Revista Vitral No. 53 * año IX* enero-febrero 2003


REFLEXIONES

 

CULTURA E IGLESIA EN
LA HISTORIA DE CUBA

P. RAMÓN SUÁREZ POLCARI

 

 

Excelentísimo Señor José Siro González Bacallao, sexto Obispo de Pinar del Río; Señor Dagoberto Valdés, Director del Centro de Formación Cívica y Religiosa, demás hermanos y hermanas.
Ante todo, darles las gracias por permitir mi presencia hoy, aquí, entre ustedes; agradecimiento especial a Monseñor Siro por haber pensado en mí para iniciar este ciclo de conferencias que tienen el objetivo de preparar las fiestas del primer centenario de la erección canónica de ésta, la más occidental de las diócesis de Cuba y una de las más ricas en paisajes y personas.
Quiero confesarles que mi primera respuesta a la invitación que me hiciera el hermano Dagoberto, fue negativa porque, entonces como ahora, me siento sobrepasado con la magnitud del tema, dada su importancia y extensión. Pero pudo más el afecto y la comunión fraterna.
Creo que es conveniente comenzar preguntándonos, ¿qué entendemos por cultura?
Me remito a las palabras del Santo Padre Juan Pablo II de su discurso en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, el día 23 de enero de 1998:
Cito: “La cultura es aquella forma peculiar con la que los hombres expresan y desarrollan sus relaciones con la creación, entre ellos mismos y con Dios, formando un conjunto de valores que caracterizan a un pueblo y los rasgos que lo definen.» (fin de la cita)
De esta definición se desprende otro concepto importante relacionado con la obra evangelizadora de la Iglesia: La Iglesia Católica no se identifica con ninguna cultura en particular, sino que se enraíza en todas aquellas con las que entra en contacto, para llevarles el Evangelio de Jesucristo y acompañarles en el caminar histórico, procurando que los valores evangélicos sean asumidos por cada uno de esos pueblos como parte de su propia identidad.
El peligro, siempre latente y no muchas veces superado, está en la imposición, por parte de los evangelizadores, de su cultura propia, colocándola como parámetro para que los pueblos evangelizados entiendan y asuman la fe cristiana traicionando, así, el sentido de catolicidad que, precisamente, debe caracterizarla.
Pero, aun cuando el misionero, en la primera etapa de la evangelización predique apoyándose en sus propias categorías culturales, hay un momento en el que tendrá la necesidad de conocer los elementos que conforman la cultura del catequizado, so pena de no hacerse entender, y es entonces, cuando comienza el intercambio que podemos llamar encuentro cultural. Este encuentro enriquece a ambas partes y genera componentes para una nueva cultura.
Cuando la evangelización va aparejada al proceso de conquista y colonización, es mucho mayor el peligro de identificar la fe cristiana con la cultura extranjera que está imponiéndose a la fuerza.
En el caso nuestro, la cultura aborigen era sencilla y débil, de manera tal que, al encontrarse con la cultura europea, quedó absorbida por ésta.
La llamada conquista de Cuba, salvo algunos pocos conatos de resistencia por parte de los nativos de la región oriental, constituyó un paseo para los soldados españoles guiados por don Diego Velázquez y sus auxiliares Narváez y Grijalva. Buen conocedor de dónde y cómo fundar villas, situó las siete primeras en lugares siempre propicios a la cría de cerdos y otros ganados y no muy lejos de la costa porque los ojos se le iban hacia Tierra Firme. A cada una le puso nombre cristiano asociándolo, cuando lo entendió oportuno, al que ya tenían; como fue el caso de la Asunción de Baracoa, San Salvador de Bayamo o San Cristóbal de La Habana.
Queda aún mucho por investigar sobre el tema de la evangelización de aquellos habitantes de nuestra Isla. ¿Cómo se llevó a cabo? No lo sabemos bien. Los pocos documentos existentes hablan de encuentros fortuitos entre algunos españoles que, por diferentes motivos, permanecieron junto a los indígenas el tiempo suficiente para que prendiera en ellos la devoción a la Santísima Virgen. Otros refieren la llegada de misioneros dominicos enviados “a prepara el terreno» para la futura conquista de la Isla. El mismo Velázquez trajo consigo algunos clérigos entre los que se encontraba el Padre Bartolomé de las Casas.
