Excelentísimo Señor
José Siro González Bacallao, sexto Obispo de Pinar del
Río; Señor Dagoberto Valdés, Director del Centro
de Formación Cívica y Religiosa, demás hermanos
y hermanas.
Ante todo, darles las gracias por permitir mi presencia hoy, aquí,
entre ustedes; agradecimiento especial a Monseñor Siro por haber
pensado en mí para iniciar este ciclo de conferencias que tienen
el objetivo de preparar las fiestas del primer centenario de la erección
canónica de ésta, la más occidental de las diócesis
de Cuba y una de las más ricas en paisajes y personas.
Quiero confesarles que mi primera respuesta a la invitación que
me hiciera el hermano Dagoberto, fue negativa porque, entonces como
ahora, me siento sobrepasado con la magnitud del tema, dada su importancia
y extensión. Pero pudo más el afecto y la comunión
fraterna.
Creo que es conveniente comenzar preguntándonos, ¿qué
entendemos por cultura?
Me remito a las palabras del Santo Padre Juan Pablo II de su discurso
en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, el día 23 de
enero de 1998:
Cito: La cultura es aquella forma peculiar con la que los hombres
expresan y desarrollan sus relaciones con la creación, entre
ellos mismos y con Dios, formando un conjunto de valores que caracterizan
a un pueblo y los rasgos que lo definen.» (fin de la cita)
De esta definición se desprende otro concepto importante relacionado
con la obra evangelizadora de la Iglesia: La Iglesia Católica
no se identifica con ninguna cultura en particular, sino que se enraíza
en todas aquellas con las que entra en contacto, para llevarles el Evangelio
de Jesucristo y acompañarles en el caminar histórico,
procurando que los valores evangélicos sean asumidos por cada
uno de esos pueblos como parte de su propia identidad.
El peligro, siempre latente y no muchas veces superado, está
en la imposición, por parte de los evangelizadores, de su cultura
propia, colocándola como parámetro para que los pueblos
evangelizados entiendan y asuman la fe cristiana traicionando, así,
el sentido de catolicidad que, precisamente, debe caracterizarla.
Pero, aun cuando el misionero, en la primera etapa de la evangelización
predique apoyándose en sus propias categorías culturales,
hay un momento en el que tendrá la necesidad de conocer los elementos
que conforman la cultura del catequizado, so pena de no hacerse entender,
y es entonces, cuando comienza el intercambio que podemos llamar encuentro
cultural. Este encuentro enriquece a ambas partes y genera componentes
para una nueva cultura.
Cuando la evangelización va aparejada al proceso de conquista
y colonización, es mucho mayor el peligro de identificar la fe
cristiana con la cultura extranjera que está imponiéndose
a la fuerza.
En el caso nuestro, la cultura aborigen era sencilla y débil,
de manera tal que, al encontrarse con la cultura europea, quedó
absorbida por ésta.
La llamada conquista de Cuba, salvo algunos pocos conatos de resistencia
por parte de los nativos de la región oriental, constituyó
un paseo para los soldados españoles guiados por don Diego Velázquez
y sus auxiliares Narváez y Grijalva. Buen conocedor de dónde
y cómo fundar villas, situó las siete primeras en lugares
siempre propicios a la cría de cerdos y otros ganados y no muy
lejos de la costa porque los ojos se le iban hacia Tierra Firme. A cada
una le puso nombre cristiano asociándolo, cuando lo entendió
oportuno, al que ya tenían; como fue el caso de la Asunción
de Baracoa, San Salvador de Bayamo o San Cristóbal de La Habana.
Queda aún mucho por investigar sobre el tema de la evangelización
de aquellos habitantes de nuestra Isla. ¿Cómo se llevó
a cabo? No lo sabemos bien. Los pocos documentos existentes hablan de
encuentros fortuitos entre algunos españoles que, por diferentes
motivos, permanecieron junto a los indígenas el tiempo suficiente
para que prendiera en ellos la devoción a la Santísima
Virgen. Otros refieren la llegada de misioneros dominicos enviados a
prepara el terreno» para la futura conquista de la Isla. El mismo
Velázquez trajo consigo algunos clérigos entre los que
se encontraba el Padre Bartolomé de las Casas.
