Los conflictos forman parte de la vida
humana. Todos nos hemos encontrado en la vida conflictos en nuestro
interior, en la familia, entre amigos; conflictos laborales y sociales;
conflictos políticos y económicos; conflictos entre grupos
de personas y entre países.
Esto no quiere decir que sólo haya conflictividad en la vida.
Hay también consensos, acuerdos, tratados, pactos, cooperación,
proyectos comunes, pequeñas y grandes solidaridades, comunión
de ideas, de personas y de grupos, integración de asociaciones
de la sociedad civil y formación de comunidades regionales y
mundiales de países con culturas, posición geográfica
o fines comunes.
Debemos asumir que dondequiera que existan diferentes formas de pensar,
de creer, de vivir, de proyectar el futuro habrá posibilidad
de conflictos. Es normal que existan divergencias económicas,
políticas, sociales y culturales, tanto en el seno de nuestras
familias como en el seno de la sociedad en que vivimos. A esto se le
llama también pluralismo. Es más, esta diversidad no es
sólo un dato de la realidad, sino que bien encauzada puede ser
una riqueza para la comunidad civil. De esa diversidad nacen los conflictos.
De esa diversidad surge, muchas veces, la solución. Así
que la alternativa que puede presentársenos de esta manera: o
diversidad con conflictos o uniformidad sin conflictos, es, como sabemos,
una disyuntiva simple y falsa.
No necesariamente
la diversidad desemboca siempre en conflictos sin solución. Ni
tampoco la uniformidad garantiza la ausencia de conflictos, por el contrario,
reducir la naturaleza humana, diversa en sí misma, a la uniformidad
impuesta, es la mayor fuente de conflictos. Asimismo, meter las relaciones
humanas en una camisa de fuerza para uniformarlas y manipularlas, no
solo exacerba los conflictos sino que genera una confrontación,
más profunda y violenta, que pudiera permanecer por un tiempo
soterrada por el miedo y la coacción, pero que un día
saldrá a la superficie.
Por eso la uniformidad
que se intenta imponer por la fuerza bruta o por la coacción
sutil, aún más dañina y censurable, no debería
ser una alternativa a la diversidad y el pluralismo propios e intrínsecos
de la persona humana y hasta de la propia naturaleza. Nadie ni nada
en este mundo puede reducir esa diversidad. Ningún sistema político,
ni mecanismo económico, ni escuela filosófica, ni creencia
religiosa, puede eliminar el pluralismo de ideas, de actitudes, de proyecciones,
de soluciones y de formas de actuar y vivir. Esto es una realidad irreducible.
Fomentar los
conflictos, agudizando la confrontación entre los que piensan,
creen o actúan diferente, no debería ser tampoco una alternativa
ante esta realidad. La misma humanidad, cansada de tanta guerra, tanta
beligerancia, tantos conflictos, llamados eufemísticamente "de
baja intensidad", desea desterrar, para siempre, el uso de la conflicti-vidad
y la violencia como "motor de la historia". La llamada lucha
de clases no desaparecerá mientras haya desigualdades e injusticias,
pero ha quedado definitivamente superado el concepto histórico
de que, alimentando esa lucha, la humanidad progresaría automáticamente.
Los falsos progresos
y los lamentables y reales retrocesos de los países que se vieron
envueltos en esta lógica de la conflictividad, como proyecto
y como solución en sí misma, confirman que tal camino
no conduce a ningún sitio. O mejor dicho, conduce a una situación
de mayor violencia y de interminables confrontaciones que desgastan
la economía, la política, la convivencia social, y llegan
a provocar un fenómeno de cansancio, despersonalización
y hastío en el alma de los pueblos. A este convencimiento han
llegado la mayoría de los hombres y mujeres de buena voluntad
que han tenido la osadía y el sentido común de cruzar
el umbral de este nuevo siglo y de este tercer milenio de la era cristiana,
sin quedarse estancados en la lógica de la confrontación,
los lenguajes y actitudes guerreristas e insultantes del siglo que terminó.
Así pues,
crece cada vez más la conciencia de que, al no poder soslayar
la realidad de los conflictos ni la diversidad que los provoca, al no
tener futuro ni salida la uniformi-zación de la sociedad, al
no resolverse nada con el azuzar hasta la confrontación sin fin,
quedaría como la alternativa más cuerda, viable y ética-mente
aceptable: la búsqueda de la solución de los conflictos
por las vías pacíficas del diálogo, la negociación,
los pactos, el consenso, la reconciliación, la participación
pluralista y respetuosa de la diversidad, que enriquece y motiva al
crecimiento armónico y sostenido de la sociedad.
Urge, por tanto,
aprender la cultura de la solución pacífica de los conflictos,
es decir: entrenarnos en una lógica de aceptación de la
diversidad y el pluralismo, ejercitar una voluntad incansable de diálogo,
adiestrarnos en la dinámica propositiva de presentación
de soluciones alternativas y no de quejas y ataques sin salida.
Para ello, lo
primero es identificar el tipo de conflicto que debemos solucionar:
Podemos encontrar
seudo-conflictos: son aquellos en los que no existen divergencias radicales
sino falta de información y comunicación entre las partes
que desconocen los propósitos, los proyectos o los fines de los
otros. Estos se solucionan generalmente si se actúa a tiempo
y se facilita la comunicación antes de que los errores, por falta
de la misma, hieran profundamente a las partes.
