Un texto marcado por la fiebre
sanjuanista que alentó la revista literaria Nadie Parecía
de 1942 a 1944 lo es, sin dudas, «Experiencia de la poesía»
de Cintio Vitier. Este último autor establece algunas distinciones
substanciales para establecer los límites del poeta en relación
con el místico. El propósito de esta reflexión
es delimitar lo que le aporta España a la sustancia
de la poesía. Para ello, establece una comparación entre
el místico y lo que él llama hombre tosco u hombre popular.
Por el primero, entiende a aquel para el que la nostalgia por la eternidad
se convierte en un frenesí y quien ve a la muerte como una posibilidad
de llegar a Dios. Por el otro, entiende a «esa criatura que es
la abstracción y el fruto rico de la especie»1 y que ve
en la muerte una «añoranza por las cosas pasadas»2
, se trata de una «forma doméstica de la nostalgia»3
. Al artista, al poeta, lo intenta ubicar en un punto intermedio entre
los dos. La cuestión reside en que esa especificidad del creador
de la obra de arte no puede ser expresada por él con claridad,
no existe ahí una taxonomía nítida como la que
se pretende acotar. Se refiere al artista como un hombre que se queda
en esa hambre de Dios, ese «aferrarse a ella», ese «hundirse
con ella». De acuerdo con estas afirmaciones de Vitier, el poeta
estaría más próximo al místico que al hombre
popular.
Más adelante, en su afán por precisar lo específico
del poeta y del místico, introduce una nueva taxonomía:
los santos que son los soldados de Dios, los místicos que son
los vigías de Dios y, por último, los mártires
que son los poetas de Dios. La relación entre el martirio y la
poesía se puede avistar por diferentes caminos. San Juan de la
Cruz, por ser religioso y carmelita descalzo, comparte la doble condición
de místico y poeta que raras veces aparece junta según
el autor al que comentamos.
Detengámonos un poco en desarrollar la anterior afirmación
que en ambientes extraeclesiales puede sonar a disparate. La espiritualidad
del martirio creó el substrato donde mucho después aparecería
la vida religiosa como respuesta a una inquietud de las comunidades
cristianas primitivas de buscar la perfección cristiana, lo cual
equivale a decir la santidad. La persecución que llevaba a los
cristianos al martirio, los mantuvo en tensión y en fidelidad
constante. Durante los primeros siglos del cristianismo, por la persecución,
se impuso un prototipo de cristiano: el mártir. Cualquiera podía
convertirse en mártir el día menos pensado.
Unos textos clásicos y representativos del sentido del martirio
son el célebre fragmento de San Ignacio de Antioquia4 y los fundamentos
neotestamentarios del martirio como plenitud de la vida cristiana (Ap.
13; 6,10-11; 12; 13, 2-4), (Hch. 7, 55-60), (Hch. 12, 2).
San Juan en su Evangelio emplea constantemente la palabra griega martyrion
que significa testimonio, para designar la proclamación dada
por los cristianos a favor de Cristo mediante el derramamiento de su
sangre que es imagen de la muerte misma de Cristo. De ahí procede
la acepción del vocablo de origen griego en el español
actual.
Sobre la función de la ascesis como paso previo al martirio,
la literatura cristiana abunda en referencias, por ejemplo San Cipriano
decía al respecto:
...no puede ser soldado apto para la guerra el que antes no se
hubiere ejercitado en el campamento. Y el que aspira a la corona en
los juegos olímpicos, no será coronado en el estadio,
si antes no se adiestra y ejercita sus fuerzas.5
El ascetismo no solo preparará el martirio, también lo
suplirá llegado el momento. Orígenes, es un caso representativo,
era hijo de un mártir y no pudo llegar al martirio nunca por
falta de oportunidad. Esta coyuntura personal lo llevó a preguntarse
por la utilidad de prepararse para el martirio con la ascesis si este
no llegaba. Frente a esta interrogante se responde que la ascesis ya
equivale al martirio mismo.