Me permito abusar de la paciencia de ustedes para leer un texto en castellano
antiguo donde los dominicos informan sobre la misión realizada.
(...) que yendo los frailes delante, como a acaecido, a predicalles
la Fe a los yndios de la Ysla de Cuba, sin haber otros cristianos con
los yndios mas que los frailes, recebiendo la fe muy de buena gana e
the~niéndolos ya amansados e ya enseñados e baptizados
fueron los cristianos allá a poblar los primeros que mataron,
~n el sacar de su oro, fueron aquellos donde ya había opinión
entre ellos que los frailes non yban allá sinon para amansallos,
para que los cristianos los tomasen para mataltos, y ansi se platicaba
entrellos que las cruces que les enseñaban facer en las frentes
y en los pechos r~on sygníficaban otra cosa sinon los cordeles
que les habían de echar a las gargantas para Ilevallos a matar,
sacando el oro, que era el dios de los cristianos[..]
(La Española, 4 de diciembre de 1519. Cfr. Levi Marrero, Cuba:
Economia y Sociedad
Aquí constatamos las primeras experiencias negativas con respecto
a la fe cristiana y que, desgraciadamente, se repitieron con esas u
otras formas.
Estas experiencias debieron ser superadas, en el mejor de los casos,
por la buena actitud de muchos otros cristianos, o asumidas como un
lastre permanente en la subconciencia religiosa del pueblo, causantes,
quizás, de ese cierto relativismo o superficialidad en la práctica
de la fe, que ha caracterizado al catolicismo cubano.
Aquellos primeros pasos de nuestra historia no fueron fáciles.
El proceso de colonización fue lento. En Cuba no había
ni oro ni plata como para estimular la emigración de colonos.
El sistema de encomiendas, creado para cuidar del indio y evangelizarlo,
se convirtió en un medio para esclavizarlo. La población
indígena no resistió el trabajo impuesto y su débil
sistema inmunológico la incapacitaba para resistir aún
a las más leves enfermedades europeas. La desesperación
llevó a muchos al suicidio. La mayor parte de la población
indígena sucumbió. De los pequeños grupos que sobrevivieron,
una parte acompañó al encomendero que prefirió
aventurarse en las empresas de conquista de Tierra Firme a seguir trabajando
la tierra. Los que eran soldados, ya poco tenían que hacer en
Cuba.
Nuestra isla se convirtió en la base de operaciones para la conquista
del Continente. Con el tiempo, la falta de oro fue sustituida por la
cría de ganado vacuno y caballar. El tasajo y los cueros se convirtieron
en productos de gran demanda para el abastecimiento de las flotas que
traían los productos de la Península a los puertos de
América y regresaban cargadas de oro y plata para la Metrópoli.
Esta fue la primera industria de Cuba a la que se añadió
la exportación de madreas preciosas con las que se construyó
una buena parte del Escorial, además de contribuir a la fábrica
de barcos, principalmente en los astilleros de La Habana.
Españoles e indios-taínos o lucayos-comenzaron a convivir
y, como pocas fueron las mujeres que venían de España,
de las indias empezaron a nacer niños y niñas bautizados
con nombres cristianos y apellidos de Castilla, de Andalucía
y Extremadura. A estos, se les llamó criollos y crecieron escuchando
historias de la Heroica España salpicadas con recuerdos de sus
antepasados aborígenes. El español comió casabe,
malanga y boniato, y se acostumbró a dormir en hamacas, mientras
que el indio aprendió a comer carne de cerdo y tasajo de vaca,
a vestirse con camisa y pantalón y calzarse con botas.
El XVI fue un siglo de tanteos y adaptaciones para los pobladores de
la Isla, que aprendieron a subsistir en un ambiente de ataques y saqueos
causados por corsarios y piratas que invadían el Caribe en una
especie de guerra sostenida por franceses, ingleses y holandeses que
no aceptaban el predominio español en América y donde
no estaba ausente el motivo religioso, porque aquellos agresores eran
en su mayoría anglicanos, luteranos y calvinistas que no sólo
robaban y mataban a mansalva sino que saqueaban y quemaban iglesias,
ultrajando imágenes y profanando sagrarios. De esta forma, aunque
no hubiera aún conciencia de nacionalidad, el criollo se unía
al peninsular para luchar por la patria España y por la fe católica.