Me permito abusar de la paciencia de ustedes para leer un texto en castellano antiguo donde los dominicos informan sobre la misión realizada.
(...) que yendo los frailes delante, como a acaecido, a predicalles la Fe a los yndios de la Ysla de Cuba, sin haber otros cristianos con los yndios mas que los frailes, recebiendo la fe muy de buena gana e the~niéndolos ya amansados e ya enseñados e baptizados fueron los cristianos allá a poblar los primeros que mataron, ~n el sacar de su oro, fueron aquellos donde ya había opinión entre ellos que los frailes non yban allá sinon para amansallos, para que los cristianos los tomasen para mataltos, y ansi se platicaba entrellos que las cruces que les enseñaban facer en las frentes y en los pechos r~on sygníficaban otra cosa sinon los cordeles que les habían de echar a las gargantas para Ilevallos a matar, sacando el oro, que era el dios de los cristianos[..]
(La Española, 4 de diciembre de 1519. Cfr. Levi Marrero, Cuba: Economia y Sociedad
Aquí constatamos las primeras experiencias negativas con respecto a la fe cristiana y que, desgraciadamente, se repitieron con esas u otras formas.
Estas experiencias debieron ser superadas, en el mejor de los casos, por la buena actitud de muchos otros cristianos, o asumidas como un lastre permanente en la subconciencia religiosa del pueblo, causantes, quizás, de ese cierto relativismo o superficialidad en la práctica de la fe, que ha caracterizado al catolicismo cubano.
Aquellos primeros pasos de nuestra historia no fueron fáciles. El proceso de colonización fue lento. En Cuba no había ni oro ni plata como para estimular la emigración de colonos. El sistema de encomiendas, creado para cuidar del indio y evangelizarlo, se convirtió en un medio para esclavizarlo. La población indígena no resistió el trabajo impuesto y su débil sistema inmunológico la incapacitaba para resistir aún a las más leves enfermedades europeas. La desesperación llevó a muchos al suicidio. La mayor parte de la población indígena sucumbió. De los pequeños grupos que sobrevivieron, una parte acompañó al encomendero que prefirió aventurarse en las empresas de conquista de Tierra Firme a seguir trabajando la tierra. Los que eran soldados, ya poco tenían que hacer en Cuba.
Nuestra isla se convirtió en la base de operaciones para la conquista del Continente. Con el tiempo, la falta de oro fue sustituida por la cría de ganado vacuno y caballar. El tasajo y los cueros se convirtieron en productos de gran demanda para el abastecimiento de las flotas que traían los productos de la Península a los puertos de América y regresaban cargadas de oro y plata para la Metrópoli. Esta fue la primera industria de Cuba a la que se añadió la exportación de madreas preciosas con las que se construyó una buena parte del Escorial, además de contribuir a la fábrica de barcos, principalmente en los astilleros de La Habana.
Españoles e indios-taínos o lucayos-comenzaron a convivir y, como pocas fueron las mujeres que venían de España, de las indias empezaron a nacer niños y niñas bautizados con nombres cristianos y apellidos de Castilla, de Andalucía y Extremadura. A estos, se les llamó criollos y crecieron escuchando historias de la Heroica España salpicadas con recuerdos de sus antepasados aborígenes. El español comió casabe, malanga y boniato, y se acostumbró a dormir en hamacas, mientras que el indio aprendió a comer carne de cerdo y tasajo de vaca, a vestirse con camisa y pantalón y calzarse con botas.
