En este año 2003, la Diócesis
pinareña celebra su centenario de fundada por el Papa León
XIII, es por eso que quisiera compartir con los lectores de Vitral estas
reflexiones acerca de la Iglesia y su misión en el mundo actual.
Jesucristo sí, la Iglesia no. Esta es una frase que
hemos escuchado o leído alguna vez y que denota la actitud de
quienes se distancian de la Iglesia por considerarla superflua para
la fe y la vida cristiana o porque se sienten defraudados de alguna
manera por su propia experiencia eclesial. Es la misma actitud de tantos
hermanos nuestros que se confiesan católicos pero no practicantes
o que afirman que para ser un buen cristiano no es necesario ir
a la iglesia.
El Evangelio y la persona de Jesús nunca han perdido su atractivo,
se muestran indiscutibles. La Iglesia, sin embargo, se ve discutida
de muchas maneras, a veces contrarias. Unos le reprochan que se da demasiado
a las cosas temporales, otros que no se compromete bastante...A unos
les gustaría una Iglesia más profética, a otros
una Iglesia más cultual. Unos la acusan de conservadora, aliada
a los poderosos y a las élites, otros que con su opción
preferencial por los pobres, se sitúa demasiado a la izquierda
y que se hace muy política. Y la lista sería interminable.
Como cristianos en nuestra profesión de fe decimos creer en la
Iglesia que es: una, santa, católica y apostólica. En
qué sentido podemos hablar de unidad cuando los cristianos están
divididos en un sinnúmero de confesiones y denominaciones que
claman ser cada una la verdadera Iglesia; cómo hablar de santidad
ante los pecados históricos de la Iglesia y ante nuestra propia
incoherencia y mediocridad; cómo hablar de catolicidad cuando
la Iglesia parece perder terreno ante el auge de las sectas; cómo
entender la apostolicidad cuando muchos parecen pensar que esta es una
nota exclusiva de la jerarquía eclesiástica.
A estas cuestiones y discusiones los cristianos que conformamos la Iglesia
debemos dar respuesta, una respuesta desde la fe, que nos hace penetrar
en el misterio de la Iglesia, en su realidad profunda.
El paradigma principal de la Iglesia en el Vaticano II es, sin duda
alguna, el del pueblo de Dios. Esta idea del pueblo de Dios no es una
concesión al sentido democrático de la sociedad actual,
ni responde al intento de ganarse la benevolencia de la mentalidad moderna.
Es una imagen que proviene de las fuentes mismas de la revelación
cristiana y que responde fundamentalmente a un concepto religioso. La
imagen del Pueblo de Dios tiene la ventaja de presentar la dignidad
de todos los miembros bautizados y permite afianzar la naturaleza comunitaria
e histórica de la Iglesia.
De esta concepción de la Iglesia se derivan las siguientes conclusiones:
La Iglesia, como pueblo, hace patente la dimensión comunitaria
de la fe y de la vida cristiana; el cristiano se hace en el seno del
pueblo. Nadie puede deciryo creo sino en la sinfonía
del nosotros creemos, y por lo mismo nadie puede decir yo
soy la Iglesia más que integrándose en el nosotros
somos la Iglesia.
Pone en primer lugar la igualdad básica de todos sus miembros
en base precisamente a la radicalidad de la confesión de fe en
Jesús.
Afirma a la Iglesia como sujeto histórico insertado en el peregrinar
del conjunto de los pueblos. Por ello no puede considerar ajena ninguna
preocupación o dimensión de la existencia colectiva de
los pueblos. En medio de ellos, en cuanto testigo de una reconciliación
que supera las divisiones, ha de prestar su servicio y testimonio caritativo
y profético.
Establece a la Iglesia como peregrina. Esto la libera de toda tentación
de triunfalismo, la hace humilde y servicial para entregar generosamente
lo que ella ha recibido como gracia, optando siempre por el diálogo
como camino de búsqueda de la verdad y del entendimiento.
Muestra unas enormes implicaciones ecuménicas en su acción
pastoral: de cara a todos los hombres la hace solidaria con sus dramas
y desventuras al margen de razas o creencias; de cara a las otras confesiones
cristianas hace presente un punto de unidad y de encuentro que es previo
a cualquier otra diferencia; respecto a otras religiones recuerda que
todos los hombres proceden del mismo origen y aspiran a encontrar al
mismo Dios creador y salvador.