El monacato tiene su origen después de la paz concedida por Constantino
a la Iglesia. Entran en la Iglesia personas que no estaban preparadas
ni psicológicamente ni moralmente para el bautismo. Se descuida
la preparación de los catecúmenos. En cambio, durante
la persecución, solo se bautizaban los cristianizados y, a partir
de ese momento, la Iglesia tuvo que cristianizar a los bautizados.
La fuga mundi apareció ya en la literatura de los escritores
clásicos de la espiritualidad martirial. Orígenes, por
ejemplo, decía que hay que dejar el mundo si queremos seguir
al Señor. Debemos dejarlo, digo, no como lugar, sino como modo
de pensar; no huyendo por los caminos, sino avanzando por la fe. El
giro novedoso de la espiritualidad monacal en este aspecto fue que la
fuga no ocurrió solamente en cuanto al modo de pensar, como propone
Orígenes, sino también en cuanto a dejar el mundo como
lugar. El desierto vino a ser este espacio propicio para esa fuga. Es
decir trazar una distancia geográfica y sociológica entre
los hombres en busca de la perfección y sus semejantes. Los motivos
para la fuga eran: disminuir las ocasiones de pecar, dedicarse por completo
al recuerdo de Dios y prestar más atención al mundo interior.
Luego entonces esa fuga y la ascesis preparatoria del martirio se convirtieron
en vida religiosa.
Hecha esta aparente digresión, quedan claros los nexos de la
vida religiosa con la espiritualidad precedente del martirio a raíz
de los cambios en la Iglesia postconstantiniana. Vida religiosa y martirio
desde entonces han andado siempre de la mano aunque el martirio en la
acepción cristiana del término aparece despojado de cualquier
connotación seudomasoquista, como generalmente se le percibe
cuando se le ve fuera del marco estricto del seguimiento de Jesús.
Esta doble condición de mártir y místico es lo
que, según piensan algunos, distingue la obra de San Juan de
la Cruz y nada hay más erróneo que esto pues, si eso fuera
cierto, cada religioso consagrado ya por esa sola condición sería
mártir. Otra es, sin dudas, la causa que explica la especificidad
sanjuanista dentro la literatura mística.
Frente a esta nueva distinción, la historia literaria le ofrece
una nueva dificultad, existe un místico que fue un excelente
poeta, a pesar de ello se atreve a objetar:
«Porque no hay que olvidar que la poesía es todo lo contrario
de una comunicación. La circunstancia de existir unos pocos textos
aisladísimos que se han llamado, quizás absurdamente,
poesía mística, pone profunda confusión
al asunto.»6
Es decir, no existe un conjunto de místicos poetas considerable
numéricamente para hablar de este tipo de poesía y, de
acuerdo con ello, San Juan de la Cruz entonces debe ser el autor de
esos pocos textos aisladísimos. Si el místico comunica
aquello que conoce de Dios a través de una actitud contemplativa,
no es posible que lo conocido sea expresado en poesía porque
ella no comunica. De acuerdo con lo anterior, si el fraile
de Fontiveros es místico y además sus versos dan a conocer
cierta visión de Dios entonces él no es un poeta, solo
alcanza a ser un hábil versificador. Evidentemente, resulta descabellado
afirmar que el Santo solo sea un versificador y Vitier está muy
lejos de caer en la ingenuidad de hacer tal afirmación pero,
a la hora de establecer los límites que existen entre la poesía
y la mística, el carmelita resulta una objeción contundente.
El autor de Peña Pobre se enfrenta irremediablemente con ella.
Recuérdese que hacia 1944 los poetas creyentes del grupo vivían
la fiebre sanjuanista que propusieron como utopía de escritura
Lezama y Gaztelu a través de Nadie Parecía. Este empeño
de distinción de Vitier debe verse como una reacción a
la luz de los intentos programáticos de los directores de esta
publicación seriada.
