La Iglesia, salida del costado
abierto de Cristo, y abierta de par en par al mundo, con la efusión
del Espíritu Santo cincuenta días después de la
Resurrección de Jesús, existe hace dos mil años.
Existe así, como su Fundador, sufriendo en la Cruz y anunciando
Vida.
Existe así, como su Maestro, compartiendo la vida de los hombres
y al mismo tiempo anunciando la Vida plena de Dios.
Esa Iglesia viene anunciando esa Vida plena desde hace 20 siglos, sin
desfallecer. Por ese anuncio, metido en la historia humana y trascendiendo
esa historia, la Iglesia llegó hace más de 500 años
a nuestra América empezando por la isla de Santo Domingo, seguida
de Cuba y luego hasta tierra firme.
En ese itinerario de anuncio del Evangelio de Cristo, se inscribe la
vida de la Iglesia en Cuba que, desde 1492, esparce la semilla de la
Vida en los campos de esta Isla. Esa semilla de Cristo cayó en
tierra buena de Vueltabajo y ha dado sus frutos desde hace más
de 300 años. Misioneros, sacerdotes, religiosos y laicos, han
cumplido durante siglos su misión evangelizadora. Así
fue creciendo la Iglesia en Pinar del Río, la misma Iglesia fundada
por Cristo hace dos mil años, y como toda Iglesia local, encarnada
en su propio contexto histórico, social y cultural, nació
y creció con su propio perfil, con rasgos y señas que
la han caracterizado a lo largo del tiempo.
Cuando la Iglesia, que es por definición Universal, eso quiere
decir católica, logra asentarse en un lugar y llega
a crecer y madurar como comunidad cristiana, formando sus propios agentes
pastorales, consolidando sus instituciones y asumiendo proyectos que
estén al servicio de la sociedad en medio de la cual vive; entonces
ha llegado el momento de erigir allí una porción de la
Iglesia Universal con gobierno, territorio y estructuras propios, sin
perder la comunión con la Iglesia Madre. Esa porción de
la Iglesia en un territorio determinado se llama diócesis. Cada
diócesis tiene todas las estructuras y servicios esenciales a
la Iglesia: por eso tiene un Pastor que es el Obispo, un Presbiterio
que son los sacerdotes que lo ayudan en su triple misión de enseñar,
santificar y dirigir al Pueblo de Dios. Una diócesis cuenta con
religiosas y religiosos, hombres y mujeres consagrados exclusivamente
a la construcción del Reino de Dios en ese territorio y cuenta
con un laicado, es decir, con cristianos bautizados y comprometidos
con la misión de Cristo en la Iglesia y más concretamente
en el mundo donde viven, trabajan y transforman la realidad.
El 20 de Febrero de 1903, a sólo nueve meses del nacimiento de
la República de Cuba, el Papa León XIII crea la Diócesis
de Pinar del Río mediante un documento llamado Breve Apostólico
Actum Praeclare. No es esa la fecha que fija el inicio de
la presencia de la Iglesia en Pinar del Río. Existen documentos
que atestiguan su misión en estas tierras desde el siglo XVII.
Es el momento que marca su erección como Iglesia diocesana. Hasta
entonces sólo existían las Diócesis de Santiago
de Cuba y de La Habana, a la que pertenecían las parroquias de
nuestra región vueltabajera. Por ese mismo mandato apostólico
del Papa se crea el Obispado de Pinar del Río y se eleva la ya
existente Parroquial mayor de San Rosendo a la categoría de Santa
Madre Iglesia Catedral de Pinar del Río, donde radica la cátedra
del Obispo y desde donde preside, enseña y dirige a la porción
de la Iglesia que se le ha encomendado.
La Diócesis de Pinar del Río cumple, por tanto, su primer
Centenario en este año 2003. La Iglesia local ha convocado a
todos sus miembros y a toda persona de buena voluntad que la quiera
acompañar, a celebrar en profundidad este importante acontecimiento.
Por eso estamos todos llamados a reflexionar sobre nuestra vocación
y misión como Iglesia en Pinar del Río, Diócesis
que quiere seguir caminando hacia un perfil de Iglesia cada vez más
encarnada y profética en fidelidad a su Señor.
