Unos se lanzaron a las calles para
festejar la victoria a ritmo de samba. Otros vieron abrirse la tierra
bajo sus pies como prólogo del caos. Y no faltaron los que, aun
sin atreverse a pronosticar lo peor, respondieron con un gesto desbordante
de escepticismo.
Fueron esas las reacciones más comunes que desencadenó
la noticia de la elección de Luis Inacio Lula da Silva como Presidente
de Brasil. Dice un viejo axioma que a la tercera va la vencida, pero
en su caso no fue así, pues sólo en ésta, su cuarta
vez como eterno aspirante a la Primera Magistratura de la mayor democracia
latinoamericana, conquistó el triunfo. Y lo hizo con una impresionante
votación que ha reforzado las posiciones de la izquierda carioca.
Los sectores conservadores del continente valoran el hecho como un serio
motivo de preocupación, y ven en él una nueva fuente de
inestabilidad, comparable con la ejecutoria de Hugo Chávez en
Venezuela.
¿Quién es este brasileño de apariencia bonachona
que despierta tantos temores? Aunque su nombre es Luis Inacio da Silva,
desde hace mucho saltó a la celebridad con un apodo: Lula. Nació
en el seno de una empobrecida familia del estado de Pernambuco y siendo
aún muy joven, comenzó a trabajar como tornero en una
fábrica de la ciudad de Sao Paulo. Eran los años de la
dictadura militar, un régimen que desde 1964 cercenó las
libertades fundamentales pero alentó como acción prioritaria
el desarrollo económico del país, difundiendo por el mundo
la imagen del llamado milagro brasileño. Durante
la agitada década del 70, Lula, que venía de abajo, sobresalió
como líder sindical de los obreros metalúrgicos paulistas,
y no dudó en combatir a los gobiernos militares.
Figuró entre los fundadores del Partido de los Trabajadores (PT),
y sus biógrafos recuerdan la notable participación que
tuvo en la transición democrática de mediados de los 80.
Elegido diputado a la Asamblea Constituyente, fue uno de los gestores
de la Carta Magna de 1988, documento clave del Brasil contemporáneo
que echó por tierra el despotismo de los generales e inauguró
un auténtico estado de derecho. Un año después
de la promulgación constitucional, disputó la Presidencia
al conservador Fernando Collor de Mello, pero este lo venció
en las urnas. El fracaso se repetiría en 1994 y 1998 frente a
otro Fernando, el socialdemócrata Fernando Henrique Cardoso,
y ni siquiera así se dio por vencido.
La imagen que tenemos de Lula es la de un hombre de izquierda, bastante
radical por cierto, con un discurso incendiario contra el capitalismo.
Mas ese no es el Lula de hoy
por lo menos en apariencias. La revista
Newsweek advierte que ya no usa una camiseta sudada y chancletas
(
) Su barba y cabello han sido cuidadosamente recortados; su guardarropa
está lleno de trajes y finos cigarrillos han reemplazado sus
puros malolientes (
) Parece más un banquero que un viejo
izquierdista cuando desciende de los aviones Lear para estrechar las
manos en sus viajes de campaña. En realidad, el cambio
no es sólo de look. Su mensaje ha sufrido también modificaciones,
diríase que reajustes en aras de no perecer políticamente,
y el antiguo sindicalista ha logrado convencer a muchos con nuevas credenciales
de moderación, seriedad y espíritu conciliador.
Sin esa metamorfosis, le habría sido casi imposible conquistar
el poder, pues el país que va a gobernar resulta muy complejo.
En lo económico, es un gigante: constituye hoy la décima
economía del mundo; sus progresos productivos y comerciales durante
la última década son bien visibles; cuenta con un sistema
bancario que ha podido esquivar las ondas expansivas de la crisis del
Cono Sur; los inversionistas siguen considerándolo un buen destino
para sus capitales; y se adentra en el nuevo milenio con recursos vastísimos
prodigados por la naturaleza.
Visto desde el ángulo político, Brasil vive hoy bajo un
régimen de libertades que se ha venido consolidando desde que
terminó la oscura noche de los generales y se restableció
el estado de derecho. Más allá de sus puntos débiles,
es obvio que la democracia brasileña funciona, como lo pone de
manifiesto el proceso electoral que recién acaba de concluir,
con una diversidad de opciones que cubrió todo el arco ideológico
y consiguió movilizar a los diferentes sectores de la sociedad
en favor de uno u otro proyecto. La propia elección de Lula evidencia
el apego gubernamental a la legalidad democrática y el respeto
a los electores, cuya voluntad quedó libremente expresada en
las urnas.
De más está decir que el pueblo carioca no aceptaría
echar abajo estos pilares, erigidos sobre la base del consenso. Y sus
líderes lo saben: por encima de las diferencias -en muchos casos
bien marcadas-, cualquier aspirante con un mínimo de sentido
común percibe con nitidez los límites que no puede violar
si desea ver coronadas sus aspiraciones por el éxito. Es el caso
de Luis Inacio Lula da Silva, quien ha perfilado un programa de gobierno
que supone una reforma profunda de la realidad, pero sin romper el equilibrio
del país.
