Revista Vitral No. 53 * año IX* enero-febrero 2003


SUELTO

 

DESPUÉS DEL ADIÓS
A POLO MONTAÑEZ

BELISARIO CARLOS PI LAGO

 

 

Polo en concierto. La Palma.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Durante una actuación en La Palma.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Todavía permanecen frescas en mi memoria aquellas palabras en las que, desde estas mismas páginas, se daba la bienvenida al universo de la celebridad a una figura que irrumpía desde el arado, el tractor y el horno de carbón, y se instalaba, sucesivamente, en la preferencia musical de una provincia, de una nación, y, por último, de una buena parte del mundo latino.
Desde sus albores, aún recientes en el momento de escribir la crónica de referencia, resultaba previsible que semejante combinación de originalidad y carisma, impregnada de una inusual sencillez y de un talento incuestionable incluso para posibles detractores, reclamaría, sin dudas, un lugar de inmortalidad en la historia de nuestra cultura.
En la música de Polo Montañez pueden apreciarse las notas contagiosas del son de Miguel Matamoros, en armónico contraste con rasgos de Lecuona y pinceladas de habaneras a lo Sánchez de Fuentes. En las letras de sus composiciones, junto a ese sabor bucólico que viene desde las lejanas raíces del Cucalambé, resaltan las frases de amor llenas de ingenio, a lo José Ángel Buesa, o a lo Hilarión Cabrisas. En muchas de sus canciones, luego de cantar con lirismo y melancolía a un fracaso en el amor, termina con un contagioso estribillo que, barriendo nostalgias y penas, infunde al oyente una nota de alegría, propia de la idiosincrasia del cubano, tan presto a ahogar en un charco de indiferencia sus más sentidos reveses. Y todo esto en un estilo tan suyo, que no puede menos que hacernos sentir testigos de la aparición de un género desconocido. Dejemos —como él mismo sugirió en una de sus muchas entrevistas— que algún erudito se ocupe un día de nombrarlo.
La música y las letras de Polo son el vivo reflejo de la sencillez y la humildad del guajiro que nunca quiso ser otra cosa. Cantó a sus penas, teniendo el valor de renocer que en el amor soy un idiota que ha sufrido mil derrotas; pero también cantó a la fe y a la perseverancia, virtudes que mantienen al hombre vivo en la lucha por salir de los abismos a los que suelen lanzarnos la vida y sus fracasos.
A quienes le tiraron puertas en las narices, allá por sus inciertos inicios, cuando aún buscaba un espacio para su arte, los hizo blanco de sátiras y dicharachos, en los que se hace evidente —y casi se agradece— el humor del que sabe perder, y pierde, y no se hace reo de estériles rencores, muy comunes a los resentidos de oficio, y ajenos a los que aprendieron a sonreír ante la vida.
En Polo Montañez se da la extraña circunstancia de un hombre que, tras alcanzar las cumbres de la popularidad y recorrer medio mundo con su música, regresa al terruño y disfruta de una botella de ron con sus amigos del barrio, bajo un árbol cualquiera, o en el velorio de una puerca, como él mismo solía decir. Tal parece que para él era en verdad importante ser un guajiro de Pinar del Río, y hacer gala de atributos que muchos de sus paisanos se esfuerzan por ocultar, sobre todo cuando visitan las grandes ciudades.
Causas y azares —como los que él mismo pareció prever en La última canción— interrumpieron lo que pudo haber sido una larga carrera de éxitos. Su arte fue efímero, pero puro. Polo nunca cayó en mercenarismos de ésos que buscan la celebridad a través de complicidades. La inmensa fama de la que se hizo merecedor, no fue el resultado de manipulaciones tendenciosas, ni de favoritismos comprados a fuerza de poner el arte al servicio de algo, o de alguien. Su creación era como la fragancia de un rosal, que no necesita de nadie para perfumar el aire de la noche.