El XVI fue un siglo de tanteos y adaptaciones para los pobladores de la Isla, que aprendieron a subsistir en un ambiente de ataques y saqueos causados por corsarios y piratas que invadían el Caribe en una especie de guerra sostenida por franceses, ingleses y holandeses que no aceptaban el predominio español en América y donde no estaba ausente el motivo religioso, porque aquellos agresores eran en su mayoría anglicanos, luteranos y calvinistas que no sólo robaban y mataban a mansalva sino que saqueaban y quemaban iglesias, ultrajando imágenes y profanando sagrarios. De esta forma, aunque no hubiera aún conciencia de nacionalidad, el criollo se unía al peninsular para luchar por la patria España y por la fe católica. Pero no siempre ocurría de esta forma.
Los que, en determinadas ocasiones atacaban y robaban, en otras, comerciaban a escondidas con los habitantes de la isla. Era la respuesta natural al centralismo comercial de la Metrópoli. Criollos y españoles, civiles y religiosos vivieron durante mucho tiempo del negocio del contrabando y del rescate. Simulando fidelidad a las órdenes del Monarca pero en contubernio práctico con bucaneros y filibusteros, nombre dado a los contrabandistas.
Véase como el heroísmo y la devoción podían alternar con la solución de los problemas materiales en detrimento de los valores éticos.
Fruto de estas experiencias es la primera obra literaria de Cuba El Espejo de Paciencia de Silvestre de Balboa y Troya de Quesada, conservada gracias a la feliz idea del Obispo Morell de Santa Cruz de incorporarla a su Historia de la Isla y Catedral de Cuba, y que narra el secuestro del Obispo Cabezas Altamirano a manos del pirata francés Girón y el heroico rescate del Obispo por un grupo de habitantes de Bayamo. En El Espejo de Paciencia están presentes los elementos socio culturales de la Cuba del XVII.
La sociedad continuó formándose. Las nuevas generaciones de criollos aprendieron a respetar al padre sin obedecer del todo sus disposiciones; para esto contaron, casi siempre, con la suspicacia de la madre, muy conocedora en las artes de quitar castigos. La mujer obtuvo por la maternidad una posición privilegiada en el ámbito del hogar pues, aunque debía acatar todo lo dispuesto por el esposo y cabeza de la familia, era ella, en la práctica, la que organizaba y controlaba toda la vida familiar. El concepto de la madre significó entrega, sacrificio, desvelo, protección, cariño y ternura. A través de los pocos siglos de nuestra historia, hombres y mujeres expresaron con más libertad sus relaciones afectivas hacia la madre en contraste con la seriedad y reciedumbre propias de la figura paterna mantenedora del orden y disciplina de la sociedad.
A Dios se le cree y se le respeta, enseñaba el sacerdote, y a la Virgen se le quiere y se le reza porque no hay nadie como Ella para sacar las castañas del fuego.
Sobre este aspecto de la cultura dice el Papa: “Toda cultura tiene un núcleo íntimo de convicciones religiosas y de valores morales, que constituyen como su “alma”.
Esa alma fue configurándose en un medio social, cultural y económico más bien pobre y opacado, primero, por la despoblación de la Isla a causa de la conquista del Continente y, después, por el crecimiento desequilibrado del floreciente puerto y ciudad de San Cristóbal de La Habana en relación con los llamados pueblos del interior.
Los agentes de pastoral fueron muy escasos. La poca existencia de caminos dificultaba la comunicación entre las villas y el traslado de los sacerdotes. Durante el siglo XVI, la Iglesia de Cuba sufrió la ausencia de Obispos durante largos períodos de tiempo, “muchas veces a causa de la poca preocupación del Patronato Regio. La población estuvo, por lo general, mal atendida espiritualmente.
Desde la segunda mitad del siglo XVI y durante todo el siglo XVII se crearán las bases de la futura nacionalidad cubana.
La trata de esclavos africanos fue la triste solución a la falta de mano de obra ocasionada por la despoblación indígena de las islas del Caribe.
El negro africano, brutalmente desarraigado de su ambiente y de su cultura, debió salvaguardar su identidad en un medio adverso. Para logrado, contaba con su cuerpo y su memoria, y lo que malamente algunos pudieron traer en un jolongo agarrado a última hora.