En efecto, Jesucristo, como lo creemos los cristianos, es el Hijo de
Dios hecho hombre. En Jesucristo, Dios mismo se ha revelado en la historia
humana, con toda su plenitud. Esa plenitud de Dios es origen, fuente
y destino de la plenitud de toda persona humana, creada a su imagen
y semejanza.
Por la encarnación de Jesucristo se ha hecho realidad en la historia,
aquella verdad presentada por San Ireneo: La gloria de Dios es
el hombre viviente. El mismo Cristo definió su misión
en este mundo de la misma manera: He venido para que tengan vida
y la tengan en abundancia(Jn. 10,10)
En todas las demás religiones de la humanidad es el hombre quien
intenta elevarse al Ser Supremo, alcanzar la visión del Absoluto,
desprenderse de su propia humanidad para acceder al Trascendente, vaciarse
de sí mismo para dejarse inundar del Totalmente Otro. En estas
religiones el movimiento de la relación entre los hombres y Dios
es siempre en un solo sentido: Dios inaccesible y en lo más alto
de lo que llamamos Cielo; y los hombres, desde la tierra, intentando
subir hasta su Divinidad inconmovible.
En el cristianismo la dinámica de relación entre Dios
y los hombres es totalmente novedosa, incluso desconcertante para los
que no comprenden ese movimiento interior. Dios no se queda en lo más
alto del Cielo, Dios se mueve, se «abaja», se acerca, hasta
el colmo de lo que se puede concebir para la condición divina:
se hace un hombre, como otro cualquiera, menos en la maldad y el pecado
que, en el principio, tampoco eran consustanciales con el hombre, sino
que son fruto del mal manejo de su libertad.
De modo que en lugar de vaciar al hombre de su humanidad, Cristo eleva
la condición humana a su más alta y plena dignidad y dimensión.
De modo que, en lugar de huir del mundo y de intentar condenarlo para
purificarse escapando de todo lo creado, los seguidores
de Cristo, por mandato de su Maestro, no salen del mundo sino que trabajan,
sufren y oran para que el mundo cambie, para que sea renovado por dentro
y desde dentro, al estilo de la sal, del fermento, de la luz.
A esta dinámica de salvación desde dentro de la propia
humanidad y desde el interior de las propias estructuras y realidades
del mundo, es a lo que la Iglesia llama encarnación.
Si Jesús, su Fundador, se metió en la carne humana y en
la historia de este mundo, la Iglesia debe encarnarse, meterse
dentro, inmiscuirse, relacionarse, permanecer, penetrar en cada ambiente,
en cada realidad humana, social, económica, política,
cultural, sin perder su propia identidad. Eso fue lo que hizo Cristo.
Ese es y debe ser el camino de la Iglesia.
Ella no tiene vocación de secta que se separa del mundo, ni de
puerta de escape para que los hombres y las mujeres se alienen de su
realidad. La Iglesia no puede ser una pecera rodeada de
cristales que la aislen del mundo exterior y que le creen un mar
a su medida, un hábitat artificial, en el que va encerrando a
los seres humanos que pesca en el mar tenebroso del mundo
y que, para salvarlos, los saca de ese mar y los coloca
en un acuario lleno de seguridades, pero alejado del mar
donde transcurre la vida.
El Papa Juan Pablo II, recordando el mandato de Jesús, ha introducido
a la Iglesia en el Tercer Milenio del Cristianismo exhortando a toda
la comunidad eclesial a una mayor actitud de encarnación: Duc
in altum, es decir, Rema mar adentro. Empéñate
en profundidad. Eso quiere también en la fiesta de su Centenario,
la Iglesia en Pinar del Río.
Tampoco se trata de que la Iglesia se diluya en ese mar,
que se confunda con sus olas, que se deje arrastrar por el ambiente,
que ella misma se vuelva sal y agua. La Iglesia, como Cristo,
debe acompañar su encarnación en la historia y las realidades
humanas, con una actitud de fidelidad a su vocación y a su misión
de anunciar un mundo nuevo, una civilización nueva, donde reine
el amor, la libertad, la justicia, la verdad, la solidaridad y la paz.