Pero no siempre ocurría de esta forma.
Los que, en determinadas ocasiones atacaban y robaban, en otras, comerciaban
a escondidas con los habitantes de la isla. Era la respuesta natural
al centralismo comercial de la Metrópoli. Criollos y españoles,
civiles y religiosos vivieron durante mucho tiempo del negocio del contrabando
y del rescate. Simulando fidelidad a las órdenes del Monarca
pero en contubernio práctico con bucaneros y filibusteros, nombre
dado a los contrabandistas.
Véase como el heroísmo y la devoción podían
alternar con la solución de los problemas materiales en detrimento
de los valores éticos.
Fruto de estas experiencias es la primera obra literaria de Cuba El
Espejo de Paciencia de Silvestre de Balboa y Troya de Quesada, conservada
gracias a la feliz idea del Obispo Morell de Santa Cruz de incorporarla
a su Historia de la Isla y Catedral de Cuba, y que narra el secuestro
del Obispo Cabezas Altamirano a manos del pirata francés Girón
y el heroico rescate del Obispo por un grupo de habitantes de Bayamo.
En El Espejo de Paciencia están presentes los elementos socio
culturales de la Cuba del XVII.
La sociedad continuó formándose. Las nuevas generaciones
de criollos aprendieron a respetar al padre sin obedecer del todo sus
disposiciones; para esto contaron, casi siempre, con la suspicacia de
la madre, muy conocedora en las artes de quitar castigos. La mujer obtuvo
por la maternidad una posición privilegiada en el ámbito
del hogar pues, aunque debía acatar todo lo dispuesto por el
esposo y cabeza de la familia, era ella, en la práctica, la que
organizaba y controlaba toda la vida familiar. El concepto de la madre
significó entrega, sacrificio, desvelo, protección, cariño
y ternura. A través de los pocos siglos de nuestra historia,
hombres y mujeres expresaron con más libertad sus relaciones
afectivas hacia la madre en contraste con la seriedad y reciedumbre
propias de la figura paterna mantenedora del orden y disciplina de la
sociedad.
A Dios se le cree y se le respeta, enseñaba el sacerdote, y a
la Virgen se le quiere y se le reza porque no hay nadie como Ella para
sacar las castañas del fuego.
Sobre este aspecto de la cultura dice el Papa: Toda cultura tiene
un núcleo íntimo de convicciones religiosas y de valores
morales, que constituyen como su alma.
Esa alma fue configurándose en un medio social, cultural y económico
más bien pobre y opacado, primero, por la despoblación
de la Isla a causa de la conquista del Continente y, después,
por el crecimiento desequilibrado del floreciente puerto y ciudad de
San Cristóbal de La Habana en relación con los llamados
pueblos del interior.
Los agentes de pastoral fueron muy escasos. La poca existencia de caminos
dificultaba la comunicación entre las villas y el traslado de
los sacerdotes. Durante el siglo XVI, la Iglesia de Cuba sufrió
la ausencia de Obispos durante largos períodos de tiempo, muchas
veces a causa de la poca preocupación del Patronato Regio. La
población estuvo, por lo general, mal atendida espiritualmente.
Desde la segunda mitad del siglo XVI y durante todo el siglo XVII se
crearán las bases de la futura nacionalidad cubana.
La trata de esclavos africanos fue la triste solución a la falta
de mano de obra ocasionada por la despoblación indígena
de las islas del Caribe.
El negro africano, brutalmente desarraigado de su ambiente y de su cultura,
debió salvaguardar su identidad en un medio adverso. Para logrado,
contaba con su cuerpo y su memoria, y lo que malamente algunos pudieron
traer en un jolongo agarrado a última hora.
El esclavo estaba obligado al difícil aprendizaje de un idioma
totalmente nuevo para poder entenderse no sólo con sus amos y
demás hombres libres sino también, con los otros esclavos
provenientes de distintos lugares del África.