El esclavo estaba obligado al difícil aprendizaje de un idioma totalmente nuevo para poder entenderse no sólo con sus amos y demás hombres libres sino también, con los otros esclavos provenientes de distintos lugares del África.
Los había mandingas, carabalíes, angolas y yorubas, estos últimos, los más desarrollados culturalmente. El castellano fue la lengua común para la comunicación entre blancos, indios y negros. Con ella se dieron y recibieron órdenes; con ella, primero el indio, y después el esclavo africano, aprendieron a rezar a lo cristiano abriéndose a un sistema de conceptos muy distintos a los que antes tenía pero que, asumidos, les sirvieron para ubicar sus ideas sobre Dios, sobre el mundo y sobre la vida.
La Iglesia, con pena lo decimos, aceptó en la practica las estructuras de la sociedad esclavista. Convivió con ella y, en parte la sirvió. Digo en parte, porque, por el simple hecho de predicar el Evangelio y enseñar el catecismo, se veía obligada en conciencia a no aceptar que el negro fuera considerado como un animal más de trabajo. En una extraña combinación de conceptos y actitudes, la Iglesia habló a favor de un mejor trato para con el esclavo, del derecho a ser evangelizado y, hasta de un cierto respeto a su condición humana en relación con la familia y con el mejoramiento físico y espiritual.
El primer Sínodo de la Diócesis de Cuba, celebrado en 1680, dedica una sección al trato que debía darse al esclavo; por supuesto, estas disposiciones nunca fueron cumplidas del todo por los dueños de esclavos y al implantarse el sistema de la plantación, pasaron por completo al olvido.
La predicación de los principios evangélicos y los valores éticos que de ellos se desprenden influyeron en la conciencia de una parte de aquella sociedad esclavista. En general, existió una cierta tolerancia para con los esclavos; al menos, así se constata en Cuba. Lo cual permite entender como un determinado número de esclavos llegó a obtener la libertad por merced o comprándola con sus ahorros(horros), y que ya libres, aprendieran a leer y a escribir y algunos oficios, llegaron, en varias ocasiones a ser maestros, artesanos y artistas. Algunos tuvieron esta oportunidad aún siendo esclavos.
La Iglesia les dio los mismos sacramentos que a los blancos y, al final de la vida terrestre, les permitió descansar en el mismo recinto eclesial.
En medio de sus sufrimientos, el esclavo encontró momentos de paz y alegría, celebró sus fiestas y cantó a sus orichas enmascarados de vírgenes y santos católicos; fabricó tambores, aprovechó las güiras grandes para hacer chequereres, y los cencerros y azadones para llevar el ritmo; bailó al estilo de África en el Día de Reyes, delante de sus amos y de cuantos curiosos se acercaban. Sin que nadie se lo propusiera, rezos, cantos, palabras, ritmos e ideas se fueron combinando o, al menos, convivieron.
De ciertas convivencias entre el amo y sus esclavas tuvo su origen un componente importante de nuestra cultura, me refiero al mestizo o mulato que, con el tiempo, llegó a caracterizarla.
En los comienzos del siglo XVII ocurre el hallazgo milagroso de la imagen bendita de Nuestra Señora de la Caridad, el acontecimiento religioso más importante de toda nuestra historia. A la luz de la fe podemos interpretar el hecho como la realización de los designios de Dios, en los cuales se unen los componentes de nuestra nacionalidad, a saber, la fe católica traída de España y manifestada en la devoción mariana a su imagen, colocada en el cerro de las minas de Santiago del Prado, más tarde conocidas por El Cobre, y donde confluyen el español, el indio y el negro africano o criollo.
En lo adelante, la devoción a la Virgen de la Caridad será el elemento religioso más aglutinador de nuestro pueblo. Uno de los signos indiscutibles de la nacionalidad cubana y la fiel compañera de camino en la gestión de la misma.
El XVII dio paso al XVIII; para entonces, ya habían llegado los garbanzos y la harina de Castilla; también los frijoles de México y la papa del Perú. El tasajo, sin perder su lugar prominente en la cocina cubana, compartió espacios con los embutidos, pucheros y asados. Los ganados y las aves de corral traídos de España alcanzaron nacionalidad cubana.
