Hay
hombres que llegan a su final sin conocer cuál fue la
verdadera vocación de su vida. A muchos se les imponen dogmas que
aceptan como propios y nunca llegan a comprender. A otros, por último,
un hecho fortuito los pone en el camino que los habrá de realizar
plenamente en aquello para lo cual el Creador los designó. Éste
parece haber sido el caso de Justo Figueroa Pérez. En muy poco
se diferenciaba, por su aspecto, de un mendigo cualquiera. Sin embargo,
algo, no fácil de explicar, hacía comprender de inmediato
cuánto de venerable se escondía bajo aquellos harapos. Los
chiquillos, tan propensos a la burla y al escarnio con los débiles,
lo respetaban al punto de pararlo en plena calle para pedir su bendición.
Por más de cuarenta años, su figura llegó a ser tan
de La Palma como el mogote Palmé, el Chorrerón, o el campanario
de ladrillos desnudos de la iglesia parroquial. Nació el l5 de
noviembre de 1903. Su lugar de origen es un punto que queda aún
por dilucidar, pues existen varias versiones. Se sabe, de manera fidedigna,
que sus primeros años y su educación elemental tuvieron
como sede la Casa de Beneficencia, donde fue confiado por sus padres,
Eusebio y Sabina, presionados quizás por una insostenible situación
económica. En la ya citada Casa de Beneficencia o Casa Cuna, parece
hacer sido la hermana conocida por Sor Patiño quien estuvo de manera
más directa a cargo del pequeño Justo.
Se conoce de varios viajes que éste hizo a la capital para interesarse
por su segunda madre, ya en estado crítico por la vejez. No resulta
fácil precisar con exactitud qué motivos lo trajeron precisamente
a La Palma, pero sí se puede asegurar que el hecho sucedió
en el año 1926. En esta época, La Palma era un pueblo pequeño,
pobre y apartado, y sus vías de comunicación con las comarcas
vecinas resultaban en extremo limitadas y se encontraban en pésimo
estado, fundamentalmente en la temporada de lluvias. Es lógico
suponer que se trataba de uno de los tantos pueblos que languidecían
en el interior del país, como olvidados del resto del mundo. En
lugares así, donde no son frecuentes los hechos capaces de romper
la monotonía del paisaje diario, cuanto acontece fuera de lo común
queda como una huella indeleble en el recuerdo de todos. La llegada de
Justo debió ser uno de estos acontecimientos. Hombre entusiasta,
dotado de facilidad de expresión y de una cultura autodidacta que
aun hoy estaría por encima de la media de nuestros campos, emprendió
una labor humanista y evangelizadora digna de los más grandes misioneros
que ha conocido la historia del cristianismo. Según refería
el propio Justo, en una ocasión, siendo todavía un adolescente,
se encontraba en una estación de trenes de uno de esos pueblos
del sur de La Habana, y, tal vez por matar el tedio de la espera, compró
un folletico que relataba la vida de Jesucristo. Este pequeño libro
haría cambiar por completo el curso de su vida. Al reencontrarse
con el Maestro, cuyas enseñanzas había oído como
parte rutinaria de su educación elemental, tomó una decisión:
imitar y seguir a Nuestro Señor Jesucristo por el resto de sus
días, y ésta habría de ser la razón de su
existencia, hasta su muerte. En La Palma fundó unas quince ermitas,
tanto en el pueblo como en los alrededores (El Sitio, Hoyo Bonito, La
Lima, por mencionar algunas.) En éstas no sólo impartía
el catecismo, sino que, con sus propios medios e iniciativa, enseñaba
a leer y escribir a niños, jóvenes y adultos. Consta que
existen decenas de hombres y mujeres cuyo único contacto con el
mundo de las letras estuvo en lo que aprendieron con Justo.
Lo más meritorio de esta labor radica en haber sido realizada sin
el más escueto vestigio de ambición personal; ni siquiera
el reconocimiento de aquellos a quienes ayudaba constituía para
él un motivo de preocupación. Tampoco buscaba celebridad.
Cuanto hacía era para gloria de Dios. Hacer notoria su persona,
le molestaba.
Justo Figueroa escribió obras de teatro para el público
palmero, montadas en escena por él mismo. Los actores, personas
del pueblo totalmente bisoñas en lo que al arte escénico
se refiere. Él, con paciencia, los preparaba para el papel que
debían asumir. Las representaciones tenían lugar, por lo
general, en la Sociedad de Color. Desgraciadamente, el contenido de las
mismas se ha perdido, y sólo quedan fragmentos dispersos en el
recuerdo de algunos que fueron testigos o actores. Justo no se preocupó
por dejar nada escrito. Tanto sus piezas teatrales como otros trabajos
de su inspiración, no tenían para él un fin propiamente
literario, sino más bien filantrópico. Con ello pretendía
divulgar la cultura y la fe religiosa. Escribía en octosílabos
de rima consonante, conociendo que esta forma es muy asequible para el
cubano.
Todo lo dicho con anterioridad, debe servir para dar una idea de la inmensa
labor social que esta personalidad extraordinaria, vestida de harapos
y languideciendo de hambre y calamidades personales, desplegó en
la comunidad, siempre con un desinterés por su propia persona que
rayaba en la indolencia. Era muy parco en sus costumbres. No comía
más que vegetales. Si recibía una pieza de ropa para su
uso propio, ésta tenía que estar en pésimas condiciones.