Retomemos las contradicciones del fragmento que comentamos, por un lado
nos dice que lo propio del poeta es un hambre de Dios y por otra que
lo «verdaderamente poético es amar el polvo en cuanto polvo»7
y utiliza el polvo en el sentido de representación de las realidades
terrenas. Alguien puede objetar que entre lo terreno y lo divino no
existe una real dicotomía, lo cual es verdaderamente cierto por
la relación que existe entre el Creador y las criaturas; recuérdese
que él dignifica a estas últimas. Este principio fue percibido
como ya hemos dicho por Lezama en Verbum pero lo cierto es que Vitier
manifiesta una polaridad entre lo terreno y lo divino. Si el hambre
de Dios es una sed común al místico y al poeta, no entendemos
por qué lo reconoce como propio de este último. Tal parece
que con estas páginas el autor de Lo cubano en la poesía
quiere ganar terreno en identidad para poeta en detrimento del espacio
que pertenece al místico porque esta distinción ha sido
confundida. Por un lado, proclama que la poesía para llegar a
su esplendor no tiene que ser necesariamente una búsqueda ascética;
por el otro, habla de una diferencia que quizás no comprende
con claridad pero está consciente de la eficacia que tendrá
su texto aunque sea un esbozo crítico sobre el problema. No se
trata aquí de cometer el viejo error de muchos que buscan respuestas
a toda costa y sin límites. Si no es posible delimitar la mística
de la poesía, no es posible y basta. Sabemos que se trata de
dos realidades distintas pero convergentes en muchas ocasiones como
ocurrió en la obra de San Juan de la Cruz. Sobre este tema, Juan
Bautista Metz nos dice:
Quizás nosotros, los cristianos, damos demasiadas veces
la impresión de que nuestra religión vive de un exceso
de respuestas y de que, por lo mismo, sufre carencia de preguntas apasionantes8
***
Esta valoración de Vitier sobre San Juan de la Cruz su autor
la continuó casi medio siglo después, no es hasta 1991,
un par de días antes del IV Centenario de la partida del Santo
carmelitano a la casa del Padre que pronunció en la Parroquia
de Nuestra Señora del Carmen en La Habana unas palabras cuyo
contenido consideraremos aquí. Allí cita su ensayo Experiencia
de la poesía de 1944, lo cual nos hace pensar que sus ideas no
han variado mucho desde entonces a pesar de que ahora su reflexión
adquiere un nuevo resplandor.
La ambigüedad que aparecía en la distinción entre
el místico y el poeta cobra otra claridad insospechada. Sin dejar
de moverse en un plano de intuiciones el autor logra formular una diferencia
que no despoja al poeta de ese deseo y esa ansia de participar de aquello
que para el místico es una sorpresa. No obstante, aparecen en
este nuevo texto otras ideas que nos pueden resultar extrañas,
tal y como aparecen planteadas. Afirma que, en San Juan de la Cruz,
existe una dualidad (poeta y místico) pero, por otro lado, nos
dice que esto no reduce la «imantación» de su poesía.
¿Por qué la atracción de sus poemas debiera disminuir
por su doble condición? ¿Acaso su doble condición
es una limitante que el autor salva magistralmente? Esta última
idea es la que nos parece que el autor de Peña Pobre quiere señalar.
A pesar de ello, no puede dejar de reconocer que el lírico castellano
es: «el más alto poeta de la lengua española»9
.
Vitier aclara las pretensiones de San Juan de la Cruz con su poesía
y mostrado así, tal parece que persigue un didactismo primario
o busca explorar las posibilidades del método teológico:
«...lo que nos proponía no es saber más de Dios
según la razón filosófica e incluso teológica,
sino menos según ella, un indecible más, un poquitín
alusivo más, según la razón poética o analógica...»10
Más que una cuestión de cantidad de uso de cierto método
de gnosis de Dios, tal parece proponer una nueva vivencia que no difiere
para nada de aquella que se conoce a través de la filosofía
y la teología. Como sería una contradicción plantear
de manera absoluta que comprende más por la poesía que
por la filosofía y la teología, ya que el trasfondo tomista
de su obra es innegable; entonces soluciona esa intuición suya
con una exquisita contradicción. «Un indecible más»
que al mismo tiempo se vuelve «un poquitín alusivo más».