En La Habana y en algunas de las primeras Villas, las más agraciadas, ya existían conventos. Sólo en La Habana eran de monjas. En los otros, los frailes dominicos, franciscanos, agustinos y mercedarios enseñaban gramáticas y filosofia.
Cuánto había que hacer por la educación del pueblo. Poco se hacia, pero ese poco lo hacía la Iglesia. Desde aquel primer sacerdote, maestro y músico de Cuba, Velázquez de apellido y letrado en Salamanca, varios habían seguido su ejemplo enseñando en las Parroquias.
No podemos tampoco dejar de mencionar las fiestas populares tan unidas a las celebraciones religiosas patronales pero, sobre todo, a las del Corpus Christi, con sus procesiones donde se combinaba lo sagrado y lo folklórico; muñecones y mascarones; representaciones de combates entre moros y cristianos o ángeles y diablos; danzas y música interpretadas con vihuelas, tamborines, maracas y tambores. Allí, bajo la mirada de la imagen hierática del santo, de la virgen o en presencia del Santísimo, se daban cita todos los estratos de la sociedad para celebrar la fe común con la alegría de vivir en una tierra que empezaba a ser de todos.
Los mismos que armonizaron misas en la catedral de Santiago, interpretaron en las fiestas públicas el son de la Ma ’‘Teodora.
El siglo XVII ha venido a llamarse “el siglo de las luces” y, aunque este título responde a los acontecimientos acaecidos en sus últimas décadas, hay todo un movimiento socio cultural donde no está ausente el elemento religioso que le sirve, de sostén o de hilo conductor y constituye su antecedente. Estos aires vienen de Europa pero también se producen en América.
Para Cuba llega el momento de tener Universidad Pontificia. El proyecto fue defendido como propio por los Dominicos que aseguraban haberlo presentado mucho antes que el Obispo Valdés quien se consideraba con todos los derechos de realizar la obra de acuerdo a sus criterios. El Consejo de Indias resolvió el litigio entregando la conducción de la Universidad a los Padres Dominicos, ubicándola en el convento de San Juan de Letrán donde radicaba la orden, y nombrándola de San Jerónimo para complacencia del Obispo.
A Don Jerónimo Valdés se debe también la ejecución de varias obras pensadas por ese otro grande que fue el Obispo Diego Evelino de Compostela. La Casa Cuna, el Convento de Belén para convalecientes, el Hospital del Señor San Lázaro para la atención de los enfermos de la lepra.
El Obispo Valdés sentía amor y preocupación por la enseñanza y se empeñó, cuanto pudo, en crear centros de educación que elevaran el nivel cultural de sus feligreses.
Encabeza la lista, el Real Colegio de San Basilio Magno en Santiago de Cuba, cuya creación respondió al deseo compartido con el monarca de que hubiera un Colegio en Cuba »en que se logre buena educación, y enseñanza de la juventud, y se consiguiese en aquella Ysla el mexor lustre de los Eclesiásticos, servicio y asistencia de aquella Yglesia Catedral...» (sic.)
Valdés contó para la realización de estas y otras obras, con más recursos económicos gracias a los diezmos provenientes del comercio tabacalero. Aplicó una parte en comprar algunas casas próximas a la Catedral para situar en ellas las Cátedras de Filosofia, Teología y Gramática.
Los Belemitas no limitaron su labor al aspecto asistencial como había pensado Compostela, sino que abrieron parte de sus claustros para crear aulas en una escuela gratuita que llegó a reunir 500 niños de todos los colores y estratos sociales, donde la mayor parte de sus maestros eran mestizos.
