Revista Vitral No. 52 * año VIII * noviembre-diciembre 2002


POSEÍA

 

POEMAS SIN NOMBRE
DULCE MARÍA LOYNAZ
EN SU CENTENARIO: 1902-2002

DULCE MARÍA LOYNAZ

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Poema XXVI

Por su amor conocerás al hombre. El amor es su fruto natural, el más suyo, el más liberado de su ambiente.
El amor es el único fruto que brota, crece y madura en él, con toda la simpleza, la pureza y la gracia de la naranja en el naranjo y de la rosa en el rosal.
Hay hombres sin amor, pero de estos hombres nada se sabe:
nada pueden decir a la inquietud del mundo.
El amor es el fruto del hombre y también su signo; el amor lo marca como un hierro encendido y nos lo deja conocer, distinguir, entresacar...
No conocerás al que pasa por su vestido de palabras brilladoras —lentejuelas de colores...—, ni por la obra de sus manos ni por la obra de su inteligencia, porque todo eso lo da la vida y lo niega... Lo da y lo niega a su capricho —o a su ley— la vida...
Y hay muchos que van derechos porque el aire no sopló sobre ellos, y otros hay que se doblan como se dobla el arco para arrancarle al viento su equilibrio, o para proyectarse de ellos mismos, fuera de ellos —¡en el viento!—, por la trémula, aguda flecha íntima...
La palabra noble es ciertamente un indicio; la obra útil es ya una esperanza. Pero sólo el amor revela —como a un golpe de luz— la hermosura de un alma.

Poema XXXVI

He de amoldarme a ti como el río a su cauce, como el mar a su playa, como la espada a su vaina.
He de correr en ti, he de cantar en ti, he de guardarme en ti ya para siempre.
Fuera de ti ha de sobrarme el mundo, como le sobra al río el aire, al mar la tierra, a la espada la mesa del convite.
Dentro de ti no ha de faltarme blandura de limo para mi corriente, perfil de viento para mis olas, ceñidura y reposo para mi acero.
Dentro de ti está todo; fuera de ti no hay nada.
Todo lo que eres tú está en su puesto; todo lo que no seas tú me ha de ser vano.
En ti quepo, estoy hecha a tu medida; pero si fuera en mí donde algo falta, me crezco... Si fuera en mí donde algo sobra, lo corto.

Poema LXXXI

El Señor me ha hospedado en este mundo, hecho por sus propias manos.
Ha puesto un fino aire transparente para que yo pueda respirarlo y ver al mismo tiempo a través de él los hermosos paisajes, los rostros amados, el cielo azul.
El Señor ha puesto el sol que alumbra mis pasos en el día, y la luz mitigada de las estrellas que vela mi sueño por las noches.
Ha sujetado el mar a mis pies con una cinta de arena y la montaña con una raíz de flor.
El Señor ha soltado, en cambio, los ríos y los pájaros que refrescan y alegran el mundo que me ha dado, y ha hecho crecer también la blanda hierba, los flexibles arbustos, los buenos árboles, prendiéndoles collares de rocío, racimos de frutas, manojos de flores, para regalo de mis labios y mis ojos.
Todo esto ha hecho el Señor. Y, sin embargo, yo, como huésped rústico, me muevo con torpeza y con desgano, sigo extrañando vagamente otras cosas... No sé qué intimidad, qué vieja casa mía...

Poema LXXXII

Si estás arriba..., ¿por qué no bajas en la lluvia que me cierra los párpados?
Si estás abajo..., ¿por qué no subes en el retoño de cada árbol, en las puntas de hierba verde que se enredan a mis rosales?
Si estás lejos..., ¿qué hacen los caminos de la tierra?
Si estás cerca..., ¿qué hace mi corazón, que no te adivina entre todos?