También nos llama la atención la equivalencia que establece
entre la analogía y la poética, esta igualdad no es tan
visible para aquellos que se especializan en las cuestiones teológicas
o filosóficas. Estos últimos estudiosos se preocupan por
distinguir bien la analogía poética de la que usan los
teólogos y los filósofos.
Sin pretender extendernos en el tema de la analogía, conviene
hacer algunas precisiones antes de continuar el comentario del texto
de Vitier. En un breve recuento de los diversos sentidos que tuvo la
analogía dentro de la filosofía, no puede faltar, por
supuesto, Aristóteles:
«El ser se entiende de muchas maneras, pero estos diferentes sentidos
se refieren a una sola cosa, a una misma naturaleza, no habiendo entre
ellos sólo comunidad de nombre; mas así como por sano
se entiende todo aquello que se refiere a la salud, lo que la conserva,
lo que la produce, aquello de que es ella señal y aquello que
la recibe; y así como por medicinal puede entenderse todo lo
que se relaciona con la medicina, y significar ya aquello que posee
el arte de la medicina, o bien lo que es propio de ella, o finalmente
lo que es obra suya, como acontece con la mayor parte de las cosas;
en igual forma el ser tiene muchas significaciones, pero todas se refieren
a un principio único».11
Este autor sienta las bases de la ontología medieval. Más
tarde Santo Tomás de Aquino frente a la necesidad de darle al
cristianismo un cuerpo teórico que sustentara los estudios teológicos,
le echó mano a las nociones del Estagirita y añadió
a esta noción un carácter analógico con un Absoluto
trascendente que para él, como cristiano, era nuestro Señor
Jesús. Sobre la analogía y la posibilidad de llegar a
conocer de Dios a través de ella, dijo el Aquinate:
«Es imposible que algo se predique unívocamente de la criatura
y de Dios; pues en todas las cosas unívocas el concepto significado
por el nombre es común a todo aquello de que se predica unívocamente.
[...]
No puede decirse sin embargo que todo lo que se dice de Dios y de la
criatura se predique de modo totalmente equívoco, porque si no
se diese alguna conveniencia real de la criatura a Dios, la esencia
divina no sería a semejanza de las criaturas; y así Dios
conociendo su esencia no conocería a las criaturas. Igualmente
tampoco nosotros no podríamos alcanzar al conocimiento de Dios
a partir de las cosas creadas; ni habría por qué decir
de Dios más un nombre que otro de los que convienen a las criaturas...
Por lo cual se ha de decir que el nombre de ciencia se predica
de la ciencia divina y de la nuestra, ni unívocamente, ni equívocamente,
sino según analogía, lo que no es decir otra cosa sino
según proporción».12
La analogía, etimológicamente, procede del griego y allí
significa correspondencia o proporción.
Es el parecido que se establece entre términos, conceptos o realidades
que se comparan. A través de la analogía, en ocasiones
entendida como metáfora, pueden reunirse diferentes conjuntos
de realidades de los que se predica un rasgo común por semejanza.
Todo término, por tanto, ha de analizarse desde una perspectiva
analógica: ha de afirmarse en un sentido y negarse en otro; los
sujetos y los predicados, cuando no son solo abstracciones, por lo general
se aplican propiamente a algún referente originario, mientras
que los restantes se aplican en un sentido figurado e, incluso, podríamos
decir que hasta metafórico. Por todo lo anterior, se puede concluir
que el ser en sentido estricto únicamente debe ser predicado
de Dios, de acuerdo con lo que expone el Aquinate.