Los había mandingas, carabalíes, angolas y yorubas, estos
últimos, los más desarrollados culturalmente. El castellano
fue la lengua común para la comunicación entre blancos,
indios y negros. Con ella se dieron y recibieron órdenes; con
ella, primero el indio, y después el esclavo africano, aprendieron
a rezar a lo cristiano abriéndose a un sistema de conceptos muy
distintos a los que antes tenía pero que, asumidos, les sirvieron
para ubicar sus ideas sobre Dios, sobre el mundo y sobre la vida.
La Iglesia, con pena lo decimos, aceptó en la practica las estructuras
de la sociedad esclavista. Convivió con ella y, en parte la sirvió.
Digo en parte, porque, por el simple hecho de predicar el Evangelio
y enseñar el catecismo, se veía obligada en conciencia
a no aceptar que el negro fuera considerado como un animal más
de trabajo. En una extraña combinación de conceptos y
actitudes, la Iglesia habló a favor de un mejor trato para con
el esclavo, del derecho a ser evangelizado y, hasta de un cierto respeto
a su condición humana en relación con la familia y con
el mejoramiento físico y espiritual.
El primer Sínodo de la Diócesis de Cuba, celebrado en
1680, dedica una sección al trato que debía darse al esclavo;
por supuesto, estas disposiciones nunca fueron cumplidas del todo por
los dueños de esclavos y al implantarse el sistema de la plantación,
pasaron por completo al olvido.
La predicación de los principios evangélicos y los valores
éticos que de ellos se desprenden influyeron en la conciencia
de una parte de aquella sociedad esclavista. En general, existió
una cierta tolerancia para con los esclavos; al menos, así se
constata en Cuba. Lo cual permite entender como un determinado número
de esclavos llegó a obtener la libertad por merced o comprándola
con sus ahorros(horros), y que ya libres, aprendieran a leer y a escribir
y algunos oficios, llegaron, en varias ocasiones a ser maestros, artesanos
y artistas. Algunos tuvieron esta oportunidad aún siendo esclavos.
La Iglesia les dio los mismos sacramentos que a los blancos y, al final
de la vida terrestre, les permitió descansar en el mismo recinto
eclesial.
En medio de sus sufrimientos, el esclavo encontró momentos de
paz y alegría, celebró sus fiestas y cantó a sus
orichas enmascarados de vírgenes y santos católicos; fabricó
tambores, aprovechó las güiras grandes para hacer chequereres,
y los cencerros y azadones para llevar el ritmo; bailó al estilo
de África en el Día de Reyes, delante de sus amos y de
cuantos curiosos se acercaban. Sin que nadie se lo propusiera, rezos,
cantos, palabras, ritmos e ideas se fueron combinando o, al menos, convivieron.
De ciertas convivencias entre el amo y sus esclavas tuvo su origen un
componente importante de nuestra cultura, me refiero al mestizo o mulato
que, con el tiempo, llegó a caracterizarla.
En los comienzos del siglo XVII ocurre el hallazgo milagroso de la imagen
bendita de Nuestra Señora de la Caridad, el acontecimiento religioso
más importante de toda nuestra historia. A la luz de la fe podemos
interpretar el hecho como la realización de los designios de
Dios, en los cuales se unen los componentes de nuestra nacionalidad,
a saber, la fe católica traída de España y manifestada
en la devoción mariana a su imagen, colocada en el cerro de las
minas de Santiago del Prado, más tarde conocidas por El Cobre,
y donde confluyen el español, el indio y el negro africano o
criollo.
En lo adelante, la devoción a la Virgen de la Caridad será
el elemento religioso más aglutinador de nuestro pueblo. Uno
de los signos indiscutibles de la nacionalidad cubana y la fiel compañera
de camino en la gestión de la misma.
El XVII dio paso al XVIII; para entonces, ya habían llegado los
garbanzos y la harina de Castilla; también los frijoles de México
y la papa del Perú. El tasajo, sin perder su lugar prominente
en la cocina cubana, compartió espacios con los embutidos, pucheros
y asados. Los ganados y las aves de corral traídos de España
alcanzaron nacionalidad cubana.