Poema XCVII

Señor mío: Tú me diste estos ojos; dime dónde he de volverlos en esta noche larga, que ha de durar más que mis ojos.
Rey jurado de mi primera fe: Tú me diste estas manos; dime qué han de tomar o dejar en un peregrinaje sin sentido para mis sentidos, donde todo me falta y todo me sobra.
Dulzura de mi ardua dulzura: Tú me diste esta voz en el desierto; dime cuál es la palabra digna de remontar el gran silencio.
Soplo de mi barro: Tú me diste estos pies... Dime por qué hiciste tantos caminos si Tú solo eras el Camino, y la Verdad, y la Vida.

Poema CXXIV

Isla mía, ¡qué bella eres y qué dulce!... Tu cielo es un cielo vivo, todavía con un calor de ángel, con un envés de estrella.
Tu mar es el último refugio de los delfines antiguos y las sirenas desmaradas.
Vértebras de cobre tienen tus serranías, y mágicos crepúsculos se encienden bajo el fanal de tu aire.
Descanso de gaviotas y petreles, avemaría de navegantes, antena de América: hay en ti la ternura de las cosas pequeñas y el señorío de las grandes cosas.
Sigues siendo la tierra más hermosa que ojos humanos contemplaron. Sigues siendo la novia de Colón, la benjamina bien amada, el Paraíso Encontrado.
Eres, a un tiempo mismo, sencilla y altiva como Hatuey; ardiente y casta como Guarina.
Eres deleitosa corno la fruta de tus árboles, como la palabra de tu Apóstol.
Hueles a pomarrosa y a jazmín; hueles a tierra limpia, a mar, a cielo.
Cuando te pintan en los mapas, a contraluz sobre ese azul intenso de litografia, pareces una fina iguana de oro, un manjuarí dormido a flor de agua...
Pero también pareces un arco entesado que un invisible sagitario blande en la sombra, apunta a nuestro corazón.
Isla grácil, te visten las auroras y las lluvias; te abanica el terral; te bailan los solsticios de verano.
Como Diana, libre y diosa, no quieres más diadema que la luna; ni más escudo que el sol naciente con tu palma real.
La mala bestia no medró en tus predios, y jamás ha muerto en ti un solo pájaro de frío.
Idílicas abejas pueblan de miel la urdimbre de tus frondas; allí vibra el zunzún desprendido del iris, y destilan música viva los sinsontes.
Escarchada de sal y de luceros, te duermes, Isla niña, en la noche del Trópico. Te reclinas blandamente en la hamaca de las olas.
Tienes la rosa de los vientos prendida a tu cintura; tus mayos están llenos de cocuyos; tus campos son de menta, y tus playas, de azúcar.
Varas de San José en trance de boda, tórnanse todos los gajos secos clavados en tu tierra taumatúrgica. Rocas de Moisés, todas tus piedras preñadas de surtidores.
Vela un arcángel escondido tras cada zarza tuya, y una escala de Jacob se tiende cada noche para el hombre que duerma en paz sobre tu suelo.
Otra escala sutil es para él, el humo rosa del tabaco que le alegra las siestas y le aroma de sueños el camino.
Para el hombre hay en ti, Isla clarísima, un regocijo de ser hombre, una razón, una íntima dignidad de serlo.
Tú eres por excelencia la muy cordial, la muy gentil. Tú te ofreces a todos aromática y graciosa como una taza de café; pero no te vendes a nadie.
Te desangras a veces como los pelícanos eucarísticos; pero nunca, como las sordas criaturas de las tinieblas, sorbiste sangre de otras criaturas.
Isla esbelta y juncal, yo te amaría aunque hubiera sido otra tierra mi tierra, pues también te aman los que bajaron del Septentrión brumoso, o del vergel mediterráneo, o del lejano país del loto.
Isla mía, Isla fragante, flor de islas: tenme siempre, náceme siempre, deshoja una por una todas mis fugas.
Y guárdame la última, bajo un poco de arena soleada... ¡A la orilla del golfo donde todos los años hacen su misterioso nido los ciclones!

 

Revista Vitral No. 52 * año VIII * noviembre-diciembre 2002
Dulce María Loynaz
Nace en La Habana, el 10 de Diciembre de 1902. Premio Nacional de Literatura 1987. Orden Félix Varela en 1988.Premio Cervantes en 1992. Muere el 27 de Abril de 1997.