La filosofía tomista introduce la noción teológica
de un primer ser subsistente porque el que propiamente es,
en el pensamiento cristiano no puede ser sino Dios mismo; de modo que
Él es realmente el primer ser de por sí.
La analogía teológica y filosófica es entendida
por los cristianos como una manera de conocer a Dios y en este aspecto
difiere de la poesía en la cual la analogía se comprende
como un modo de conocer a secas. Para los poetas creyentes origenistas,
la analogía poética lleva irremediablemente al escritor
por los mismos caminos del teólogo y del filósofo cristianos.
La diferencia reside en que muchos no llegan a ese punto del conocimiento.
No faltará quien se pregunte qué tienen que ver estos
temas con las reflexiones vitierianas acerca de la poesía a partir
del catolicismo. Frente a este nexo que nos resulta evidente no podemos
hacer otra cosa que no sea citar a Karl Rahner:
«Pero si la palabra poética evoca y hace presente tras
las realidades decibles y en sus abismos más hondos el misterio
de lo eterno, si es una palabra que o llega al corazón o no es
palabra poética, si en su decir conjura lo inefable, si fascina
o libera, si no habla sobre algo, sino que al decir funda lo que evoca,
¿podrá un hombre ser radicalmente insensible, muerto a
tal palabra y ser, sin embargo, cristiano?»13
De acuerdo con esta propuesta, no se puede ser cristiano sin tener una
sensibilidad poética. Vivir el misterio de la Iglesia, supone
vivir también la poesía en la que se expresa, entendida
esta como lenguaje, como ocurre en la liturgia que renueva la presencia
de Jesucristo en la historia.
No se trata de afirmar aquí una equivalencia entre poesía
y cristianismo. Se puede ser poeta y no tener una pizca de seguidor
del Nazareno, lo que sí es impensable es no tener interés
por la poesía y ser cristiano. Es lógico que nos referimos
a la poesía no como pura versificación sino a eso que
es el «siempre el resurgimiento del verbo»14. La poesía
es una predisposición para recibir el mensaje del Verbo Encarnado,
es decir, lo que para los católicos es la verdad alcanzada en
sentido estricto.
El problema queda planteado así: la analogía como método
teológico del conocimiento de Dios, que fue propuesta por Santo
Tomás de Aquino y otros, está muy cerca de la usada en
la creación artística. La diferencia está en que
la primera trata de conocer la realidad divina y la segunda pretende
conocer una realidad determinada pero también es posible recrear,
para algunos ficcionar, alejándose ambos tipos de analogía,
al menos en apariencia.
El punto donde ellas se tocan está en que el poeta que recrea
o ficciona, en ocasiones, se separa de la realidad misma y trata de
acercarse a Dios imitándolo al intentar crear como Él.
Recrear es un esfuerzo del poeta por darle al hombre esa dignidad perdida,
es un intento de regreso al hombre adámico, cercano a Dios. La
poesía y el poeta son ese afán por llegar al paraíso
recobrado. Los poetas creyentes origenistas, muchas veces, no saben
si esa ansia de crear a imagen del Creador viene de ese consejo de la
serpiente a Adán cuando le afirma que si come de la fruta prohibida
«será como los dioses» o si viene de esa invitación
mesiánica que los evangelistas ponen en boca de María
cuando nos insta a «hacer lo que Él nos diga». Hay
algo de caída y de resurrecto en cada poeta. El poeta creyente
origenista no está seguro siempre de que sus actos no sean una
rebeldía frente a Dios, un modo muy peculiar de pecado, o una
reverencia cuyas raíces se pueden hallar en la más clara
antropología neotestamentaria. Esta relación entre el
recrear y las fuentes bíblicas explica el interés de los
poetas que aquí estudiamos en el Génesis y los escritos
del Nuevo Testamento.