Están
también los conflictos latentes, que son aquellas divergencias
que se mantienen soterradas en bajas pasiones, en rencores reprimidos
por el miedo o la doble moral, se esconden tras una máscara de
oportunismo o fragilidad humana, se alimentan del rescoldo que va quedando,
de heridas sin cerrar, de equívocos sin aclarar, de ofensas sin
disculpar, de represión sin cesar, de imposición sin consultar,
de suponer que todo el mundo piensa como uno y que todo el mundo obedece
y apoya sin chistar. Estos conflictos pueden llegar a ser peores que
los reales y explícitos que, por serlo, llaman inmediatamente
la atención de los responsables, conmueven a la opinión
pública que tiende a prevenirlos, y alarman a la comunidad internacional
que se dispone a tomar medidas que eviten el caos y los daños
humanos irreparables.
El segundo paso
es identificar y rectificar las actitudes que toman las partes en conflicto
y los implicados en él:
Entre esas actitudes aparecen los que asumen una postura competitiva
y creen que una de las partes tiene que ganar y la otra tiene que perder
inexorablemente. Están, por el contrario, los que asumen una
actitud sumisa renunciando a sus propios derechos y a todas sus propuestas
sin importar que la otra parte abuse de esa actitud y arrase con una
contraparte condescendiente y débil en sus convicciones.
Podemos, asimismo,
encontrar aquellos que ante una situación conflictiva asumen
una actitud evasiva, huyendo del problema y tratando de salirse por
la puerta más cercana sin considerar que el escapismo es una
salida individualista y falsa pues el conflicto sigue y son otros los
que lo deberán enfrentar para dar soluciones.
La actitud más
positiva y constructiva es la de cooperación en la que todas
las partes en conflicto comprenden y asumen que para solucionar un problema
es necesario que cada una de las partes implicadas ceda y gane, es decir,
ponga sobre la mesa del diálogo y la concertación, aquello
que puede ser negociado y que siempre implica una ganancia para la otra
parte y aquello que no puede ser negociado y que implica renuncia por
la parte contraria. Esta actitud resuelve a fondo el problema y abre
las puertas para proseguir los pasos de la solución de conflictos.
Por último,
es necesario entrenarse en esa dinámica para la solución
de conflictos cuyos elementos fundamentales son:
-Crear un clima
propicio: deteniendo los ataques, serenando los ánimos, creando
una atmósfera de disponibilidad y relajamiento.
-Propiciar la
comunicación desde ambas partes: saneando el lenguaje, aclarando
los conceptos, ejercitando la escucha, fomentando la transparencia y
la lealtad entre lo que se dice y lo que se hace.
-Expresar la
disponibilidad para abordar todos los temas y negociar sobre todos los
puntos.
-Analizar las
partes del proceso conflictual: causas, momento en que se originan,
manifestaciones más frecuentes que provocan y expresan el conflicto,
personas implicadas, tanto los protagonistas como las víctimas,
cuáles son los puntos de máxima tensión para no
estancarse en ellos en una primera etapa, sino priorizar los demás
y dejarlos para etapas de mayor madurez y posibilidades.
-Plantear las
reglas de procedimiento: incluye proponer prioridades, pasos a seguir
en cada punto, cómo se tomarán los acuerdos, cuáles
son los procedimientos más seguros, qué consecuencias
pudiera pensarse que tienen nuestras propuestas, etc.
-Proponer soluciones:
es importante considerar todas las alternativas aún aquellas
que pudieran parecer más difíciles e ir descartándolas
hasta quedarse con las que son aceptables por ambas partes o son irrenunciables
por alguna de ellas. Es el paso más creativo. Requiere de una
gran audacia y una buena dosis de tolerancia. Es la etapa central y
decisiva.
-Toma de acuerdos:
Se trata de elegir las alternativas más convenientes y llegar
a consensos, acuerdos, pactos, y tratados.
-Seguimiento
de los acuerdos: Es la clave de la credibilidad de las negociaciones,
pues es cuando se verifica y comprueba en la práctica si las
soluciones han sido asumidas por ambas partes y tienen la viabilidad
esperada. Es cuando ambas partes tienen que dar pruebas de honestidad,
lealtad y perseverancia en la ejecución de lo acordado.
-Evaluación
del proceso: Con cierta periodicidad debe ser revisada y corregida la
marcha de los acuerdos, para analizar incumplimientos y para celebrar
los logros.
Pudiera parecer
que estos pasos son muy técnicos y que sólo competen a
los responsables de los procesos de diálogo y negociación.
Esa es una visión reductiva de la historia en la que se desprecia
el protagonismo de los pueblos e incluso de las víctimas de los
conflictos. La historia reciente nos presenta situaciones en las que
las partes han estado cerca de acuerdos y una parte de los ciudadanos
no conocen, no caminan al mismo paso, o no desean solucionar los conflictos
por prejuicios étnicos, por intereses políticos y económicos
creados, por falta de visión o por aferrarse al poder. Mencionaremos
solo tres: Sudáfrica durante la transición, Yugoslavia
después de la intervención, Israel y Palestina durante
las negociaciones, en que mientras las partes hacen esfuerzos en la
cumbre, la gente en las calles se persiguen, se reprimen y se matan.
Los ciudadanos no solo deben conocer la necesidad de solucionar los
conflictos por el diálogo pacífico y la concertación
sino que deben conocer, asumir como estilo de vida y ejercitar las dinámicas
propias de esos procesos.
Cuba necesita
también educarse en estos procesos. Nunca será baldía
la educación para la paz. Más vale precaver que tener
que lamentar. Son muchos años y muchas experiencias dolorosas
y traumáticas. Es hora de abandonar la lógica de la confrontación,
de serenar el lenguaje desafiante, de salir de la queja asfixiante y
de levantar la vista en busca de otros caminos, de otras actitudes,
de otras soluciones.
Nosotros creemos,
que pase lo que pase, la solución es el diálogo, la concertación
y el consenso.
La solución es la paz. Actuemos a tiempo.
Pinar del Río,
10 de diciembre del 2000.
52 Aniversario de la Declaración de los Derechos del Hombre.