Polo Montañez vivió como si ignorara su grandeza, como si no le importara, o como si lo que hacía tuviera su recompensa en el placer de hacerlo, más que en la ganancia que pudiera reportarle.
Cuando el 20 de noviembre el pueblo supo del trágico accidente que le costara la vida, muchos comprendimos en toda su magnitud el alcance de Polo Montañez. Nos percatamos entonces de cuán profundo había sido aquel trazo fugaz. Quizás, tan acostumbrados a ídolos hechos a la medida de conciencias manipuladas, no nos dábamos cuenta de que aquél era genuino, y de que estaba, simplemente, allí donde debía estar. Nadie lo había puesto. Llegó por sus propios pasos. Nadie nos dijo que debía gustarnos. Fueron su melodía, su voz y su talento de creador los que se habían impuesto.
Las muchas horas de agonía que debió atravesar antes de llegar a la muerte, mantuvieron en vilo a once millones de cubanos, a uno y otro lados del Estrecho de la Florida. Cubanos de aquí y de allá, y de cualquier parte, olvidaron, al menos por el momento, sus sempiternas diferencias partidistas y siguieron con inusitado interés las noticias referentes a su estado, lo mismo por el NTV que por las ondas de Radio Martí o La Poderosa. El caso Polo lograba restablecer así, aunque sólo fuera de modo temporal, el concepto de nación cubana, fragmentado en el transcurso de las últimas cuatro décadas.
Era éste un símbolo de unión, y todos mantuvimos —quizás con ingenuidad— la esperanza como último baluarte. Y el baluarte se derrumbaba, indetenible y desgarradoramente, ante el empuje de los sucesivos partes, nada prometedores a pesar del esfuerzo de los médicos, sabedores en todo momento que poco se podía hacer; reacios, sin embargo, a cejar en su empeño. Quienes aprecian en su justa medida los valores y la condición humana, verán siempre en este intento, más que un acto profesional, un gesto conmovedor.
Queda para la posteridad, como enseñanza final, una verdad irrebatible: Hombres como Polo Montañez no nacieron para quedar contenidos en la estrechez de una provincia, de un país o de una ideología. Hombres como Polo son, pésele a quien le pese, patrimonio de la humanidad, y, cuando se marchan, la humanidad entera ennoblece con su llanto la irreparable pérdida.
Hoy sólo nos queda esperar —y ojalá suceda pronto— que salga a la luz lo que pudiera haber inédito de su producción musical, con la ilusión de hallar en ella un consuelo al vacío que nos deja su ausencia. Mientras, lo vemos brillar en esa constelación donde están ya Benny Moré, Miguelito Cuní y Barbarito Diez, y en la que un día estarán Celia Cruz, Willy Chirino, Roberto Torres, y otros tantos, de aquí y de allá, que integran, por derecho propio, el firmamento de la música cubana.
Terminemos rogando a Dios por Polo Montañez, pidiendo lo lleve allí donde, al alcance de nuestra fe, están los que supieron usar para bien de los hombres el talento que Él puso en sus vidas. Allí donde, en pago a su virtud, llegan únicamente los que unen hombres, no los que dividen. Descansa en paz, Guajiro Natural.

Décima del autor a Polo Montañez

Desde un horno de carbón,
un tractor y un arado,
un guajiro enamorado
lanza al mundo su canción.
Al fuego de su pasión,
arden las notas de un tres;
así Polo Montañez,
hecho música y nobleza,
fue sencillo en su grandeza,
y grande en su sencillez.

 

 

Revista Vitral No. 53 * año IX* enero-febrero 2003
Belisario Carlos Pi Lago
(La Palma, 1950) Licenciado en Inglés. Obtuvo mención en el concurso Vitral 2002 con el Cuaderno «Una de cal y otra de arena» . El autor tambien obtuvo, premio Vitral , 2002, en género Ensayo.
Fotos inéditas de Polo Montañez y su grupo durante su actuación en La Palma, en el 2002.
(Cortesía de Alberto Costa Bomnín).