En La Habana y en algunas de las primeras Villas, las más agraciadas,
ya existían conventos. Sólo en La Habana eran de monjas.
En los otros, los frailes dominicos, franciscanos, agustinos y mercedarios
enseñaban gramáticas y filosofia.
Cuánto había que hacer por la educación del pueblo.
Poco se hacia, pero ese poco lo hacía la Iglesia. Desde aquel
primer sacerdote, maestro y músico de Cuba, Velázquez
de apellido y letrado en Salamanca, varios habían seguido su
ejemplo enseñando en las Parroquias.
No podemos tampoco dejar de mencionar las fiestas populares tan unidas
a las celebraciones religiosas patronales pero, sobre todo, a las del
Corpus Christi, con sus procesiones donde se combinaba lo sagrado y
lo folklórico; muñecones y mascarones; representaciones
de combates entre moros y cristianos o ángeles y diablos; danzas
y música interpretadas con vihuelas, tamborines, maracas y tambores.
Allí, bajo la mirada de la imagen hierática del santo,
de la virgen o en presencia del Santísimo, se daban cita todos
los estratos de la sociedad para celebrar la fe común con la
alegría de vivir en una tierra que empezaba a ser de todos.
Los mismos que armonizaron misas en la catedral de Santiago, interpretaron
en las fiestas públicas el son de la Ma Teodora.
El siglo XVII ha venido a llamarse el siglo de las luces
y, aunque este título responde a los acontecimientos acaecidos
en sus últimas décadas, hay todo un movimiento socio cultural
donde no está ausente el elemento religioso que le sirve, de
sostén o de hilo conductor y constituye su antecedente. Estos
aires vienen de Europa pero también se producen en América.
Para Cuba llega el momento de tener Universidad Pontificia. El proyecto
fue defendido como propio por los Dominicos que aseguraban haberlo presentado
mucho antes que el Obispo Valdés quien se consideraba con todos
los derechos de realizar la obra de acuerdo a sus criterios. El Consejo
de Indias resolvió el litigio entregando la conducción
de la Universidad a los Padres Dominicos, ubicándola en el convento
de San Juan de Letrán donde radicaba la orden, y nombrándola
de San Jerónimo para complacencia del Obispo.
A Don Jerónimo Valdés se debe también la ejecución
de varias obras pensadas por ese otro grande que fue el Obispo Diego
Evelino de Compostela. La Casa Cuna, el Convento de Belén para
convalecientes, el Hospital del Señor San Lázaro para
la atención de los enfermos de la lepra.
El Obispo Valdés sentía amor y preocupación por
la enseñanza y se empeñó, cuanto pudo, en crear
centros de educación que elevaran el nivel cultural de sus feligreses.
Encabeza la lista, el Real Colegio de San Basilio Magno en Santiago
de Cuba, cuya creación respondió al deseo compartido con
el monarca de que hubiera un Colegio en Cuba »en que se logre
buena educación, y enseñanza de la juventud, y se consiguiese
en aquella Ysla el mexor lustre de los Eclesiásticos, servicio
y asistencia de aquella Yglesia Catedral...» (sic.)
Valdés contó para la realización de estas y otras
obras, con más recursos económicos gracias a los diezmos
provenientes del comercio tabacalero. Aplicó una parte en comprar
algunas casas próximas a la Catedral para situar en ellas las
Cátedras de Filosofia, Teología y Gramática.
Los Belemitas no limitaron su labor al aspecto asistencial como había
pensado Compostela, sino que abrieron parte de sus claustros para crear
aulas en una escuela gratuita que llegó a reunir 500 niños
de todos los colores y estratos sociales, donde la mayor parte de sus
maestros eran mestizos.