Ese Reino es, al mismo tiempo, anuncio de algo nuevo y denuncia de todo
lo viejo. Es anuncio de todo lo verdadero, de la vida en la verdad y
denuncia de todo lo falso, de la vida en la mentira. Es el anuncio de
todo lo bueno y lo bello que dignifica al hombre y al mismo tiempo la
denuncia de todo lo malo que empobrece, humilla y esclaviza al hombre
en la plenitud de su dignidad de hijo de Dios y en el respeto de sus
derechos irrenunciables. A esta tarea de la Iglesia se la llama misión
profética. En eso también quiere crecer la Iglesia en
Pinar del Río en el Centenario de su Diócesis.
Encarnación y profetismo, dos dimensiones de la única
misión de Cristo. Meterse en la realidad y no confundirse con
ella. Vivir en medio del mundo que le ha tocado vivir y trabajar para
mejorarlo. Implicarse en la historia de los pueblos, denunciar lo que
en ellos disminuya la libertad, la dignidad y la felicidad de cada persona
humana y, al mismo tiempo, anunciar y comenzar a construir una forma
de convivencia social más justa y fraterna.
Encarnación y profetismo es acercarse y compartir los sufrimientos
de la gente y, al mismo tiempo, empeñarse sin descanso en curar
ese sufrimiento y, sobre todo, las causas y las estructuras que lo provocan.
Encarnación y profetismo es disfrutar y compartir las alegrías
y esperanzas de la gente y, al mismo tiempo, empeñarse en anunciar
que hay una alegría que no pasa y una esperanza que no desfallece,
que es cultivar la dimensión espiritual de nuestra vida y poner
nuestra confianza en Aquél que es nuestro Padre.
Una Iglesia encarnada y profética que no confunde su misión
con la de los poderes de este mundo. Pero que no abandona la vida del
mundo que la rodea, ni se desentiende de la vida de la gente pretextando
que su misión es de orden religioso. Una Iglesia
que no se acomoda a la situación, ni pacta con la injusticia.
Que sabe y hace saber que la misión propia que Cristo le
confió a su Iglesia no es de orden político, económico
o social. El fin que le asignó es de orden religioso. Pero precisamente
de esta misma misión religiosa derivan funciones, luces y energías
que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana...Más
aún, donde sea necesario...la misión de la Iglesia puede
crear, mejor dicho, debe crear, obras al servicio de todos, particularmente
de los necesitados. (Concilio Vaticano II. Constitución
Gaudium et Spes no. 42)
Ese es el concepto de misión religiosa en la que quiere creer
y quiere vivir la Diócesis de Pinar del Río, junto a todas
las demás diócesis hermanas de Cuba y del mundo: un carácter
religioso que sea fuente de funciones, luces y energías
que puedan servir para establecer una comunidad humana más en
consonancia con el Evangelio de Cristo. Energías, para que nuestras
motivaciones y nuestras obras sean auténticas, profundas y duraderas.
Luces, para iluminar nuestras propias vidas y para poder iluminar la
realidad en la que vivimos y poder discernir en ella los signos de vida
para anunciarlos y potenciarlos; y denunciar los signos de muerte para
ayudar a erradicar sus causas y sus consecuencias. Funciones, para que
las energías y las luces recibidas de Cristo no se queden en
impulsos interiores o en luces de artificio, sino que puedan llevar
a la práctica concreta del servicio a la sociedad en que vivimos,
ese carácter religioso que, sin las obras de justicia y caridad,
queda reducido a puro espiritualismo desencarnado y enajenante.
El mismo Concilio habla claramente de esa ayuda que la Iglesia,
a través de sus hijos, puede prestar al dinamismo humano
cuando dice: El Concilio exhorta a los cristianos, ciudadanos
de la ciudad temporal y de la ciudad eterna, a cumplir con fidelidad
sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico.
Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí
ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar
las tareas temporales, sin darse cuenta de que la propia fe es un motivo
que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según
la vocación personal de cada uno....El divorcio entre la fe y
la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más
graves errores de nuestra época...No se creen por consiguiente,
oposiciones artificiales entre las ocupaciones profesionales y sociales,
por una parte, y la vida religiosa, por otra. (Conc. Vaticano
II. Const. G.S. no. 43)
Ser una Iglesia más encarnada y más profética es
contribuir a eliminar esas barreras artificiales entre lo social y lo
religioso, entre lo humano y lo divino que con su Encarnación
y Redención Cristo mismo ha superado.