No aceptaba limosnas, salvo que las mismas tuvieran como fin el de ayudar
a otros.
En cierta oportunidad, se hizo cargo de una viuda llamada Celia y de su
hija. Para la manuntención de ambas, se dedicó a hacer carbón.
Esto pudiera parecer un hecho trivial, si existiera la más mínima
sospecha de que entre Justo y Celia hubiera existido una relación
carnal. Tal cosa queda fuera de la imaginación de todos. No cabe
la más remota duda sobre el voto de castidad que este mártir
se autoimpuso, y la austeridad con que lo cumplió. Ni los calumniadores
más irresponsables se atrevieron jamás a insinuar algo que
pusiera en evidencia este aspecto de su vida. Puede que no hayan faltado
quienes se refirieran a tales cosas empleando un tono de burla, pero nunca
de escepticismo. Cuando un hombre cree de corazón en lo que predica,
y demuestra que no es un farsante, termina siempre ganando el respeto
y la consideración de cuantos le tratan.
El Dr. Ramón Grau San Martín visitó La Palma, su
pueblo natal, siendo Presidente de la República. Una de las personas
invitadas a hablar, desde la improvisada tribuna, fue Justo Figueroa.
Sus palabras fueron de paz y reconciliación, como todo lo que emanaba
de su interior. Para él, la libertad, la justicia y la dignidad
del hombre, no eran patrimonio de ningún partido (en esto coincidía
con Martí), sino dones de Dios, que los hombres, sea cual fuere
su credo o asociación política, están obligados a
respetar y proteger.
Cuando Justo entendía que había cometido un pecado, se imponía
castigos que podían llegar hasta el maltrato físico; dejaba
de comer y se azotaba para purgar su falta. Sin embargo, no confesaba.
Era un católico militante y convencido, pero nunca estuvo dispuesto
a cumplir con este sacramento. Algunos dicen que ello se debía
a ciertas discrepancias entre él y el cura párroco José
de Mokoroa, de origen vasco, aunque lo cierto es que frente a otros sacerdotes
tampoco lo hizo.
En las restantes esferas de actividad de la parroquia, su labor era constante
e incansable. Fue fundador y primer organizador de la Asociación
de Caballeros Católicos de La Palma, así como un fuerte
pilar de la correspondiente Asociación de Damas Católicas.
Guiaba rosarios en los portales de las casas, visitaba enfermos y cada
una de sus ermitas constituía un centro de permanente actividad.
En las mismas se organizaban comidas con lo que cada uno de los participantes
podía aportar.
En los primeros años de la década de los sesenta resultó
detenido y conducido a la Seguridad del Estado; su constante y versátil
actividad se hizo sospechosa a las autoridades. A los pocos días
fue puesto en libertad, tras comprobarse que entre la vida de este hombre
y las cuestiones políticas no cabía la más mínima
relación. En el alma de Justo no había espacio para nada
que pudiera traer división entre los hombres. Después de
este incidente, su esfera de trabajo se fue reduciendo cada vez más.
Ya entrado en años, y posiblemente presionado por las nuevas circunstancias,
decayó su atención a la mayoría de las ermitas. Algunas
fueron destruidas de inmediato por vecinos de estos lugares; otras, construcciones
rústicas y débiles, no resistieron la erosión del
tiempo. En sus últimos años se le vio asistir a la iglesia
bautista, alternando con la católica. A aquellos que le preguntaban
cómo era posible que él hiciera dejación de su fe,
les contestaba que él estaba dondequiera que se hablara de Dios.
Algunos años más tarde, Juan Pablo II haría realidad
este camino de tolerancia y convivencia.
Justo Figueroa Pérez, conocido en La Palma como Justo el Santero,
murió el 3 de febrero de 1977. Pocos años antes de su muerte,
aceptó ser llevado a un asilo, aunque expresó como última
voluntad ser enterrado en La Palma. Sus restos descansan en el Panteón
de la Asociación de Caballeros Católicos, organización
para la cual tanto él luchara y de la que fue uno de sus fundadores
y primeros pilares.
El epíteto de El Santero encierra literalmente una connotación
despectiva, razón por la cual él nunca lo aceptó.
No obstante, así se le recuerda en la memoria popular.
Es sabido que el cubano, quizás por parentesco histórico
con el pueblo andaluz, es propenso a mostrar en todos sus actos una aparente
falta de seriedad que nunca llega a afectar los verdaderos sentimientos
internos. Se puede asegurar, entonces, que pocos hombres han gozado en
vida, o después de muertos, de un reconocimiento y un respeto más
unánimes que Justo Figueroa Pérez.
Su proceso de canonización no llegó a materializarse, por
razones que ignora quien escribe estas líneas. Pero, para la conciencia
de cada uno de nosotros, Justo fue un santo que transitó por La
Palma, y a La Palma pertenece.
La Palma, 23 de diciembre del 2000.
Nota del
autor: Este artículo es sólo un acercamiento preliminar
a la figura de Justo Figueroa Pérez. Muchas cosas quedan aún
por esclarecer, y por decir, con respecto a él, y en su momento,
serán dadas a conocer.
|