El historiador Arrate se refiere a esta obra en los términos
siguientes:
[..]esmerándose bastante la escuela que tienen para los niños,
a quienes instruyen en los rudimentos de la fe y enseñan a leer,
escribir y contar con el más exacto cuidado y sin interés
alguno, ni distinguir para la solicitud de su aprovechamiento los ricos
de los pobres ni los nobles de los plebeyos, porque es para todos igual
desvelo y atención[. ..i
Y añade:
[..]La escuela ordinariamente mantiene quinientos muchachos, trescientos
de escribir y doscientos de leer, los más son pobrecitos á
quienes proveen de papel; plumas y catecismos graciosamente: les enseñan
a leer, escribir y contar éon toda perfección y salen
excelentes plumarios. Para comprender bien esto y lo demás que
aquí se expresa, es necesario verlo porque excede ponderación[.
.1
El gran estadista cubano José Antonio Saco, en su artículo
sobre la instrucción pública, aparecido en la Colección
póstuma de la Sociedad Económica de Amigos del País,
señala tres características de la educación en
el período comprendido entre los comienzos de la colonización
española en Cuba y el surgimiento de la Sociedad Patriótica:
(...) La primera, que en el espacio de casi tres siglos que abraza este
período, ni el gobierno, ni los ayuntamientos de Cuba costearon
jamás ni una sola escuela gratuita para los pobres.
(...) La segunda es, la absoluta independencia de que entonces se gozaba
sobre este punto, pues todos los habitantes de Cuba, ora blancos, ora
libres de color, podían erigirse en maestros, sin someterse a
previo examen, a métodos de enseñanza, a libros de textos,
ni al freno o vigilancia de las autoridades o corporaciones. Es verdad
que la constitución sinodal de la diócesis de la Habana,
aprobada por el gobierno, previno que los maestros de ambos sexos no
pudiesen enseñar la religión, sin haber impetrado antes
el permiso del diocesano; pero esta disposición muy rara vez
se cumplió.
(...)La tercera observación consiste en la gran tolerancia de
la raza blanca respecto a la africana, pues no solo se permitía
que los blancos y los libres de color se educasen juntos en unas mismas
escuelas, sino que mulatos y negros desempañaban el magisterio,
sirviendo de institutores á los niños de ambas razas[...]
Otro de los sueños de Compostela realizado por Valdés
fue el de un colegio atendido por los Padres Jesuitas. Con el decidido
apoyo del Obispo y la generosa donación del Presbítero
habanero Gregorio Díaz Ángel, los Jesuitas fundaron el
Colegio San José que quedó establecido por Real Cédula
en 1727, para la educación de niños con su correspondiente
Iglesia de San Ignacio, ambos constituyen los núcleos de donde
se erigieron, varios años después, el Real Colegio Seminario
de San Carlos y San Ambrosio y la Catedral de La Habana respectivamente.
El tema de la educación ocupó un lugar relevante en la
preocupación pastoral de la Iglesia. Obispos, Clero y Seglares,
movidos por los valores evangélicos procuraron promover al pueblo.
Si muchas veces no se hizo cuanto se debía, fue más por
falta de recursos materiales que por interés. El siglo XVIII
cubano fue testigo de la ardua labor desplegada por Obispos de la talla
de Valdés, Lazo de la Vega, Morell de Santa Cruz y Santiago José
de Hechavarría, que contaron con el apoyo de sacerdotes y laicos,
conocidos algunos, desconocidos la mayor parte, y que juntos crearon
las bases del complejo edificio que llamamos cultura y nacionalidad
cubanas.
La labor educativa no estuvo limitada a la enseñanza de las letras
y las ciencias; en ella hay que incluir la preocupación por la
transmisión de los valores éticos y el combate desplegado
desde el púlpíto contra el vicio y la corrupción
que tomaban dimensiones alarmantes, sobre todo en las ciudades principales
encabezadas por La Habana.
El juego, el alcohol y la prostitución con todos los subproductos
antisociales constituyeron males sociales que dañaron al pueblo
cubano y provocaron un ambiente promiscuo difícil de eliminar.