El historiador Arrate se refiere a esta obra en los términos siguientes:
[..]esmerándose bastante la escuela que tienen para los niños, a quienes instruyen en los rudimentos de la fe y enseñan a leer, escribir y contar con el más exacto cuidado y sin interés alguno, ni distinguir para la solicitud de su aprovechamiento los ricos de los pobres ni los nobles de los plebeyos, porque es para todos igual desvelo y atención[. ..i
Y añade:
[..]La escuela ordinariamente mantiene quinientos muchachos, trescientos de escribir y doscientos de leer, los más son pobrecitos á quienes proveen de papel; plumas y catecismos graciosamente: les enseñan a leer, escribir y contar éon toda perfección y salen excelentes plumarios. Para comprender bien esto y lo demás que aquí se expresa, es necesario verlo porque excede ponderación[. .1
El gran estadista cubano José Antonio Saco, en su artículo sobre la instrucción pública, aparecido en la Colección póstuma de la Sociedad Económica de Amigos del País, señala tres características de la educación en el período comprendido entre los comienzos de la colonización española en Cuba y el surgimiento de la Sociedad Patriótica:
(...) La primera, que en el espacio de casi tres siglos que abraza este período, ni el gobierno, ni los ayuntamientos de Cuba costearon jamás ni una sola escuela gratuita para los pobres.
(...) La segunda es, la absoluta independencia de que entonces se gozaba sobre este punto, pues todos los habitantes de Cuba, ora blancos, ora libres de color, podían erigirse en maestros, sin someterse a previo examen, a métodos de enseñanza, a libros de textos, ni al freno o vigilancia de las autoridades o corporaciones. Es verdad que la constitución sinodal de la diócesis de la Habana, aprobada por el gobierno, previno que los maestros de ambos sexos no pudiesen enseñar la religión, sin haber impetrado antes el permiso del diocesano; pero esta disposición muy rara vez se cumplió.
(...)La tercera observación consiste en la gran tolerancia de la raza blanca respecto a la africana, pues no solo se permitía que los blancos y los libres de color se educasen juntos en unas mismas escuelas, sino que mulatos y negros desempañaban el magisterio, sirviendo de institutores á los niños de ambas razas[...]
Otro de los sueños de Compostela realizado por Valdés fue el de un colegio atendido por los Padres Jesuitas. Con el decidido apoyo del Obispo y la generosa donación del Presbítero habanero Gregorio Díaz Ángel, los Jesuitas fundaron el Colegio San José que quedó establecido por Real Cédula en 1727, para la educación de niños con su correspondiente Iglesia de San Ignacio, ambos constituyen los núcleos de donde se erigieron, varios años después, el Real Colegio Seminario de San Carlos y San Ambrosio y la Catedral de La Habana respectivamente.
El tema de la educación ocupó un lugar relevante en la preocupación pastoral de la Iglesia. Obispos, Clero y Seglares, movidos por los valores evangélicos procuraron promover al pueblo. Si muchas veces no se hizo cuanto se debía, fue más por falta de recursos materiales que por interés. El siglo XVIII cubano fue testigo de la ardua labor desplegada por Obispos de la talla de Valdés, Lazo de la Vega, Morell de Santa Cruz y Santiago José de Hechavarría, que contaron con el apoyo de sacerdotes y laicos, conocidos algunos, desconocidos la mayor parte, y que juntos crearon las bases del complejo edificio que llamamos cultura y nacionalidad cubanas.
La labor educativa no estuvo limitada a la enseñanza de las letras y las ciencias; en ella hay que incluir la preocupación por la transmisión de los valores éticos y el combate desplegado desde el púlpíto contra el vicio y la corrupción que tomaban dimensiones alarmantes, sobre todo en las ciudades principales encabezadas por La Habana.
El juego, el alcohol y la prostitución con todos los subproductos antisociales constituyeron males sociales que dañaron al pueblo cubano y provocaron un ambiente promiscuo difícil de eliminar.
El catolicismo cubano se caracterizó por una fe vivida dentro de los marcos del tipo de Iglesia de cristiandad, donde todo estaba bien estructurado, se celebraban y recibían los sacramentos por costumbre y tradición, existía una piedad religiosa de deficiente formación y siempre al borde de la superstición, y con cierto relativismo moral, proclive a la simulación o a las adaptaciones circunstanciales. Si a esto le sumamos un afán desmedido por el confort y la tenencia de bienes materiales, podemos imaginar cuan difícil fue la labor de aquellos hombres y mujeres de Dios que trabajaron arduamente por hacer presente el Evangelio en la sociedad colonial cubana y durante todo su período republicano.
