cuba y del mundo: un carácter religioso que sea fuente de “funciones, luces y energías” que puedan servir para establecer una comunidad humana más en consonancia con el Evangelio de Cristo. Energías, para que nuestras motivaciones y nuestras obras sean auténticas, profundas y duraderas. Luces, para iluminar nuestras propias vidas y para poder iluminar la realidad en la que vivimos y poder discernir en ella los signos de vida para anunciarlos y potenciarlos; y denunciar los signos de muerte para ayudar a erradicar sus causas y sus consecuencias. Funciones, para que las energías y las luces recibidas de Cristo no se queden en impulsos interiores o en luces de artificio, sino que puedan llevar a la práctica concreta del servicio a la sociedad en que vivimos, ese carácter religioso que, sin las obras de justicia y caridad, queda reducido a puro espiritualismo desencarnado y enajenante.
El mismo Concilio habla claramente de esa “ayuda que la Iglesia, a través de sus hijos, puede prestar al dinamismo humano” cuando dice: “El Concilio exhorta a los cristianos, ciudadanos de la ciudad temporal y de la ciudad eterna, a cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico. Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta de que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno....El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época...No se creen por consiguiente, oposiciones artificiales entre las ocupaciones profesionales y sociales, por una parte, y la vida religiosa, por otra.” (Conc. Vaticano II. Const. G.S. no. 43)
Ser una Iglesia más encarnada y más profética es contribuir a eliminar esas barreras artificiales entre lo social y lo religioso, entre lo humano y lo divino que con su Encarnación y Redención Cristo mismo ha superado.
Eso quiere ser la Iglesia diocesana de Pinar del Río al celebrar su primer Centenario y mirar hacia el presente y el futuro del pueblo al que debe servir. Esta Diócesis ha recibido de su tradición histórica un legado de misiones populares y campesinas en la que Obispos como Mons. Ruiz, Mons. Evelio Díaz y Mons. Rodríguez Rozas, guiaron a este pueblo con suma sabiduría, sencillez de vida y cercanía al pueblo. Una Diócesis que contó con sacerdotes como el Padre González Arocha, el P. Miret, el P. Cayetano y el P. Claudio; y organizó misiones en las que participaron religiosos como el P. Ibarguren, el P. Rivera y el P. Jaime Manich, junto a religiosas como Sor Asunción, Sor Isabel Valdés y Sor Ligia Palacio. Una Diócesis en que, intrépidos laicos y laicas como Panchita Barrios, Justo Figueroa, César Balbín y Paulita Castillo, hicieron presente el mensaje de Cristo, con misiones itinerantes en sus más recónditos lugares. Fiel a esa herencia la Iglesia en Pinar del Río quiere crecer en su misión evangelizadora y encarnada.
Esta Diócesis también ha recibido de esa herencia de los siglos la tradición de un laicado comprometido y profético, presente y actuante en cada una de las etapas históricas que le tocó vivir, como el mambí Domingo Urquiola, y Osmani Arenado, Adelita González Saínz y Zoila Quintáns. Un laicado que, gracias a Dios y a la guía de sus cercanos Pastores, nunca fue cristiandad triunfalista, ni guetto excluyente, sino más bien sencillo fermento en medio de la masa. Pequeña luz en medio de las noches históricas y sociales. Insignificante grano de sal, pero sin perder su carácter de sal en el ajiaco de nuestra cultura. Un laicado siempre minoritario, siempre guajiro, siempre mezclado, siempre imperfecto. Nunca acabado de organizar, nunca acomodado a la situación, nunca totalmente anulado, nunca ajeno a lo que acontecía. Un laicado pecador y dando traspiés, pero sabiendo en Quien ha puesto su confianza y sabiendo a que Voz arrimar su oído. Un laicado que ha dado testimonio de “creer en la fuerza de lo pequeño” y vivir de esa mística en todas sus obras. Fiel a esa herencia la Iglesia en Pinar del Río quiere crecer en su compromiso profético con su pueblo y con Cuba.
Así queremos ser: pequeños y fieles, en medio del mar pero con la vista puesta en el horizonte, inmersos en la dura realidad pero sin dejarse arrastrar por ella con la espiritualidad más comprometida y el compromiso más trascendente. Difícil tensión que nos mantiene a horcajadas entre el fango de este mundo y las semillas de luz que hay en él, entre sus cegueras y las señales que le indican un camino superior. Se sufre en esta tensión y se vive en la incertidumbre, es verdad, se reciben las más duras críticas y los mejores consuelos.
Pero lo podemos decir, uniendo nuestras voces a las de innumerables cristianos pinareños que nos han precedido en el seguimiento de Jesús: no hay nada mejor que le pueda pasar a una Iglesia que el vivir desinstalada, continuamente pendiente de las Manos tiernas, sudorosas y providentes de su Fundador, en perenne peligro de ser crucificada. Nada mejor que sólo depender de Él, que compartir con Él su Cruz.
Lo decimos al filo del primer Centenario de nuestra querida y pequeña Diócesis, en el umbral incierto de su segundo centenario, con la vista puesta en el Señor de la Historia, al comienzo del tercer milenio del cristianismo:

Gracias te sean dadas a Ti, Padre de los Siglos, porque nada nos pudo suceder mejor que haber nacido aquí, en la “Vuelta de Abajo” de Cuba, nada mejor que haber nacido en este momento de nuestra historia patria y de nuestra historia eclesial. Nada mejor que “perder” lo mejor de este mundo por ganar la simplicidad de una mirada amiga de Aquél que es el único que ha permanecido fiel:

“Cristo, el mismo ayer, hoy y siempre.”(Hebreos 13, 8)


Pinar del Río, 28 de Enero de 2003
En el 150 Aniversario del Nacimiento de José Martí.

 

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