El catolicismo cubano se caracterizó por una fe vivida dentro
de los marcos del tipo de Iglesia de cristiandad, donde todo estaba
bien estructurado, se celebraban y recibían los sacramentos por
costumbre y tradición, existía una piedad religiosa de
deficiente formación y siempre al borde de la superstición,
y con cierto relativismo moral, proclive a la simulación o a
las adaptaciones circunstanciales. Si a esto le sumamos un afán
desmedido por el confort y la tenencia de bienes materiales, podemos
imaginar cuan difícil fue la labor de aquellos hombres y mujeres
de Dios que trabajaron arduamente por hacer presente el Evangelio en
la sociedad colonial cubana y durante todo su período republicano.
Las tres últimas décadas del siglo XVIII conocieron el
surgimiento del Real y Conciliar Colegio Seminario de San Carlos y San
Ambrosio, de las Sociedades Económicas de Amigos del País
ubicadas en Santiago de Cuba y en La Habana, la imprenta y el Papel
Periódico. Instituciones que unidas a la Universidad contribuirían
notablemente a desarrollar la futura conciencia de nación.
En el aspecto económico se gestaban las condiciones para los
cambios que en este sentido experimentaría el siglo XIX. El minifundio
debía dar paso al sistema de plantaciones con el consecuente
incremento de la trata de esclavos, solo así podría desarrollarse
la industria azucarera, el nuevo renglón que caracterizaría
a la economía cubana tanto en el último siglo del período
colonial como en la República.
Lo mismo ocurriría con el cultivo del tabaco y el café
y la explotación ganadera.
Sobre el siglo XIX confluyeron todas las experiencias económicas,
sociales y culturales, acumuladas en los siglos anteriores. Es la época
privilegiada del Obispo Espada, quien supo aglutinar en torno a su persona
una verdadera pléyade de figuras insignes que, en el intento
de hacer mejor la sociedad, aprovechando todo lo positivo que le ofrecían
los adelantos del saber filosófico y científico en lo
mejor de ese movimiento cultural que fue llamado iluminismo, forjaron
la nacionalidad cubana.
Espada representa la acción de la Iglesia dentro de la sociedad.
Es el hombre que descubre, que estimula, que impulsa. Baste nombrar
a sus más estrechos colaboradores: Ahí están los
ejemplos del Dr. Tomás Romay con la campaña de vacunación;
de los Presbíteros José Agustín Caballero, Félix
Varela, Bernardo OGavan con las reformas de la enseñanza
en el seminario San Carlos y los planes más modernos de enseñanza
pública; y toda una larga lista de figuras prominentes de la
sociedad: sacerdotes y religiosos, médicos, filósofos,
economistas, artistas y literatos, políticos y científicos,
unidas a él en proyectos encaminados al beneficio de los ciudadanos.
Pero donde más se patentiza la forja de la nacionalidad cubana,
es en el Seminario San Carlos, específicamente, en las clases
de Constitución instituidas y apoyadas por el Obispo, y llevadas
a su máximo objetivo por la enseñanza del Siervo de Dios
Padre Félix Varela.
Desde las cátedras de Filosofía, primero, y de Constitución,
después, Varela formó a las generaciones de cubanos que,
iniciados por él, en el dificil arte de pensar, aprendieron a
hacerlo y lo hicieron a lo cubano, siguiendo el ejemplo de su maestro.
Contando con ese acervo, enseñaron a las generaciones siguientes
para que, descubriendo el valor de la libertad se lanzaran a conquistarla
a costa de cualquier sacrificio.
Esta acción formadora de conciencias, forjadora de nuestra cultura
y nacionalidad tiene una línea de continuidad que comienza con
Espada y José Agustín Caballero, descubridores del carisma
magisterial de Varela, y siguiéndolo a él, Luz, Saco,
Del Monte y Mendive, llegando hasta Martí, quien consciente de
esta continuidad, tomó en sus manos la antorcha encendida desde
tiempo atrás, para llevar a término los ideales de independencia
del pueblo cubano.
Reafirmo que el tema que se me ha encomendado me sobrepasa y no puede
encerrarse en el espacio de tiempo de una sola conferencia. Pienso que
la celebración del primer centenario de la erección canónica
de esta querida Diócesis de Pinar del Río, ofrece una
oportunidad excelente para continuar desarrollando el terna.
Ojalá haya podido contribuir en algo este trabajo a los objetivos
que se han trazado para esta celebración.
Muchas gracias.