Para los poetas creyentes la función del artista está
en llegar a Dios a través de la imagen de la realidad, al igual
que la teodicea o la teología, y está también en
recrear para parecerse a Él, para ser su imagen. De acuerdo con
esto, el poeta vendría a ser una pequeña metáfora
de Dios en la historia, trataría de recordar con su imitación
la presencia del Absoluto que para ellos, al ser cristianos, es Jesús.
Tal y cómo vemos la analogía poética en un escritor
creyente tiene un vínculo con la analogía teológica,
no se trata de una mera confusión de conceptos, se trata del
descubrimiento de la afinidad de dos métodos, a partir de los
cuales el artista se propone comprender su misión en la historia.
Cometido este que, en el caso de los poetas creyentes origenistas, es
formar parte activa dentro del plan de salvación. La figura de
San Juan de la Cruz es un paradigma de poeta que comprendió esta
realidad antropológica del artista. Mirar al Santo carmelitano
es develar también estas cuestiones.
Otro aspecto de interés en el comentario vitieriano es el lugar
que, para San Juan de la Cruz, tiene el tomismo. No parece que la obra
del Aquinate sea para el carmelita solo «un lenguaje de época».
Se trata de un marco de verdades compartidas y de la certeza de que
la poesía puede ser auxiliada de un comentario adecuado el cual
incluso la dota de ciertas precisiones dogmáticas. La alteridad
tomista le garantiza al Fraile de Fontiveros una comunión eclesial
que muchos de sus contemporáneos pusieron en duda, le ofrece
un rigor en sus formulaciones que otro poeta no comprometido o no militante
no debe preocuparse en tener. Muestra de la cercanía de esa relación
entre ambos frailes mendicantes está en las numerosas tesis de
teología dogmática que ha inspirado el místico
carmelita. Los místicos están siempre cercanos al peligro
de la herejía, ya sea por que se aferran a ideas lejanas de la
ortodoxia católica o porque no han sido bien interpretados en
su época por ser hombres y mujeres de los tiempos nuevos. Un
hombre envuelto en una reforma religiosa como lo fue San Juan de la
Cruz no podía correr ningún peligro de herejía.
Es lógico pues que él tratara de acercarse a un discurso
legitimado, no solo por conveniencia sino por profunda convicción
militante. No es posible creer que el místico se sometiera «a
la ascesis filosófica y teológica por amor a los hombres»,
más bien por aceptación de una verdad y por seguridad
para su reforma.
Estos vínculos del tomismo con el paradigma de poeta creyente
no fueron vistos con claridad por todos los origenistas. Resulta imprescindible
profundizar en este tema más adelante para descubrir nuevos aspectos
de la antropología del artista de los poetas creyentes. San Juan
de la Cruz es el camino de llegada de Santo Tomás de Aquino a
la reflexión sobre el arte de este grupo de creadores. Lo anterior
supone una mediatización de la aparición de la espiritualidad
y la filosofía dominicana por la carmelitana reformada. Este
suceso puede resultar más interesante si se lo interpreta a la
luz de los discursos estéticos que trazaron nuestra identidad
nacional pero, en este aspecto, no nos detendremos aquí. Nos
sirve este enfoque también para esclarecer la problemática
de la supuesta doble influencia de dos destacadas tradiciones de pensamiento
(la tomista y la mística medieval) en la obra de estos poetas.
Además, el Fraile de Fontiveros rompe con la dicotomía
entre creación artística y lenguaje teológico15
porque en él se reúne el ejercicio del ministerio sacerdotal
y el profundo estudio teológico con la frescura de una lírica
exquisita. En el poeta común, no aparecen estas dos condiciones.
Desde nuestro modo de ver, en lugar del místico o del poeta,
del teólogo o del místico, del que habla el lenguaje directo
de Dios o del que habla el lenguaje metafórico de Dios; se podría
establecer esta otra distinción: el que es capaz de hablar el
lenguaje directo de Dios al mismo tiempo que el metafórico de
Dios y aquellos que solo podemos hablar este último tipo. Estas
dicotomías nos explican el interés que tuvo la mística
teresiano-sanjuanista para los poetas creyentes origenistas en su inquietud
por definir su identidad a través de las coincidencias o semejanzas
halladas con los reformadores del Carmelo.