Una de las cuestiones más debatidas en la misión de la
Iglesia, es acerca de la participación de la Iglesia en la vida
social y política de los pueblos. La misión de la Iglesia
es una continuación de la misión de Jesús, que
no es otra que la instauración del Reino de Dios. Jesús
vivió y murió por el Reino, por tanto, la Iglesia tiene
que vivir su pascua por este Reino.
El Reino de Dios es el ideal de una nueva sociedad digna del hombre,
donde se viva la igualdad, la fraternidad, que implica una defensa valiente
del hombre y de todos sus derechos. La encarnación de Jesús
le permitió a Dios hacerse humano, recorrer los caminos del hombre,
enseñarle a ser persona, conocer el sufrimiento y el dolor. La
Iglesia, imagen de Cristo viviendo en el mundo sin ser del mundo, está
llamada a iluminar los espacios y las estructuras donde se encuentra
el ser humano. Ella tiene la misión de transformar desde dentro
estas realidades temporales, de ser luz y sal y voz de los excluidos
y marginados. Por mandato del mismo Dios ella tiene que luchar para
que los humanos vivan en el amor y en la justicia, en la verdad y en
la paz. Tiene que luchar en definitiva por hacer realidad los valores
del Reino, por eso tiene una palabra que decir justamente cuando las
cosas están lejos de parecerse al plan de Dios.
Por tanto, la Iglesia tiene que asumir un compromiso social con los
hombres y mujeres que conforman el pueblo donde ella está insertada
basado en la justicia radical, la caridad política y la solidaridad.
La justicia debe ser la base de la proyección social de la Iglesia,
es el ideal utópico de la igualdad, pues donde hay justicia hay
igualdad. Hay muchas cosas aceptadas legalmente que no merecen calificarse
de éticas. Le pertenece a la justicia con su capacidad crítica
cuestionar el orden establecido sin dejarse domesticar por este orden.
La Iglesia debe ejercer un poder orientador y dinamizador capaz de producir
cambios que lleven a la sociedad hacia metas de mayor igualdad y solidaridad
que den como fruto la paz.
El amor cristiano al prójimo y la justicia son inseparables,
porque el amor supone el reconocimiento de la dignidad y los derechos
de la persona y la justicia alcanza su plenitud en el amor. La caridad
política y la justicia son dos expresiones de la misma y única
realidad cristiana: el empeño de la Iglesia y de todos los cristianos
por realizar una sociedad nueva y conforme al ideal de Cristo.
El amor a Dios que no se traduce en amor al prójimo eficaz y
real , es falso. La Iglesia está llamada a deshacerse de una
visión del cristianismo privatizada y ajena a los conflictos
sociales.
La opción preferencial por los pobres, marginados y excluidos
por razones económicas, ideológicas o religiosas hunde
sus raíces en las entrañas mismas del Evangelio. La Iglesia
amando, siendo cercana y samaritana y defendiendo a estos marginados
da testimonio de la dignidad del hombre y afirma claramente que éste
vale más por lo que es que por lo que posee o por lo que piensa.
La solidaridad es sinónimo de responsabilidad hacia el hermano
y ante la historia. El Dios cristiano es un Dios solidario que ve la
opresión de su pueblo y baja a liberarlo, es el defensor de los
que no tienen defensor.
Cristo y su Iglesia deben estar identificados con los indigentes. Cada
vez que lo hiciste con uno de estos lo hiciste conmigo. La acción
de Jesucristo debe hacer experimentar una transformación en la
propia vida de la Iglesia y hacer sentir la necesidad de evangelizar
a los demás para darlo a conocer, para que también los
hombres y mujeres de este mundo hagan la experiencia de la fe y se adhieran
a la nueva manera de ser, de pensar, de vivir y de actuar que proclama
el Evangelio de Jesús y promete una sociedad y un mundo diferente.
El cristiano está llamado siempre a sentirse Iglesia, lo que
se traduce en un mayor amor a la Iglesia, nuestra madre que nos engendró
a la fe. Un amor que nos haga capaces de darlo todo por ella y de comprometernos
con ella sin que sus debilidades, que son las nuestras, nos hagan vacilar
en este amor.