Eso quiere ser la Iglesia diocesana de Pinar del Río al celebrar
su primer Centenario y mirar hacia el presente y el futuro del pueblo
al que debe servir. Esta Diócesis ha recibido de su tradición
histórica un legado de misiones populares y campesinas en la
que Obispos como Mons. Ruiz, Mons. Evelio Díaz y Mons. Rodríguez
Rozas, guiaron a este pueblo con suma sabiduría, sencillez de
vida y cercanía al pueblo. Una Diócesis que contó
con sacerdotes como el Padre González Arocha, el P. Miret, el
P. Cayetano y el P. Claudio; y organizó misiones en las que participaron
religiosos como el P. Ibarguren, el P. Rivera y el P. Jaime Manich,
junto a religiosas como Sor Asunción, Sor Isabel Valdés
y Sor Ligia Palacio. Una Diócesis en que, intrépidos laicos
y laicas como Panchita Barrios, Justo Figueroa, César Balbín
y Paulita Castillo, hicieron presente el mensaje de Cristo, con misiones
itinerantes en sus más recónditos lugares. Fiel a esa
herencia la Iglesia en Pinar del Río quiere crecer en su misión
evangelizadora y encarnada.
Esta Diócesis también ha recibido de esa herencia de los
siglos la tradición de un laicado comprometido y profético,
presente y actuante en cada una de las etapas históricas que
le tocó vivir, como el mambí Domingo Urquiola, y Osmani
Arenado, Adelita González Saínz y Zoila Quintáns.
Un laicado que, gracias a Dios y a la guía de sus cercanos Pastores,
nunca fue cristiandad triunfalista, ni guetto excluyente, sino más
bien sencillo fermento en medio de la masa. Pequeña luz en medio
de las noches históricas y sociales. Insignificante grano de
sal, pero sin perder su carácter de sal en el ajiaco de nuestra
cultura. Un laicado siempre minoritario, siempre guajiro, siempre mezclado,
siempre imperfecto. Nunca acabado de organizar, nunca acomodado a la
situación, nunca totalmente anulado, nunca ajeno a lo que acontecía.
Un laicado pecador y dando traspiés, pero sabiendo en Quien ha
puesto su confianza y sabiendo a que Voz arrimar su oído. Un
laicado que ha dado testimonio de creer en la fuerza de lo pequeño
y vivir de esa mística en todas sus obras. Fiel a esa herencia
la Iglesia en Pinar del Río quiere crecer en su compromiso profético
con su pueblo y con Cuba.
Así queremos ser: pequeños y fieles, en medio del mar
pero con la vista puesta en el horizonte, inmersos en la dura realidad
pero sin dejarse arrastrar por ella con la espiritualidad más
comprometida y el compromiso más trascendente. Difícil
tensión que nos mantiene a horcajadas entre el fango de este
mundo y las semillas de luz que hay en él, entre sus cegueras
y las señales que le indican un camino superior. Se sufre en
esta tensión y se vive en la incertidumbre, es verdad, se reciben
las más duras críticas y los mejores consuelos.
Pero lo podemos decir, uniendo nuestras voces a las de innumerables
cristianos pinareños que nos han precedido en el seguimiento
de Jesús: no hay nada mejor que le pueda pasar a una Iglesia
que el vivir desinstalada, continuamente pendiente de las Manos tiernas,
sudorosas y providentes de su Fundador, en perenne peligro de ser crucificada.
Nada mejor que sólo depender de Él, que compartir con
Él su Cruz.
Lo decimos al filo del primer Centenario de nuestra querida y pequeña
Diócesis, en el umbral incierto de su segundo centenario, con
la vista puesta en el Señor de la Historia, al comienzo del tercer
milenio del cristianismo:
Gracias te sean dadas a Ti, Padre de los Siglos, porque nada nos pudo
suceder mejor que haber nacido aquí, en la Vuelta de Abajo
de Cuba, nada mejor que haber nacido en este momento de nuestra historia
patria y de nuestra historia eclesial. Nada mejor que perder
lo mejor de este mundo por ganar la simplicidad de una mirada amiga
de Aquél que es el único que ha permanecido fiel:
Cristo, el mismo ayer, hoy y siempre.(Hebreos 13, 8)
Pinar del Río, 28 de Enero de 2003
En el 150 Aniversario del Nacimiento de José Martí.