Esa necesidad de ponerse en relación con el paradigma de poeta-místico
en su larga carrera en busca de su identidad como artista creyente expone
un par de comparaciones o distinciones nuevas en este ensayo de Vitier
del que nos ocupamos aquí. Lo que hace coincidir a los místicos
y los no místicos, creyentes claro está, es en ver a Dios
misterio inefable. Lo que los diferencia es que los primeros conocen
algo de Dios que no saben como decir y los segundos están en
una completa ignorancia. Por otro lado, lo que une a los místicos
y a los poetas es que ambos tienen que hablar el lenguaje de los hombres.
Como bien afirma el autor de Vísperas: «...no resulta fácil
aceptar o entender ese nexo entre mística y poesía»16
. En estas relaciones descubiertas, no hallamos nada que resulte muy
útil de acuerdo con la finalidad con la que fueron formuladas.
Más interesante lo es, sin dudas, la aparente contradicción
que nos muestra entre doctrina y vida de San Juan de la Cruz. Si las
nadas sanjuanistas suponen un abandono de los gustos terrenos, no es
coherente con esto que el místico muestre un gozo tan marcado
por la creación artística, es decir, por la belleza. Cintio
Vitier no propone ninguna solución a esta contradicción
que tal parece que percibe como una realidad aceptada. ¿Fue una
incoherencia o una falsa relación? Nos resulta muy delicado hablar
sobre este aspecto sin caer en la trampa de la pasión personal.
No podemos aceptar la idea de que el Fraile de Fontiveros diga una cosa
y haga otra. Vamos a intentar ir más allá. Dentro de la
propia reflexión vitieriana hallamos una solución que
nos parece útil después que se le hagan algunos retoques.
En el ensayo «Santa Teresa, de la pluma a los altares»,
el autor de Nupcias se apropia de una reflexión linguoliteraria
de Dámaso Alonso acerca de la Santa de Ávila y concluye
que en ella la escritura es vista como una oportunidad de ascesis religiosa
a través de cierta voluntad de estilo. No obstante nos parece
que también en el Santo es posible ver la escritura como ascesis
aunque no sea al modo de Santa Teresa.
La escritura es un proceso de reconstrucción de la imagen beatífica
con la cual regresa el místico-poeta de su contemplación
que de seguro no estuvo exento de la angustia de un incansable ejercicio
por hallar la perfección del verso. La escritura no vista como
un fin en sí misma sino como medio para alcanzar la perfección
cristiana, tanto del autor como de sus lectores. A lo anterior, se le
debe añadir el cuidado de lograr mantener evidente una adecuada
comunión eclesial; dada la peculiaridad de la poesía.
La escritura lleva el peso de una misión transfiguradora que
busca hacer del cosmos visible un rostro del Dei Verbum. Se trata en
definitiva de una escritura que tiene la certeza de que predicar de
las cosas es hacerlo de Dios y lleva en sí esta verdad feroz.
La escritura se vuelve una sacralizadora de lo profano, ahí radica
una de las principales utopías sanjuanistas. Ese ejercicio es
el que lo separa del proselitismo o el didactismo. La escritura viene
a ser el signo de «resurrección del místico a la
vida de este mundo»17 . ¿Acaso ese retorno puede ser apacible
cuando se tiene la garganta repleta de cosas por decir que se agolpan
en un silencio?
