Poema XXVI
Por su amor conocerás al hombre. El amor es su fruto natural,
el más suyo, el más liberado de su ambiente.
El amor es el único fruto que brota, crece y madura en él,
con toda la simpleza, la pureza y la gracia de la naranja en el naranjo
y de la rosa en el rosal.
Hay hombres sin amor, pero de estos hombres nada se sabe:
nada pueden decir a la inquietud del mundo.
El amor es el fruto del hombre y también su signo; el amor lo
marca como un hierro encendido y nos lo deja conocer, distinguir, entresacar...
No conocerás al que pasa por su vestido de palabras brilladoras
lentejuelas de colores..., ni por la obra de sus manos ni
por la obra de su inteligencia, porque todo eso lo da la vida y lo niega...
Lo da y lo niega a su capricho o a su ley la vida...
Y hay muchos que van derechos porque el aire no sopló sobre ellos,
y otros hay que se doblan como se dobla el arco para arrancarle al viento
su equilibrio, o para proyectarse de ellos mismos, fuera de ellos ¡en
el viento!, por la trémula, aguda flecha íntima...
La palabra noble es ciertamente un indicio; la obra útil es ya
una esperanza. Pero sólo el amor revela como a un golpe
de luz la hermosura de un alma.
Poema XXXVI
He de amoldarme a ti como el río a su cauce, como el mar a su
playa, como la espada a su vaina.
He de correr en ti, he de cantar en ti, he de guardarme en ti ya para
siempre.
Fuera de ti ha de sobrarme el mundo, como le sobra al río el
aire, al mar la tierra, a la espada la mesa del convite.
Dentro de ti no ha de faltarme blandura de limo para mi corriente, perfil
de viento para mis olas, ceñidura y reposo para mi acero.
Dentro de ti está todo; fuera de ti no hay nada.
Todo lo que eres tú está en su puesto; todo lo que no
seas tú me ha de ser vano.
En ti quepo, estoy hecha a tu medida; pero si fuera en mí donde
algo falta, me crezco... Si fuera en mí donde algo sobra, lo
corto.
Poema LXXXI
El Señor me ha hospedado en este mundo, hecho por sus propias
manos.
Ha puesto un fino aire transparente para que yo pueda respirarlo y ver
al mismo tiempo a través de él los hermosos paisajes,
los rostros amados, el cielo azul.
El Señor ha puesto el sol que alumbra mis pasos en el día,
y la luz mitigada de las estrellas que vela mi sueño por las
noches.
Ha sujetado el mar a mis pies con una cinta de arena y la montaña
con una raíz de flor.
El Señor ha soltado, en cambio, los ríos y los pájaros
que refrescan y alegran el mundo que me ha dado, y ha hecho crecer también
la blanda hierba, los flexibles arbustos, los buenos árboles,
prendiéndoles collares de rocío, racimos de frutas, manojos
de flores, para regalo de mis labios y mis ojos.
Todo esto ha hecho el Señor. Y, sin embargo, yo, como huésped
rústico, me muevo con torpeza y con desgano, sigo extrañando
vagamente otras cosas... No sé qué intimidad, qué
vieja casa mía...
Poema LXXXII
Si estás arriba..., ¿por qué no bajas en la lluvia
que me cierra los párpados?
Si estás abajo..., ¿por qué no subes en el retoño
de cada árbol, en las puntas de hierba verde que se enredan a
mis rosales?
Si estás lejos..., ¿qué hacen los caminos de la
tierra?
Si estás cerca..., ¿qué hace mi corazón,
que no te adivina entre todos?
Poema XCVII
Señor mío: Tú me diste estos ojos; dime dónde
he de volverlos en esta noche larga, que ha de durar más que
mis ojos.
Rey jurado de mi primera fe: Tú me diste estas manos; dime qué
han de tomar o dejar en un peregrinaje sin sentido para mis sentidos,
donde todo me falta y todo me sobra.
Dulzura de mi ardua dulzura: Tú me diste esta voz en el desierto;
dime cuál es la palabra digna de remontar el gran silencio.
Soplo de mi barro: Tú me diste estos pies... Dime por qué
hiciste tantos caminos si Tú solo eras el Camino, y la Verdad,
y la Vida.
Poema CXXIV
Isla mía, ¡qué bella eres y qué dulce!...
Tu cielo es un cielo vivo, todavía con un calor de ángel,
con un envés de estrella.
Tu mar es el último refugio de los delfines antiguos y las sirenas
desmaradas.
Vértebras de cobre tienen tus serranías, y mágicos
crepúsculos se encienden bajo el fanal de tu aire.
Descanso de gaviotas y petreles, avemaría de navegantes, antena
de América: hay en ti la ternura de las cosas pequeñas
y el señorío de las grandes cosas.
Sigues siendo la tierra más hermosa que ojos humanos contemplaron.
Sigues siendo la novia de Colón, la benjamina bien amada, el
Paraíso Encontrado.
Eres, a un tiempo mismo, sencilla y altiva como Hatuey; ardiente y casta
como Guarina.
Eres deleitosa corno la fruta de tus árboles, como la palabra
de tu Apóstol.
Hueles a pomarrosa y a jazmín; hueles a tierra limpia, a mar,
a cielo.
Cuando te pintan en los mapas, a contraluz sobre ese azul intenso de
litografia, pareces una fina iguana de oro, un manjuarí dormido
a flor de agua...
Pero también pareces un arco entesado que un invisible sagitario
blande en la sombra, apunta a nuestro corazón.
Isla grácil, te visten las auroras y las lluvias; te abanica
el terral; te bailan los solsticios de verano.
Como Diana, libre y diosa, no quieres más diadema que la luna;
ni más escudo que el sol naciente con tu palma real.
La mala bestia no medró en tus predios, y jamás ha muerto
en ti un solo pájaro de frío.
Idílicas abejas pueblan de miel la urdimbre de tus frondas; allí
vibra el zunzún desprendido del iris, y destilan música
viva los sinsontes.
Escarchada de sal y de luceros, te duermes, Isla niña, en la
noche del Trópico. Te reclinas blandamente en la hamaca de las
olas.
Tienes la rosa de los vientos prendida a tu cintura; tus mayos están
llenos de cocuyos; tus campos son de menta, y tus playas, de azúcar.
Varas de San José en trance de boda, tórnanse todos los
gajos secos clavados en tu tierra taumatúrgica. Rocas de Moisés,
todas tus piedras preñadas de surtidores.
Vela un arcángel escondido tras cada zarza tuya, y una escala
de Jacob se tiende cada noche para el hombre que duerma en paz sobre
tu suelo.
Otra escala sutil es para él, el humo rosa del tabaco que le
alegra las siestas y le aroma de sueños el camino.
Para el hombre hay en ti, Isla clarísima, un regocijo de ser
hombre, una razón, una íntima dignidad de serlo.
Tú eres por excelencia la muy cordial, la muy gentil. Tú
te ofreces a todos aromática y graciosa como una taza de café;
pero no te vendes a nadie.
Te desangras a veces como los pelícanos eucarísticos;
pero nunca, como las sordas criaturas de las tinieblas, sorbiste sangre
de otras criaturas.
Isla esbelta y juncal, yo te amaría aunque hubiera sido otra
tierra mi tierra, pues también te aman los que bajaron del Septentrión
brumoso, o del vergel mediterráneo, o del lejano país
del loto.
Isla mía, Isla fragante, flor de islas: tenme siempre, náceme
siempre, deshoja una por una todas mis fugas.
Y guárdame la última, bajo un poco de arena soleada...
¡A la orilla del golfo donde todos los años hacen su misterioso
nido los ciclones!