Se trata de una reforma, más que necesaria, urgente. Hay realidades
insostenibles que necesitan modificarse y eso lo instuyen todos. No
por casualidad, amplios segmentos del pueblo humilde, la clase media
e incluso de la clase alta, han dado su voto al candidato del Partido
de los Trabajadores. Lula tiene en sus manos ahora una bola de fuego.
Una nación con una deuda externa insoportable que oscila entre
los 250 mil y los 300 mil millones de dólares y que entorpece
el crecimiento económico, más de 11 millones de personas
sin empleo, una excesiva dependencia del capital foráneo, así
como ciertos síntomas de contagio con el desbarajuste financiero
que ha sacudido a Argentina
Por no hablar de asignaturas históricas
pendientes como la desigual distribución de la tierra y la acentuada
concentración de los ingresos.
Manejando estadísticas conservadoras, el Banco Mundial ha dicho
que 15 millones de brasileños viven en la más absoluta
pobreza, aunque algunos triplican esa cifra para ajustarla a la realidad.
Como se sabe, la miseria es mala consejera y casi siempre se acompaña
de otros flagelos. Dos verdaderamente nefastos son el tráfico
de drogas y la violencia. Un estudio elaborado por la consultoría
de riesgo inglesa Control Risks, definió a las ciudades de Sao
Paulo y Río de Janeiro tan peligrosas como las de Cali y Medellín,
en la convulsa Colombia. Y es escalofriante descubrir, siguiendo al
antropólogo Luis Eduardo Soares, que debido a esos estigmas el
gigante sudamericano sufre hoy un déficit de jóvenes de
15 a 24 años, una situación que sólo se produce
en naciones en guerra.
Esa atmósfera de degradación e inseguridad ha sido crudamente
descrita por un filme que, en los últimos tiempos, ha venido
abarrotando las salas cinematográficas del país. Se titula
Cidade de Deus, y según despachos de la agencia de noticias Prensa
Latina, narra la historia de la instalación y dominio de una
favela por el tráfico de drogas, así como la desgarradora
vida y muerte de generaciones de jóvenes excluidos de la sociedad,
atrapados por la violencia criminal.
Frente a este panorama, Lula ha esbozado un conjunto de medidas cuya
efectividad pronto se pondrá a prueba. Sin dejar de reconocer
la importancia de cumplir los compromisos contraídos con las
instituciones financieras internacionales y mantener una correcta disciplina
fiscal, el Presidente electo se inclina por un capitalismo menos agresivo
que el que postulan las políticas neoliberales aplicadas hoy
del Río Bravo a la Patagonia. Entre sus promesas figura un programa
de recuperación económica basado en el estímulo
a la producción y a las exportaciones, promover reformas impositivas,
crear 10 millones de puestos de trabajo, duplicar progresivamente el
sueldo mínimo, otorgar una pensión a los desempleados
y reestructurar el sistema de jubilación, ahogado por las deudas.
Yo sueño que en Brasil tienen que cambiar muchas cosas.
Hay que tener en cuenta que en Brasil son necesarias reformas que en
Europa fueron hechas hace 50 años. Como la reforma agraria. La
gente en Brasil tiene que modificar sus prioridades para que parte de
los recursos públicos sean invertidos en la creación de
empleo, para mejorar la educación y la salud, para hacer la reforma
agraria, ha explicado Lula, quien se declara, además, contrario
al ALCA, el acuerdo de libre comercio con Estados Unidos.
Por fin llegó para él la hora de la verdad, el tiempo
en que la retórica previa a las elecciones se irá desvaneciendo
y la realidad, cruda y exigente, le situará día a día
los desafíos que deberá resolver desde su alta investidura.
Lo importante es que lo haga sin quebrar el consenso, sin provocar polarizaciones
ni fracturas insalvables en la sociedad brasileña
aunque
habrá lógicamente quien se oponga a su gestión
y se niegue a colaborar con él. Podrá gobernar y cumplir
los hitos fundamentales de su programa si no rompe la cohesión
entre quienes lo han exaltado al poder; si no empieza a postergar a
determinados grupos para favorecer a otros; si actúa con decisión
y creatividad, y al mismo tiempo, con flexibilidad y moderación;
si demuestra ser el Presidente de todos los brasileños, el impulsor
del progreso del país y el centinela de su unidad. De lo contrario,
Latinoamérica tendrá que lamentar la existencia de otro
foco de tribulaciones en su ya tempestuosa geografía política.
Y contemplaremos el espectáculo angustioso de una nación
dividida y enfrentada consigo misma, donde el hombre que una vez encarnó
las ansias de reformas a duras penas consigue gobernar.
La estancia de Lula en Palacio también será una ocasión
de lujo para que la izquierda, sumida hoy en una profunda crisis, demuestre
que en su arsenal hay mucho más que críticas a los modelos
socioeconómicos alentados por la derecha; para que demuestre
que su discurso ideológico se traduce en alternativas viables.
La cuestión no es teorizar sobre el mejor de los mundos posibles
y repartir miseria, sino perfeccionar el que tenemos y multiplicar las
riquezas.
¿Luis Inacio Lula da Silva será capaz de lograrlo? Los
pronósticos están de más. Tiempo al tiempo.