Todavía permanecen frescas
en mi memoria aquellas palabras en las que, desde estas mismas páginas,
se daba la bienvenida al universo de la celebridad a una figura que
irrumpía desde el arado, el tractor y el horno de carbón,
y se instalaba, sucesivamente, en la preferencia musical de una provincia,
de una nación, y, por último, de una buena parte del mundo
latino.
Desde sus albores, aún recientes en el momento de escribir la
crónica de referencia, resultaba previsible que semejante combinación
de originalidad y carisma, impregnada de una inusual sencillez y de
un talento incuestionable incluso para posibles detractores, reclamaría,
sin dudas, un lugar de inmortalidad en la historia de nuestra cultura.
En la música de Polo Montañez pueden apreciarse las notas
contagiosas del son de Miguel Matamoros, en armónico contraste
con rasgos de Lecuona y pinceladas de habaneras a lo Sánchez
de Fuentes. En las letras de sus composiciones, junto a ese sabor bucólico
que viene desde las lejanas raíces del Cucalambé, resaltan
las frases de amor llenas de ingenio, a lo José Ángel
Buesa, o a lo Hilarión Cabrisas. En muchas de sus canciones,
luego de cantar con lirismo y melancolía a un fracaso en el amor,
termina con un contagioso estribillo que, barriendo nostalgias y penas,
infunde al oyente una nota de alegría, propia de la idiosincrasia
del cubano, tan presto a ahogar en un charco de indiferencia sus más
sentidos reveses. Y todo esto en un estilo tan suyo, que no puede menos
que hacernos sentir testigos de la aparición de un género
desconocido. Dejemos como él mismo sugirió en una
de sus muchas entrevistas que algún erudito se ocupe un
día de nombrarlo.
La música y las letras de Polo son el vivo reflejo de la sencillez
y la humildad del guajiro que nunca quiso ser otra cosa. Cantó
a sus penas, teniendo el valor de renocer que en el amor soy un idiota
que ha sufrido mil derrotas; pero también cantó a la fe
y a la perseverancia, virtudes que mantienen al hombre vivo en la lucha
por salir de los abismos a los que suelen lanzarnos la vida y sus fracasos.
A quienes le tiraron puertas en las narices, allá por sus inciertos
inicios, cuando aún buscaba un espacio para su arte, los hizo
blanco de sátiras y dicharachos, en los que se hace evidente
y casi se agradece el humor del que sabe perder, y pierde,
y no se hace reo de estériles rencores, muy comunes a los resentidos
de oficio, y ajenos a los que aprendieron a sonreír ante la vida.
En Polo Montañez se da la extraña circunstancia de un
hombre que, tras alcanzar las cumbres de la popularidad y recorrer medio
mundo con su música, regresa al terruño y disfruta de
una botella de ron con sus amigos del barrio, bajo un árbol cualquiera,
o en el velorio de una puerca, como él mismo solía decir.
Tal parece que para él era en verdad importante ser un guajiro
de Pinar del Río, y hacer gala de atributos que muchos de sus
paisanos se esfuerzan por ocultar, sobre todo cuando visitan las grandes
ciudades.
Causas y azares como los que él mismo pareció prever
en La última canción interrumpieron lo que pudo
haber sido una larga carrera de éxitos. Su arte fue efímero,
pero puro. Polo nunca cayó en mercenarismos de ésos que
buscan la celebridad a través de complicidades. La inmensa fama
de la que se hizo merecedor, no fue el resultado de manipulaciones tendenciosas,
ni de favoritismos comprados a fuerza de poner el arte al servicio de
algo, o de alguien. Su creación era como la fragancia de un rosal,
que no necesita de nadie para perfumar el aire de la noche.
Polo Montañez vivió como si ignorara su grandeza, como
si no le importara, o como si lo que hacía tuviera su recompensa
en el placer de hacerlo, más que en la ganancia que pudiera reportarle.
Cuando el 20 de noviembre el pueblo supo del trágico accidente
que le costara la vida, muchos comprendimos en toda su magnitud el alcance
de Polo Montañez. Nos percatamos entonces de cuán profundo
había sido aquel trazo fugaz. Quizás, tan acostumbrados
a ídolos hechos a la medida de conciencias manipuladas, no nos
dábamos cuenta de que aquél era genuino, y de que estaba,
simplemente, allí donde debía estar. Nadie lo había
puesto. Llegó por sus propios pasos. Nadie nos dijo que debía
gustarnos. Fueron su melodía, su voz y su talento de creador
los que se habían impuesto.
Las muchas horas de agonía que debió atravesar antes de
llegar a la muerte, mantuvieron en vilo a once millones de cubanos,
a uno y otro lados del Estrecho de la Florida. Cubanos de aquí
y de allá, y de cualquier parte, olvidaron, al menos por el momento,
sus sempiternas diferencias partidistas y siguieron con inusitado interés
las noticias referentes a su estado, lo mismo por el NTV que por las
ondas de Radio Martí o La Poderosa. El caso Polo lograba restablecer
así, aunque sólo fuera de modo temporal, el concepto de
nación cubana, fragmentado en el transcurso de las últimas
cuatro décadas.
Era éste un símbolo de unión, y todos mantuvimos
quizás con ingenuidad la esperanza como último
baluarte. Y el baluarte se derrumbaba, indetenible y desgarradoramente,
ante el empuje de los sucesivos partes, nada prometedores a pesar del
esfuerzo de los médicos, sabedores en todo momento que poco se
podía hacer; reacios, sin embargo, a cejar en su empeño.
Quienes aprecian en su justa medida los valores y la condición
humana, verán siempre en este intento, más que un acto
profesional, un gesto conmovedor.
Queda para la posteridad, como enseñanza final, una verdad irrebatible:
Hombres como Polo Montañez no nacieron para quedar contenidos
en la estrechez de una provincia, de un país o de una ideología.
Hombres como Polo son, pésele a quien le pese, patrimonio de
la humanidad, y, cuando se marchan, la humanidad entera ennoblece con
su llanto la irreparable pérdida.
Hoy sólo nos queda esperar y ojalá suceda pronto
que salga a la luz lo que pudiera haber inédito de su producción
musical, con la ilusión de hallar en ella un consuelo al vacío
que nos deja su ausencia. Mientras, lo vemos brillar en esa constelación
donde están ya Benny Moré, Miguelito Cuní y Barbarito
Diez, y en la que un día estarán Celia Cruz, Willy Chirino,
Roberto Torres, y otros tantos, de aquí y de allá, que
integran, por derecho propio, el firmamento de la música cubana.
Terminemos rogando a Dios por Polo Montañez, pidiendo lo lleve
allí donde, al alcance de nuestra fe, están los que supieron
usar para bien de los hombres el talento que Él puso en sus vidas.
Allí donde, en pago a su virtud, llegan únicamente los
que unen hombres, no los que dividen. Descansa en paz, Guajiro Natural.
Décima del autor a Polo Montañez
Desde un horno de carbón,
un tractor y un arado,
un guajiro enamorado
lanza al mundo su canción.
Al fuego de su pasión,
arden las notas de un tres;
así Polo Montañez,
hecho música y nobleza,
fue sencillo en su grandeza,
y grande en su sencillez.