Las tres últimas décadas del siglo XVIII conocieron el surgimiento del Real y Conciliar Colegio Seminario de San Carlos y San Ambrosio, de las Sociedades Económicas de Amigos del País ubicadas en Santiago de Cuba y en La Habana, la imprenta y el Papel Periódico. Instituciones que unidas a la Universidad contribuirían notablemente a desarrollar la futura conciencia de nación.
En el aspecto económico se gestaban las condiciones para los cambios que en este sentido experimentaría el siglo XIX. El minifundio debía dar paso al sistema de plantaciones con el consecuente incremento de la trata de esclavos, solo así podría desarrollarse la industria azucarera, el nuevo renglón que caracterizaría a la economía cubana tanto en el último siglo del período colonial como en la República.
Lo mismo ocurriría con el cultivo del tabaco y el café y la explotación ganadera.
Sobre el siglo XIX confluyeron todas las experiencias económicas, sociales y culturales, acumuladas en los siglos anteriores. Es la época privilegiada del Obispo Espada, quien supo aglutinar en torno a su persona una verdadera pléyade de figuras insignes que, en el intento de hacer mejor la sociedad, aprovechando todo lo positivo que le ofrecían los adelantos del saber filosófico y científico en lo mejor de ese movimiento cultural que fue llamado iluminismo, forjaron la nacionalidad cubana.
Espada representa la acción de la Iglesia dentro de la sociedad. Es el hombre que descubre, que estimula, que impulsa. Baste nombrar a sus más estrechos colaboradores: Ahí están los ejemplos del Dr. Tomás Romay con la campaña de vacunación; de los Presbíteros José Agustín Caballero, Félix Varela, Bernardo O’Gavan con las reformas de la enseñanza en el seminario San Carlos y los planes más modernos de enseñanza pública; y toda una larga lista de figuras prominentes de la sociedad: sacerdotes y religiosos, médicos, filósofos, economistas, artistas y literatos, políticos y científicos, unidas a él en proyectos encaminados al beneficio de los ciudadanos.
Pero donde más se patentiza la forja de la nacionalidad cubana, es en el Seminario San Carlos, específicamente, en las clases de Constitución instituidas y apoyadas por el Obispo, y llevadas a su máximo objetivo por la enseñanza del Siervo de Dios Padre Félix Varela.
Desde las cátedras de Filosofía, primero, y de Constitución, después, Varela formó a las generaciones de cubanos que, iniciados por él, en el dificil arte de pensar, aprendieron a hacerlo y lo hicieron a lo cubano, siguiendo el ejemplo de su maestro. Contando con ese acervo, enseñaron a las generaciones siguientes para que, descubriendo el valor de la libertad se lanzaran a conquistarla a costa de cualquier sacrificio.
Esta acción formadora de conciencias, forjadora de nuestra cultura y nacionalidad tiene una línea de continuidad que comienza con Espada y José Agustín Caballero, descubridores del carisma magisterial de Varela, y siguiéndolo a él, Luz, Saco, Del Monte y Mendive, llegando hasta Martí, quien consciente de esta continuidad, tomó en sus manos la antorcha encendida desde tiempo atrás, para llevar a término los ideales de independencia del pueblo cubano.
Reafirmo que el tema que se me ha encomendado me sobrepasa y no puede encerrarse en el espacio de tiempo de una sola conferencia. Pienso que la celebración del primer centenario de la erección canónica de esta querida Diócesis de Pinar del Río, ofrece una oportunidad excelente para continuar desarrollando el terna.
Ojalá haya podido contribuir en algo este trabajo a los objetivos que se han trazado para esta celebración.
Muchas gracias.

 

 

Revista Vitral No. 53 * año IX* enero-febrero 2003
Mons. Ramón Suárez Polcari
Canciller del Arzobispado de La Habana y Párroco de Nuestra Señora de La Caridad de esa ciudad.