Vitier introduce dos tópicos de enorme relevancia de la mano
de la filósofa española María Zambrano tan cercana
a los poetas creyentes de Orígenes durante sus años de
exilio habanero e incluso después a través de un constante
intercambio de libros y cartas con sus amigos de la Isla. Ambos textos
pertenecen al ensayo «San Juan de la Cruz de la noche oscura a
la más clara mística» de 1939; tratan acerca de
la dimensión escatológica de la obra del Santo y la distinción
entre el amor-deseo en función de explicar su obra. Estamos frente
a uno de los textos que sin dudas contribuyó a conformar la visión
de los poetas creyentes sobre muchos de los temas imprescindibles para
delinear una comprensión teológica de la función
del artista en la historia. Se trata, sin dudas, de una lectura común.
Quizás se podría llegar a afirmar que a través
de María Zambrano les llegó San Juan de la Cruz al igual
que Miguel de Molinos les llegó de la mano de Santa Teresa de
Jesús.
La noche oscura sanjuanista, según la percibe la Zambrano, es
una prueba y un signo de la existencia de una vida más allá
de la muerte. Eso que, para muchos, no es más que un cierto estado
psicológico, para ella es un suceso revelador. Le comunica la
posibilidad de dejar este mundo sin morir realmente, es un viaje al
Hado con regreso. Eso recuerda cierto hecho que marcó la civilización
occidental: la resurrección de Jesucristo. La noche oscura por
tanto es además una posibilidad de resurrección, de actualización
de ese misterio e incluso de vivencia oblicua de esa realidad.
Bibliografía
1 Vitier, Cintio. Obras 1. Ed. Letras Cubanas, La
Habana, 1997. pp. 34-35.
2 Vitier, Cintio. Obras 1. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1997. pp.
34-35.
3 Vitier, Cintio. Obras 1. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1997. pp.
34-35.
4 «Dejad que sea pasto de las fieras, ya que ello me hará
posible alcanzar a Dios. Soy trigo de Dios y he de ser molido por los
dientes de las fieras, para llegar a ser pan limpio de Cristo».
Liturgia de las Horas, según el Rito Romano. Ed. Comisión
Episcopal de Liturgia Española. Madrid, 1993. p. 268.
5 San Cipriano. «Prólogo». Ad Fortunatum. Ed. Térrea,
Madrid, 1965. p. XI.
6 Vitier, Cintio. Obras 1. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1997. p. 35.
7 Vitier, Cintio. Obras 1. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1997. p. 36.
8 Metz, J. B. Invitación a la oración. Ed. S.T., Santander,
1979. p. 19.
9 Vitier, Cintio. Obras 1. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1997. p. 236.
10 Vitier, Cintio. Obras 1. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1997. p.
236.
11 Aristóteles. Metafísica IV, 1003 Ed. Espasa Calpe,
Madrid, 1988. p. 102.
12 Santo Tomás de Aquino. Questiones disp., De veritate, q. 2,
a.1. En F. Canals. Textos de los grandes filósofos, Edad Media.
Ed. Herder, Barcelona, 1979. p. 122-123.
13 Rahner, Karl. Escritos de Teología. Ed. SSP, Madrid, 1992.
p. 68.
14 Lezama Lima, José. «La dignidad de la poesía».
Tratados en la Habana. Ed. Universidad Central de las Villas, Las Villas,
1958. p. 395.
15 Esta falsa dicotomía se mantiene en la obra de algunos que,
en este mismo afán por diferenciar al poeta del místico,
la reconocieron como cierta. Gastón Baquero, por ejemplo, nos
dice en un ensayo imprescindible para delinear su poética pero
lamentablemente ignorado por muchos: «a un lado los que hablan
el lenguaje directo de Dios, los santos y los sacerdotes, bajo el idioma
de la religión dogmática, es decir, confirmada por la
Revelación; y del otro lado los que hablan el lenguaje metafórico
de Dios bajo el signo de la Poesía.» Baquero, Gastón.
«La poesía en Juan Ramón Jiménez».
Boletín de la Academia Cubana de la Lengua. Tomo VII. Ene.-jun.
No. 1-2. 1958. p. 30.
16 Vitier, Cintio. Obras 1. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1997. p.
242.
17 Vitier, Cintio. Obras 1. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 1997. p.
242.